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Paula
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Текст книги "Paula"


Автор книги: Isabel Allende



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alimento. En esa oportunidad no sentimos miedo porque aún desconocíamos los mecanismos de la represión y creíamos que bastaba con explicar que no pertenecíamos a ningún partido político para estar fuera de peligro, la verdad se nos reveló muy pronto, cuando se levantó el toque de queda y pudimos comunicarnos.

En la editorial despidieron de inmediato a quienes habían tenido alguna participación activa en la Unidad Popular; yo quedé en la mira. Delia Vergara, pálida pero firme, anunció lo mismo que había dicho tres años antes: nosotros seguimos trabajando como siempre.

Sin embargo esta vez era diferente, varios de sus colaboradores habían desaparecido y la mejor periodista del equipo andaba enloquecida tratando de esconder a su hermano. Tres meses después ella misma debió asilarse y terminó refugiada en Francia, donde ha vivido durante más de veinte años. Las autoridades reunieron a la prensa para comunicar las normas de estricta censura bajo la cual se debía operar, no sólo había temas prohibidos, también había palabras peligrosas, como compañero, que fue borrada del vocabulario, y otras que debían usarse con extrema prudencia, como pueblo, sindicato, asentamiento, justicia, trabajador y muchas más identificadas con el lenguaje de la izquierda. La palabra democracia sólo se podía emplear acompañada de un adjetivo: democracia condicionada, autoritaria y hasta totalitaria. Mi primer contacto directo con la censura fue una semana más tarde, cuando apareció en los kioskos la revista juvenil que yo dirigía con una ilustración en la portada de cuatro feroces gorilas y en su interior un largo reportaje sobre esos animales. Las Fuerzas Armadas lo consideraron una alusión directa a los cuatro generales de la Junta. Preparábamos las páginas a color con dos meses de anticipación, cuando la idea de un Golpe Militar todavía era bastante remota, fue una rara coincidencia que los gorilas estuvieran en la tapa de la revista justamente en ese momento. El dueño de la editorial, que había regresado en su avión privado apenas se aplacó un poco el caos de los primeros días, me despidió y nombró otro director, el mismo hombre que poco después logró convencer a la Junta Militar de cambiar los mapas, volteando los continentes para que la benemérita patria apareciera a la cabeza de la página y no en el culo, poniendo el sur arriba y extendiendo las aguas territoriales hasta Asia. Perdí mi trabajo de directora y muy pronto perdería también mi puesto en la revista femenina, tal como le ocurriría al resto del equipo porque a los ojos de los militares el feminismo resultaba tan subversivo como el marxismo.

Los soldados cortaban a tijeretazos los pantalones de las mujeres en la calle, porque a su juicio sólo los machos pueden llevarlos, las melenas de los hombres fueron consideradas indicio de mariconería, y las barbas rapadas porque se temía que tras ellas se ocultaran comunistas. Habíamos vuelto a los tiempos de la autoridad masculina incuestionable. Bajo las órdenes de una nueva directora, la revista dio un brusco viraje y quedó convertida en una réplica exacta de docenas de otras publicaciones frívolas para mujeres. El dueño de la empresa volvió a fotografiar sus bellas adolescentes.

La Junta Militar terminó por decreto con huelgas y protestas, devolvió la tierra a los antiguos patrones y las minas a los norteamericanos, abrió el país a los negocios y al capital extranjero, vendió los milenarios bosques nativos y la fauna marítima a compañías japonesas y estableció el sistema de suculentas comisiones y corrupción como una forma de Gobierno.

Surgió una nueva casta de jóvenes ejecutivos educados en las doctrinas del capitalismo

puro, que circulaban en motos cromadas y manejaban los destinos de la patria con despiadada frialdad. En nombre de la eficiencia económica los generales frigorizaron la historia, combatieron la democracia como una «ideología foránea, y la reemplazaron por una doctrina de «ley y orden». Chile no fue un caso aislado, pronto la larga noche del totalitarismo habría de extenderse por toda América Latina.

SEGUNDA PARTE

Mayo–Diciembre 1992

Ya no escribo para que cuando mi hija despierte no esté tan perdida, porque no despertará. Estas páginas no tienen destinatario, Paula nunca podrá leerlas…

¡No! ¿Por qué repito lo que otros dicen si en verdad no lo creo?

La han descartado entre los irrecuperables. Daño cerebral, me dijeron… Después de ver los últimos exámenes, el neurólogo me llevó a su oficina y con toda la suavidad posible me mostró las placas contra la luz, dos grandes rectángulos negros donde la excepcional inteligencia de mi hija queda reducida a una inservible mancha oscura. Su lápiz me señaló los caminos enmarañados del cerebro mientras explicaba las consecuencias terribles de esas sombras y esas líneas.

– Paula tiene daño severo, no hay nada que hacer, su mente está destruida. No sabemos cuándo ni cómo se produjo, puede haber sido causado por pérdida de sodio, falta de oxígeno o exceso de drogas, pero también se puede atribuir al proceso devastador de la enfermedad.

– ¿Quiere decir que puede quedar mentalmente retardada?

– El pronóstico es muy malo, en el mejor de los casos alcanzaría un nivel de desarrollo infantil.

– ¿Qué significa eso?

– No puedo decirlo en esta etapa, cada caso es diferente. – ¿Podrá hablar?

– No lo creo. Lo más probable es que tampoco pueda caminar. Será siempre una inválida – añadió mirándome con tristeza por encima de los lentes.

– Aquí hay un error. ¡Tiene que repetir esos exámenes!

– Me temo que ésta es la realidad, Isabel.

– ¡Usted no sabe lo que está diciendo! ¡Nunca vio a Paula sana, no sospecha cómo es mi hija! Es brillante, la más inteligente de la familia, siempre la primera en todo lo que emprende. Su espíritu es indomable. ¿Usted cree que se dará por vencida? ¡Jamás!

– Lo lamento mucho… – murmuró tomándome las manos, pero ya no lo oía. Su voz me llegaba desde muy lejos mientras el pasado completo de Paula surgía ante mí en rápidas imágenes. La vi en todas sus edades: recién nacida, desnuda y con los ojos abiertos, mirándome con la misma expresión alerta que tuvo hasta el último instante de su vida consciente; dando sus primeros pasos con la seriedad de una pequeña maestra; escondiendo sigilosa las botellas tristes de su abuela; a los diez años, bailando como una marioneta enloquecida los ritmos de la televisión, y a los quince, recibiéndome con un abrazo forzado y ojos duros cuando volví a casa, después de la aventura fracasada con un amante cuyo nombre no puedo recordar; con el pelo hasta la cintura en la última fiesta del colegio y después con toga y birrete de graduación. La vi como un hada envuelta en los encajes albos de su traje de novia, y con su blusa verde de algodón y sus gastadas zapatillas de piel de conejo, doblada de dolor, con la cabeza en mis rodillas, cuando la enfermedad ya la había golpeado. Esa tarde, hace exactamente cuatro meses y veintiún días, todavía hablábamos de una gripe y discutíamos con Ernesto la tendencia de Paula a exagerar sus males para llamar nuestra atención. Y la vi en esa madrugada fatídica, cuando empezó a morirse en mis brazos vomitando sangre. Aparecieron esas visiones como fotografías desordenadas y sobrepuestas en un tiempo muy lento e inexorable en el cual todos nos movíamos pesadamente, como si estuviéramos en el fondo del mar, incapaces de dar un salto de tigre para detener en seco la rueda del destino que giraba rápida hacia la fatalidad.

Durante casi cincuenta años he toreado la violencia y el dolor, confiada en la protección que me otorga el sol de la buena suerte que llevo en la espalda, pero en el fondo siempre sospeché que tarde o temprano me caería encima el zarpazo de la desgracia.

Nunca imaginé, sin embargo, que el golpe sería en uno de mis hijos. Oí de nuevo la voz del neurólogo.

– Ella no se da cuenta de nada, créamelo, su hija no sufre.

– Sí sufre y está asustada. Me la llevaré a mi casa en California lo antes posible.

– Aquí está cubierta por la Seguridad Social, en Estados Unidos la medicina es un robo. Además el viaje es muy arriesgado, Paula aún no retiene bien el sodio, no controla presión y temperatura, tiene dificultad respiratoria; no es conveniente moverla en esta etapa, tal vez no resista el viaje. En España hay un par de instituciones donde pueden cuidarla bien, ella no echará de menos a nadie, no reconoce, ni siquiera sabe dónde está.

– ¿No entiende que nunca la dejaré? Ayúdeme, doctor, cueste lo que cueste, tengo que llevármela…

Cuando miro hacia atrás el largo trayecto de mi vida, creo que el Golpe Militar de Chile fue una de esas encrucijadas dramáticas que cambiaron mi rumbo. En unos años más tal vez recordaré el día de ayer como otra tragedia que marcó mi existencia. Nada volverá a ser

como antes para mí. Me aseguran que no hay remedio para Paula, pero no lo creo, la trasladaré a los Estados Unidos, allá podrán ayudarnos. Willie consiguió lugar para ella en una clínica, lo único que falta es convencer a Ernesto que la deje ir, él no puede cuidarla y jamás la pondremos en un asilo; encontraré la forma de viajar con Paula, no es el primer enfermo grave que se transporta; me la llevaré, aunque tenga que robarme un avión.

Nunca había estado tan bella la bahía de San Francisco, con un millar de botes navegando con sus velas multicolores desplegadas para celebrar el inicio de la primavera, la gente en pantalones cortos trotando por el puente del Golden Gate y las montañas verdes porque ha llovido al fin después de seis años de sequía. No se habían visto árboles tan frondosos ni cielos tan azules en mucho tiempo, el paisaje nos recibió vestido de fiesta, como un saludo. Terminó el largo invierno de Madrid. Antes de partir llevé a Paula a la capilla, que estaba en penumbra y solitaria, como casi siempre lo está, pero llena de lirios para la Virgen por el Día de la Madre. Coloqué la silla de ruedas frente a esa estatua de madera ante la cual mi madre tanto llanto derramó durante los cien días de su pesadumbre, y encendí una vela en celebración a la vida. Mi madre le pedía a la Virgen que envolviera a Paula en su manto y la protegiera del dolor y de la angustia, que si pensaba llevársela por lo menos no la hiciera sufrir más. Yo le pedí a la Diosa que nos ayudara a llegar a California sanos y salvos, que nos ampare en la segunda etapa que comienza y nos dé fortaleza para recorrerla. Paula, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo, totalmente espástica, comenzó a llorar y sus lágrimas caían una a una, como las notas de un ejercicio de piano. ¿Qué entenderá mi hija? A veces pienso que quiere decirme algo, creo que quiere decirme adiós…

Fuimos con Ernesto a preparar su maleta. Entré a ese pequeño apartamento limpio, ordenado, preciso, donde fueron tan felices por tan corto tiempo, y como siempre me impactó la sencillez franciscana en que vivían. En sus veintiocho años en este mundo Paula alcanzó una madurez que otros nunca logran, comprendió cuán efímera es la existencia y se desprendió de casi todo lo material, más preocupada por las inquietudes del alma. A la tumba iremos envueltas en una sábana ¿para qué te afanas tanto? me dijo una vez en una tienda de ropa, cuando quise comprarle tres blusas. Fue lanzando por la borda hasta las últimas hilachas de vanidad, no quería adornos, nada innecesario o superfluo; en su mente clara sólo había espacio y paciencia para lo esencial. Ando buscando a Dios y no lo encuentro, me dijo poco antes de caer en coma.

Ernesto puso en un bolso algo de ropa, unas cuantas fotografías de su luna de miel en Escocia, sus viejas zapatillas de piel de conejo, el azucarero de plata que heredó de la Granny, y la muñeca de trapo–ya sin lanas en la peluca y medio tuerta–que le hice cuando nació y que ella siempre llevaba consigo como una apolillada reliquia. En un canasto quedaron las cartas que le he escrito en estos años y que, como mi madre, ella guardaba ordenadas por fechas. Sugerí eliminarlas de una vez, pero mi yerno dijo que un día ella se las pediría. El apartamento quedó barrido por un viento desolado; el 6 de diciembre Paula salió de allí rumbo al hospital y no regresó más. Su espíritu vigilante estaba presente cuando disponíamos de sus pocas cosas y metíamos mano en su intimidad. De pronto Ernesto cayó de rodillas, abrazado a mi cintura, sacudido por los sollozos que había reprimido en esos largos meses. Creo que en ese momento asumió por completo su tragedia y comprendió que su mujer no volvería nunca más a ese piso de Madrid, partió a otra dimensión, dejándole sólo el recuerdo de la belleza y la gracia que lo enamoraron.

– ¿Será que nos hemos amado demasiado, que Paula y yo consumimos como glotones toda la felicidad a que teníamos derecho? ¿Es que nos tragamos la vida? Tengo reservado un amor incondicional para ella, pero parece que ya no lo necesita–me dijo.

– Lo necesita más que nunca, Ernesto, pero ahora más me necesita a mí porque tú no puedes cuidarla.

– No es justo que tú cargues sola con esta tremenda responsabilidad. Ella es mi mujer…

– No estaré sola, cuento con una familia. Además tú puedes venir también, mi casa es tuya.

– ¿Qué pasará si no logro conseguir trabajo en California? No puedo vivir allegado bajo tu ala. Tampoco quiero separarme de ella…

– En una carta Paula me contó que cuando apareciste en su vida todo cambió, se sintió completa. Me dijo que a veces, cuando ustedes estaban con otra gente, medio aturdidos por el ruido de las conversaciones cruzadas, les bastaba una mirada para decirse cuánto se querían. El tiempo se congelaba y se establecía un espacio mágico en el cual sólo ella y tú existían. Tal vez así será de ahora en adelante, a pesar de la distancia el amor de ustedes vivirá intacto en un compartimiento separado, más allá de la vida y la muerte.

En el último momento, antes de cerrar definitivamente la puerta, me entregó un sobre sellado con cera. Escrito con la inconfundible letra de mi hija decía: Para ser abierto cuando yo muera.

– Hace algunos meses, en plena luna de miel, Paula despertó una noche gritando–me contó-. No sé lo que soñaba, pero debe haber sido algo muy inquietante porque no pudo volver a dormir, escribió esta carta y me la entregó. ¿Crees que debemos abrirla?

– Paula no ha muerto, Ernesto…

– Entonces guárdala tú. Cada vez que veo este sobre siento una garra aquí en el pecho.

Adiós Madrid… Atrás quedó el corredor de los pasos perdidos donde di varias veces la vuelta al mundo, el cuarto de hotel y las sopas de lentejas. Abracé por última vez a Elvira, Aurelia y los demás amigos del hospital que lloraban al despedirse, a las monjas, que me dieron un rosario bendito por el Papa, a los sanadores que acudieron por última vez a aplicar su arte de campanas tibetanas y al neurólogo, único médico que estuvo a mi lado hasta el final, preparando a Paula y consiguiendo firmas y permisos para que la línea aérea aceptara trasladarla. Tomé varios asientos de primera clase, instalé una camilla, oxígeno y los aparatos necesarios, contraté una enfermera especializada y llevé a mi hija en una ambulancia hasta el aeropuerto, donde la esperaban para conducirnos directamente al avión. Iba dormida con unas gotas que el doctor me dio en el último instante. La peiné con media cola atada con un pañuelo, como a ella le gustaba, y con Ernesto la vestimos por primera vez en esos largos meses, le pusimos una falda mía y un chaleco de él porque al buscar en su closet apenas había dos bluyines, unas cuantas blusas y un chaquetón imposibles de colocar en su cuerpo rígido.

El viaje entre Madrid y San Francisco fue un safari de más de veinte horas, alimentando a

la enferma gota a gota, controlando sus signos vitales y sumiéndola en un sopor piadoso con las gotas prodigiosas cuando se inquietaba. Sucedió hace menos de una semana, pero ya he olvidado los detalles, apenas recuerdo que estuvimos un par de horas en Washington, donde nos aguardaba un funcionario de la Embajada de Chile para agilizar la entrada a los Estados Unidos. La enfermera y Ernesto se ocuparon de Paula, mientras yo corría por el aeropuerto con el equipaje, los pasaportes y los permisos, que los funcionarios timbraron sin hacer preguntas a la vista de esa pálida muchacha desmayada en una camilla. En San Francisco nos recogió Willie en una ambulancia y una hora después llegamos a la Clínica de Rehabilitación, donde un equipo de médicos recibió a Paula, que venía con la tensión muy baja, mojada de sudor frío. Celia, Nicolás y mi nieto nos esperaban en la puerta; Alejandro corrió a saludarme trastabillando en sus piernecitas torpes y con los brazos extendidos, pero debe haber percibido la tremenda calamidad en el aire, porque se detuvo a medio camino y retrocedió asustado.

Nicolás había seguido los detalles de la enfermedad día a día a través del teléfono, pero no estaba preparado para lo que vio. Se inclinó sobre su hermana y la besó en la frente, ella abrió los ojos y por un momento pareció fijarle la mirada. ¡Paula, Paula! murmuró mientras le corrían lágrimas por la cara. Celia, muda y aterrada, protegiendo con los brazos al bebé en su barriga, desapareció detrás de una columna, en el rincón menos iluminado de la sala.

Esa noche Ernesto se quedó en la clínica y yo partí a la casa con Willie. No había estado allí en muchos meses y me sentí extranjera, como si nunca antes hubiera cruzado ese umbral ni visto esos muebles o esos objetos que alguna vez compré con entusiasmo. Todo estaba impecable y mi marido había cortado sus mejores rosas para llenar los jarrones. Vi nuestra cama con el baldaquín de batista blanca y los grandes cojines bordados, los cuadros que me han acompañado por años, mi ropa ordenada por colores en el closet, y me pareció todo muy bonito, pero completamente ajeno, mi hogar era todavía la sala común del hospital, el cuarto del hotel, el pequeño apartamento desnudo de Paula. Sentí que nunca había estado en esa casa, que mi alma había quedado olvidada en el corredor de los pasos perdidos y tardaría un buen tiempo en encontrarla. Pero entonces Willie me abrazó apretadamente y me llegaron su calor y su olor a través de la tela de la camisa, me envolvió la inconfundible fuerza de su lealtad y presentí que lo peor había pasado, de ahora en adelante no estaba sola, a su lado tendría valor para soportar las peores sorpresas.

Ernesto pudo quedarse en California sólo por cuatro días y debió volar de vuelta a su trabajo. Está negociando un traslado a los Estados Unidos para permanecer cerca de su mujer.

– Espérame, amor, regresaré pronto y ya no volveremos a separarnos, te lo prometo. Animo, no te des por vencida–le dijo besándola antes de partir.

Por las mañanas a Paula le hacen ejercicios y la someten a complicadas pruebas, pero por las tardes hay tiempo libre para estar con ella. Los médicos parecen sorprendidos por la excelente condición de su cuerpo, su piel está sana, no se ha deformado ni ha perdido flexibilidad en las articulaciones, a pesar de la parálisis. Los improvisados movimientos que yo le hacía son los mismos que ellos practican, mis férulas con libros y vendas elásticas son parecidas a las que aquí le han fabricado a medida, los golpes en la espalda para ayudarla a toser y las gotas de agua para humedecer la traqueotomía tienen el mismo

efecto que estas sofisticadas máquinas respiratorias. Paula ocupa una pieza individual llena de luz, con una ventana que da a un patio de geranios; hemos puesto fotografías de la familia en las paredes y música suave, tiene un televisor donde le mostramos plácidas imágenes de agua y bosque. Mis amigas trajeron lociones aromáticas y la frotamos con aceite de romero por la mañana para estimularla, de lavanda por la noche para adormecerla, de rosas y camomila para refrescarla. Viene a diario un hombre con largas manos de ilusionista a darle masajes japoneses y se turnan para atenderla media docena de terapeutas, unos trabajan con ella en el gimnasio y otros intentan comunicarse mostrándole cartones con letras y dibujos, tocando instrumentos y hasta poniéndole limón o miel en la boca, por si reacciona con los sabores. Acudió también un especialista en porfiria, de los pocos que existen, esta rara condición a nadie interesa; algunos la conocen de referencia porque dicen que en Inglaterra hubo un rey con fama de loco que en realidad era porfírico. Leyó los informes del hospital de España, la examinó y determinó que el daño cerebral no es producto de la enfermedad, posiblemente hubo un accidente o un error en el tratamiento.

Hoy sentamos a Paula en una silla de ruedas, sostenida por almohadones en la espalda, y la sacamos a pasear por los jardines de la clínica. Hay un sendero ondulante entre matas de jazmines salvajes cuyo olor es tan penetrante como el de sus lociones. Esas flores me traen la presencia de la Granny, es mucha casualidad que Paula esté rodeada de ellas. Le pusimos un sombrero de alas anchas y anteojos oscuros para protegerla del sol y así ataviada parecía casi normal. Nicolás empujaba la silla, mientras Celia, que ya está muy pesada, y yo, con Alejandro en brazos, los observábamos desde lejos. Nicolás había cortado unos jazmines, se los había puesto a su hermana en la mano y le hablaba como si ella pudiera contestarle. ¿Qué le diría? También yo le hablo todo el tiempo, por si tuviera instantes de lucidez y en uno de esos destellos lográramos comunicarnos, cada amanecer le repito que está en el verano de California junto a su familia y le digo la fecha para que no flote a la deriva fuera del tiempo y del espacio; por las noches le cuento que ha terminado otro día, que es hora de soñar y le soplo al oído una de esas dulces oraciones en inglés de la Granny, con las cuales se crió. Le explico lo que le pasó, que soy su madre, que no tenga miedo porque de esta prueba saldrá fortalecida, que en los momentos más desesperados, cuando todas las puertas se cierran y nos sentimos atrapados en un callejón sin salida, siempre se abre un resquicio inesperado por donde podemos asomarnos. Le recuerdo las épocas más difíciles de terror en Chile y de soledad en el exilio, que fueron también los tiempos más importantes de nuestras vidas, porque nos dieron impulso y fuerza.

A menudo me he preguntado, como miles de otros chilenos, si hice bien en escapar de mi país durante la dictadura, si tenía derecho a desarraigar a mis hijos y arrastrar a mi marido a un futuro incierto en un país extranjero, o si hubiera sido preferible quedarnos tratando de pasar desapercibidos, pero esas preguntas no tienen respuesta. Las cosas se dieron inexorablemente, como en las tragedias griegas; la fatalidad estaba ante mis ojos, pero no pude evitar los pasos que conducían a ella.

El 23 de septiembre de 1973, doce días después del Golpe Militar, murió Pablo Neruda. Estaba enfermo y los tristes acontecimientos de esos días acabaron con sus ganas de vivir. Agonizó en su cama de Isla Negra mirando sin ver el mar que se estrellaba contra las rocas bajo su ventana. Matilde, su esposa, había establecido un círculo hermético a su alrededor para que no entraran noticias de lo que estaba sucediendo en el país, pero de alguna manera el poeta se enteró de los millares de presos, supliciados y muertos.

Le destrozaron las manos a Víctor Jara, fue como matar a un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba y eso los enardecía aún más; qué es lo que pasa, se han vuelto todos locos, murmuraba con la vista extraviada. Comenzó a ahogarse y se lo llevaron en una ambulancia a una clínica de Santiago, mientras llegaban cientos de telegramas de varios Gobiernos del mundo ofreciendo asilo político para el poeta del Premio Nobel; algunos embajadores fueron personalmente a convencerlo de partir, pero él no quería estar lejos de su tierra en esos tiempos de cataclismo. No puedo abandonar a mi pueblo, no puedo huir, prométame que usted tampoco se irá, le pidió a su mujer y ella se lo prometió. Las últimas palabras de ese hombre que le cantó a la vida fueron: los van a fusilar, los van a fusilar. La enfermera le colocó un calmante, se durmió profundamente y no volvió a despertar. La muerte le dejó en los labios la sonrisa irónica de sus mejores días, cuando se disfrazaba para divertir a los amigos. En ese mismo instante en una celda del Estadio Nacional torturaban salvajemente a su chofer para arrancarle quién sabe qué inútil confesión sobre ese viejo y pacífico poeta. Lo velaron en su casa azul del Cerro San Cristóbal, allanada por la tropa que la dejó en ruinas; esparcidos por todas partes quedaron pedazos de sus figuras de cerámica, sus botellas, sus muñecas, sus relojes, sus cuadros, lo que no pudieron llevarse lo rompieron y lo quemaron. Corría agua y barro por el suelo cubierto de vidrios rotos, que al pisarlos producían un sonido de cloquear de huesos. Matilde pasó la noche en medio del estropicio sentada en una silla junto al ataúd del hombre que compuso para ella los más hermosos versos de amor, acompañada por los pocos amigos que se atrevieron a cruzar el cerco policial en torno a la casa y desafiar el toque de queda. Lo enterraron al día siguiente en una tumba prestada, en un funeral erizado de ametralladoras bordeando las calles por donde pasó el magro cortejo. Pocos pudieron estar con él en su último trayecto, sus amigos estaban presos o escondidos y otros temían las represalias.

Con mis compañeras de la revista desfilamos lentamente con claveles rojos en las manos gritando «PPablo Neruda! ¡Presente ahora y siempre!», ante las miradas enardecidas de los soldados, todos iguales bajo sus cascos de guerra, las caras pintadas para no ser reconocidos y las armas temblando en sus manos. A medio camino alguien gritó "¡Compañero Salvador Allende!«y todos contestamos en una sola voz "¡Presente, ahora y siempre!». Así el entierro del poeta sirvió también para honrar la muerte del Presidente, cuyo cuerpo yacía en una tumba anónima en un cementerio de otra ciudad. Los muertos no descansan en sepulcros sin nombre, me dijo un viejo que marchaba a mi lado. Al volver a casa escribí la carta diaria a mi madre describiendo el funeral; permaneció guardada junto a otras y ocho años más tarde me la entregó y pude incluirla casi textualmente en mi primera novela.

También se lo conté a mi abuelo, quien me escuchó con los dientes apretados hasta el final y luego, cogiéndome por los brazos con sus zarpas de hierro, me gritó que para qué diablos había ido al cementerio, si no me daba cuenta de lo que estaba pasando en Chile, y por amor a mis hijos y por respeto a él, que ya no estaba para pasar esas angustias, me cuidara. ¿No era suficiente, aparecer en televisión con mi apellido? ¿Para qué me exponía? Esas no eran cosas de mi incumbencia.

– Se ha desatado el mal, Tata.

– ¡De qué mal me habla! Son cosas de su imaginación, el mundo siempre ha sido igual.

– ¿Será que negamos la existencia del mal porque no creemos en el poder del bien? – ¡Prométame que se va a quedar callada en su casa! – me exigió. – No puedo prometer eso, Tata.

Y en verdad no podía, ya era tarde para tales promesas. Dos días después del Golpe Militar, apenas se levantó el toque de queda de las primeras horas, me vi atrapada sin saber cómo en esa red que se formó de inmediato para ayudar a los perseguidos. Supe de un joven extremista de izquierda a quien era necesario esconder; había escapado de una emboscada con un tiro en una pierna y sus perseguidores pisándole los talones. Logró refugiarse en el garaje de un amigo, donde a medianoche un médico de buena voluntad le extrajo la bala y le hizo las primeras curaciones. Se volaba de fiebre a pesar de los antibióticos, no era posible mantenerlo más tiempo en ese lugar y tampoco se podía pensar en llevarlo a un hospital, donde sin duda lo habrían detenido. En esas condiciones no resistiría un viaje de esfuerzo para cruzar la frontera por los pasos cordilleranos del sur, como hacían algunos, su única posibilidad era asilarse, pero sólo la gente bien relacionada–personajes de la política, periodistas, intelectuales y artistas conocidos–podía entrar a las embajadas por la puerta ancha, los pobres diablos, como él y miles de otros, estaban desamparados. Yo no sabía muy bien qué significaba asilo, sólo había escuchado esa palabra en el himno nacional, que ahora sonaba irónico: o la patria será de los libres, o el asilo contra la opresión, pero el caso me pareció de novela y sin pensarlo dos veces me ofrecí para ayudarlo sin medir el riesgo, porque en ese momento nadie sabía cómo opera el terror, todavía nos regíamos por los principios de la normalidad. Decidí evitar rodeos y me dirigí a la Embajada de Argentina, estacioné mi automóvil lo más cerca posible y caminé hacia la entrada con el corazón arrebatado, pero el paso firme. A través de la reja se veían las ventanas del edificio con ropa colgada y gente asomada gritando. La calle era un hervidero de soldados, había una tanqueta frente a la puerta y nidos de ametralladoras. Apenas me aproximé me encañonaron dos fusiles.

¿Qué hay que hacer para asilarse aquí? pregunté. ¡Sus documentos! ladraron los soldados al unísono. Entregué mi carnet de identidad, me cogieron por los brazos y me condujeron a una caseta de guardia junto a la puerta, donde había un oficial a quien le repetí la pregunta procurando disimular el temblor de la voz. El hombre me miró con tal expresión de sorpresa, que los dos nos sonreímos.

Estoy aquí justamente para evitar que se asilen, replicó, estudiando el apellido en mis documentos. Después de una pausa eterna dio orden de retirarse a los otros y quedamos solos en el pequeño espacio de la caseta. A usted la he visto en televisión… seguro que esto es un reportaje, dijo. Fue amable, pero terminante: mientras él estuviera a cargo nadie se asilaría en esa Embajada, no como en la de México, allí la gente se metía cuando le daba la gana, todo era cuestión de hablar con el mayordomo.

Entendí. Me devolvió mis papeles, nos despedimos con un apretón de manos, me advirtió que no me metiera en líos, y me fui directamente a la Embajada de México, donde ya había cientos de asilados, pero la hospitalidad azteca alcanzaba para uno más.


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