Текст книги "Paula"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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Aquí todos te llaman la niña, debe ser por tu cara de colegiala y ese pelo largo que las enfermeras trenzan. Le pidieron permiso a Ernesto para cortártelo, es muy engorroso mantenerlo limpio y desenredado, pero aún no lo han hecho, les da lástima, lo consideran tu mejor atributo de belleza porque aún no han visto tus ojos abiertos. Creo que están un poco enamoradas de tu marido, les conmueve tanto amor; lo ven inclinado sobre tu cama hablándote en susurros, como si pudieras oírlo, y quisieran ser amadas así.
Ernesto se quita el chaleco y te lo pasa por las manos inertes, toca, Paula, soy yo, dice, es el chaleco que prefieres ¿lo reconoces? Ha grabado mensajes secretos y te los deja puestos con audífonos, para que escuches su voz cuando estás sola; lleva un algodón impregnado en su colonia y lo coloca bajo tu almohada, para que su olor te acompañe. A las mujeres de nuestra familia el amor les llega como un vendaval, así le pasó a mi madre con el tío Ramón, a ti con Ernesto, a mí con Willie y supongo que les sucederá igual a las nietas y bisnietas que vendrán. Un día de Año Nuevo, cuando ya estaba viviendo con Willie en California, te llamé por teléfono para darte un abrazo a la distancia, comentar el
año viejo y preguntarte cuál era tu deseo para ese 1988 que comenzaba. Quiero un compañero, un amor como el que tú tienes ahora, me contestaste al punto. Habían pasado apenas cuarenta y ocho horas cuando me devolviste la llamada, eufórica.
– ¡Ya lo tengo, mamá! ¡Anoche conocí en una fiesta al hombre con quien me voy a casar! – y me contaste atropelladamente que desde el primer instante fue como una hoguera, se miraron, se reconocieron y tuvieron la certeza de ser el uno para el otro.
– No seas cursi, Paula. ¿Cómo puedes estar tan segura?
– Porque me dieron náuseas y tuve que irme. Por suerte él salió detrás de mí…
Una madre normal te hubiera advertido contra tales pasiones, pero yo no tengo autoridad moral para dar consejos de temperanza, de modo que siguió una de nuestras conversaciones típicas.
– Formidable, Paula. ¿Vas a vivir con él?
– Primero debo terminar mis estudios.
– ¿Piensas seguir estudiando?
– ¡No puedo dejar todo tirado!
– Bueno, si se trata del hombre de tu vida…
– Calma, vieja, acabo de conocerlo.
– Yo también acabo de conocer a Willie y ya ves donde estoy. La vida es corta, hija.
– Es más corta a tu edad que a la mía. Está bien, no haré el doctorado, pero al menos terminaré la maestría.
Y así fue. Concluiste tus estudios con honores y después partiste a vivir con Ernesto en Madrid, donde los dos encontraron empleo, él como ingeniero electrónico y tú como psicóloga voluntaria en un colegio, y poco después se casaron. En el primer aniversario de matrimonio tú estabas en coma y tu marido te llevó de regalo un cuento de amor que te susurró al oído arrodillado junto a ti, mientras las enfermeras observaban conmovidas y en la cama de al lado lloraba don Manuel.
¡Ah, el amor carnal! La primera vez que padecí un ataque fulminante fue a los once años. El tío Ramón había sido destinado en Bolivia de nuevo, pero esta vez llevó a mi madre y sus tres hijos. No habían podido casarse y el Gobierno no pagaba los gastos de esa familia ilegal, pero ellos hicieron oídos sordos a los chismes malintencionados y se empeñaron en sacar adelante esa difícil relación a pesar de los obstáculos formidables que debían salvar. Lo consiguieron plenamente y hoy, más de cuarenta años después, constituyen una pareja legendaria. La Paz es una ciudad extraordinaria, tan cerca del cielo y con el aire tan delgado que se pueden ver los ángeles al amanecer, el corazón está siempre a punto de reventar y la vista se pierde en la pureza agobiadora de sus paisajes. Cadenas de montañas y cerros morados, rocas y pincelazos de tierra en tonos de azafrán, púrpura y
bermellón, rodean la hondonada donde se extiende esa ciudad de contrastes.
Recuerdo calles estrechas subiendo y bajando como serpentinas, comercios míseros, buses destartalados, indios vestidos de lanas multicolores masticando eternamente una bola de hojas de coca con los dientes verdes. Centenares de iglesias con sus campanarios y sus patios donde se sentaban las indias a vender yucas secas y maíz morado junto a fetos disecados de llamas para emplastos de buena salud, mientras espantaban moscas y amamantaban a sus hijos.
El olor y los colores de La Paz se fijaron en mi memoria como parte del lento y doloroso despertar de la adolescencia. La ambigüedad de la niñez terminó en el momento preciso en que salimos de la casa de mi abuelo. La noche antes de partir me levanté sigilosamente, bajé la escalera con cuidado para que no crujieran los peldaños, recorrí la planta baja a oscuras y llegué hasta la cortina del salón, donde me aguardaba la Memé para decirme que dejara de lamentarme porque ella estaba dispuesta a irse de viaje conmigo, ya nada tenía que hacer en esa casa, que tomara su espejo de plata del escritorio del Tata y me lo llevara.
Allí estaré de ahora en adelante, siempre contigo, agregó. Por primera vez me atreví a abrir la puerta cerrada del cuarto de mi abuelo. La luz de la calle se colaba a través de las rendijas de las persianas y mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad; vi su silueta inmóvil y su perfil austero, estaba de espaldas entre las sábanas, rígido e inmóvil como un cadáver en aquella habitación de muebles fúnebres donde el reloj de torre marcaba las tres de la mañana.
Exactamente así lo vería treinta años más tarde, cuando se me apareció en un sueño para revelarme el final de mi primera novela.
Sigilosamente recorrí el espacio hasta su escritorio, pasando tan cerca de su cama que pude percibir su soledad de viudo, y abrí uno a uno los cajones, aterrada de que despertara y me sorprendiera robando. Encontré el espejo con mango labrado junto a una caja de lata que no me atreví a tocar, lo cogí a dos manos y salí retrocediendo en punta de pies. A salvo en mi cama observe el cristal brillante donde tantas veces me habían dicho que de noche aparecen los demonios, y supongo que reflejó mi cara de diez años, redonda y pálida, pero en mi imaginación vi el rostro dulce de la Memé dándome las buenas noches. Al amanecer pinté por última vez en mi mural una mano escribiendo la palabra adiós. Ese día fue pleno de confusión, órdenes contradictorias, despedidas apresuradas y esfuerzos sobrehumanos para acomodar las maletas sobre el techo de los automóviles que nos conducirían al puerto para embarcarnos hacia el norte. El resto del viaje sería en un tren de trocha angosta que trepaba con lentitud de caracol milenario hacia las alturas bolivianas. Mi abuelo vestido de luto, con su bastón y su boina vasca, de pie junto a la puerta de la casa donde me crié, despidió mi infancia.
Los atardeceres de La Paz son como incendios astrales y en las noches sin luna se pueden ver todas las estrellas, incluso aquellas que murieron hace millones de años y las que nacerán mañana. A veces me tendía de espalda en el jardín a mirar esos cielos formidables y sentía un vértigo de muerte, caía y caía hacia el fondo.
Al regresar del colegio buscaba soledad y silencio en los senderos de ese gran jardín, donde encontraba escondites para mi cuaderno de anotar la vida y rincones secretos para
leer lejos del bullicio.
Asistíamos a una escuela mixta, hasta entonces mi único contacto con muchachos había sido con mis hermanos, pero ellos no contaban, aún hoy pienso que Pancho y Juan no tienen sexo, son como bacterias. En la primera clase de historia la profesora habló de las guerras de Chile contra Perú y Bolivia en el siglo diecinueve.
Había aprendido en mi país que los chilenos ganaron las batallas por su valor temerario y el patriotismo de sus jefes, pero en esa clase nos revelaron las brutalidades cometidas por mis compatriotas contra la población civil. Los soldados chilenos, drogados con una mezcla de aguardiente y pólvora, entraban a las ciudades ocupadas como hordas enloquecidas. Con bayoneta calada y cuchillos de matarifes ensartaban niños, abrían el vientre a las mujeres y mutilaban los genitales de los hombres. Levanté la mano dispuesta a defender el honor de nuestras Fuerzas Armadas, sin sospechar entonces de lo que son capaces, y me cayó una lluvia de proyectiles. La maestra me echó del salón y salí en medio de una silbatina feroz a cumplir castigo de pie en un rincón del pasillo con la cara contra la pared. Sujetando las lágrimas, para que nadie me viera humillada, rumié mi rabia durante tres cuartos de hora. En esos minutos decisivos mis hormonas, cuya existencia hasta entonces ignoraba, explotaron con la fuerza de una catástrofe volcánica; no exagero, ese mismo día tuve mi primera menstruación. En la esquina opuesta del pasillo, de pie contra el muro, cumplía también castigo un muchacho alto y flaco como una escoba, con el cuello largo, el cabello negro y enormes orejas protuberantes, que por detrás le daban un aire de ánfora griega.
No he vuelto a ver orejas más sensuales que aquellas. Fue amor al instante, me enamoré de sus orejas antes de verle la cara, con tal vehemencia, que en los meses siguientes se me arruinó el apetito y de tanto ayunar y suspirar caí con anemia. Este arrebato romántico estaba desprovisto de ideas sexuales; no relacioné lo sucedido en mi infancia en un bosque de pinos junto al mar con un pescador de manos calientes, con los prístinos sentimientos inspirados por esos apéndices extraordinarios. Padecí un enamoramiento casto, y por lo tanto mucho más devastador, que duró un par de años.
Recuerdo ese período en La Paz como una cadena interminable de fantasías en el umbroso jardín de la casa, de páginas ardientes escritas en mis cuadernos y de sueños cursis en los cuales el orejudo doncel me rescataba de las fauces de un dragón. Para colmo el colegio entero lo supo y por culpa de ese amor y de mi indisimulable condición de chilena me hicieron víctima de las burlas más abrumadoras. Fue un romance destinado al fracaso, el objeto de mi pasión me trató siempre con tanta indiferencia que llegué a pensar que en su presencia me tornaba invisible. Poco antes de partir definitivamente de Bolivia, estalló una pelea en el recreo y sin saber cómo terminé abrazada a mi amado, rodando por el polvo entre golpes, tirones de pelo y patadas. Era mucho más grande que yo y a pesar de que puse en práctica lo aprendido con mi abuelo en las tardes de lucha libre en el Teatro Caupolicán, me dejó machucada y con sangre de narices, sin embargo en un momento de furia ciega una de sus orejas quedó al alcance de mis dientes y pude darle un apasionado mordisco. Durante semanas anduve en las nubes. Es el encuentro más erótico de mi larga vida, mezcla del placer intenso del abrazo y el dolor no menos agudo de la golpiza. Con ese despertar masoquista a la lujuria otra mujer con menos suerte sería hoy víctima complaciente de los azotes de un sádico, pero tal como se me dieron las cosas, no he tenido ocasión de practicar ese tipo de abrazo nunca más.
Poco después nos despedimos de Bolivia y no volví a ver esas orejas. El tío Ramón partió en avión directamente hacia París y de allí al Líbano, mientras mi madre y los niños descendíamos en tren a un puerto en el norte de Chile, donde nos embarcamos rumbo a Génova en una nave italiana, luego en autobús a Roma y de allí en avión a Beirut. El viaje duró cerca de dos meses y creo que mi madre sobrevivió de milagro. Ocupábamos el último vagón del tren en compañía de un indio enigmático, que no hablaba palabra y permanecía siempre en cuclillas en el suelo junto a una estufa, masticando coca y rascándose los piojos, armado con un rifle arcaico. Día y noche sus ojillos oblicuos nos observaban con expresión impenetrable, no lo vimos dormir nunca; mi madre temía que en un descuido nos asesinara, a pesar de que le habían asegurado que estaba contratado para protegernos. El tren avanzaba tan lento por el desierto, entre dunas y minas de sal, que mis hermanos se bajaban y corrían al lado. Para molestar a mi madre se retrasaban, fingiéndose extenuados, y gritaban pidiendo socorro, porque el tren los dejaba atrás. En el buque Pancho se atrapó tan a menudo los dedos en las pesadas puertas de hierro, que al final sus aullidos a nadie conmovían, y Juan se perdió un día por varias horas. Jugando al escondite se quedó dormido en un camarote desocupado y no lo encontraron hasta que despertó con las sirenas del barco, cuando el capitán estaba a punto de detener la navegación y echar botes al agua para buscarlo, mientras a mi madre la sujetaban dos recios contramaestres para evitar que se zambullera en el Atlántico. Me enamoré de todos los marineros con una pasión casi tan violenta como la inspirada por el joven boliviano, pero supongo que ellos se prendaron de mi madre. Esos esbeltos jóvenes italianos me alborotaban la imaginación, pero no lograban mitigar mi vicio inconfesable de jugar a las muñecas.
Encerrada en el camarote las mecía, las bañaba, les daba biberón y les cantaba en voz baja para no ser sorprendida, mientras mis malvados hermanos me amenazaban con exhibirlas en la cubierta.
Cuando por último desembarcamos en Génova, Pancho y Juan, leales a toda prueba, llevaban cada uno bajo el brazo un sospechoso bulto envuelto en una toalla, mientras yo me despedía suspirando de los marineros de mis amores.
Vivimos en el Líbano tres años surrealistas que me sirvieron para aprender algo de francés y conocer buena parte de los países vecinos incluyendo Tierra Santa e Israel, que en la década de los cincuenta, tal como ahora, vivía en guerra permanente contra los árabes. Cruzar la frontera en automóvil, como hicimos varias veces, constituía una aventura peligrosa. Nos instalamos en un apartamento moderno, amplio y feo. Desde la terraza podíamos ver un mercado libre y la Gendarmería, que más tarde, cuando empezó la violencia, cumplieron papeles importantes. El tío Ramón destinó una pieza para el Consulado y colgó en el edificio el escudo y la bandera de Chile. Ninguna de mis nuevas amistades había oído hablar jamás de ese país, pensaban que yo venía más bien de la China. Por lo general en aquella época y en esa parte del mundo las muchachas permanecían recluidas en su casa y en el colegio hasta el día de su boda, si tenían la desdicha de casarse, momento en que cambiaban la prisión paterna por la del marido. Yo era tímida y vivía muy aislada, vi la primera película de Elvis Presley cuando él ya estaba gordo. Nuestra vida familiar se complicó, mi madre no se adaptaba a la cultura árabe, al clima caliente, ni al carácter autoritario del tío Ramón, sufría jaquecas, alergias y súbitas crisis nerviosas con alucinaciones; cierta vez tuvimos que preparar maletas para regresar a casa de mi abuelo en Santiago porque ella juraba que por el ventanuco del baño la espiaba un cura ortodoxo con todos sus paramentos litúrgicos. Mi padrastro echaba de
menos a sus hijos y tenía escaso contacto con ellos porque las comunicaciones con Chile sufrían atrasos de meses, lo cual contribuía a la sensación de habitar en el fin del mundo. La situación económica era muy apretada, el dinero se estiraba en laboriosas cuentas semanales y si sobraba algo íbamos al cine o a patinar en una cancha de hielo artificial, únicos lujos que podíamos permitirnos. Vivíamos con decencia, pero en un nivel diferente al de otros miembros del Cuerpo Diplomático y del círculo que frecuentábamos, entre quienes los clubes privados, los deportes de invierno, el teatro y las vacaciones en Suiza eran la norma. Mi madre se fabricó un vestido largo de seda que usaba para las recepciones de gala, lo transformaba de manera milagrosa con una cola de brocado, mangas de encaje o un lazo de terciopelo en la cintura, pero supongo que nadie se fijaba en su atuendo, sólo en su rostro. Se convirtió en una experta en ese arte supremo de mantener las apariencias sin dinero, preparaba platos baratos, los disimulaba con sofisticadas salsas de su invención y los servía en sus famosas bandejas de plata; se las arregló para que la sala y el comedor lucieran elegantes con los cuadros traídos de la casa de mi abuelo y tapices comprados a crédito en los muelles de Beirut, pero el resto era de gran modestia. El tío Ramón mantenía intacto su indoblegable optimismo. Con mi madre tenía demasiados problemas, a menudo me he preguntado qué los mantuvo juntos en ese tiempo y la única respuesta que se me ocurre es la tenacidad de una pasión nacida en la distancia, alimentada con cartas románticas y fortalecida por una verdadera montaña de inconvenientes. Son dos personas muy diferentes, no es raro que discutieran hasta la extenuación; algunas de sus peleas eran de tal magnitud que adquirían nombre propio y quedaban registradas en el anecdotario familiar. Admito que en ese tiempo nada hice por facilitarles la convivencia; cuando comprendí que ese padrastro había llegado a nuestras vidas para quedarse, le declaré una guerra sin cuartel.
Ahora me cuesta recordar los tiempos en que planeaba maneras atroces de darle muerte. No resultó fácil su papel, no sé cómo logró sacar adelante a esos tres chiquillos Allende que le cayeron en la vida.
Nunca lo llamamos papá, porque esa palabra nos traía malos recuerdos, pero se ganó el título de tío Ramón, símbolo de admiración y confianza. Hoy, a los setenta y cinco años, cientos de personas repartidas en cinco continentes, incluyendo algunos funcionarios del Gobierno y de la Academia Diplomática en Chile, lo llaman tío Ramón con los mismos sentimientos.
Con la idea de dar cierta continuidad a mi educación, fui enviada a un colegio inglés para niñas, cuyo objetivo era fortalecer el carácter mediante pruebas de rigor y disciplina, que a mí poca mella me hacían porque no en vano había sobrevivido incólume a los espantosos juegos bruscos. Que las alumnas memorizaran la Biblia constituía la meta de esa enseñanza: Deuteronomio capítulo cinco versículo tercero, ordenaba Miss Saint John, y debíamos recitarlo sin vacilar. Así aprendí algo de inglés y pulí hasta el ridículo el sentido estoico de la vida cuya semilla había sembrado mi abuelo en el caserón de las corrientes de aire. El idioma inglés y la resistencia ante la adversidad me han sido bastante útiles, la mayor parte de las otras destrezas que poseo me las enseñó el tío Ramón con su ejemplo y con unos métodos didácticos que la psicología moderna calificaría de brutales. Fue cónsul general en varios países árabes, con sede en Beirut, ciudad espléndida que entonces se consideraba el París del Medio Oriente, donde los camellos y los Cadillacs con parachoques de oro de los jeques obstaculizaban el tráfico, y las mujeres musulmanas, cubiertas por mantos negros con una mirilla a la altura de los ojos, compraban en el mercado codo a codo con las extranjeras escotadas. Los sábados algunas amas de casa
de la colonia norteamericana lavaban los automóviles en pantalones cortos y con un trozo de barriga al aire. Los hombres árabes, que rara vez veían mujeres sin velo, hacían penosos viajes en burro desde aldeas remotas para asistir al espectáculo de esas extranjeras semidesnudas. Se alquilaban sillas y se vendía café y dulces de almíbar a los mirones, instalados en hileras al otro lado de la calle.
En verano soportábamos un calor húmedo de baño turco, pero mi colegio se regía por las normas impuestas por la Reina Victoria en la brumosa Inglaterra de fines del siglo pasado. El uniforme era un sayo medieval de tela gruesa atado con tiras porque los botones se consideraban frívolos, zapatones de aspecto ortopédico y un sombrero de explorador calado hasta las cejas, capaz de bajar los humos al más arrogante. La comida constituía material didáctico que se usaba para templarnos el carácter; todos los días servían arroz blanco sin sal y dos veces por semana lo presentaban quemado; lunes, miércoles y viernes se acompañaba con legumbres, los martes con yogur y el jueves con hígado cocido. Me costó meses sobreponerme a las arcadas ante esos trozos de carne gris flotando en agua caliente, pero terminé por encontrarlos deliciosos y aguardaba el almuerzo de los jueves con ansiedad. Desde entonces soy capaz de digerir cualquier alimento, incluso comida inglesa.
Las alumnas provenían de diversas regiones y casi todas estaban internas. Shirley era la chica más bonita del colegio, aun con el sombrero del uniforme se veía bien; venía de la India, tenía el pelo negro–azul, se maquillaba los ojos con un polvo nacarado y caminaba con paso de gacela desafiando la ley de gravedad.
Encerradas en el baño me enseñó la danza del vientre, que de nada me ha servido hasta ahora porque nunca tuve valor suficiente para seducir a hombre alguno con esos menequeteos. Un día, cuando ella acababa de cumplir quince años, la retiraron del colegio y se la llevaron de vuelta a su país para casarla con un comerciante cincuentón, escogido por sus padres, a quien ella jamás había visto; lo conoció mediante una fotografía de estudio coloreada a mano. Elizabeth, mi mejor amiga, era un personaje de novela: huérfana, criada como sirvienta por sus hermanas que robaron su parte de la herencia paterna, cantaba como un ángel y hacía planes para escaparse a América. Treinta y cinco años más tarde nos encontramos en Canadá. Cumplió sus sueños de independencia, dirige una empresa propia, tiene casa de lujo, automóvil con teléfono, cuatro abrigos de piel y dos perros regalones, pero todavía llora cuando recuerda su juventud en Beirut. Mientras Elizabeth ahorraba centavos para huir al Nuevo Mundo y la hermosa Shirley cumplía su destino de novia por encargo, las demás estudiábamos la Biblia y comentábamos en susurros a un tal Elvis Presley, a quien nadie había visto ni escuchado cantar, pero decían que causaba estragos con su guitarra eléctrica y su revoltura de pelvis. Me movilizaba en el autobús del colegio, era la primera que recogía por la mañana y la última que dejaba por la tarde, pasaba horas dando vueltas por la ciudad, arreglo muy conveniente porque sentía pocos deseos de ir a la casa. De todos modos, tarde o temprano llegaba.
A menudo encontraba al tío Ramón en camiseta, sentado bajo un ventilador, abanicándose con el periódico y escuchando boleros.
– ¡Qué te enseñaron las monjas hoy? – me saludaba.
– No son monjas, son señoritas protestantes. Hablamos de Job–replicaba yo, sudando,
pero flemática y digna en mi patibulario uniforme.
– ¿Job? ¿Ese tonto a quien Dios puso a prueba enviándole toda suerte de desgracias?
– No era ningún tonto, tío Ramón, era un santo varón que jamás renegó del Señor, a pesar de sus sufrimientos.
– ¿Te parece correcto? Dios apuesta con Satanás, castiga al pobre hombre sin piedad y además pretende que lo adore. Es un dios cruel, injusto y frívolo. Un patrón que se comporta así con sus siervos no merece lealtad ni respeto, mucho menos adoración.
El tío Ramón, educado por los jesuitas, empleaba un énfasis estremecedor y una lógica implacable–los mismos que usaba en las trifulcas con mi madre–para demostrar la estupidez del héroe bíblico; su actitud, lejos de constituir un ejemplo loable, era un problema de personalidad. En menos de diez minutos de oratoria echaba por tierra las virtuosas enseñanzas de Miss Saint John.
– ¿Estás convencida de que Job era un pelotudo?
– Sí, tío Ramón.
– ¿Podrías asegurarlo por escrito? – Sí.
El señor cónsul cruzaba el par de metros que nos separaban de su oficina, redactaba en papel sellado un documento con tres copias diciendo que yo, Isabel Allende Llona, de catorce años, ciudadana chilena, certificaba que Job, el del Antiguo Testamento, era un pánfilo. Me hacía firmarlo, después de leerlo cuidadosamente porque jamás se debe firmar algo a ciegas, lo doblaba y lo guardaba en la caja fuerte del Consulado. Luego regresaba a sentarse bajo el ventilador y con un profundo suspiro de fastidio me decía:
– Bueno, hija, ahora voy a probarte que tú tenías razón, Job era un santo hombre de Dios. Te daré los argumentos que tú debieras haber empleado si supieras pensar. Conste que me doy este trabajo sólo para enseñarte a discutir, eso siempre sirve en la vida.
Y procedía a desmantelar su propio alegato anterior para convencerme de aquello que yo creía firmemente al principio. Poco después me tenía de nuevo derrotada, esta vez al borde del llanto.
– ¿Aceptas que Job hizo lo correcto al permanecer fiel a su Señor a pesar de todas sus desgracias?
– Sí, tío Ramón.
– ¿Estás absolutamente segura? – Sí.
– ¿Estás dispuesta a firmarme un documento?
Y redactaba otro humillante papel redactaba en papel en el cual quedaba certificado que yo, Isabel Allende Llona, de catorce años, ciudadana chilena, me desdecía de la declaración anterior y aseguraba, en cambio, que Job era un hombre justo. Me pasaba su pluma y cuando estaba a punto de estampar mi nombre al pie de la página me atajaba con un grito.
– ¡No! ¿Cuántas veces te he dicho que no des tu brazo a torcer?
Lo más importante para ganar una discusión es no vacilar, aunque tengas dudas y mucho menos si estás equivocada.
Así aprendí a defenderme y años después competí en Chile en un debate interescolar de oratoria contra el colegio San Ignacio, representado por cinco muchachos en actitud de abogados criminalistas y dos curas jesuitas, que les soplaban instrucciones. El equipo masculino se presentó con un cargamento de libros que citaba para apoyar sus alegatos y asustar a sus contrincantes. Yo llevaba como único sostén el recuerdo de aquellas tardes con Job y el tío Ramón en el Líbano. Perdí, por supuesto, pero al final mis compañeras me pasearon en andas, mientras los machos rivales se retiraban altivos con su carretilla de argumentos. No sé cuántos papeles con tres copias firmé en mi adolescencia sobre los temas más diversos, desde comerme las uñas hasta las ballenas en vías de extinción. Creo que el tío Ramón guardó por años algunos de esos testimonio, como uno en el cual juro que por su culpa no conoceré hombres y me quedaré solterona.
Eso fue en Bolivia, cuando a los once años me dio una pataleta porque no me dejó ir a una fiesta donde pensaba ver al orejón de mis amores. Tres años después me invitaron a otra, esta vez en Beirut, en casa de los Embajadores de los Estados Unidos, y no quise asistir por prudencia, en ese tiempo la niñas teníamos un papel de rebaño pasivo, yo estaba segura que ningún muchacho en su sano juicio me invitaría a bailar y era difícil imaginar una humillación más grave que planchar en una fiesta. En esa ocasión mi padrastro me obligó a asistir porque, según dijo, si no vencía mis complejos nunca tendría éxito en la vida. La tarde anterior a la fiesta cerró el Consulado y se dedicó a enseñarme a bailar. Con irreductible tenacidad me hizo mover los huesos al ritmo de la música, primero apoyada en el respaldo de una silla, luego con una escoba y por último con él. En esas horas aprendí desde charlestón hasta samba, después me secó las lágrimas y me llevó a comprar un vestido. Al dejarme en la fiesta me dio un consejo inolvidable, que he aplicado en los momentos cruciales de mi vida: piensa que ios demás tienen más miedo que tú. Agregó que no me sentara ni por un instante, me quedara de pie cerca del tocadiscos y no comiera nada, porque los muchachos necesitaban mucho valor para cruzar el salón y acercarse a una niña anclada como una fragata en una silla y con un plato de torta en la mano. Además, los pocos chicos que saben bailar son los que cambian la música, por eso conviene permanecer cerca de los discos. A la entrada de la Embajada, una fortaleza de cemento en el peor estilo de los años cincuenta, había una jaula con unos pajarracos negros que hablaban inglés con acento de Jamaica. Me recibió la Embajadora–vestida de almirante y con un silbato colgado al cuello para dar instrucciones a los invitados–y nos condujo a un salón monumental donde se hallaba una multitud de adolescentes altos y feos, con las caras llenas de espinillas, que masticaban chicle, comían papas fritas y bebían Coca–cola. Los chicos vestían chaquetas a cuadros y corbatines de mariposa, las muchachas usaban faldas en forma de plato y chalecos de lana angora que dejaban el aire lleno de pelos y revelaban envidiables protuberancias en el pecho. Yo nada tenía para
poner dentro de un sostén. Todos estaban en calcetines. Me sentí completamente ajena, mi vestido era un esperpento de tafetán y terciopelo y no conocía a nadie. Aterrada, me dediqué a darle migas de torta a los pájaros negros hasta que recordé las instrucciones del tío Ramón y, temblando, me quité los zapatos y me acerqué al tocadiscos. Pronto vi una mano masculina estirada en mi dirección y, sin poder creer tamaña buena suerte, salí a bailar una melodía azucarada con un muchacho con frenillos en los dientes y los pies planos, que no tenía ni la mitad de la gracia de mi padrastro. Se bailaba con las mejillas pegadas – «cheek–to–cheek creo que se llamaba–pero ésa era una proeza imposible para mí, porque mi cara por lo general alcanza al esternón de cualquier hombre normal y en esa fiesta, cuando apenas tenía catorce años y además estaba sin zapatos, llegaba al ombligo de mi compañero. A esa canción siguió un disco completo de rock'n roll, del cual el tío Ramón no había oído ni hablar, pero me bastó observar a los demás por unos minutos y poner en práctica lo aprendido la tarde anterior. Por una vez sirvieron de algo mi escaso tamaño y mis articulaciones sueltas, sin ninguna dificultad mis compañeros de baile me lanzaban hacia el techo, me daban una voltereta de acróbata en el aire y me recogían a ras de suelo, justo cuando iba a partirme la nuca. Me encontré dando saltos ornamentales, alzada, arrastrada, vapuleada y sacudida por diversos jóvenes, que a esas alturas se habían quitado las chaquetas a cuadros y las corbatas de mariposa. No puedo quejarme, esa noche no planché, como tanto temía, sino que bailé hasta que me salieron ampollas en los pies y así adquirí la certeza de que conocer hombres no es tan difícil, después de todo, y que seguramente no me quedaría solterona, pero no firmé otro documento al respecto. Había aprendido a no dar mi brazo a torcer.