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Paula
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 22:59

Текст книги "Paula"


Автор книги: Isabel Allende



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En la primera oportunidad en que sus padres viajaron a Santiago, Michael me llevó a conocerlos. Mis futuros suegros me esperaban a tomar té a las cinco de la tarde, mantel almidonado, porcelana inglesa pintada, panecillos hechos en casa. Me recibieron con simpatía, sentí que sin conocerme me aceptaban agradecidos por el amor que yo prodigaba a su hijo. El padre se lavó las manos una docena de veces durante mi breve visita y al sentarse a la mesa retiró la silla con los codos, para no ensuciárselas antes de la comida. Hacia el final me preguntó si era pariente de Salvador Allende y cuando asentí le cambió la expresión, pero su natural cortesía le impidió manifestar sus ideas al respecto en nuestro primer encuentro, ya habría ocasión de hacerlo más adelante. La madre de Michael me cautivó desde el comienzo, era un alma candorosa, incapaz de una mala intención, la bondad se asomaba en sus ojos líquidos color aguamarina. Me acogió con sencillez, como si nos conociéramos desde hacía años, y esa tarde sellamos un pacto secreto de ayuda mutua, que nos sería de gran utilidad en las pruebas dolorosas de los años siguientes. A los padres de Michael, que deben haber deseado para su hijo una muchacha tranquila y discreta de la colonia inglesa, no les costó mucho adivinar las fallas de mi carácter desde el comienzo, por lo mismo es admirable que me abrieran los brazos con tal prontitud.

No había cumplido aún diecisiete años cuando comencé a trabajar y desde entonces lo he hecho siempre. Terminé el colegio y no supe qué hacer con mi futuro; debí plantearme ir a la universidad, pero estaba confundida, quería independencia y de todos modos pensaba casarme pronto y tener hijos, ése era el destino de las muchachas de entonces. Deberías estudiar teatro, me sugirió mi madre, que me conocía más que nadie, pero esa

idea me pareció completamente descabellada. Al día siguiente de mi graduación me apresuré en buscar empleo de secretaria, porque no estaba preparada para otra cosa. Había oído decir que en las Naciones Unidas pagaban bien y decidí aprovechar mis conocimientos de inglés y francés. En la guía de teléfono encontré en lugar destacado una extraña palabra:

FAO y sin sospechar de qué se trataba me presenté a la puerta, donde me recibió un joven de aspecto descolorido -¿Quién es el dueño aquí? – le pregunté a quemarropa.

– No sé… Creo que esto no tiene dueño–murmuró algo perturbado.

– ¿Quién es el que manda más?

– Don Hernán Santa Cruz–replicó sin vacilar.

– Quiero hablar con él.

– Anda en Europa.

– ¿Quién es el encargado de dar empleo cuando él no está?

Me dio el nombre de un conde italiano, pedí una cita y cuando estuve ante el impresionante escritorio de ese apuesto romano, le zampé que el señor Santa Cruz me mandaba a hablar con él para que me diera trabajo. El aristocrático funcionario no sospechó que yo no conocía a su jefe ni de vista y me tomó a prueba por un mes, a pesar de que presenté el peor examen de dactilografía de la historia de esa organización. Me sentaron frente a una pesada máquina Underwood y me ordenaron que redactara una carta con tres copias, sin decirme que debía ser comercial. Escribí una carta de amor y despecho salpicada de faltas porque las teclas parecían tener vida propia, además puse el papel carbón al revés y las copias salieron impresas en la parte de atrás de la hoja. Buscaron el puesto donde pudiera hacer menos daño y fui asignada temporalmente de secretaria a un experto forestal argentino cuya misión era llevar la contabilidad de los árboles del globo terráqueo. Comprendí que mi suerte no podía durar mucho más y me dispuse a aprender a escribir a máquina correctamente en cuatro semanas, contestar el teléfono y servir café como una profesional, rogando en secreto para que el temido Santa Cruz tuviera un accidente mortal y no regresara jamás. Sin embargo, mis súplicas no fueron escuchadas y al mes justo regresó el dueño de la FAO, un hombronazo enorme, con aspecto de jeque árabe y vozarrón de trueno, ante quien los empleados en general y el noble italiano en particular, se inclinaban con respeto, por no decir terror. Antes de que se enterara de mi existencia por otros medios, me presenté en su oficina para contarle que había usado su santo nombre en vano y estaba dispuesta a hacer las penitencias correspondientes.

Una carcajada estentórea recibió mi confesión.

– Allende… ¿de cuáles Allendes eres tú? – rugió por fin, cuando terminó de secarse las lágrimas.

– Parece que mi padre se llamaba Tomás.

– ¡Cómo que parece! ¿No sabes cómo se llama tu padre?

– Nadie puede estar seguro de quién es su padre, sólo se puede estar seguro de la madre–repliqué con la dignidad en alto.

– ¿Tomás Allende? ¡Ah, ya sé quién es! Un hombre muy inteligente… – y se quedó mirando el vacío, como quien se muere de ganas de contar un secreto y no puede.

Chile es del tamaño de un pañuelo. Resultó que ese caballero con actitud de sultán era uno de los mejores amigos de juventud de Salvador Allende, además conocía bien a mi madre y a mi padrastro, por esas razones no me puso en la calle, como el conde romano esperaba, sino que me trasladó al Departamento de Información, donde alguien con mis recursos imaginativos estaría mejor empleada que copiando estadísticas forestales, según me explicó. Me soportaron en la FAO durante varios años, allí hice amigos, aprendí los rudimentos del oficio de periodista y tuve mi primera oportunidad de hacer televisión. En los ratos libres hacía traducciones de novelas rosa del inglés al español. Eran historias románticas cargadas de erotismo, todas cortadas por el mismo molde: hermosa e inocente joven sin fortuna conoce a hombre maduro, fuerte, poderoso, viril, desilusionado del amor y solitario, en un lugar exótico, por ejemplo una isla polinésica donde ella trabaja como institutriz y él posee un latifundio. Ella es siempre virgen, aunque sea viuda, de senos mórbidos, labios túrgidos y ojos lánguidos; mientras él luce sienes de plata, piel dorada y músculos de acero. El terrateniente es superior a ella en todo, pero la institutriz es buena y bonita. Después de sesenta páginas de pasión ardiente, celos e incomprensibles intrigas, se casan, por supuesto, y la doncella esdrújula es desflorada por el varón metálico en una atrevida escena final. Se necesitaba firmeza de carácter para permanecer fiel a la versión original y a pesar de los esmeros de Miss Saint John en el Líbano, la mía no alcanzaba para tanto. Casi sin darme cuenta introducía pequeñas modificaciones para mejorar la imagen de la heroína, empezaba con algunos cambios en los diálogos, para que ella no pareciera completamente retardada, y luego me dejaba arrastrar por la inspiración y alteraba los finales, de modo que a veces la virgen concluía sus días vendiendo armas en el Congo y el hacendado partía a Calcuta a cuidar leprosos. No duré mucho tiempo en ese trabajo, a los pocos meses me despidieron. Para entonces mis padres habían regresado de Turquía y vivía con ellos en un caserón estilo español de adobe y tejas en los faldeos de la cordillera, donde era bastante difícil trasladarse en bus e imposible conseguir teléfono.

Tenía una torre, dos hectáreas de huerto, una vaca melancólica que jamás dio leche, un cerdo a quien debíamos sacar a escobazos de los dormitorios, gallinas, conejos y una mata de calabazas enredada en el techo; los enormes frutos solían rodar desde lo alto, poniendo en peligro a quienes tuvieran la mala suerte de encontrarse abajo. Atrapar el bus para ir y venir de la oficina se convirtió en una obsesión, me levantaba al amanecer para llegar a tiempo en las mañanas y en la tarde el vehículo iba repleto, de modo que visitaba a mi abuelo y allí esperaba la noche para encaramarme en uno con menos pasajeros. Así nació la costumbre de ir cada día a ver al viejo y llegó a ser tan importante para ambos, que sólo fallé cuando nacieron mis hijos, durante los primeros días del Golpe Militar y una vez que quise pintarme los pelos de amarillo y por un error del peluquero terminé con la cabeza verde. No me atreví a aparecer delante del Tata hasta que conseguí una peluca de mi color original. En invierno nuestra casa era una mazmorra gélida goteando por los techos, pero en primavera y verano resultaba encantadora, con sus vasijas de barro desbordantes de petunias, el zumbido de las abejas y trinar de los

pájaros, el aroma de flores y frutas, los tropezones del cerdo entre las piernas de las visitas y el aire puro de las montañas.

Los almuerzos dominicales se trasladaron de la casa del Tata a la de mis padres, allí se juntaba la tribu para destrozarse puntualmente cada semana. Michael, quien provenía de un hogar pacífico donde imperaba la mayor cortesía, y a quien el colegio había condicionado para disimular sus emociones en todo momento, excepto en las canchas deportivas donde había libertad para comportarse como un bárbaro, era mudo testigo de las pasiones desmedidas de mi familia.

Ese año murió el tío Pablo en un extraño accidente aéreo. Volaba sobre el desierto de Atacama en una avioneta y el aparato estalló en el aire. Algunos vieron la explosión y una bola incandescente cruzando el cielo, pero no quedaron restos y, después de peinar la región meticulosamente, las cuadrillas de rescate regresaron con las manos vacías. Nada había para enterrar, el funeral se llevó a cabo con un ataúd vacío. Tan abrupta y total fue la desaparición de este hombre a quien tanto amé, que he cultivado la fantasía de que no quedó reducido a cenizas sobre esas dunas desoladas; tal vez salvó de milagro, pero sufrió un trauma irrecuperable y hoy vaga en otras latitudes convertido en un anciano plácido y sin memoria, que nada sospecha de la joven esposa y los cuatro niños que dejó atrás. Estaba casado con una de esas raras personas de alma diáfana destinadas a purificarse en el esfuerzo y el sufrimiento. Mi abuelo recibió la amarga noticia sin un gesto, apretó la boca, se puso de pie apoyado en su bastón y salió cojeando a la calle para que nadie pudiera ver la expresión de sus ojos. No volvió a hablar de su hijo favorito, tal como no mencionaba a la Memé. Para ese viejo valiente, mientras más profunda la herida más privado era el dolor.

Había cumplido tres años de amores relativamente castos, cuando oí hablar entre mis compañeras de oficina de una maravillosa píldora para evitar embarazos, que había revolucionado la cultura en Europa y los Estados Unidos y ahora se podía conseguir en algunas farmacias locales. Traté de indagar más y me enteré que sólo era posible comprarla con una receta médica, pero no me atreví a recurrir al inefable doctor Benjamín Viel, quien para entonces se había convertido en el gurú de la planificación familiar en Chile, y tampoco me alcanzó la confianza para hablar del tema con mi madre. Por lo demás, ella tenía demasiados problemas con sus hijos adolescentes como para pensar en píldoras mágicas para una hija soltera. Mi hermano Pancho había desaparecido de la casa tras las huellas de un santón que reclutaba discípulos proclamándose el nuevo Mesías. En realidad este personaje tenía una ferretería en Argentina y el asunto resultó un complejo fraude teológico, pero la verdad afloró mucho después, cuando mi hermano y otros jóvenes ya habían malgastado años persiguiendo un mito. Mi madre hizo lo posible por arrancar a su hijo de aquella misteriosa secta y de hecho fue a buscarlo un par de veces cuando mi hermano tocó el fondo de la desilusión y pidió socorro a la familia. Lo rescataba de oscuras pocilgas, donde lo encontraba hambriento, enfermo y traicionado, sin embargo apenas recuperaba fuerzas desaparecía de nuevo y durante meses no sabíamos su paradero. De vez en cuando llegaban noticias de sus andanzas en Brasil aprendiendo artes de vudú, o en Cuba entrenándose para revolucionario, pero ninguno de esos rumores tenía verdadero fundamento, en realidad nada sabíamos de él. Entretanto mi hermano Juan pasó un par de años poco afortunados en la Escuela de Aviación. Al poco tiempo de ingresar comprendió que carecía de aptitud y resistencia para soportar aquello, que detestaba los absurdos principios y ceremonias militares, que la mismísima patria le importaba un bledo y que si no salía de allí pronto perecería en manos de los

cadetes mayores o cometería suicidio. Un día se escapó, pero la desesperación no lo llevó muy lejos, llegó a la casa con el uniforme en harapos y tartamudeando que había desertado y si lo agarraban sería sometido a juicio militar, y en caso de salvarse de ser fusilado por traición a la patria pasaría el resto de su juventud en una mazmorra. Mi madre actuó rápido, lo escondió en la despensa, hizo una promesa a la Virgen del Carmen, patrona de las Fuerzas Armadas de Chile para que la ayudara en su empresa, luego partió a la peluquería, se vistió con su mejor vestido y pidió audiencia con el Director de la Escuela. Una vez en su presencia, no le dio tiempo de abrir la boca, se le fue encima, lo cogió por la ropa y le gritó que él era el único responsable de la suerte de su hijo, que si acaso no se daba cuenta de las humillaciones y torturas que sufrían los cadetes, que si algo le sucedía a Juan ella se encargaría de arrastrar por el barro el nombre de la Escuela, y siguió bombardeándolo de argumentos y sacudiéndolo hasta que el general, vencido por esos ojos de pantera y el instinto maternal suelto, aceptó a mi hermano de regreso en sus filas.

Pero volvamos a la píldora. Con Michael no hablábamos de esos groseros detalles, nuestra formación puritana pesaba demasiado.

Las sesiones de caricias en algún rincón del jardín por la noche nos dejaban a ambos extenuados y a mí furiosa. Tardé bastante en comprender la mecánica del sexo, porque no había visto a un hombre desnudo, salvo estatuas de mármol con un pirulín de infante, y no tenía muy claro en qué consistía una erección, al sentir algo duro creía que eran las llaves de la motocicleta en el bolsillo de su pantalón. Mis lecturas clandestinas de Las mil y una noches en el Líbano me dejaron la cabeza llena de metáforas y giros poéticos; me hacía falta un simple manual de instrucciones. Después, cuando tuve claras las diferencias entre hombres y mujeres y el funcionamiento de algo tan sencillo como un pene, me sentí estafada. No veía entonces y no veo todavía la diferencia moral entre esas hirvientes sesiones de manoseos insatisfactorios y alquilar una habitación en un hotel y hacer lo que dicte la fantasía, pero ninguno de los dos se atrevía a sugerirlo. Sospecho que no quedaban por los alrededores muchas doncellas castas de mi edad, pero ese tema era tabú en aquellos tiempos de hipocresía colectiva. Cada cual improvisaba como mejor podía, con las hormonas alborotadas, la conciencia sucia y el terror de que después de llegar hasta el final el muchacho no sólo podía hacerse humo, sino también divulgar su conquista. El papel de los hombres era atacar y el nuestro defendernos fingiendo que el sexo no nos interesaba porque no era de buen tono aparecer colaborando con nuestra propia seducción. ¡Qué diferentes fueron las cosas para ti, Paula! Tenías dieciséis años cuando viniste una mañana a decirme que te llevara al ginecólogo porque querías averiguar sobre anticonceptivos. Muda de impresión, porque comprendí que había terminado tu infancia y empezabas a escapar de mi tutela, te acompañé. Mejor no lo comentamos, vieja, nadie entendería que me ayudes en este asunto, me aconsejaste entonces. A tu edad yo navegaba en aguas confusas, aterrada por advertencias apocalípticas: cuidado con aceptar una bebida, puede estar drogada con unos polvos que les dan a las vacas para ponerlas en celo; no te subas a su coche porque te llevará a un descampado y ya sabes lo que te puede suceder. Desde el principio me rebelé contra esa doble moral que autorizaba a mis hermanos pasar la noche fuera de casa y regresar al amanecer oliendo a licor sin que nadie se ofendiera. El tío Ramón se encerraba con ellos a solas, eran «cosas de hombres» en las cuales mi madre y yo no teníamos derecho a opinar. Se consideraba natural que se deslizaran de noche a la pieza de la empleada; hacían chistes al respecto que me resultaban doblemente ofensivos, porque a la prepotencia del macho se sumaba el abuso de clase. Imagino el escándalo si yo hubiera

invitado al jardinero a mi cama. A pesar de mi rebeldía, el temor a las consecuencias me paralizaba, nada enfría tanto como la amenaza de un embarazo inoportuno. Nunca había visto un condón, excepto aquellos en forma de peces tropicales que los comerciantes libaneses ofrecían a los marines en Beirut, pero entonces pensé que eran globos de cumpleaños. El primero que cayó en mis manos me lo mostraste tú en Caracas, Paula, cuando andabas para todos lados con un maletín de adminículos para tu curso de sexualidad. Es el colmo que a tu edad no sepas cómo se usa esto, me dijiste un día cuando yo tenía más de cuarenta años, había publicado mi primera novela y estaba escribiendo la segunda. Ahora me asombra tamaña ignorancia en alguien que había leído tanto como yo. Además algo sucedió en mi infancia que podría haberme dado algunas luces o al menos haber provocado curiosidad para aprender sobre ese asunto, pero lo tenía bloqueado en el fondo más oscuro de la memoria.

Ese día de Navidad de 1950 iba por el paseo de la playa, una larga terraza bordeada de geranios. Tenía ocho años, la piel quemada por el sol, la nariz en carne viva y la cara llena de pecas, vestía un delantal de piqué blanco y un collar de conchas ensartadas en un hilo. Me había pintado las uñas con acuarela roja, los dedos parecían machucados, y empujaba un coche de mimbre con mi muñeca nueva, un siniestro bebé de goma con un orificio en la boca y otro entre las piernas, al que se le daba agua por arriba para que saliera por abajo. La playa estaba vacía, la noche anterior los habitantes del pueblo habían cenado tarde, asistido a la misa de medianoche y celebrado hasta la madrugada, a esa hora nadie se había levantado aún. Al final de la terraza empezaba un roquerío donde el océano se estrellaba rugiendo con un escándalo de espuma y de algas; la luz era tan intensa que se borraban los colores en el blanco incandescente de la mañana. Rara vez llegaba tan lejos, pero ese día me aventuré por esos lados buscando un sitio para dar agua a la muñeca y cambiarle los pañales. Abajo, entre las rocas, un hombre salió del mar, llevaba lentes submarinos y un tubo de goma en la boca, que se quitó con gesto brusco, aspirando a todo pulmón. Vestía un pantalón de baño negro, muy gastado, y un cordel en la cintura del cual colgaban unos hierros con las puntas curvas, sus herramientas de mariscar. Traía tres erizos, que metió en un saco, y luego se echó a descansar de espaldas sobre una piedra. Su piel lisa y sin vellos era como cuero curtido y su pelo muy negro y crespo. Cogió una botella y bebió largos sorbos de agua, reuniendo fuerzas para sumergirse otra vez, con el revés de la mano se quitó el cabello de la cara y se secó los ojos, entonces levantó la vista y me vio. Al principio tal vez no se dio cuenta de mi edad, vislumbró una figura meciendo un bulto y en la reverberación de las once de la mañana puede haberme confundido con una madre y su niño. Me llamó con un silbido y levantó la mano en un gesto de saludo. Me puse de pie desconfiada y curiosa. Para entonces sus ojos se habían acostumbrado al sol y me reconoció, repitió el saludo y me gritó que no me asustara, que no me fuera, que tenía algo para mí, sacó un par de erizos y medio limón de su bolsa y empezó a trepar las rocas. Cómo has cambiado, el año pasado parecías un mocoso igual a tus hermanos, dijo. Retrocedí un par de pasos, pero luego lo reconocí también y le devolví la sonrisa, tapándome la boca con una mano, porque todavía no terminaba de cambiar los dientes. Solía llegar por las tardes a ofrecer su mercadería en nuestra casa, el Tata insistía en escoger el pescado y los mariscos personalmente. Ven, siéntate aquí, a mi lado, déjame ver tu muñeca, si es de goma seguro se puede bañar, vamos a meterla al mar, yo te la cuido, no le va a pasar nada, mira, allá abajo tengo un saco lleno de erizos, en la tarde le llevaré unos cuantos a tu abuelo ¿quieres probarlos? Tomó uno con sus grandes manos callosas, indiferente a las duras espinas, le introdujo la punta de un garfio en la coronilla, donde la concha tiene la forma de un pequeño collar de perlas enroscado, y lo abrió. Apareció una cavidad anaranjada y vísceras flotando en un líquido oscuro. Me

acercó el marisco a la nariz y me dijo que lo oliera, que ése era el olor del fondo del mar y de las mujeres cuando están calientes. Aspiré, primero con timidez y luego con fruición esa fragancia pesada de yodo y sal. Me explicó que el erizo sólo debe comerse cuando está vivo, de otro modo es veneno mortal, exprimió unas gotas de limón en el interior de la concha y me mostró cómo se movían las lenguas, heridas por el ácido.

Extrajo una con los dedos, echó la cabeza hacia atrás y la deslizó en su boca, un hilo de jugo oscuro chorreaba entre sus labios gruesos. Acepté probar, había visto a mi abuelo y a mis tíos vaciar las conchas en un tazón y devorarlos con cebolla y cilantro, y el pescador sacó otro pedazo y me lo puso en la boca, era suave y blando, pero también un poco áspero, como toalla mojada. El gusto y el olor no se parecen a nada, al principio me pareció repugnante, pero enseguida sentí palpitar la carne suculenta y se me llenó la boca de sabores distintos e inseparables. El hombre sacó de la concha uno a uno los trozos de carne rosada, comió algunos y me dio otros; después abrió el segundo erizo y dimos cuenta también de él, riéndonos, salpicando jugo, chupándonos los dedos mutuamente. Al final hurgó en el fondo sanguinolento de las conchas y retiró unas pequeñas arañas que se alimentan del marisco, son puro sabor concentrado. Colocó una en la punta de su lengua y esperó con la boca abierta que caminara hacia el interior, la aplastó contra el paladar y luego me mostró el bicho despachurrado antes de tragárselo. Cerré los ojos. Sentí sus dedos gruesos recorriendo el contorno de mis labios, la punta de la nariz y la barbilla, haciéndome cosquillas, abrí la boca y pronto sentí las patitas del cangrejo moviéndose, pero no pude controlar una arcada y lo escupí. Tonta, me dijo, al tiempo que atrapaba el animalejo entre las rocas y se lo comía. No te creo que tu muñeca hace pipí, a ver, muéstrame el hoyito. ¿Es hombre o mujer tu muñeca? ¡Cómo que no sabes! ¿Tiene pito o no tiene? Y entonces se quedó mirándome con una expresión indescifrable y de pronto tomó mi mano y la puso sobre su sexo. Percibí un bulto bajo la tela húmeda del pantalón de baño, algo que se movía, como un grueso trozo de manguera; traté de retirar la mano, pero él la sostuvo con firmeza mientras susurraba con una voz diferente que no tuviera miedo, no me haría nada malo, sólo cosas ricas. El sol se volvió más caliente, la luz más lívida y el rugido del océano más abrumador, mientras bajo mi mano cobraba vida esa dureza de perdición. En ese instante la voz de Margara me llamó desde muy lejos, rompiendo el encantamiento. Atolondrado, el hombre se puso de pie y me dio un empujón, apartándome, tomó el garfio de mariscar y bajó saltando por las rocas hacia el mar. A medio camino se detuvo brevemente, se volvió y me señaló su bajo vientre. ¿Quieres ver lo que tengo aquí, quieres saber cómo hacen el papá y la mamá? Hacen como los perros, pero mucho mejor; espérame aquí mismo en la tarde, a la hora de la siesta, a eso de las cuatro, y nos vamos al bosque, donde nadie nos vea. Un instante después desapareció entre las olas. Puse la muñeca en el coche y partí de vuelta a la casa. Iba temblando.

Almorzábamos siempre en el patio de las hortensias, bajo el parrón, en torno a una mesa grande cubierta con manteles blancos.

Ese día estaba la familia completa celebrando la Navidad, había guirnaldas colgadas, ramas de pino sobre la mesa y platillos con nueces y frutas confitadas. Sirvieron los restos del pavo de la noche anterior, ensalada de lechuga y tomate, maíz tierno y un congrio gigantesco horneado con mantequilla y cebolla. Trajeron el pescado entero, con cola, una cabezota con ojos suplicantes y la piel intacta como un guante de plata manchada que mi madre retiró con un solo gesto, exponiendo la carne reluciente. Pasaban de mano en mano las jarras de vino blanco con duraznos y las bandejas con pan amasado, todavía

tibio. Como siempre, todos hablaban a gritos.

Mi abuelo, en mangas de camisa y con un sombrero de paja, era el único ajeno al alboroto, absorto en la tarea de quitar las semillas a un ají para rellenarlo con sal, a los pocos minutos conseguía un líquido salado y picante capaz de perforar cemento, que él bebía con deleite. En un extremo de la mesa estábamos los niños, cinco primos bulliciosos arrebatándonos los panes más dorados. Yo sentía aún el sabor de los erizos en la boca y pensaba solamente que a las cuatro de la tarde tenía una cita. Las empleadas habían preparado las habitaciones, aireadas y frescas, y después del almuerzo la familia se retiró a descansar. Los cinco primos compartíamos unas literas en la misma pieza, era difícil evadirse de la siesta porque el ojo tremebundo de Margara vigilaba, pero después de un rato hasta ella partió agotada a su pieza. Esperé que los otros chiquillos cayeran vencidos por el sueño y la casa se apaciguara, entonces me levanté sigilosa, me puse el delantal y las sandalias, escondí la muñeca debajo de la cama y salí. El piso de madera crujía con cada pisada, pero en esa casa todo sonaba: las tablas, las cañerías, el motor de la nevera y el de la bomba de agua, los ratones y el loro del Tata, que pasaba el verano insultándonos desde su percha.

El pescador me esperaba al final del paseo de la playa, vestido con un pantalón oscuro, una camisa blanca y zapatillas de goma.

Cuando me aproximé echó a caminar adelante y yo lo seguí sin decir palabra, como una sonámbula. Cruzamos la calle, nos metimos por un callejón y empezamos a trepar el cerro rumbo al bosque. Arriba no había casas, sólo pinos, eucaliptos y arbustos; el aire era fresco, casi frío, el sol apenas penetraba en la umbrosa bóveda verde. La intensa fragancia de los árboles y las matas salvajes de tomillo y yerbabuena se mezclaba con la otra que subía del mar.

Por el suelo cubierto de hojas podridas y agujas de pinos, corrían lagartijas verdes; esas patitas sigilosas, algún grito de pájaro y el rumor de las ramas agitadas por la brisa, eran los únicos sonidos perceptibles. Me tomó de la mano y me condujo bosque adentro, avanzamos rodeados de vegetación, no podía orientarme, no escuchaba el mar y me sentí perdida. Ya nadie nos veía. Tenía tanto miedo que no podía hablar, no me atrevía a soltarme de esa mano y echar a correr, sabía que él era mucho más fuerte y más rápido. No hables con desconocidos, no dejes que te toquen, si te tocan entre las piernas es pecado mortal y además quedas embarazada, te crece la barriga como un globo, más y más, hasta que explota y te mueres, la voz de Margara me machacaba horrendas advertencias. Sabía que estaba haciendo algo prohibido, pero no podía retroceder ni escapar, atrapada en mi propia curiosidad, una fascinación más poderosa que el terror. He sentido ese mismo vértigo mortal ante el peligro otras veces en mi vida y a menudo he cedido, porque no puedo resistir la urgencia de la aventura. En algunas ocasiones esa tentación me arruinó la vida, como en tiempos de la dictadura militar, y en otras me la enriqueció, como cuando conocí a Willie y el gusto por el riesgo me impulsó a seguirlo. Finalmente el pescador se detuvo. Aquí estamos bien, dijo, acomodando unas ramas para formar un lecho, tiéndete aquí, pon la cabeza en mi brazo para que no se te llene el pelo de hojas, así, quédate quieta, vamos a jugar a la mamá y al papá, dijo, con la respiración entrecortada, acezando, mientras su mano áspera me palpaba la cara y el cuello, bajaba por la pechera del delantal buscando los pezones infantiles, que al contacto se recogieron, acariciándome como nadie lo había hecho jamás, en mi familia nadie se toca. Sentía un sopor caliente disolviéndome los huesos y la voluntad, me invadió un pánico visceral y

empecé a llorar. ¿Qué te pasa chiquilla tonta? No te voy a hacer nada malo, y la mano del hombre abandonó el escote y descendió a mis piernas, tanteando lentamente, separándolas con firmeza, pero sin violencia, subiendo y subiendo, hasta el centro mismo. No llores, déjame, sólo voy a tocarte con el dedo bien suave, eso no tiene nada de malo, abre las piernas, suéltate, no tengas miedo, no te lo voy a meter, no soy imbécil, si te hago cualquier cosa tu abuelo me mata, no pienso joderte, sólo vamos a jugar un poco. Me desabrochó el delantal y me lo quitó, pero me dejó puestas las bragas, supongo que sentía el aliento amenazante del Tata en su cuello. Su voz se había vuelto ronca, musitaba sin parar una mezcla de obscenidades y palabras cariñosas y me besaba la cara con la camisa empapada, medio asfixiado, respirando a bocanadas, apretándose contra mí. Creí morir aplastada, baboseada, machucada por sus huesos y su peso, atragantada por su olor a sudor y mar, por su aliento de vino y ajo, mientras sus dedos fuertes y calientes, se movían como langostas entre mis piernas presionando, refregando, su mano envolviendo esa parte secreta que nadie debía tocar. No pude resistirlo, sentí que algo en el fondo de mí se abría, se resquebrajaba y explotaba en mil fragmentos, mientras él se frotaba contra mí más y más de prisa, en un incomprensible paroxismo de gemidos y un desafuero de estertores, hasta que por fin se desplomó a mi lado con un grito sordo, que no salió de él, sino del fondo mismo de la tierra. No supe bien lo que había sucedido, ni cuánto tiempo pasé junto a ese hombre, sin más ropa que mis bragas de algodón celestes, intactas. Busqué el delantal y me lo puse torpemente, me temblaban las manos. El pescador me abrochó los botones en la espalda y me acarició el pelo, no llores, no te pasó nada, dijo, y enseguida se puso de pie, me tomó de la mano y me llevó corriendo cerro abajo, hacia la luz. Mañana te espero a la misma hora, no se te ocurra dejarme plantado, y no digas ni una sola palabra de esto a nadie. Si tu abuelo lo sabe, me mata, me advirtió al despedirse. Pero al día siguiente él no acudió a la cita.


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