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Paula
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Текст книги "Paula"


Автор книги: Isabel Allende



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Pronto me enteré que algunas poblaciones marginales estaban cercadas por el ejército, en otras el toque de queda regía la mitad del día; había mucha gente pasando hambre. Los soldados entraban con tanques, rodeaban las casas y obligaban a salir a todo el mundo; a

los hombres de catorce años para arriba los conducían al patio de la escuela o a la cancha de fútbol, que por lo general era sólo un sitio vacío con unas rayas de tiza, y después de golpearlos metódicamente a la vista de las mujeres y los niños, sorteaban a varios y se los llevaban. Unos cuantos regresaban contando pesadillas y mostrando huellas de tortura; los cuerpos destrozados de otros eran arrojados de noche en los basurales, para que los demás conocieran la suerte de los subversivos. En ciertos vecindarios había desaparecido la mayoría de los hombres, las familias estaban desamparadas. Me tocó juntar alimentos y dinero para ollas comunes organizadas por la Iglesia para dar un plato caliente a los niños más pequeños. El espectáculo de los hermanos mayores aguardando en la calle con el estómago vacío, en la esperanza de que sobraran unos panes, lo tengo para siempre grabado en la memoria. Adquirí audacia para pedir; mis amistades se negaban en el teléfono y creo que se escondían apenas me veían aparecer. Calladamente, mi abuelo me daba cuanto podía, pero no deseaba saber qué hacía yo con su dinero. Asustado, se atrincheró frente al televisor entre las paredes de su casa, pero las malas nuevas entraban por las ventanas, brotaban como musgo por los rincones, era imposible evitarlas. No sé si el Tata tenía tanto miedo porque sabía más de lo que confesaba o porque sus ochenta años de experiencia le habían enseñado las infinitas posibilidades de la maldad humana.

Para mí fue una sorpresa descubrir que el mundo es violento y predatorio, regido por la ley implacable de los más fuertes. La selección de la especie no ha servido para que florezca la inteligencia o evolucione el espíritu, a la primera oportunidad nos destrozamos unos a otros como ratas prisioneras en una caja demasiado estrecha.

Me puse en contacto con un sector de la Iglesia Católica que en cierta forma me reconcilió con la religión, de la cual me había alejado por completo hacía quince años. Hasta entonces sabía de dogmas, ritos, culpa y pecados, del Vaticano que regía los destinos de millones de fieles en el mundo, y de la Iglesia oficial, siempre partidaria de los poderosos, a pesar de sus encíclicas sociales. Había oído vagamente de la Teología de la Liberación y movimientos de curas obreros, pero no conocía la Iglesia militante, los miles y miles de cristianos dedicados a servir a los más necesitados en la humildad y el anonimato. Ellos constituyeron la única organización capaz de ayudar a los perseguidos a través de la Vicaría de la Solidaridad, creada para ese fin por el Cardenal en los primeros días de la dictadura. Un grupo numeroso de sacerdotes y monjas habrían de arriesgar sus vidas durante diecisiete años para salvar las de otros y denunciar los crímenes. Fue un cura quien me indicó los caminos más seguros para el asilo político. Algunas de las personas que ayudé a saltar un muro terminaron en Francia, Alemania, Suecia, Canadá o los países escandinavos, que recibieron centenares de refugiados chilenos. Una vez lanzada en esa dirección fue imposible retroceder, porque un caso llevaba a otro y a otro más, y así me comprometí en actividades clandestinas, escondiendo o transportando gente, pasando información que otros conseguían sobre los torturados o los desaparecidos y cuyo destino final era Alemania, donde se publicaba, y grabando entrevistas con víctimas para llevar un registro de lo que sucedía en Chile, tarea que varios periodistas asumieron en esos tiempos. No sospechaba entonces que ocho años más tarde usaría ese material para escribir dos novelas. Al principio no medí el peligro y actuaba en pleno día, en el bullicio del centro de Santiago, en un verano caliente y un otoño dorado; no fue hasta mediados de 1974 cuando me di cuenta de los riesgos. Sabía tan poco sobre los mecanismos del terror, que tardé mucho en percibir los signos premonitorios; nada indicaba que existiera un mundo paralelo en las sombras, una cruel dimensión de la realidad. Me sentía invulnerable. Mis motivaciones no eran heroicas, ni mucho menos, sólo compasión por esa gente desesperada y, debo admitirlo, una atracción irresistible por la aventura. En los

momentos de mayor peligro recordaba el consejo del tío Ramón en la noche de mi primera fiesta: acuérdate que los demás tienen más miedo que tú…

En esa época de incertidumbre se reveló el verdadero rostro de las personas; los dirigentes políticos más combativos fueron los primeros en sumirse en el silencio o escapar del país, en cambio otra gente que había llevado existencias sin bulla, demostraron un extraordinario valor. Tenía un buen amigo, psicólogo sin trabajo que se ganaba la vida como fotógrafo en la revista, un hombre suave y algo ingenuo con quien compartíamos domingos familiares con los niños y a quien jamás antes había oído hablar de política.

Yo lo llamaba Francisco, aunque su nombre era otro, y nueve años después me sirvió de modelo para el protagonista de De amor y de sombra. Estaba relacionado con grupos religiosos porque su hermano era sacerdote–obrero y a través de él se enteró de las atrocidades que se cometían en el país; varias veces se expuso por ayudar a otros. En paseos secretos al Cerro San Cristóbal, donde pensábamos que nadie podía oírnos, me contaba las noticias. En algunas ocasiones colaboré con él y en otras debí actuar sola. Había diseñado un sistema bastante torpe para el primer encuentro, que por lo general era el único: nos poníamos de acuerdo en la hora, yo pasaba muy lentamente en torno a la Plaza Italia en mi inconfundible vehículo, captaba una breve seña, me detenía un instante y alguien subía rápidamente al automóvil. Nunca supe los nombres ni las historias que ocultaban esos pálidos semblantes y esas manos temblorosas, porque la consigna era intercambiar el mínimo de palabras, me quedaba con un beso en la mejilla y las gracias murmuradas a media voz y no volvía a saber más de esa persona. Cuando había niños era más difícil. Supe de un bebé que introdujeron a una Embajada a reunirse con sus padres, dopado con un somnífero y escondido al fondo de un canasto con lechugas para burlar la vigilancia de la puerta.

Michael conocía mis actividades y nunca se opuso, aunque se tratara de ocultar a alguien en la casa. Serenamente me advertía los riesgos, algo extrañado porque a mí me caían tantos casos en las manos, mientras que él rara vez se enteraba de algo. No lo sé, supongo que mi condición de periodista tuvo que ver con eso, andaba en la calle hablando con la gente, en cambio él circulaba entre empresarios, la casta que más se benefició durante la dictadura. Me presenté una vez al restaurante donde él almorzaba a diario con los socios de la compañía constructora, a explicarles que gastaban en una sola comida lo suficiente para alimentar veinte niños del comedor de los curas durante un mes, y les pedí que un día a la semana comieran un sandwich en la oficina y me dieran el dinero ahorrado. Un asombro glacial acogió mis palabras hasta el mozo se detuvo petrificado con la bandeja en la mano, y todos los ojos se volvieron hacia Michael, supongo que se preguntaban qué clase de hombre era ése, incapaz de controlar la insolencia de su mujer. El director de la empresa se quitó los lentes, los limpió lentamente con su pañuelo y luego me escribió un cheque por diez veces la cantidad que le había pedido. Michael no volvió a almorzar con ellos y con ese gesto dejó clara su posición. Para él, criado en la rigidez de los sentimientos más nobles, resultaba difícil creer las historias de espanto que yo le contaba o imaginar que podíamos perecer todos, incluso los niños, si cualquiera de esos infelices que pasaban por nuestras vidas era detenido y confesaba en la tortura haber estado bajo nuestro techo. Nos llegaban rumores espeluznantes, pero mediante un misterioso mecanismo de la mente, que a veces se niega a ver lo obvio los descartábamos como exageraciones, hasta que ya no fue posible seguir negándolos. Por las noches solíamos despertar sudando por que un carro se detenía en la calle durante el

toque de queda, o porque sonaba el teléfono y nadie replicaba, pero a la mañana siguiente salía el sol, venían los niños y el perro a nuestra cama, preparábamos café y la vida empezaba de nuevo como si todo fuera normal. Pasaron meses antes que las evidencias fueran irrefutables y el miedo terminara por paralizarnos. ¿Cómo pudo cambiar todo tan súbita y totalmente? ¿Cómo se distorsionó la realidad de esa manera? Todos fuimos cómplices, la sociedad entera enloqueció. El Diablo en el espejo… A veces, cuando estaba sola en algún lugar secreto del Cerro San Cristóbal con algo de tiempo para pensar, volvía a ver el agua negra de los espejos de mi niñez donde Satanás aparecía de noche, y al inclinarme sobre el cristal comprobaba aterrada que el Mal tenía mi propio rostro.

No estaba limpia, nadie lo estaba, dentro de cada uno de nosotros había un monstruo agazapado, todos teníamos un lado oscuro malvado. Dadas las condiciones ¿podría yo también torturar y matar? Digamos, por ejemplo, que alguien le hiciera daño a mis hijos… ¿de cuánta crueldad sería capaz en ese caso? Los demonios habían escapado de los espejos y andaban sueltos por el mundo.

A finales del año siguiente, cuando el país estaba completamente sometido, se puso en práctica un sistema de capitalismo puro que principalmente favorecía a los empresarios, porque los trabajadores habían perdido sus derechos, y que sólo pudo implantarse mediante el empleo de la fuerza. No se trataba de la ley de oferta y demanda, como decían los jóvenes ideólogos de derecha, puesto que la fuerza laboral estaba reprimida y a merced de los patrones. Se terminaron las previsiones sociales que el pueblo había conseguido décadas antes, se abolió el derecho a reunión y a huelga, los dirigentes obreros desaparecían o eran asesinados. Las empresas, lanzadas en una carrera de competencia despiadada, exigían de sus trabajadores el máximo rendimiento por el mínimo de sueldo. Había tanta gente cesante haciendo cola frente a las puertas de las industrias para solicitar empleo, que se conseguía mano de obra a niveles de esclavitud. Nadie se atrevía a protestar porque en el mejor de los casos perdía el puesto, pero también podía ser acusado de comunista o de subversivo y terminar en una celda de tortura de la policía política. Se creó un aparente milagro económico a un gran costo social, no se había visto en Chile tanta exhibición desvergonzada de riqueza, ni tanta gente sobreviviendo en extrema pobreza.

Michael, como gerente administrativo, tuvo que despedir a cientos de obreros, los llamaba a su oficina por lista para anunciarles que a partir del día siguiente no se presentaran al trabajo y explicarles que, de acuerdo a los nuevos reglamentos, habían perdido el derecho de cobrar desahucio. Sabía que cada uno de esos hombres tenía familia y le sería imposible conseguir otro empleo, ese despido equivalía a una sentencia irrevocable de miseria.

Volvía a casa desmoralizado y triste, en pocos meses se encogió de hombros y se le llenó la cabeza de canas. Un día reunió a los socios de la empresa para decirles que las cosas estaban llegando a límites obscenos, que sus capataces ganaban el equivalente a tres litros de leche al día. Le contestaron con una risotada que no importaba porque «de todos modos esa gente no toma leche». Para entonces yo había perdido mi puesto en las dos revistas y grababa mi programa vigilada por un guardia con ametralladora en el estudio. No sólo la censura me impedía trabajar, pronto caí en cuenta que a la dictadura le convenía que alguien de la familia Allende hiciera humor por televisión, qué mejor prueba de normalidad en el país. Renuncié. Me sentía observada, el miedo me hacía pasar las

noches en blanco, se me cubrió la piel de ronchas que rascaba hasta sangrar. Muchos de mis amigos partieron al extranjero, algunos desaparecieron y nadie volvió a mencionarlos, como si nunca hubieran existido. Una tarde me visitó un dibujante, a quien no había visto en meses, y a solas conmigo se quitó la camisa para mostrarme las cicatrices aún frescas. Le habían tallado a cuchillo en la espalda la A de Allende. Desde Argentina mi madre me imploraba que tuviera cuidado y no hiciera bulla para no provocar una desgracia. No podía olvidar las profecías de María Teresa Juárez, la vidente, y pensaba que tal como había ocurrido el baño de sangre anunciado por ella, también podía cumplirse esa condena de inmovilidad o parálisis que me había pronosticado. ¿No se trataría de años en prisión? Empecé a contemplar la posibilidad de irme de Chile, pero no me atreví a manifestarla en alta voz, porque me parecía que al ponerla en palabras podía echar a andar los engranajes de una máquina implacable de muerte y destrucción.

Iba a menudo a vagar por los senderos del Cerro San Cristóbal, los mismos que muchos años antes recorría en los picnics familiares, me escondía entre los árboles para gritar con un dolor de lanzazo en el pecho; otras veces ponía una merienda y una botella de vino en un canasto y partía cerro arriba con Francisco, quien trataba inútilmente de ayudarme con sus conocimientos de psicólogo. Sólo con él podía hablar de mis actividades clandestinas, mis temores y los deseos inconfesables de escapar. Estás loca, replicaba, cualquier cosa es mejor que el exilio ¿cómo vas a dejar tu casa, tus amigos, tu patria?

Mis hijos y la Granny fueron los primeros en darse cuenta de mi estado de ánimo. Paula, quien entonces era una niña sabia de once años, y Nicolás, que tenía tres menos, comprendieron que a su alrededor cundía el miedo y la pobreza como un reguero incontenible. Se tornaron silenciosos y prudentes. Se enteraron que el marido de una maestra del colegio, un escultor que antes del Golpe Militar hizo un busto de Salvador Allende, fue detenido por tres hombres sin identificación que entraron a su taller a rompe y raja y se lo llevaron. Se desconocía su paradero y su mujer no se atrevía a mencionar aquella desgracia para no perder su empleo, era la época en que todavía se pensaba que si una persona desaparecía seguro era culpable. No sé cómo lo supieron mis hijos y esa noche hablaron conmigo. Habían ido a visitar a la maestra, que vivía a pocas cuadras de nuestra casa, y la encontraron arropada en chales y a oscuras, porque no podía pagar las cuentas de electricidad ni comprar parafina para las estufas, apenas le alcanzaba el sueldo para alimentar a sus tres hijos y había tenido que retirarlos de la escuela. Queremos darles nuestras bicicletas porque no tienen plata para el bus, me notificó Paula. Así lo hicieron y desde ese día sus tráficos misteriosos aumentaron, ya no sólo escondía botellas de su abuela y llevaba regalos a los ancianos de la residencia geriátrica, también acarreaba en su bolsón tarros de conserva y paquetes de arroz para la maestra. Meses más tarde, cuando el escultor regresó a su casa después de sobrevivir tortura y prisión, fabricó en hierro y bronce un Cristo en la Cruz y se lo regaló a los niños.

Desde entonces Nicolás lo tiene siempre colgado en la pared junto a su cama.

Mis hijos nada repetían de lo que se hablaba en familia, tampoco mencionaban los desconocidos que a veces pasaban por la casa.

Nicolás comenzó a mojar la cama por la noche, despertaba avergonzado, venía cabizbajo a mi pieza y me abrazaba, temblando.

Debíamos prodigarle más cariño que nunca, pero Michael andaba agobiado por los

problemas de sus obreros y yo vivía corriendo de un trabajo a otro, visitando poblaciones de pobres, escondiendo gente y con los nervios en ascuas; creo que ninguno de los dos pudimos ofrecer a los niños la seguridad o el consuelo que necesitaban. Entretanto a la Granny la desgarraban fuerzas opuestas, por un lado su marido celebraba la fanfarria de la dictadura y por otro nosotros le contábamos de la represión, su inquietud se transformó en pánico, su pequeño mundo estaba amenazado por fuerzas de huracán. Ten cuidado, me decía a cada rato sin saber ni ella misma a qué se refería, porque su mente se negaba a aceptar los peligros que su corazón de abuela le advertía. Su existencia entera giraba en torno a esos dos nietos.

Mentiras, son todas mentiras del comunismo soviético para desprestigiar a Chile, le decía mi suegro cuando ella se refería a los funestos rumores que infectaban el aire. Tal como hicieron mis hijos, se acostumbró a callar sus dudas y evitar comentarios que pudieran atraer la desgracia.

Un año después del Golpe la Junta Militar hizo asesinar en Buenos Aires al General Prats porque creyó que desde allá el antiguo Jefe de las Fuerzas Armadas podía encabezar una rebelión de militares democráticos. También se temía que Prats publicara sus memorias revelando la traición de los generales; para entonces se había difundido la versión oficial de los acontecimientos del 11 de septiembre, justificando los hechos y exaltando hasta el heroísmo la imagen de Pinochet. Mensajes por teléfono y notas anónimas le habían advertido al General Prats que su vida estaba en peligro.

El tío Ramón, de quien se sospechaba que guardaba copia de las memorias del General, también fue amenazado en los mismos días, pero en el fondo no lo creyó. Prats, en cambio, conocía bien los métodos de sus colegas y sabía que en Argentina empezaban a actuar los escuadrones de la muerte, que mantenían con la dictadura chilena un horrendo tráfico de cuerpos, prisioneros y documentos de identidad de los desaparecidos. Trató en vano de conseguir un pasaporte para abandonar ese país e irse. A Europa; el tío Ramón habló con el Embajador de Chile, antiguo funcionario que había sido su amigo por muchos años, para rogarle que ayudara al General desterrado, pero lo enredaron en promesas que nunca se cumplieron.

Poco antes de la medianoche del 29 de septiembre de 1974 explotó una bomba en el automóvil de los Prats al llegar a su casa después de cenar con mis padres. La fuerza de la explosión lanzó trozos de metal ardiente a cien metros de distancia, desmembró al General y mató a su esposa en una hoguera de infierno. Minutos después se congregaron en el sitio de la tragedia periodistas chilenos que acudieron antes que la policía argentina, como si hubieran estado esperando el atentado a la vuelta de la esquina.

El tío Ramón me llamó a las dos de la madrugada para pedirme que avisara a las hijas de los Prats y anunciarme que había salido de su casa con mi madre y estaban escondidos en un lugar secreto. Al día siguiente tomé un avión rumbo a Buenos Aires en una extraña misión a ciegas, porque no sabía siquiera dónde ubicarlos. En el aeropuerto me salió al encuentro un hombre muy alto, me tomó de un brazo y me llevó casi a la rastra hacia un coche negro que aguardaba en la puerta. No temas, soy un amigo, me dijo en un español con fuerte acento alemán, y había tanta bondad en sus ojos azules, que le creí. Era un checoslovaco, representante de las Naciones Unidas, que estaba gestionando la forma de conducir a mis padres a terreno más seguro, donde el largo brazo del terror no los alcanzara. Me llevó a verlos a un apartamento del centro de la ciudad, donde los encontré

serenos organizándose para escapar.

Mira de lo que son capaces esos asesinos, hija, tienes que salir de Chile, me rogó una vez más mi madre. No tuvimos mucho tiempo para estar juntos, apenas alcanzaron a contarme lo ocurrido y darme sus disposiciones, ese mismo día el amigo checo logró sacarlos del país. Nos despedimos con un abrazo desesperado, sin saber si nos volveríamos a ver. Sigue escribiéndome todos los días y guarda las cartas hasta que exista una dirección donde enviármelas, dijo mi madre en el último instante. Protegida por el hombre alto de los ojos compasivos permanecí en esa ciudad para embalar muebles, pagar cuentas, devolver el apartamento que mis padres habían alquilado y obtener permisos para llevarme la perra suiza, a quien la bomba que estalló en la Embajada había dejado medio lunática. Ese animal acabó convertido en la única compañía de la Granny, cuando todos los demás tuvimos que abandonarla.

Pocos días más tarde en Santiago, en la residencia del Comandante en Jefe donde vivieron los Prats hasta que debieron renunciar al cargo, la mujer de Pinochet vio al General Prats a plena luz de día sentado a la mesa en el comedor, de espaldas a la ventana, iluminado por un sol tímido de primavera. Pasado el primer sobresalto, comprendió que era una visión de la mala conciencia y no le dio mayor importancia, pero en las semanas siguientes el fantasma del amigo traicionado volvió muchas veces, aparecía de cuerpo entero en los salones, bajaba pisando fuerte por la escalera y se asomaba por las puertas, hasta que su obstinada presencia se hizo intolerable. Pinochet hizo construir un gigantesco búnker rodeado por un muro de fortaleza capaz de protegerlo de sus enemigos vivos y muertos, pero los encargados de su seguridad descubrieron que era un blanco fácil para bombardearlo desde el aire. Entonces hizo reforzar los muros y blindar las ventanas de la casa embrujada, duplicó los guardias armados, instaló nidos de ametralladora a su alrededor y cerró la calle para que nadie pudiera acercarse. No sé cómo se las arregla el General Prats para burlar tanta vigilancia…

A mediados de 1975 la represión se había perfeccionado y yo caí víctima de mi propio terror. Temía usar el teléfono, censuraba las cartas a mi madre por si las abrían en el correo y medía mis comentarios incluso en el seno de la familia. Amigos relacionados con los militares me habían advertido que mi nombre figuraba en las listas negras y poco después recibimos dos amenazas de muerte por teléfono. Sabía de gente dedicada a molestar por el gusto de sembrar pánico y tal vez no habría prestado oídos a esas voces anónimas, pero después de lo ocurrido a los Prats y la milagrosa escapada de mis padres, no me sentía segura. Una tarde de invierno fuimos con Michael y los niños al aeropuerto a despedir a unos amigos que, como tantos otros, habían optado por partir. Se habían enterado que en Australia ofrecían terrenos a los nuevos inmigrantes y decidieron tentar suerte como granjeros. Mirábamos el avión que partía, cuando una mujer desconocida se me acercó preguntando si yo era la de la televisión; insistía que la acompañara porque tenía algo que decirme en privado. Sin darme tiempo de reaccionar me jaló del brazo en dirección al baño y una vez a solas extrajo de su cartera un sobre y me lo puso en las manos.

– Entrega esto, es un asunto de vida o muerte. Tengo que irme en el próximo avión, mi contacto no apareció y no puedo esperar más – dijo. Me hizo repetir la dirección dos veces, para estar segura de que la había memorizado, y luego partió corriendo.

– ¿Quién era? – preguntó Michael cuando me vio salir del baño.

– No tengo idea. Me pidió que entregue esto, dijo que es muy importante. – ¿Qué es? ¿Por qué lo recibiste? Puede ser una trampa…

Todas esas preguntas y otras que se nos ocurrieron después nos dejaron buena parte de la noche sin dormir, no queríamos abrir el sobre porque era preferible no saber su contenido, no nos atrevíamos a llevarlo a la dirección que la mujer había indicado y tampoco podíamos destruirlo. En esas horas creo que Michael comprendió que yo no buscaba problemas, sino que éstos me salían al encuentro. Pudimos ver al fin cuánto se había distorsionado la realidad si un encargo tan sencillo como entregar una carta podía costarnos la vida y si el tema de la tortura y la muerte era parte de la conversación cotidiana, como algo plenamente aceptado. Al amanecer extendimos un mapa del mundo sobre la mesa del comedor para ver adónde ir. Para entonces la mitad de la población de América Latina vivía bajo una dictadura militar; con el pretexto de combatir al comunismo las Fuerzas Armadas de varios países se habían transformado en mercenarios de las clases privilegiadas y en instrumentos de represión para los más pobres. En la década siguiente los militares llevaron a cabo una guerra sin cuartel contra sus propios pueblos, murieron, desaparecieron y se exilaron millones de personas, no se había visto en el continente un movimiento tan vasto de masas humanas cruzando fronteras. Ese amanecer descubrimos con Michael que quedaban muy pocas democracias donde buscar refugio y que en varias de ellas, como México, Costa Rica o Colombia, ya no otorgaban visas para chilenos porque en el último año y medio habían emigrado demasiados. Apenas se levantó el toque de queda dejamos a los niños con la Granny, impartimos algunas instrucciones para el caso que no volviéramos, y fuimos a entregar el sobre a la dirección señalada. Tocamos el timbre de una casa vieja en una calle del centro, nos abrió un hombre vestido con bluyines y comprobamos con profundo alivio que llevaba un collarín de sacerdote.

Reconocimos su acento belga porque habíamos vivido en ese país.

Después que huyeron de Argentina, el tío Ramón y mi madre se encontraron sin un lugar donde establecerse y durante meses debieron aceptar la hospitalidad de amigos en el extranjero, sin un sitio donde desempacar definitivamente sus maletas. En eso mi madre se acordó del venezolano que había conocido en el hospital geriátrico de Rumania y siguiendo una corazonada buscó la tarjeta que había guardado todos esos años y lo llamó a Caracas para contarle en pocas palabras lo sucedido. Vente, chica, aquí hay espacio para todos, fue la respuesta inmediata de Valentín Hernández. Eso nos dio la idea de instalarnos en Venezuela, supusimos que era un país verde y generoso, donde contábamos con un amigo y podíamos quedarnos por un tiempo, hasta que cambiara la situación en Chile. Con Michael comenzamos a planear el viaje, debíamos alquilar la casa, vender los muebles y conseguir trabajo, pero todo se precipitó en menos de una semana. Ese miércoles los niños volvieron del colegio aterrorizados; unos desconocidos los habían agredido en la calle y después de amenazarlos les dieron un mensaje para mí: díganle a la puta de su madre que tiene los días contados.

Al día siguiente vi a mi abuelo por última vez. Lo recuerdo como siempre en el sillón que le compré muchos años atrás en un remate, con su melena de plata y su bastón de campesino en la mano. Cuando joven debe haber sido alto, porque cuando estaba sentado todavía lo parecía, pero con la edad se le deformaron los pilares del cuerpo y se desmoronó como un edificio con las fundaciones falladas. No pude despedirme de él, no

tuve valor para decirle que me iba, pero supongo que lo presintió.

– Tengo una inquietud desde hace mucho tiempo, Tata… ¿Alguna vez ha matado a un hombre?

– ¿Por qué me hace esa pregunta tan descabellada?

– Porque usted tiene mal carácter–insinué, pensando en el cuerpo del pescador de boca sobre la arena, en los tiempos remotos de mis ocho años.

– Nunca me ha visto empuñar un arma ¿verdad? Tengo buenas razones para desconfiar de ellas–dijo el viejo-. Cuando era joven me desperté una madrugada con un golpe en la ventana de mi cuarto. Salté de la cama, tomé mi revólver y todavía medio dormido, me asomé y apreté el gatillo. Me despertó el ruido del balazo y entonces caí en cuenta, espantado, que había disparado contra unos estudiantes que volvían de una fiesta. Uno de ellos había tocado la persiana con el paraguas. Gracias a Dios no lo maté, me libré por un pelo de asesinar a un inocente. Desde entonces las armas de caza están en el garaje. Hace muchos años que no las uso.

Era cierto. Colgando de un poste de su cama había unas boleadoras como las que usan los gauchos argentinos, dos bolas de piedra unidas por una larga tira de cuero, que él mantenía al alcance de la mano por si entraban a robar.

– ¿Nunca usó las boleadoras o un garrote para matar a alguien?

Alguno que lo ofendió o que le hizo daño a un miembro de su familia…

– No sé de qué diablos me está hablando, hija. Este país está lleno de asesinos, pero yo no soy uno de ellos.

Era la primera vez que se refería a la situación que vivíamos en Chile, hasta entonces se había limitado a escuchar en silencio y con los labios apretados las historias que yo le contaba. Se puso de pie con una sonajera de huesos y maldiciones, le costaba mucho caminar pero nadie se atrevía a mencionar en su presencia la posibilidad de una silla de ruedas, y me indicó que lo siguiera.

Nada había cambiado en esa habitación desde los tiempos en que murió mi abuela, los muebles negros en la misma disposición, el reloj de torre y el olor de los jabones ingleses que guardaba en su armario. Abrió su escritorio con una llave que siempre llevaba en el chaleco, buscó en uno de los cajones, sacó una antigua caja de galletas y me la pasó.

– Esto era de su abuela, ahora es suyo–dijo con la voz quebrada.

– Tengo que confesarle algo, Tata…

– Va a decirme que me robó el espejo de plata de la Memé…

– ¿Cómo supo que era yo?

– Porque la vi. Tengo el sueño liviano. Ya que tiene el espejo, bien puede quedarse con lo

demás. Es todo lo que hay de la Memé, pero no necesito esas cosas para recordarla y prefiero que estén en sus manos, porque cuando me muera no quiero que las tiren a la basura.

– No piense en la muerte, Tata.

– A mi edad no se piensa en otra cosa. Seguro moriré solo, como un perro. – Yo estaré con usted.

– Ojalá no se le olvide que me hizo una promesa. Si está pensando en irse a alguna parte, acuérdese que cuando llegue el momento tiene que ayudarme a morir con decencia.

– Me acuerdo, Tata, no se preocupe.

Al día siguiente me embarqué sola rumbo a Venezuela. No sabía que no volvería a ver a mi abuelo. Pasé las formalidades del aeropuerto con las reliquias de la Memé apretadas contra el pecho.

La caja de galletas contenía los restos de una corona de azahares de cera, unos guantes infantiles de gamuza color del tiempo y un manoseado libro de oraciones con tapas de nácar. También llevaba una bolsita de plástico con un puñado de tierra de nuestro jardín, con la idea de plantar un nomeolvides en otra parte. El funcionario que revisó mi pasaporte vio los timbres de entradas y salidas frecuentes a la Argentina y mi carnet de periodista, y como supongo que no encontró mi nombre en su lista, me dejó salir.


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