Текст книги "Paula"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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Un día más de espera, uno menos de esperanza. Un día más de silencio, uno menos de vida. La muerte anda suelta por los pasillos y mi tarea es distraerla para que no encuentre tu puerta.
– ¡Qué larga y confusa es la vida, mamá!
– Al menos tú puedes escribirla para tratar de entenderla – replicó.
El Líbano en los años cincuenta era un país floreciente, puente entre Europa y los riquísimos emiratos árabes, cruce natural de varias culturas, torre de Babel donde se hablaba una docena de lenguas. El comercio y las transacciones bancarias de toda la región pagaban su tributo a Beirut, donde llegaban por tierra caravanas agobiadas de mercancía, por aire los aviones de Europa con las últimas novedades y por mar los barcos que debían esperar turno para atracar en el puerto. Mujeres cubiertas de velos negros, cargadas con bultos, arrastrando a sus hijos, andaban de prisa por las calles con la mirada siempre baja, mientras los hombres ociosos conversaban en los cafés. Burros, camellos, autobuses repletos de gente, motocicletas y automóviles se detenían simultáneamente en los semáforos, pastores con el mismo atuendo de sus antepasados bíblicos cruzaban las avenidas arreando piños de ovejas camino al matadero. Varias veces al día la voz aguda del muecín llamaba a la oración desde los minaretes de las mezquitas, a coro con las campanas de las iglesias cristianas. En las tiendas de la capital se ofrecía lo mejor del
mundo, pero más atractivo para nosotros era recorrer los zocos, laberintos de callejuelas estrechas orilladas por un sinfín de comercios donde era posible comprar desde huevos frescos hasta reliquias faraónicas. ¡Ah, el olor de los zocos! Todos los aromas del planeta se paseaban por esas calles torcidas, tufo de exóticos comistrajos, frituras en grasa de cordero, pasteles de hojaldre, nueces y miel, alcantarillas abiertas donde flotaban basura y excrementos, sudor de animales, tinturas de cueros, atosigantes perfumes de incienso y pachulí, café recién hervido con semillas de cardamomo, especias de Oriente: canela, comino, pimienta, azafrán… Por fuera los bazares parecían insignificantes, pero cada uno se extendía hacia el interior en una serie de recintos cerrados donde relucían lámparas, bandejas y ánforas de ricos metales con intrincados dibujos caligráficos. Los tapices cubrían el suelo en varias capas, colgaban de las paredes y se amontonaban enrollados en los rincones; muebles de madera tallada con incrustaciones de nácar, marfil y bronce desaparecían bajo pilas de manteles y babuchas bordadas. Los comerciantes salían al encuentro de los clientes y los conducían casi a la rastra al interior de esas cuevas de Alí Babá atiborradas de tesoros, ponían a su disposición jofainas para enjuagarse los dedos con agua de rosas y les servían un café retinto y azucarado, el mejor del mundo. El regateo era parte esencial de la compra, así lo entendió mi madre desde el primer día. Al precio de apertura ella replicaba con una exclamación horrorizada, levantaba las manos al cielo y se dirigía a la puerta con paso decidido. El vendedor la cogía por un brazo y la halaba hacia adentro alegando que ésta era la primera venta del día, que ella era su hermana, que le traería suerte y por eso estaba dispuesto a escuchar su proposición, aunque en verdad el objeto era único y el precio más que justo. Mi madre impasible ofrecía la mitad, mientras el resto de la familia salíamos a tropezones, rojos de vergüenza. El dueño de la tienda se golpeaba las sienes con los puños poniendo a Alá por testigo.
¿Quieres arruinarme, hermana? Tengo hijos, soy un hombre honesto… Después de tres tazas de café y casi una hora de regateo, el objeto cambiaba de dueño. El mercader sonreía satisfecho y mi madre se reunía con nosotros en la calle segura de haber adquirido una ganga. A veces encontraba un par de tiendas más allá lo mismo por mucho menos de lo que había pagado, eso le arruinaba el día, pero no la curaba de la tentación de volver a comprar. Fue así como en un viaje a Damasco negoció la tela para mi vestido de novia. Yo acababa de cumplir catorce años y no mantenía relación con persona alguna del sexo opuesto, salvo mis hermanos, mi padrastro y el hijo de un opulento comerciante libanés que solía visitarme de vez en cuando bajo la vigilancia de sus padres y los míos. Era tan rico que tenía una motoneta con chofer. En plena fiebre de las Vespas italianas fastidió a su padre hasta que le compró una, pero no quiso correr el riesgo de que su primogénito se estrellara en ese vehículo suicida y puso un chofer para acarrear al chiquillo montado atrás. En todo caso, yo contemplaba la idea de meterme a monja para disimular que no conseguiría marido y así se lo hice ver a mi madre en el mercado de Damasco, pero ella insistió: tonterías, dijo, ésta es una oportunidad única. Salimos del bazar con metros y metros de organza blanca bordada con hilos de seda, además de varios manteles para el futuro ajuar y un biombo que han durado tres décadas, innumerables viajes y exilio.
El aliciente de estas gangas no bastaba para que mi madre se sintiera a gusto en el Líbano, vivía con la sensación de estar prisionera en su propia piel. Las mujeres no debían andar solas, en cualquier tumulto una irrespetuosa mano de varón podía surgir para ofenderlas y si intentaban defenderse se encontraban con un coro de burlas agresivas. A diez minutos de la casa había una playa interminable de arenas blancas y mar tibio, que invitaba a refrescarse en la canícula de las tardes de agosto. Debíamos bañarnos en
familia, en un grupo cerrado para protegernos de los manotazos de otros nadadores; era imposible echarse en la arena, equivalía a llamar la desgracia, apenas asomábamos la cabeza fuera del agua corríamos a refugiarnos a una cabaña que alquilábamos para ese fin. El clima, las diferencias culturales, el esfuerzo de hablar francés y mascullar árabe, los malabarismos para estirar el presupuesto, la falta de amigas y de su familia agobiaban a mi madre.
El Líbano se las había arreglado para sobrevivir en paz y prosperidad, a pesar de las luchas religiosas que desgarraban la región desde hacía siglos, sin embargo, después de la crisis del Canal de Suez, el creciente nacionalismo árabe dividió profundamente a los políticos y las rivalidades se tornaron irreconciliables. Se produjeron desórdenes muy violentos que culminaron en junio de 1958 con el desembarco de la VI Flota de los Estados Unidos. Nosotros, instalados en el tercer piso de un edificio ubicado en la confluencia de los barrios cristiano, musulmán y druso, gozábamos de una posición privilegiada para observar las escaramuzas. El tío Ramón nos hizo colocar los colchones en las ventanas para atajar balas perdidas y nos prohibió atisbar por el balcón, mientras mi madre se las arreglaba con gran dificultad para mantener la bañera llena de agua y conseguir alimentos frescos. En las peores semanas de la crisis se impuso toque de queda al ponerse el sol, sólo personal militar estaba autorizado para transitar por las calles, pero en realidad ésa era la hora del relajo en que las dueñas de casa regateaban en el mercado negro y los hombres hacían sus negocios. Desde nuestra terraza presenciamos feroces balaceras entre grupos antagónicos, que duraban buena parte del día, pero que apenas oscurecía cesaban como por encantamiento y al amparo de la noche figuras furtivas se escabullían a comerciar con el enemigo y misteriosos paquetes pasaban de mano en mano. En esos días vimos azotar prisioneros en el patio de la Gendarmería, atados a unos maderos con el torso desnudo; divisamos el cadáver cubierto de moscas de un hombre con el cuello cercenado, a quien dejaron expuesto en la calle durante dos días para atemorizar a los drusos, y presenciamos también la venganza, cuando dos mujeres veladas abandonaron en la calle un burro cargado con quesos y aceitunas. Tal como estaba previsto, los soldados lo confiscaron y poco después escuchamos una explosión que redujo a polvo los vidrios de las ventanas y dejó el patio del cuartel encharcado de sangre y trozos humanos. A pesar de estas violencias, tengo la impresión de que los árabes no tomaron realmente en serio el desembarco norteamericano. El tío Ramón consiguió un salvoconducto y nos llevó a ver los buques de guerra cuando entraron a la bahía con los cañones preparados.
Había una multitud de curiosos en los muelles, esperando a los invasores para comerciar con ellos y conseguir pases para subir a los portaaviones. Aquellos monstruos de acero abrieron sus fauces y vomitaron lanchones repletos de marines armados hasta los dientes, que fueron recibidos con una salva de aplausos en la playa, y apenas los aguerridos soldados pisaron tierra firme, se vieron rodeados por una alegre turbamulta tratando de venderles toda suerte de mercaderías, desde sombrillas hasta hachís y condones japoneses en forma de peces multicolores. Imagino que no fue fácil para los oficiales mantener la moral de la tropa e impedir que fraternizaran con el enemigo. Al día siguiente, en la cancha artificial de patinaje en hielo tuve mi primer contacto con la fuerza bélica más poderosa del mundo. Patiné toda la tarde en compañía de centenares de muchachones en uniforme, con el pelo rapado y tatuajes en los músculos, que bebían cerveza y hablaban una jerga gutural muy diferente a la que intentaba enseñarme Miss Saint John en el colegio británico. Pude comunicarme poco con ellos, pero aunque hubiéramos compartido la misma lengua no teníamos mucho que decirnos. Aquel día
memorable recibí mi primer beso en la boca, fue como morder un sapo con olor a goma de mascar, cerveza y tabaco. No recuerdo quién me besó porque no podía distinguirlo entre los demás, me parecieron todos iguales, pero sí recuerdo que a partir de ese momento decidí explorar el asunto de los besos. Por desgracia debí esperar bastante para ampliar mis conocimientos al respecto, porque apenas el tío Ramón descubrió que la ciudad estaba invadida de marines ávidos de muchachas, dobló su vigilancia y quedé recluida en la casa, como una flor de harén.
Tuve la suerte de que mi colegio fue el único que no cerró sus puertas cuando empezó la crisis, en cambio mis hermanos dejaron de ir a clases y pasaron meses de mortal aburrimiento encerrados en el apartamento. Miss Saint John consideró una vulgaridad esa guerra en la cual no participaban los ingleses, de modo que prefirió ignorarla. La calle frente al colegio se dividió en dos bandos separados por pilas de sacos de arena, tras los cuales acechaban los contrincantes. En las fotos de los periódicos tenían un aspecto patibulario y sus armas resultaban aterradoras, pero vistos detrás de sus barricadas desde lo alto del edificio, parecían veraneantes en un picnic. Entre los sacos de arena escuchaban radio, cocinaban y recibían visitas de sus mujeres y niños, mataban las horas jugando a los naipes o a las damas y durmiendo la siesta. A veces se ponían de acuerdo con los enemigos para ir en busca de agua o cigarrillos. La impasible Miss Saint John se caló su sombrero verde de las grandes ocasiones y salió a parlamentar en su pésimo árabe con aquellos sujetos que obstaculizaban las calles para pedirles que permitieran el paso del autobús escolar, mientras las pocas niñas que aún quedaban y las asustadas profesoras la observábamos desde el techo. No sé qué argumentos esgrimió, pero el caso es que el vehículo siguió funcionando puntualmente hasta que se quedó sin alumnas, sólo yo lo usaba. Me guardé bien de contar en la casa que otros padres habían retirado a sus hijas del colegio y nunca mencioné las negociaciones diarias del chofer con los hombres de las barricadas para que nos dejaran pasar. Asistí a clases hasta que se vació el establecimiento y Miss Saint John me solicitó cortésmente que no regresara por unos días, hasta que se resolviera ese desagradable incidente y la gente volviera a sus cabales. Para entonces la situación se había tornado muy violenta y un vocero del Gobierno libanés aconsejó a los diplomáticos sacar a sus familias del país porque no se podía garantizar su seguridad. Después de secretos conciliábulos el tío Ramón me puso junto a mis hermanos en uno de los últimos vuelos comerciales de esos días. El aeropuerto era un hervidero de hombres luchando por salir; algunos pretendían llevar a sus mujeres e hijas como carga, no las consideraban del todo humanas y no podían comprender la necesidad de comprarles un pasaje. Apenas despegamos de la pista una señora cubierta de pies a cabeza con un manto oscuro se dispuso a cocinar en el pasillo del avión sobre un quemador a queroseno, ante la alarma de la azafata francesa. Mi madre se quedó en Beirut con el tío Ramón donde permanecieron unos meses hasta que fueron trasladados a Turquía. Entretanto los marines norteamericanos volvieron a sus portaaviones y desaparecieron sin dejar huella, llevándose con ellos la prueba de mi primer beso. Fue así como emprendimos viaje de regreso al otro extremo del mundo, a la casa de mi abuelo en Chile. Yo tenía quince años y era la segunda vez que estaba lejos de mi madre, la primera había sido cuando ella se juntó con el tío Ramón en esa cita clandestina al norte de Chile, que consagró sus amores. No sabía entonces que estaríamos separadas la mayor parte de nuestras vidas. Comencé a escribirle mi primera carta en el avión, he continuado haciéndolo casi a diario a lo largo de muchos años y ella hace otro tanto. Juntamos esa correspondencia en un canasto y al final del año la atamos con una cinta de color y la guardamos en lo alto de un closet, así hemos coleccionado montañas de páginas. Nunca las hemos releído, pero sabemos que el registro de nuestras vidas está a salvo de la mala
memoria.
Hasta entonces mi educación había sido caótica, había aprendido algo de inglés y francés, buena parte de la Biblia de memoria y las lecciones de defensa personal del tío Ramón, pero ignoraba lo más elemental para funcionar en este mundo. Cuando llegué a Chile a mi abuelo se le ocurrió que con un poco de ayuda yo podía terminar la escolaridad en un año y decidió enseñarme personalmente historia y geografía. Después averiguó que tampoco sabía sumar y me envió a clases privadas de matemáticas. La profesora era una viejuca de pelos teñidos color azabache y varios dientes sueltos, que vivía muy lejos en una casa modesta decorada con los regalos de sus alumnos a lo largo de cincuenta años de vocación docente, donde flotaba imperturbable el olor de coliflores cocidas. Para llegar hasta allá era necesario encaramarse en dos autobuses, pero valía la pena, porque esa mujer fue capaz de meterme en el cerebro suficientes números como para pasar el examen, después de lo cual se me borraron para siempre.
Subir a un bus en Santiago podía ser una aventura peligrosa que requería temperamento decidido y agilidad de saltimbanqui, el vehículo jamás pasaba a tiempo, había que esperarlo por horas, y siempre venía tan repleto que avanzaba ladeado, con pasajeros colgando de las puertas. Mi formación estoica y mis articulaciones dobles me ayudaron a sobrevivir a esas batallas cotidianas.
Compartía la clase con cinco estudiantes, uno de los cuales se sentaba siempre a mi lado, me prestaba sus apuntes y me acompañaba hasta el paradero del bus. Mientras aguardábamos con paciencia bajo el sol o la lluvia, él escuchaba callado mis cuentos exagerados sobre viajes a sitios que yo no sabía ubicar en el mapa, pero cuyos nombres investigaba en la Enciclopedia Británica de mi abuelo. Al llegar el autobús me ayudaba a trepar sobre el racimo humano que colgaba de la pisadera, empujándome con ambas manos por el trasero. Un día me invitó al cine. Le dije al Tata que debía quedarme estudiando con la profesora y partí con el galán a un teatro de barrio, donde nos calamos una película de terror. Cuando el monstruo de la Laguna Verde asomó su horrenda cabeza de lagarto milenario a escasos centímetros de la doncella que nadaba distraída, yo lancé un grito y él aprovechó para tomarme la mano. Me refiero al muchacho, no al lagarto, por supuesto. El resto de la película transcurrió en una nebulosa, no me importaron los colmillos del gigantesco reptil ni la suerte de la rubia tonta que se bañaba en esas aguas, mi atención estaba concentrada en el calor y la humedad de esa mano ajena acariciando la mía, casi tan sensual como el mordisco en la oreja de mi amado en La Paz y mil veces más que el beso robado del soldado norteamericano en la cancha de patinaje en hielo de Beirut. Llegué a casa de mi abuelo levitando, convencida de haber encontrado al hombre de mi vida y que esas manos entrelazadas eran un compromiso formal. Había oído decir a mi amiga Elizabeth en el colegio del Líbano que se puede quedar embarazada por chapotear en la misma piscina con un muchacho y sospeché lógicamente que una hora completa intercambiando sudores manuales podía tener el mismo efecto. Pasé la noche despierta, imaginando mi vida futura casada con él y esperando con ansias la próxima clase de matemáticas, pero al día siguiente mi amigo no llegó a casa de la profesora.
Durante toda la clase estuve observando la puerta, angustiada, pero no vino ese día ni el resto de la semana ni nunca más, simplemente se hizo humo. Con el tiempo me repuse de ese humillante abandono y por muchos años no pensé en ese joven. Creí volver a verlo doce años más tarde, el día en que me llamaron de la morgue para identificar el cuerpo de mi padre. Me pregunté muchas veces por qué desapareció tan de súbito y de tanto
darle vueltas en la cabeza llegué a una conclusión truculenta, pero prefiero no seguir especulando, porque sólo en las telenovelas los enamorados descubren un día que son hermanos.
Una de las razones para olvidar aquel amor fugaz fue que conocí a otro muchacho, y aquí, Paula, entra tu padre en la historia.
Michael tiene raíces inglesas, es producto de una de esas familias de inmigrantes que han nacido y vivido en Chile por generaciones y todavía se refieren a Inglaterra como home, leen periódicos británicos con semanas de atraso y mantienen un estilo de vida y un código social decimonónico, cuando eran los arrogantes súbditos de un gran imperio, pero que hoy ya no se usan ni en el corazón de Londres. Tu abuelo paterno trabajaba para una compañía norteamericana del cobre, en un pueblo al norte de Chile, tan insignificante, que escasamente figura en los mapas. El campamento de los gringos consistía en una veintena de casas cercadas por alambres de púas, donde sus habitantes intentaban reproducir lo más fielmente posible el modo de vida de sus ciudades de origen, con aire acondicionado, agua en botellas y profusión de catálogos para encargar a los Estados Unidos desde leche condensada hasta muebles de terraza. Cada familia cultivaba porfiadamente su jardín, a pesar de las inclemencias del sol y la sequía; los hombres jugaban al golf en los arenales y las señoras competían en concursos de rosas y tortas. Al otro lado de la alambrada subsistían los trabajadores chilenos en hileras de casuchas con baños comunes, sin otras diversiones que una cancha de fútbol trazada con un palo sobre la tierra dura del desierto y un bar en las afueras del campamento donde se embriagaban los fines de semana. Dicen que también había un prostíbulo, pero no di con él cuando salí a buscarlo, tal vez porque yo esperaba por lo menos un farol rojo, pero debe haber sido un rancho igual a los otros.
Michael nació y vivió los primeros años de su existencia en ese lugar, protegido de todo mal, en una inocencia edénica, hasta que lo enviaron interno a un colegio británico en el centro del país.
Creo que no tuvo idea cabal de que estaba en Chile hasta que alcanzó la edad de los pantalones largos. Su madre, a quien todos recordamos como Granny, tenía grandes ojos azules y un corazón virgen de mezquindades. Su vida transcurrió entre la cocina y el jardín, olía a pan recién horneado, a mantequilla, a dulce de ciruelas. Años después, cuando renunció a sus sueños, olía a alcohol, pero pocos llegaron a saberlo, porque se mantenía a prudente distancia y se tapaba la boca con un pañuelo al hablar, y también porque tú, Paula, que entonces tenías ocho o nueve años, escondías las botellas vacías para que nadie descubriera su secreto. El padre de Michael era buenmozo y moreno, con aspecto de andaluz, pero por sus venas corría sangre alemana de la cual se enorgullecía, cultivó en su carácter las virtudes que él consideraba teutónicas y llegó a ser un ejemplo de hombre honesto, responsable y puntual, aunque también se mostraba inflexible, autoritario y seco. Jamás tocaba a su mujer en público, pero la llamaba young lady y le brillaban los ojos cuando la miraba. Pasó treinta años en el campamento norteamericano ganando buenos dólares, se jubiló a los cincuenta y ocho años y se trasladó a la capital, donde construyó una casa junto a la cancha de golf de un club. Michael creció entre los muros de un colegio para muchachos, dedicado al estudio y a deportes viriles, lejos de su madre, el único ser que pudo enseñarle a expresar sus sentimientos. Con su padre sólo compartía frases de buena educación y partidas de ajedrez en las vacaciones. Cuando lo conocí acababa de cumplir veinte años, estudiaba el primer semestre de Ingeniería Civil,
manejaba una motocicleta y vivía en un apartamento con una empleada que lo atendía como a un señorito, nunca tuvo que lavar sus calcetines o cocinar un huevo. Era un muchacho alto, apuesto, muy delgado, con grandes ojos color caramelo, que se sonrojaba cuando estaba nervioso. Una amiga nos presentó, vino a verme un día con el pretexto de enseñarme química y enseguida pidió permiso formal a mi abuelo para llevarme a la ópera. Fuimos a ver Madame Butterfly y yo, que carecía por completo de formación musical, pensé que se trataba de un espectáculo humorístico y me reí a carcajadas cuando vi caer del techo una lluvia de flores de plástico sobre una gorda que cantaba a pleno pulmón mientras se abría la barriga a cuchillazos delante de su hijo, una pobre criatura con los ojos vendados y con un par de banderas en las manos. Así comenzaron unos amores muy lentos y dulces, destinados a durar muchos años antes de consumarse, porque a Michael le faltaban como seis años de universidad y yo aún no terminaba la escuela. Pasaron varios meses antes que nos tomáramos de las manos en el concierto de los miércoles y casi un año antes del primer beso.
– Me gusta este joven, viene a mejorar la raza–se rió mi abuelo cuando finalmente admití que estábamos enamorados.
El lunes te agarró la muerte, Paula. Vino y te señaló, pero se encontró frente a frente con tu madre y tu abuela y por esta vez retrocedió. No está derrotada y todavía te ronda, rezongando con su revuelo de harapos sombríos y rumor de huesos. Te fuiste para el otro lado por algunos minutos y en verdad nadie se explica cómo ni por qué estás de vuelta. Nunca te habíamos visto tan mal, ardías de fiebre, un ronroneo aterrador te salía del pecho, se te asomaba el blanco de los ojos a través de los párpados entrecerrados, de pronto la tensión te bajó casi a cero y comenzaron a sonar las alarmas de los monitores y la sala se llenó de gente, todos tan afanados en torno a ti, que se olvidaron de nosotras, y así es como estuvimos presentes cuando se te escapaba el alma del cuerpo, mientras te inyectaban drogas, te soplaban oxígeno y trataban de poner de nuevo en marcha tu corazón agotado.
Trajeron un aparato y empezaron a darte golpes eléctricos, terribles corrientazos en el pecho, que te hacían saltar de la cama. Oímos órdenes, voces alteradas y carreras, llegaron otros médicos con diferentes máquinas y jeringas, quién sabe cuántos minutos eternos transcurrieron, parecieron muchas horas. No podíamos verte, te tapaban los cuerpos de quienes te atendían, pero pudimos percibir con nitidez tu zozobra y el aliento triunfal de la muerte. Hubo un momento en el cual la febril agitación se congeló de súbito, como en una fotografía, y entonces escuché el murmullo en sordina de mi madre exigiéndote que lucharas, hija, ordenándole a tu corazón que siguiera andando en nombre de Ernesto y de los años preciosos que te faltan por vivir y del bien que aún puedes sembrar. El tiempo se detuvo en los relojes, las curvas y picos verdes en las pantallas de las máquinas se convirtieron en líneas rectas y un zumbido de consternación reemplazó el chillido de las alarmas. Alguien dijo no hay más que hacer… y otra voz agregó ha muerto, la gente se apartó, algunos se alejaron y pudimos verte inerte y pálida, como una niña de mármol. Entonces sentí la mano de mi madre en la mía impulsándome hacia delante y dimos unos pasos al frente acercándonos a la orilla de tu cama y sin una lágrima te ofrecimos la reserva completa de nuestro vigor, toda la salud y fortaleza de nuestros más recónditos genes de navegantes vascos y de indómitos indios americanos, y en silencio invocamos a los dioses conocidos y por conocer y a los espíritus benéficos de nuestros antepasados y a las fuerzas más formidables de la vida, para que corrieran a tu rescate. Fue tan intenso el clamor que a cincuenta kilómetros de distancia Ernesto sintió el llamado
con la claridad de un campanazo, supo que rodabas hacia un abismo y echó a correr en dirección al hospital. Entretanto en torno a tu cama se helaba el aire y se confundía el tiempo y cuando los relojes marcaron de nuevo los segundos, ya era tarde para la muerte. Los médicos vencidos se habían retirado y las enfermeras se preparaban para desconectar los tubos y cubrirte con una sábana, cuando una de las pantallas mágicas dio un suspiro y la caprichosa línea verde empezó a ondular señalando tu retorno a la vida. ¡Paula! te llamamos mi madre y yo en una sola voz y las enfermeras repitieron el grito y la sala se llenó con tu nombre.
Ernesto llegó una hora más tarde; había devorado la autopista y atravesado la ciudad como una exhalación. Hasta entonces no tenía duda que sanarías, pero en esta ocasión, vencido, de rodillas en la capilla, rogó simplemente para que cesara este martirio y descansaras por fin. Sin embargo, cuando te abrazó en la siguiente visita la vehemencia del amor y el deseo de retenerte fueron más poderosos que la resignación. Te siente en su propio cuerpo, se adelanta a los diagnósticos clínicos, percibe signos invisibles para otros ojos, es el único que pareciera comunicarse contigo.
Vive, vive por mí, por nosotros, Paula, somos un equipo chica mía, te rogaba, verás que todo sale bien, no te vayas, seré tu apoyo, tu refugio, tu amigo, te sanaré con mi amor, acuérdate de ese bendito 3 de enero en que nos conocimos y todo cambió para siempre, no puedes dejarme ahora, estamos recién comenzando, nos queda medio siglo por delante. No sé qué otras súplicas, secretos o promesas te susurró al oído ese lunes tenebroso, ni cómo te sopló ganas de vivir en cada beso que te dio, pero estoy segura que hoy respiras por obra de su tenaz ternura. Tu vida es una misteriosa victoria del amor. Ya has superado la peor parte de la crisis, te están administrando el antibiótico preciso, han controlado tu presión y poco a poco cede la fiebre. Has vuelto al punto de partida, no sé qué significa esta especie de resurrección. Llevas más de dos meses en coma, no me engaño, hija, sé cuán grave estás, pero puedes recuperarte por completo; el especialista en porfiria asegura que no tienes daño cerebral, la enfermedad sólo te ha atacado los nervios periféricos. Palabras, palabras benditas, las repito una y otra vez como una fórmula de encantamiento que puede traerte la salvación. Hoy te habían colocado de costado en la cama y a pesar del aspecto torturado de tu pobre cuerpo, tu cara estaba intacta y te veías hermosa como una novia dormida, con sombras azules bajo tus largas pestañas.
Las enfermeras te habían refrescado con agua de colonia y recogido el cabello en una gruesa trenza, que colgaba fuera de la cama como una cuerda marinera. No hay señas de tu inteligencia, pero vives y tu espíritu aún te habita. Respira, Paula, tienes que respirar…
Mi madre sigue regateando con Dios, ahora le ofrece su vida por la tuya, dice que de todos modos setenta años son mucho tiempo, mucho cansancio y muchas penas. También yo quisiera ocupar tu lugar, pero no existen recursos de ilusionista para estos trueques, cada una de nosotras, abuela, madre e hija, deberá cumplir su propio destino. Al menos no estamos solas, somos tres. Tu abuela está cansada, trata de disimularlo, pero le pesan los años y durante estos meses de sufrimiento en Madrid el invierno se le ha metido en los huesos, no hay forma de darle calor, duerme bajo una montaña de frazadas y de día anda envuelta en chalecos y bufandas, pero no deja de temblar. Hablé largamente por teléfono con el tío Ramón para que me ayude a convencerla de que es hora de volver a Chile. No he podido escribir en varios días, sólo ahora, que empiezas a salir de la agonía, vuelvo a estas páginas. La relación discreta que compartimos con
Michael floreció con parsimonia, a la antigua, en el salón de la casa del Tata, entre tazas de té en invierno y copas de helados en verano. El descubrimiento del amor y la dicha de sentirme aceptada me transformaron, la timidez dio paso a un carácter más bien explosivo y se terminaron esos largos períodos de rabioso silencio de la infancia y la adolescencia. Una vez por semana íbamos en su motocicleta a escuchar un concierto, sábado por medio me permitían ir al cine, siempre que regresara temprano, y algunos domingos mi abuelo lo invitaba a los almuerzos familiares, verdaderos torneos de resistencia. La sola comilona era una prueba rompehuesos: bocadillos de marisco, empanadas picantes, cazuela de gallina o pastel de choclo, torta de manjar blanco, vino con fruta y una jarra descomunal de pisco sour, el más fatídico brebaje chileno. Los comensales competían en la hazaña de tragarse aquel ágape y a veces, por afán de desafío, antes del postre pedían huevos fritos con tocino. Los sobrevivientes ganaban así el privilegio de manifestar sus locuras particulares. A la hora del café ya estaban discutiendo a gritos y antes que pasaran las copitas de licor dulce habían jurado que ése era el último domingo de parranda familiar, sin embargo a la semana siguiente se repetía con pocas variantes la misma mortificación porque ausentarse habría sido un desaire inconcebible, mi abuelo no lo habría perdonado. Yo temía esas reuniones casi tanto como los almuerzos en casa de Salvador Allende, donde las primas me miraban con disimulado desprecio porque no sabía de qué diablos hablaban. Vivían en una casa pequeña, acogedora, atiborrada de obras de arte, libros valiosos y fotografías que si aún existen, son documentos históricos. La política era el único tema en esa familia inteligente y bien informada. La conversación volaba por las alturas en torno a los acontecimientos mundiales y de vez en cuando aterrizaba en los últimos detalles de la chismografía nacional, pero en cualquier caso yo quedaba en la luna. En ese tiempo sólo leía novelas de ciencia ficción y mientras los Allende planeaban con fervor socialista la transformación del país, yo deambulaba de asteroide en asteroide en compañía de extraterrestres tan escurridizos como los ectoplasmas de mi abuela.