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Paula
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 22:59

Текст книги "Paula"


Автор книги: Isabel Allende



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Harleigh fue el único que aceptó mi presencia y toleró las nuevas reglas con buen humor porque por primera vez se sentía seguro y acompañado; tan contento estaba que con el tiempo perdonó la misteriosa desaparición de las mascotas y su arsenal de guerra.

Hasta entonces no había recibido ningún tipo de límites, se comportaba como un pequeño salvaje capaz de romper los vidrios a puñetazos en un ataque de rebeldía. Tan insondable era el hueco en su corazón que a cambio de suficiente cariño y chacota para llenarlo se dispuso a adoptar a esa madrastra extranjera, que había llegado a trastornar su casa y

quitarle buena parte de la atención de su padre. Más de cuatro años de experiencia en el colegio de Caracas tratando con criaturas difíciles no me sirvieron de mucho con Harleigh, sus problemas superaban al más experto y su afán de molestar al más paciente, pero por suerte compartíamos una burlona simpatía, bastante parecida al cariño, que nos ayudó a soportarnos mutuamente.

– No tengo obligación de quererte–me dijo con una mueca desafiante a la semana de conocernos, cuando ya tenía claro que no sería fácil librarse de mí.

– Yo tampoco. Podemos hacer un esfuerzo y tratar de querernos, o simplemente convivimos con buena educación ¿qué prefieres ?

– Tratemos de querernos.

– Bueno, y si no resulta, siempre nos queda el respeto.

El chiquillo cumplió su palabra. Por años puso a prueba mis nervios con una tenacidad inquebrantable, pero también se metía en mi cama para leer cuentos, me dedicaba sus mejores dibujos y ni siquiera en las peores pataletas perdió de vista el pacto de respeto mutuo. Entró en mi vida como otro hijo, tal como lo hizo Jason. Ahora son dos hombronazos, uno en la universidad y el otro terminando la escuela después de haber superado los traumas de su infancia, con quienes todavía peleo para que saquen la basura y hagan sus camas, pero somos buenos amigos y podemos reírnos de las tremendas escaramuzas del pasado. Hubo ocasiones en que el temor me derrotaba antes de comenzar el enfrentamiento y otras en que me sentía tan cansada que buscaba pretextos para no llegar a la casa.

En esos momentos recordaba la muletilla del tío Ramón: acuérdate que los otros tienen más miedo que tú, y volvía a la carga. Perdí todas las batallas con ellos, pero milagrosamente gané la guerra.

No estaba aún instalada cuando conseguí un contrato en la Universidad de California para enseñar narrativa a un grupo de jóvenes aspirantes a escritores. ¿Cómo se puede enseñar a contar una historia? Paula me dio la clave por teléfono: diles que escriban un libro malo, eso es fácil, cualquiera puede hacerlo, me aconsejó irónica. Y así lo hicimos, cada uno de los estudiantes olvidó su secreta vanidad de producir la Gran Novela Americana y se lanzó con entusiasmo a escribir sin miedo. Por el camino fuimos ajustando, corrigiendo, cortando y puliendo, y después de muchas discusiones y risas salieron adelante con sus proyectos, uno de los cuales fue publicado poco después con bombo y platillo por una gran editorial de Nueva York. Desde entonces, cuando entro en un período de dudas, me repito que voy a escribir un libro malo y así se me pasa el pánico. Trasladé una mesa al cuarto de Willie, y allí junto a la ventana escribía en un bloc de papel a rayas amarillo igual al que uso ahora para fijar estos recuerdos. En los ratos libres que me dejaban las clases, las tareas de los alumnos, los viajes a la Universidad en Berkeley, las labores domésticas y los problemas de Harleigh, casi sin darme cuenta ese año de convulsionada vida en los Estados Unidos salieron varias historias con sabor del Caribe, que fueron publicadas poco después como Cuentos de Eva Luna. Fueron regalos enviados desde otra dimensión, cada uno lo recibí completo como una manzana desde la primera hasta la última frase, tal como me llegó Dos palabras en una tranca de la autopista de Caracas. La novela es un proyecto de largo aliento en el cual cuentan sobre todo la resistencia y la

disciplina, es como bordar una compleja tapicería con hilos de muchos colores, se trabaja por el revés, pacientemente, puntada a puntada, cuidando los detalles para que no queden nudos visibles, siguiendo un diseño vago que sólo se aprecia al final, cuando se coloca la última hebra y se voltea el tapiz al derecho para ver el dibujo terminado. Con un poco de suerte, el encanto del conjunto disimula los defectos y torpezas de la tarea. En un cuento, en cambio, todo se ve, no debe sobrar o faltar nada, se dispone del espacio justo y de poco tiempo, si se corrige demasiado se pierde esa ráfaga de aire fresco que el lector necesita para echar a volar. Es como lanzar una flecha, se requieren instinto, práctica y precisión de buen arquero, fuerza para disparar, ojo para medir la distancia y la velocidad, buena suerte para dar en el blanco.

La novela se hace con trabajo, el cuento con inspiración; para mí es un género tan difícil como la poesía, no creo que vuelva a intentarlo a menos que, como esos Cuentos de Eva Luna, me caigan del cielo. Una vez más comprobé que el tiempo a solas con la escritura es mi tiempo mágico, la hora de las brujerías, lo único que me salva cuando todo a mi alrededor amenaza con venirse abajo.

El último cuento de esa colección, De barro estamos hechos, está basado en una tragedia ocurrida en Colombia en 1985, cuando la violenta erupción del volcán Nevado del Ruiz provocó una avalancha de nieve derretida que se deslizó por la ladera de la montaña y sepultó por completo una aldea. Miles de personas perecieron, pero el mundo recuerda la catástrofe sobre todo por Omaira Sánchez, una niña de trece años que quedó atrapada en el barro. Durante tres días agonizó con pavorosa lentitud ante fotógrafos, periodistas y camarógrafos de televisión, que acudieron en helicópteros. Sus ojos en la pantalla me han apenado desde entonces. Tengo todavía su fotografía sobre mi escritorio, una y otra vez la he contemplado largamente tratando de entender el significado de su martirio. Tres años más tarde en California traté de exorcizar esa pesadilla relatando la historia, quise describir el tormento de esa pobre niña sepultada en vida, pero a medida que escribía me fui dando cuenta que ésa no era la esencia del cuento. Le di otra vuelta, a ver si podía narrar los hechos desde los sentimientos del hombre que acompaña a la chica durante esos tres días; pero cuando terminé esa versión comprendí que tampoco se trataba de eso. La verdadera historia es la de una mujer–y esa mujer soy yo–que observa en una pantalla al hombre que sostiene a la niña. El cuento es sobre mis sentimientos y los cambios inevitables que experimenté al presenciar la agonía de esa criatura. Al publicarse en una colección de cuentos creí que había cumplido con Omaira, pero pronto advertí que no era así, ella es un ángel persistente que no me dejará olvidarla. Cuando Paula cayó en coma y la vi prisionera en una cama, inerte, muriendo de a poco ante la mirada impotente de todos nosotros, el rostro de Omaira Sánchez me vino a la mente. Mi hija quedó atrapada en su propio cuerpo, tal como esa niña lo estaba en el barro. Recién entonces comprendí por qué he vivido tantos años pensando en ella y pude descifrar por fin el mensaje de sus intensos ojos negros: paciencia, coraje, resignación, dignidad ante la muerte. Si escribo algo, temo que suceda, si amo demasiado a alguien temo perderlo; sin embargo no puedo dejar de escribir ni de amar…

Dado que la furia devastadora de mi escoba no había logrado penetrar realmente en el caos de esa vivienda, convencí a Willie que era más fácil mudarse que limpiar, y es así como vinimos a parar a esta casa de los espíritus. Ese año Paula conoció a Ernesto y se instalaron juntos por un tiempo en Virginia, mientras Nicolás, solo en el caserón de Caracas, nos reclamaba por haberlo abandonado. Al poco tiempo Celia apareció en su vida para revelarle ciertos misterios y en la euforia del amor recién descubierto su hermana y

su madre pasaron a segundo término.

Hablábamos por teléfono en complicadas comunicaciones triangulares para contarnos las últimas aventuras y comentar eufóricos la tremenda casualidad de habernos enamorado los tres al mismo tiempo. Paula esperaba terminar sus estudios para irse con Ernesto a España, donde iniciarían la segunda etapa de su vida juntos.

Nicolás nos explicó que su novia pertenecía al sector más reaccionario de la Iglesia Católica, no era cuestión de dormir bajo el mismo techo sin casarse, por lo mismo planeaban hacerlo lo antes posible. Resultaba difícil entender qué tenía en común con una muchacha de ideas tan diferentes a las suyas, pero él replicó con gran parsimonia que Celia era sensacional en todo lo demás y si no la presionábamos seguro abandonaría su fanatismo religioso.

Una vez más el tiempo le dio la razón. La estrategia imbatible de mi hijo es mantenerse firme en su posición, soltar la rienda y esperar, evitando confrontaciones inútiles. A la larga vence por cansancio. A los cuatro años, cuando le exigí que hiciera su cama, replicó en su media lengua que estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo doméstico menos ése. Fue inútil tratar de obligarlo, primero sobornó a Paula y luego imploró a la Granny, que se metía a hurtadillas por una ventana para ayudarlo hasta que la sorprendí y tuvimos la única pelea de nuestras vidas. Pensé que la testarudez de Nicolás no sería eterna, pero cumplió veintidós años echado por el piso con los perros, como un mendigo. Ahora que tenía novia el problema de la cama salía de mis manos. Mientras se iniciaba en el amor con Celia y estudiaba computación en la universidad, aprendió karate y kung–fú para defenderse en una emergencia, porque el hampa caraqueña había marcado su casa y entraban a robar a plena luz de día, posiblemente con el beneplácito de la policía. A través de nuestra incansable correspondencia mi madre estaba enterada de los pormenores de mi aventura en los Estados Unidos, pero igual se llevó una sorpresa cuando vino de visita a mi nuevo hogar. Para darle una buena impresión almidoné los manteles, disimulé con maceteros de plantas las manchas del perro, hice jurar a Harleigh que se portaría como un ser humano y a su padre que no diría palabrotas en español delante de ella. Willie no sólo pulió su vocabulario, también se desprendió de las botas de vaquero y fue donde un dermatólogo para que le borrara el tatuaje de la mano con un rayo láser, pero se dejó la calavera en el brazo porque sólo yo la veo. Mi madre fue la primera en pronunciar la palabra matrimonio, tal como hizo con Michael muchos años atrás. ¿Hasta cuándo piensas ser su querida?

Si vas a vivir en este desastre, al menos cásate, así la gente no murmura y consigues una visa decente ¿o piensas quedarte ilegal para siempre? preguntó en ese tono que tan bien conozco. La sugerencia provocó un arrebato de entusiasmo en Harleigh, quien ya se había habituado a mi presencia, y una crisis de pánico en Willie, que tenía dos divorcios a la espalda y un rosario de amores fracasados. Me pidió tiempo para pensarlo, lo cual me pareció razonable, y le di un plazo de veinticuatro horas o me volvía a Venezuela. Nos casamos.

Entretanto en Chile mis padres se preparaban para votar en el plebiscito que decidiría la suerte de la dictadura. Una de las cláusulas de la Constitución creada por Pinochet para legalizarse como Presidente, estipulaba que en 1988 se consultaría al pueblo para determinar la continuidad de su Gobierno, y en caso de ser rechazado se llamaría a elecciones democráticas al año siguiente; el General no imaginó que podía ser derrotado

en su propio juego.

Los militares, dispuestos a eternizarse en el poder, no calcularon que, a pesar de la modernización y el progreso económico, en esos años había aumentado el descontento y el pueblo había aprendido algunas duras lecciones y se había organizado. Pinochet orquestó una campaña masiva de propaganda, en cambio la oposición sólo obtuvo en la televisión quince minutos diarios a las once de la noche, cuando se esperaba que todo el mundo estuviera durmiendo.

Instantes antes de la hora señalada sonaban las alarmas de tres millones de relojes y los chilenos se sacudían el sueño para ver ese fabuloso cuarto de hora en que el ingenio popular alcanzó niveles de genialidad. La campaña del NO se caracterizó por humor, juventud y espíritu de reconciliación y esperanza. La campaña del SI era un engendro de himnos militares, amenazas, discursos del General rodeado de emblemas patrióticos, trozos de antiguos documentales que mostraban al pueblo haciendo cola en tiempos de la Unidad Popular. Si todavía quedaban indecisos, la chispa del NO venció a la pesada majadería del SI y Pinochet perdió el plebiscito. Ese año aterricé con Willie en Santiago después de trece años de ausencia, en un glorioso día de primavera. De inmediato me rodeó un grupo de carabineros y alcancé a sentir nuevamente el mordisco del terror, pero pronto comprendí asombrada que no estaban allí para conducirme a prisión, sino para defenderme del acoso de una pequeña multitud que intentaba saludarme llamando mi nombre. Pensé que me confundían con mi prima Isabel, hija de Salvador Allende, pero varias personas se adelantaron con mis libros para que los firmara. Mi primera novela había desafiado la censura circulando de mano en mano en fotocopias hasta que pudo entrar por la puerta ancha a las librerías, ganando así el interés de lectores benevolentes que tal vez la leyeron por puro espíritu de contradicción. Después supe que un periodista amigo había anunciado mi llegada por la radio y la visita discreta que había planeado se convirtió en noticia. Por hacerme una broma también publicó que me había casado con un millonario de Texas, dueño de pozos petroleros, así adquirí un prestigio imposible de alcanzar con la literatura. No puedo describir la emoción que sentí al cruzar los picos majestuosos de la cordillera de los Andes y pisar otra vez mi tierra, respirar el aire tibio del valle, escuchar nuestro acento y recibir en Inmigración ese saludo en tono solemne, casi como una advertencia, típico de nuestros funcionarios públicos. Sentí que me flaqueaban las rodillas y Willie me sostuvo mientras pasábamos el control y luego vi a mis padres y a la Abuela Hilda con los brazos extendidos. Esa vuelta a mi patria es para mí la metáfora perfecta de mi existencia. Salí huyendo asustada y sola en un atardecer nublado de invierno y regresé triunfante de la mano de mi marido en una mañana espléndida de verano. Mi vida está hecha de contrastes, he aprendido a ver los dos lados de la moneda. En los momentos de más éxito no pierdo de vista que otros de gran dolor me aguardan en el camino, y cuando estoy sumida en la desgracia espero el sol que saldrá más adelante. En ese primer viaje tuve una acogida cariñosa, pero tímida, porque todavía apretaba el puño de la dictadura. Fui a Isla Negra a visitar la casa de Pablo Neruda, abandonada por muchos años, donde el fantasma del viejo poeta todavía se sienta frente al mar a escribir versos inmortales y donde el viento toca la gran campana marinera para llamar a las gaviotas. En la cerca de tablas que rodea la propiedad hay cientos de mensajes, muchos escritos a lápiz sobre las sombras desteñidas de otros ya borrados por los caprichos del clima, algunos tallados a cuchillo en la madera corroída por la sal del mar. Son recados de esperanza para el vate que aún vive en el corazón de su pueblo.

Me encontré con mis amigas y volví a ver a Francisco, que había cambiado poco en esos

trece años. Fuimos juntos al Cerro San Cristóbal a ver el mundo desde arriba y recordar la época en que nos refugiábamos allí para escapar de la brutalidad cotidiana y compartir un amor tan casto, que nunca nos hemos atrevido a ponerlo en palabras. Visité a Michael, casado y abuelo de otra familia, instalado en la casa que construyó su padre, viviendo exactamente la vida que planeó en la juventud, como si las pérdidas, las traiciones, el exilio y otras desgracias fueran sólo un paréntesis en la perfecta organización de su destino. Me recibió con amabilidad, anduvimos por las calles de nuestro antiguo barrio y tocamos el timbre de la casa donde se criaron Paula y Nicolás, insignificante, con su peluca de paja y el cerezo junto a la ventana. Nos abrió la puerta una mujer sonriente que escuchó nuestras razones sentimentales de buen talante y sin más nos dejó entrar y recorrerla entera. En el suelo había juguetes de otros niños y en las paredes las fotografías de otros rostros, pero todavía perduraban nuestros recuerdos en el ambiente. Todo parecía reducido de tamaño, con esa suave pátina sepia de las memorias casi olvidadas. Me despedí de Michael en la calle y apenas lo perdí de vista me eché a llorar sin consuelo. Lloraba por esos tiempos perfectos de la primera juventud, cuando nos amábamos sinceramente y pensábamos que sería para siempre, cuando los hijos eran pequeños y nos creíamos capaces de protegerlos de todo mal. ¿Qué nos pasó? Tal vez estamos en el mundo para buscar el amor, encontrarlo y perderlo, una y otra vez. Con cada amor volvemos a nacer y con cada amor que termina se nos abre una herida. Estoy llena de orgullosas cicatrices.

Un año más tarde regresé a votar para las primeras elecciones desde el Golpe Militar. Una vez perdido el plebiscito y cazado en las redes de su propia Constitución, Pinochet debió llamar a elecciones. Se presentó con la arrogancia del vencedor, sin imaginar jamás que la oposición pudiera derrotarlo, porque contaba con la unidad monolítica de las Fuerzas Armadas, el apoyo de los más poderosos sectores económicos, una millonaria campaña de propaganda y el temor que muchos sentían de la libertad. También tenía a su favor la trayectoria de disputas irreconciliables entre los partidos políticos, un pasado de tantos rencores y cuentas pendientes que resultaba casi imposible lograr un acuerdo; sin embargo, el rechazo a la dictadura pesó más que las diferencias ideológicas, se formó una concertación de partidos opositores al Gobierno y en 1989 su candidato ganó la elección, convirtiéndose en el primer Presidente legítimo después de Salvador Allende.

Pinochet debió entregar la banda y el sillón presidenciales y dar un paso atrás, pero no se retiró del todo, su espada continuó suspendida sobre el cuello de los chilenos. El país despertó de un letargo de dieciséis años y dio sus primeros pasos en una democracia de transición en la cual el General Pinochet continuaba como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas por ocho años más, una parte del Congreso y toda la Corte Suprema habían sido designadas por él y las estructuras militares y económicas permanecían intactas. No habría justicia para los crímenes cometidos, los autores estaban protegidos por una ley de amnistía que ellos mismos decretaron en su favor. No permitiré que se toque un pelo de mis soldados, amenazó Pinochet, y el país acató sus condiciones en silencio por temor a otro Golpe. Las víctimas de la represión, los Maureira y miles de otros debieron postergar sus duelos y seguir esperando. Tal vez la justicia y la verdad habrían ayudado a cicatrizar las profundas heridas de Chile, pero la soberbia de los militares lo impidió. La democracia debería avanzar con lento y torcido paso de cangrejo.

Paula vino de nuevo anoche, la sentí entrar a mi pieza con su paso liviano y su gracia conmovedora, como era antes de los ultrajes de la enfermedad, en camisa de dormir y zapatillas; se subió a mi cama y sentada a mis pies me habló en el tono de nuestras

confidencias. Escucha, mamá, despierta, no quiero que pienses que sueñas. Vengo a pedirte ayuda… quiero morir y no puedo. Veo ante mí un camino radiante, pero no puedo dar el paso definitivo, estoy atrapada. En mi cama sólo está mi cuerpo sufriente desintegrándose día a día, me seco de sed y clamo pidiendo paz, pero nadie me escucha. Estoy muy cansada. ¿Por qué todo esto? Tú, que vives hablando de los espíritus amigos, pregúntales cuál es mi misión, qué debo hacer. Supongo que no hay nada que temer, la muerte es sólo un umbral, como el nacimiento; lamento no poder preservar la memoria, pero de todos modos ya me he ido desprendiendo de ella, cuando me vaya estaré desnuda. El único recuerdo que me llevo es el de los amores que dejo, siempre estaré unida a ti de alguna manera. ¿Te acuerdas de lo último que alcancé a murmurarte antes de caer en esta larga noche? Te quiero mamá, eso te dije. Te lo repito ahora y te lo diré en sueños todas las noches de tu vida. Lo único que me frena un poco es partir sola, contigo de la mano sería más fácil cruzar al otro lado, la soledad infinita de la muerte me da miedo. Ayúdame una vez más, mamá. Has luchado como una leona por salvarme, pero la realidad te va venciendo, ya todo es inútil, entrégate, déjate de médicos, hechiceros y oraciones porque nada me devolverá la salud, no ocurrirá un milagro, nadie puede cambiar el curso de mi destino y tampoco deseo hacerlo, ya he cumplido mi tiempo y es hora de despedirse.

Todos en la familia lo entienden menos tú, no ven las horas de verme libre, eres la única que aún no acepta que nunca seré la de antes. Mira mi cuerpo dañado, piensa en mi alma que anhela evadirse y en los nudos terribles que la retienen. Ay, vieja, esto es muy difícil para mí y sé que también lo es para ti… ¿qué podemos hacer? En Chile mis abuelos rezan por mí y mi padre se aferra al recuerdo poético de una hija espectral, mientras al otro lado de este país Ernesto flota en un mar de ambigüedades sin entender todavía que ya me perdió para siempre. En verdad ya es viudo, pero no podrá llorar por mí o amar a otra mujer mientras mi cuerpo respire en tu casa. El breve tiempo que estuvimos juntos fuimos muy felices, le dejo tan buenos recuerdos que no le alcanzarán los años para agotarlos, dile que no lo abandonaré, nunca estará solo, seré su ángel protector, tal como lo seré para ti. También los veintiocho años que tú y yo compartirnos fueron muy dichosos, no te atormentes pensando en lo que pudo ser y no fue, en lo que debiste hacer de otro modo, en las omisiones y errores… ¡sácate eso de la cabeza! Después de mi muerte estaremos en contacto tal como lo estás con tus abuelos y la Granny, me llevarás por dentro como una constante presencia, acudiré cuando me llames, la comunicación será más fácil cuando no tengas ante ti las miserias de mi cuerpo enfermo y puedas verme de nuevo como en los mejores momentos. ¿Te acuerdas cuando bailábamos un paso doble en las calles de Toledo, saltando sobre los charcos y riéndonos en la lluvia bajo un paraguas negro? ¿Y las caras espantadas de los turistas japoneses que nos tomaban fotos? Así quiero que me veas de ahora en adelante: íntimas amigas, dos mujeres contentas desafiando la lluvia. Sí… tuve una buena vida…. ¡Cómo cuesta desprenderse del mundo! Pero no soy capaz de llevar una existencia miserable por siete años más, como cree el doctor Shima; mi hermano lo sabe y es el único con suficiente coraje para liberarme, yo haría lo mismo por él. Nicolás no ha olvidado nuestra antigua complicidad, tiene las ideas diáfanas y el corazón sereno. ¿Te acuerdas cuando me defendía de las sombras del dragón de la ventana? No imaginas cuántos pecadillos nos tapábamos ni cuánto te engañábamos para protegernos mutuamente, ni las veces que castigaste a uno por las faltas del otro sin que jamás nos acusáramos. No espero que tú me ayudes a morir, nadie puede pedirte eso, sólo que no me retengas más. Dale una oportunidad a Nicolás. ¿Cómo puede darme una mano si tú nunca me dejas sola? Por favor no te aflijas, mamá…

¡Despierta, estás llorando dormida! Oigo la voz de Willie que me llega de muy lejos y me hundo más en la oscuridad sin abrir los ojos para que Paula no desaparezca porque tal vez ésta sea su última visita, tal vez nunca más oiré su voz. Despierta, despierta, es una pesadilla… me sacude mi marido. ¡Espérame! ¡Quiero irme contigo! grito y entonces él enciende la luz y trata de recogerme en sus brazos, pero lo aparto bruscamente porque desde la puerta Paula me sonríe y me hace una señal de adiós con la mano antes de alejarse por el pasillo con su camisa blanca flotando como alas y sus pies descalzos rozando apenas la alfombra. Junto a mi cama quedan sus zapatillas de piel de conejo.

Llegó Juan que venía por dos semanas a participar en un Seminario Teológico. Anduvo muy ocupado analizando los motivos de Dios, pero se dio maña para pasar muchas horas conmigo y con Paula. Desde que abandonó sus condiciones marxistas para dedicarse a los estudios divinos, algo que no logro precisar ha cambiado en su aspecto, la cabeza ligeramente inclinada, los gestos más lentos, la mirada más compasiva, el vocabulario más cuidado, ya no termina cada frase con una palabrota, como antes. En estos días pienso espantarle ese aire de solemnidad, sería el colmo que la religión matara su sentido del humor. Mi hermano se describe en su papel de pastor como gerente del sufrimiento, se le van las horas consolando y tratando de ayudar a los sin esperanza, administrando los escasos recursos disponibles para agonizantes, drogados, prostitutas, niños abandonados y otros infelices de la inmensa Corte de los Milagros que es la humanidad, no le alcanza el corazón para tantas penas. Como vive en la región más conservadora de los Estados Unidos, California le parece tierra de lunáticos. Le tocó presenciar un desfile de homosexuales, un exuberante carnaval dionisíaco, y en Berkeley asistió a marchas frenéticas en pro y en contra del aborto, peloteras políticas en el campus de la universidad y una convención de predicadores callejeros vociferando sus doctrinas entre mendigos y viejos hippies, últimos despojos de los años sesenta, todavía con collares de abalorios y flores pintadas en las mejillas. Horrorizado, Juan comprobó que en el seminario ofrecen cursos de Teología del Huia–Hup y Cómo ganarse la vida burlándose de La Biblia. Cada vez que viene este hermano tan querido lamentamos la suerte de Paula, ocultos en el último rincón de la casa para que nadie nos vea, pero también nos reímos como en la juventud, cuando estábamos descubriendo el mundo y nos creíamos invencibles. Con él puedo hablar hasta lo más secreto. Recibo sus consejos mientras revuelvo ollas en la cocina para ofrecerle nuevos guisos vegetarianos, labor inútil, porque él apenas picotea unas migajas, se alimenta de ideas y de libros.

Pasa largos ratos a solas con Paula, creo que reza a su lado. Ya no apuesta a que sanará, dice que su espíritu es una presencia muy fuerte en la casa, que nos abre caminos espirituales y va barriendo las pequeñeces de nuestras vidas, dejando sólo lo esencial. En su silla de ruedas, con los ojos vacíos, inmóvil y pálida, ella es un ángel que nos entreabre las puertas divinas para que nos asomemos a su inmensidad.

– Paula se está despidiendo del mundo. Está extenuada, Juan.

– ¿Qué piensas hacer?

– La ayudaría a morir, si supiera cómo hacerlo.

– ¡Ni se te ocurra! Cargarías con un fardo de culpa para el resto de tus días.

– Más culpable me siento por dejarla en este martirio… ¿Qué pasa si me muero antes que

ella? Imagínate que yo falte ¿quién se haría cargo de ella?

– Ese momento no ha llegado, no sacas nada con adelantarte. La vida y la muerte tienen su tranco. Dios no nos manda sufrimientos sin la fortaleza para soportarlos.

– Me estás sermoneando como un cura, Juan…

– Paula no te pertenece. No debes prolongar su vida artificialmente, pero tampoco puedes acortarla.

– ¿Cuál es el límite del artificio? ¿Has visto el hospital que tengo instalado abajo? Controlo cada función de su cuerpo, mido con gotario hasta el agua que ingiere, hay una docena de frascos y jeringas sobre su mesa. Si no la alimento por ese tubo que tiene en el estómago, se muere de hambre en una semana porque ni siquiera puede tragar.

– ¿Te sientes capaz de suprimirle la comida?

– No, jamás. Pero si supiera cómo acelerar su muerte sin dolor, creo que lo haría. Si no lo hago yo, tarde o temprano le tocará a Nicolás y no es justo que él se eche encima esa responsabilidad.

Tengo un puñado de pastillas para dormir que estoy guardando desde hace meses, pero no sé si eso es suficiente.

– Ay, ay, hermana… ¿cómo se puede sufrir tanto?

– No lo sé. ¡Si pudiera entregarle mi vida y morir en su lugar!

Estoy perdida, no sé quién soy, trato de recordar quién era yo antes, pero sólo encuentro disfraces, máscaras, proyecciones, imágenes confusas de una mujer que no reconozco. ¿Soy la feminista que creía ser, o soy esa joven frívola que aparecía en televisión con plumas de avestruz en el trasero? ¿La madre obsesiva, la esposa infiel, la aventurera temeraria o la mujer cobarde? ¿Soy la que asilaba perseguidos políticos o la que escapó porque no pudo soportar el miedo? Demasiadas contradicciones…

– Eres todo eso y también el samurai que ahora pelea contra la muerte.

– Peleaba, Juan. Ya estoy vencida.

Tiempos muy duros, han pasado semanas de tanta zozobra que no quiero ver a nadie, apenas puedo hablar, comer o dormir, escribo durante horas interminables. Sigo perdiendo peso. Hasta ahora estaba tan ocupada luchando contra la enfermedad que logré engañarme e imaginar que podía ganar esta batalla de titanes, pero ahora sé que Paula se va, mis afanes son absurdos, está agotada, así me lo repite en sueños por la noche y cuando despierto al amanecer, cuando voy a caminar al bosque y la brisa me trae sus palabras. En apariencia todo sigue más o menos igual, salvo estos mensajes urgentes, su voz cada vez más débil pidiendo ayuda. No soy la única que la escucha, también las mujeres que la cuidan empiezan a despedirse de ella. La masajista decidió que no valía la pena continuar con las sesiones porque de todos modos la niña no responde, como dijo; el fisioterapeuta llamó por teléfono, tartamudeando, enredado en disculpas hasta que

acabó por confesar que esta enfermedad sin cura afecta su energía. Vino la dentista, una muchacha de la edad de Paula, con el mismo pelo largo y cejas gruesas, tan parecidas en verdad que pasarían por hermanas. Cada quince días le limpia los dientes con gran delicadeza para no hacerla sufrir, luego parte de prisa sin darme la cara, tratando de ocultar su expresión conmovida. Se niega a cobrar, hasta ahora no ha habido forma de que me pase la cuenta. Trabajamos juntas, porque Paula se pone rígida cuando intentan tocarle la cara, sólo yo puedo abrirle la boca y cepillarla. Esta vez la note preocupada, por mucho que me esmero en el aseo diario hay problemas con las encías. El doctor Shima pasa por aquí a menudo de vuelta de su trabajo y me trae recados de sus palitos del I Ching. Nos quedamos junto a la cama conversando del alma y de la aceptación de la muerte. Cuando ella se nos vaya sentiré un gran vacío, me he acostumbrado a Paula, es muy importante en mi vida, dice. También la doctora Forrester parece inquieta, después del último examen guardó silencio por largo rato mientras meditaba su diagnóstico y al fin dijo que desde el punto de vista clínico poco ha cambiado, sin embargo Paula parece cada vez más ausente, duerme demasiado, tiene la mirada vidriosa, ya no se sobresalta con los ruidos, sus funciones cerebrales han disminuido. A pesar de todo ha embellecido, las manos y tobillos más finos, el cuello más largo, las mejillas pálidas donde resaltan dramáticas sus largas pestañas negras, su rostro tiene una expresión angélica, como si por fin hubiera expiado las dudas y encontrado la fuente divina que tanto buscó. ¡Qué distinta es a mí! No reconozco nada mío en ella. Tampoco hay algo de mi madre o de mi abuela, excepto los grandes ojos oscuros un poco melancólicos. ¿Quién es esta hija mía? ¿qué azar de cromosomas navegando de una generación a otra en los espacios más recónditos de la sangre y la esperanza determinaron a esta mujer?


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