Текст книги "Corazón Tan Blanco"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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–Eso es un azar, nadie sabe el orden de la muerte, podía haber sido él, como también nos puede enterrar a nosotros. Mi madre vivió bastantes años. Custardoy hijo encendió por fin un cigarrillo y dejó el mechero sobre la mesa, renunció a la llama y aspiró de la brasa. De vez en cuando se volvía un poco para mirar a las treintañeras sentadas ante la barra y echaba el humo en su dirección, yo esperaba que no se le ocurriera levantarse y dirigirles la palabra, era algo que hacía a menudo y con gran soltura en ocasiones sin que mediara una sola mirada previa, una sola correspondida o cruzada con la mujer a la que de pronto hablaba. Era como si supiera desde el primer momento quien quería ser abordado y con qué propósito, en un local o en una fiesta o incluso en la calle, o quizá era él quien hacía surgir la disposición y el propósito. Me pregunté a quién habría abordado en mi fiesta del Casino, apenas lo vi. Me volvió a mirar a mí de frente con sus ojos desagradables a los que sin embarco estaba tan acostumbrado.
–Como tú quieras, un azar. Pero tres veces es mucho azar.
–¿Tres veces?
Esa fue la primera vez en mi vida que oí aludir a la mujer extranjera con la que yo no guardo parentesco y de la que ahora sé algo pero no lo bastante, nunca sabré demasiado, hay personas que han estado en el mundo durante muchos años y de las que nadie recuerda nada, como si a la postre no hubieran estado, y esa primera vez ni siquiera sabía que se aludía a ella o a quién se aludía, aún no sabía de su existencia ('tres veces es mucho azar'). Al principio quise creer que era un error o un lapsus, y Custardoy, al principio, lo hizo pasar por tal, quizá había previsto hablarme sólo de mi tía Teresa o quizá no había previsto nada, contarme lo que en aquellos días de presentimientos desastrosos y primeros pasos matrimoniales yo habría preferido seguir sin saber, aunque es difícil saber si uno quería saber o seguir ignorando algo una vez que ya lo sabe. —Quiero decir dos —dijo Custardoy con prisa, quizá era todo impremeditado y sin mala intención, si bien era improbable que no hubiera alguna, regular o buena, Custardoy no es hombre meditativo pero sí intencionado. Sonrió asimismo con prisa (sus largos dientes conferían a su rostro agudo cordialidad o casi) al tiempo que lanzaba más humo hacia las mujeres: la que estaba de espaldas, sin darse cuenta de su procedencia, lo apartó de sí con la mano irritada como aun mosquito. Custardoy añadió sin pausa—: Oye, y que quede claro que no tengo nada contra tu padre, todo lo contrario, lo sabes muy bien. Pero que se te mate una de ellas justo después de la boda no parece cosa de azar. Eso no puede estar nunca en el orden de la muerte que tú dices.
–¿Que se te mate?
Custardoy se mordió los labios en un gesto demasiado expresivo para ser espontáneo. A continuación llamó al camarero agitando dos dedos y aprovechó para mirar con salacidad hacia las mujeres, que seguían sin prestarnos ninguna atención (aunque una de ellas se la había prestado ya a nuestro humo como se le presta a un mosquito. La que estaba de frente dijo en voz muy alta y risueña: 'Bueno bueno bueno, es que me asquea'. Lo dijo encantada, estuvo a punto de palmearse los muslos mulatos). Custardoy, en cambio, estaba tan atento a ellas como a su conversación conmigo, siempre desdoblado, siempre deseando ser más de uno y encontrarse allí donde no se hallara. Creí que iba a levantarse y le insistí para impedírselo: '¿Qué dices que se te mate?'. Pero se limitó a pedirle al camarero otra cerveza.
–Otra cerveza. No me digas que no lo sabes. —De qué me hablas.
Custardoy se acarició el bigote aún escaso y se centró la coleta breve con un ademán inevitablemente femenino. No sé por qué llevaba esa coleta ridícula y mal lavada, parecía un artesano o un patán dieciochesco. Sopló la cerveza. A sus casi cuarenta años se plegaba a las modas, tenía ímpetu. O quizá en su caso era influjo de la pintura.
–Demasiada espuma —dijo—. Tiene hostias —añadió– que tú no sepas nada, tiene hostias cómo las familias callan ante los hijos, quién sabe lo que sabrás tú de la mía que yo en cambio no tengo ni puta idea.
–No sé —dije yo con prisa.
Volvió a jugar con la llama, había apagado su cigarrillo, mal, olía.
–Me parece que he metido la pata. Ranz se va a cabrear. No sabía que no sabías
cómo murió la hermana de tu madre.
–De enfermedad, me han dicho siempre. Nunca he preguntado mucho. A ver, qué es lo que sabes.
–A lo mejor no es verdad. Hace la tira de años que me lo contó mi padre.
–¿Qué te contó?
Custardoy sorbió dos veces por la nariz. Durante aquel rato no se había ido al cuarto de baño a meterse una raya, pero sorbió como si de allí volviera. Encendió y apagó la llama.
–No le digas a Ranz que te lo he dicho, ¿de acuerdo? No quisiera que por esto me pusiera la proa. A lo mejor yo recuerdo mal, o entendí mal. No respondí, sabía que me lo contaría aunque no le hiciera esa promesa.
–¿Qué es lo que recuerdas? ¿Qué entendiste? Custardoy encendió un cigarrillo nuevo. Sus remilgos eran falsos: tuvo humor para darle dos caladas y arrojar un nubarrón de humo sin tragar en dirección a las treintañeras (ese humo, mucho más abundante y lento en su viaje que sí se ha tragado). La que nos daba la espalda se volvió un instante, muy mecánicamente, y sopló de lado para apartarlo. También ella enseñaba los muslos, no habían visitado aún piscina. Su ojo había caído ya sobre Custardoy, aunque sólo fuera unos segundos, los que su compañera tardó en decirle con seguridad y desdén por la persona de quien hablaba: "Lo tengo loquito pero no me gusta su cara, y está forrado, ¿tú qué harías?"
–Que tu tía se pegó un tiro al poco de regresar de su viaje de novios con Ranz. Eso sí lo sabías, que se casó con él. —Sí, lo sé.
–Entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y con invitados. Eso es lo que recuerdo que me contó mi padre.
– ¿En casa de mis abuelos? —Eso tengo entendido.
–¿Mi padre estaba allí?
–No en el momento, llegó poco después, creo.
–¿Por qué se mató?
Custardoy sorbió por la nariz, quizá un leve resfriado de primavera, aunque siguiera las modas no era hombre para padecer la fiebre del heno, esa cursilería. Negó con la cabeza,
–Eso ni idea, y tampoco creo que lo supiera mi padre, o no me lo dijo. Si alguien lo sabe es el tuyo, pero a lo mejor ni siquiera, no es fácil saber por qué se mata la gente, ni los más próximos, todo el mundo está trastornado, todo el mundo las pasa putas, a veces sin causa y casi siempre en secreto, la gente vuelve la cara contra la almohada y espera al día siguiente. De pronto no esperan. Nunca he hablado con Ranz de este asunto, ¿cómo se le pregunta a un amigo por su mujer que se pegó un tiro tras casarse con él? Aunque haga siglos. No sé, podría preguntarte a ti si te pasara lo mismo, y no quiero ser cenizo, toco madera. Pero no a un amigo que me lleva tantos años y al que respeto tanto. El respeto inhibe algunas conversaciones, que no se tienen nunca.
–Sí, el respeto inhibe.
Había vuelto a decir 'cenizo', pensé automáticamente en traducirlo al inglés, francés o italiano, mis lenguas, no sabía el término en ninguna de ellas, 'mal de ojo' sí, 'evil eye', 'jettatura', pero no es lo mismo. Cada vez que anunciaba que tocaba madera no la tocaba, sino el cristal de su jarra. Yo, en cambio, tocaba mi silla. —Lo siento, creí que lo sabrías.
–A los niños se les dan versiones edulcoradas de cuanto ocurre o ha ocurrido, supongo que luego es muy difícil desengañarlos. No se debe de encontrar el momento, cuándo se deja de ser niño, es difícil trazar una línea, cuándo es lo bastante tarde para reconocer una mentira antigua o revelar una verdad oculta. Se deja correr el tiempo, supongo, y quien la dijo se llega a creer la mentira o la olvida, hasta que alguien como tú mete la paca y se carga el estudiado silencio de una vida entera.
'Mal de ojo' en francés tampoco lo sabía. Lo había sabido pero no me acordaba, 'guignon', me acordé de pronto. 'A ver si con esas cosas me vas a traer mala suerte', oí que decía la mujer rubia de la piel tostada, era expresiva, su voz era ronca, una de esas mujeres españolas que no mielen el tono de su voz ni el alcance de sus palabras ni la aspereza de sus gestos ni la longitud de sus faldas, con demasiada frecuencia las españolas exhalan desprecio por la boca y por la mirada y por los despóticos gestos y por los muslos cruzados, herencia española en Cuba el brazo de Miriam y también sus gritos y sus altos tacones y sus piernas como navajas ('Eres mío', 'Yo te mato'). Luisa no es así, las nuevas generaciones también menosprecian pero más contenidamente, Luisa es más suave, aunque con un sentido de la rectitud que a veces la hace ponerse muy seria, a veces se sabe que no bromea, ella me cree con mi padre ahora mismo, pero mi padre salió inesperadamente y por eso estoy oyendo revelaciones de Custardoy, si son ciertas, deben de serlo, pues nunca ha tenido capacidad inventiva, en sus historias se ha ceñido siempre a lo que había o le había ocurrido, quizá por eso tiene que vivir las cosas y experimentar sus duplicidades, porque sólo así puede contarlas, sólo así concibe lo inconcebible, hay quien no conoce más fantasías que las cumplidas, quien no es capaz de imaginarse nada y es poco previsor por eso, imaginar evita muchas desgracias, quien anticipa su propia muerte rara vez se mata, quien anticipa la de los otros rara vez asesina, es preferible asesinar y matarse con el pensamiento, no deja secuelas ni tampoco huella, incluso con el gesto lejano del brazo que agarra, todo es cuestión de distancia y tiempo, si se está un poco lejos el cuchillo golpea el aire en vez de golpear el pecho, no se hunde en la carne morena o blanca sino que recorre el espacio y no sucede nada, su recorrido no se computa ni se registra y se ignora, no se castigan las intenciones, las tentativas fallidas tantas veces son silenciadas y hasta negadas por quienes las padecen porque todo sigue siendo lo mismo después de ellas, el aire es el mismo y no se abre la piel ni la carne cambia y nada se rasga, es inofensiva la almohada aplastada bajo la que no hay ningún rostro, y luego todo es igual que antes porque la acumulación y el golpe sin destinatario y la asfixia sin boca no son bastante para variar las cosas ni las relaciones, no lo es la repetición, ni la insistencia, ni la ejecución frustrada ni la amenaza, eso sólo agrava pero no cambia nada, la realidad no se añade, son sólo como el gesto del asimiento de Miriam y sus palabras ('Eres mío', 'Estás en deuda', 'Voy por ti', 'Conmigo al infierno'), que no impidieron los posteriores besos y el canturreo en el cuarto de al lado junto al hombre del brazo zurdo, Guillermo su nombre, a quien se le había dicho: 'O ella o yo, tendrás una muerta'.
–Habré metido la pata —dijo Custardoy hijo—, pero yo creo que más vale saber las cosas, mejor enterarse de todo tarde que nunca. Eso fue hace mucho tiempo, en realidad qué más da cómo palmara tu tía.
Mi padre había tenido una muerta, una verdadera muerta, de las que en efecto no pueden estar en el orden, como había dicho Custardoy antes. Muere más quien muere por su propia mano, acaso más todavía quien muere a mis manos.
Había dicho también: 'Pero tres veces es mucho azar', luego había rectificado. Dudé si volver a aquello, si insistía acabaría contándome lo que hubiera o supiera, estaba seguro, algo parcial o erróneo, algo, pero lo que sí es posible es no querer saber nada cuando aún no se sabe, después ya no, él tenía razón, más vale saber las cosas, pero sólo cuando ya se saben (yo aún no sabía). Fue entonces cuando me vino un recuerdo perdido desde la niñez, desde entonces —la niñez—, algo mínimo y tenue que debe perderse, esas escenas insignificantes que regresan fugazmente como si fueran canturreos o figuraciones o la momentánea percepción presente de lo que es pasado, el propio recuerdo llega puesto en entredicho mientras se recuerda. Yo jugaba solo con mis soldaditos en casa de mi abuela habanera y ella se abanicaba, como tantas tardes de sábado en que mi madre me dejaba con ella. Pero esa vez mi madre estaba enferma y fue Ranz quien vino a recogerme poco antes de la cena. Rara vez los vi juntos solos, a mi padre y mi abuela, siempre estaba mi madre mediando o en medio no aquella vez. Sonó el timbre al anochecer y oí los pasos de Ranz que avanzaban por el infinito pasillo siguiendo a los de la doncella hasta la habitación en que me encontraba yo con mi abuela, apurando el último juego, ella musitando y tarareando y riendo ocasionalmente ante mis comentarios, como ríen por cualquier cosa las abuelas ante los nietos. Ranz era aún joven entonces aunque a mí no me lo pareciera, era un padre. Entró en la habitación con la gabardina echada sobre los hombros, en las manos los guantes recién quitados, hacía fresco, era primavera, mi abuela empezaba a abanicarse siempre antes de tiempo, quizá su manera de llamar al verano, o bien se abanicaba en todas las estaciones. Antes de que Ranz dijera nada ella le preguntó en seguida: '¿Cómo está Juana?'. 'Mejor, parece', dijo mi padre, 'pero no vengo de casa ahora'. '¿Ha ido ya el médico?' 'Cuando yo salí todavía no, avisó que no podría pasar hasta última hora, quizá esté allí ahora. Vamos a llamar, si quieres.' Algo más dijeron sin duda, o tal vez llamaron, pero mi recuerdo (sentado a una mesa frente a Custardoy) se fijó en lo que poco después le dijo mi abuela a mi padre: 'No sé cómo eres capaz de irte por ahí a tus cosas con Juana enferma. No sé cómo no te pones a rezar y cruzas los dedos cada vez que tu mujer se resfría. Ya llevas dos perdidas, hijo'.
Recordé o creí recordar que acto seguido mi abuela se llevó la mano a la boca, mi abuela se tapó la boca un instante como para impedir que salieran de ella las palabras que ya habían salido y yo había oído y a las que no hice entonces el menor caso, o quizá se lo hice tan sólo —como se demuestra ahora– porque se tapó la boca para suprimirlas. Mi padre no contestó, y es hora cuando ese gesto de hace veinticinco o más años cobra sentido, o mejor dicho, fue hace cerca de un año cuando lo cobró mientras yo estaba sentado frente a Custardoy y pensaba en que había dicho: 'Tres veces es mucho azar', y había rectificado, y luego recordé que mi abuela había dicho a su vez: 'Ya llevas dos perdidas, hijo', y se había arrepentido. Había llamado 'hijo' a Ranz, su yerno dos veces o su doble yerno. No le insistí a Custardoy, no quise saber más en aquel momento, y además él ya había pasado a otra cosa.
–¿Te apetecen esas dos? —me dijo de pronto. Se había girado casi completamente y miraba sin trabas ni disimulo a las treintañeras, quienes a su vez acusaban la mirada directa y sin pestañas y separada y de repente hablaban más bajo, o momentáneamente no hablaron, al sentirse observadas y consideradas, o quizá admiradas sexualmente. Su última frase antes de la interrupción o el amortiguamiento, pronunciada por la que estaba de espaldas, había llegado casi al tiempo que la pregunta de Custardoy, quizá la habían oído pese a la yuxtaposición, Custardoy me había preguntado seguramente para que ellas le oyeran, para que supieran, para que estuvieran al tanto de su inminencia. 'Estoy ya más aburrida de los tíos', había dicho la de los muslos blancos. '¿Te apetecen esas dos?', había dicho Custardoy (lograr ser percibido es fácil, basta sólo levantar la voz). Entonces habían contenido la respiración y nos habían mirado, la pausa necesaria para enterarse de quién nos está deseando. Acuérdate de que me he casado. Para ti las dos. Custardoy bebió un trago más de cerveza y se levantó con el tabaco y el mechero en la mano (ya nada de espuma).
Sus pocos pasos hacia la barra sonaron metálicos, como si llevara en las suelas unas placas o láminas de bailarín de claqué, o acaso eran alzas, de pronto me pareció más alto, al alejarse.
Las dos mujeres ya reían con él cuando yo saqué mi dinero del bolsillo del pantalón y lo dejé en la mesa y salí para volver a casa con Luisa. Salí sin despedirme de Custardoy (o lo hice con un gesto de la mano a distancia) ni de las treintañeras que se convertirían en sus desconocidas y espantadas íntimas al cabo de un rato de cerveza y chicle y ginebra y tónica y hielo, y humo de cigarrillos, y cacahuetes, y risas, y rayas, y la lengua al oído, y también de palabras que yo no escucharía, el incomprensible susurro que nos persuade. La boca está siempre llena y es la abundancia.
Esa noche, viendo el mundo desde mi almohada con Luisa a mi lado, como es costumbre entre los recién casados, con la televisión delante y en las manos un libro que no leía, le conté a Luisa lo que Custardoy el joven me había contado y lo que yo no había querido que me contara. La verdadera unidad de los matrimonios y aun de las parejas la traen las palabras, más que las palabras dichas —dichas voluntariamente—, las palabras que no se callan —que no se callan sin que nuestra voluntad intervenga—. No es tanto que entre dos personas que comparten la almohada no haya secretos porque así lo deciden —qué es lo bastante grave para constituir un secreto y qué no, si se lo silencia– cuanto que no es posible dejar de contar, y de relatar, y de comentar y enunciar, como si esa fuera la actividad primordial de los emparejados, al menos de los que son recientes y aún no sienten la pereza del habla. No es sólo que con la cabeza sobre una almohada se recuerde el pasado e incluso la infancia y vengan a la memoria y también a la lengua las cosas remotas y las más insignificantes y todas cobren valor y parezcan dignas de rememorarse en voz alta, ni que estemos dispuestos a contar nuestra vida entera a quien también apoya su cabeza sobre nuestra almohada como si necesitáramos que esa persona pudiera vernos desde el principio -sobre todo desde el principio, es decir, de niños– y pudiera asistir a través de la narración a todos los años en que no nos conocíamos y en que creemos ahora que nos esperábamos. No es sólo, tampoco, un afán comparativo o de paralelismo o de búsqueda de coincidencias, el de saber cada uno dónde estaba el otro en las diferentes épocas de sus existencias y fantasear con la posibilidad improbable de haberse conocido antes, a los amantes su encuentro les parece siempre demasiado tarde, como si el tiempo de su pasión nunca fuera el más adecuado o nunca lo bastante largo retrospectivamente (el presente es desconfiado), o quizá es que no se soporta que no haya habido pasión entre ellos, ni siquiera intuida, mientras los dos estaban ya en el mundo, incorporados a su paso más raudo y sin embargo con la espalda vuelta hacia el uno el otro, sin conocerse ni tal vez quererlo. No es tampoco que se establezca un sistema de interrogatorio diario al que por cansancio o rutina ningún cónyuge escapa y acaban todos contestando. Es más bien que estar junto a alguien consiste en buena medida en pensar en voz alta, esto es, en pensarlo todo dos veces en lugar de una, una con el pensamiento y otra con el relato, el matrimonio es una institución narrativa. O acaso es que hay tanto tiempo pasado en compañía mutua (por poco que sea en los matrimonios modernos, siempre tanto tiempo) que los dos cónyuges (pero sobre todo el varón, que se siente culpable cuando permanece en silencio) han de echar mano de cuanto piensan y se les ocurre y les acontece para distraer al otro, y así acaba por no quedar apenas resquicio de los hechos y los pensamientos de un individuo que no sea transmitido, o bien traducido matrimonialmente. También son transmitidos los hechos y los pensamientos de los demás, que nos los han confiado privadamente, y de ahí la frase tan corriente que dice: 'En la cama se cuenta todo', no hay secretos entre quienes la comparten, la cama es un confesionario. Por amor o por lo que es su esencia —contar, informar, anunciar, comentar, opinar, distraer, escuchar y reír, y proyectar en vano– se traiciona a los demás, a los amigos, a los padres, a los hermanos, a los consanguíneos y a los no consanguíneos, a los antiguos amores y a las convicciones, a las antiguas amantes, al propio pasado y a la propia infancia, a la propia lengua que deja de hablarse y sin duda a la propia patria, a lo que en toda persona hay de secreto, o quizá es de pasado.
Para halagar a quien se ama se denigra el resto de lo existente, se niega y execra todo para contentar y reasegurar a uno solo que puede marcharse, la fuerza del territorio que delimita la almohada es tanta que excluye de su seno cuanto no está en ella, y es un territorio que por su propia naturaleza no permite que nada esté en ella excepto los cónyuges, o los amantes, que en cierto sentido se quedan solos y por eso se hablan y nada callan, involuntariamente. La almohada es redondeada y blanda y a menudo blanca, y al cabo del tiempo lo redondeado y blanco acaba sustituyendo al mundo, y a su débil rueda.
A Luisa le hablé en la cama de mi conversación y de mis sospechas, de la revelada muerte violenta (según Custardoy) de mi tía Teresa y de la posibilidad de que mi padre hubiera estado casado otra vez, una tercera vez que habría sido la primera de todas, antes de su unión con las niñas y de la que yo no sabría nada, de haberse dado. Luisa no comprendió que no hubiera querido seguir preguntando, las mujeres sienten curiosidad sin mezcla, su mente es indagatoria y chismosa aunque también inconstante, no imaginan o no anticipan la índole de lo que ignoran, de lo que puede llegar a averiguarse y de lo que puede llegar a hacerse, no saben que los actos se cometen solos o que los pone en marcha una sola palabra, necesitan probar, no prevén, quizá ellas sí están dispuestas a saber casi siempre, en principio no temen ni desconfían de lo que pueda contárseles, no se acuerdan de que después de saber todo cambia a veces, incluso la carne o la piel que se abre, o algo se rasga. – ¿Por qué no le preguntaste más? —me preguntó.
De nuevo estaba en la cama, como había estado aquella tarde en La Habana, unos días atrás tan sólo, pero ahora era o iba a ser lo normal, como todas las noches, de noche, yo también estaba bajo las sábanas aún muy nuevas (parte del ajuar, supuse palabra extraña y antigua, no sé cómo se traduce), ya no estaba enferma ni le hada daño un sostén tirante, sino que llevaba un camisón que yo le había visto ponerse minutos antes, en el propio cuarto, en el momento de meterse en él me había dado la espalda, aún la falta de costumbre de tener a alguien delante, dentro de unos años, acaso de meses, no se dará cuenta de que yo estoy delante, o bien no seré alguien. —No sé si quiero saber más —contesté. – ¿Cómo puede ser? Yo misma tengo ya mucha curiosidad con lo que me has dicho. – ¿Por qué? La televisión estaba encendida pero sin sonido. Vi aparecer en ella a Jerry Lewis, el cómico, una película antigua, tal vez de mi infancia, no se oía nada más que nuestras voces.
–Cómo que por qué. Si hay algo que saber sobre alguien que yo conozco, quiero saberlo. Además es tu padre. Y ahora es mi suegro, ¿cómo no va a interesarme saber lo que le pasó? Más aún si lo ha ocultado. ¿Vas a preguntarle a él? Dudé un segundo. Pensé que querría saber, no tanto lo que hubiera ocurrido cuanto si había verdad o figuración o rumor en las palabras de Custardoy. Pero de haber verdad tendría que seguir preguntando.
–No lo creo. Si él nunca ha querido hablarme de nada de eso no voy a obligarlo a estas alturas. Una vez, hace no muchos años, le pregunté por mi tía y me dijo que no quería retroceder cuarenta años. Casi me echó del restaurante en que estábamos.
Luisa se rió. Casi todo le hacía gracia, normalmente veía sólo el lado gracioso que tienen todas las cosas, hasta las más patéticas o terribles. Vivir con ella es vivir instalado en la comedia, esto es, en la juventud perpetua, como lo es vivir junto a Ranz, quizá por eso quisieron vivir con él dos mujeres, o tres. Aunque ella es realmente joven y puede cambiar con el tiempo. A ella también le gustaba mi padre, la divertía. Luisa querría escucharle.
–Le preguntaré yo —dijo. —Ni se te ocurra.
–A mí me lo contaría. Quién sabe si lleva todos estos años esperando a que aparezca en tu vida alguien como yo, alguien que pueda hacerle de intermediario contigo, los padres y los hijos sois muy torpes entre vosotros. Quizá nunca te ha contado su historia porque no sabía cómo hacerlo o tú no le has preguntado bien. Yo sí sabré hacer que me la cuente.
Jerry Lewis manejaba una aspiradora en la televisión. La aspiradora era como un perrillo y se le rebelaba.
–¿Y si es algo que no es contable?
–¿Qué quieres decir? Todo es contable. Basta con empezar, una palabra tras otra.
–Algo que ya no debe contarse. Algo cuyo tiempo ha pasado, cada tiempo tiene sus propios relatos, y si se deja pasar la ocasión, entonces es mejor callar para siempre, a veces: Las cosas prescriben y se hacen inoportunas. —Yo no creo que a nada se le pase el tiempo, todo está ahí, esperando a que se lo haga volver. Además, a todo el mundo le gusta contar su historia, incluso a los que no tienen ninguna. Si los relatos son distintos, el significado es el mismo. Me giré un poco para mirarla más de frente. Iba a estar allí siempre, a mi lado, esa es la idea al menos, formando parte de mi historia, en mi cama que no es propiamente mi cama sino la nuestra, o tal vez la suya, dispuesto a esperar la hora de su regreso pacientemente, si una vez se iba. Rocé su pecho con mi brazo al moverme, desnudo su pecho bajo la tela ligera, visible un poco bajo esa tela. Mi brazo quedó de manera que perdurara el roce, para que se interrumpiera tendría que moverse ahora ella.
–Mira —le dije—, las personas que guardan secretos durante mucho tiempo no siempre lo hacen por vergüenza o para protegerse a sí mismas, a veces es para proteger a otros o para conservar amistades, o amores, o matrimonios, para hacer la vida más tolerable a sus hijos o para restarles un miedo, ya se suelen tener bastantes. Puede que simplemente no quieran incorporar al mundo la relación de un hecho que ojalá no hubiera ocurrido. No contarlo es borrarlo un poco, negarlo un poco, negarlo, no contar su historia puede ser un pequeño favor que hacen al mundo. Hay que respetar eso.
Tal vez tú no querrías saberlo todo de mí, tal vez no querrás con el paso del tiempo, más adelante, ni que yo lo sepa todo de ti. No querrías que lo supiera todo sobre nosotros un hijo nuestro. Sobre nosotros por separado, por ejemplo, antes de conocernos. Ni siquiera nosotros lo sabemos todo sobre nosotros, ni por separado antes ni juntos ahora.
Luisa se apartó un poco en un gesto natural, es decir apartó su pecho de donde estaba mi brazo, ya no hubo roce. Cogió un cigarrillo de su mesilla de noche, lo encendió, fumó dos veces rápidas, intentó soltar ceniza que todavía no se había formado, de pronto estaba un poco nerviosa, un poco seria en contra de su costumbre. Era la primera vez que se mencionaba al hijo, ninguno de los dos había hablado nunca de ese proyecto hasta entonces, era demasiado pronto,
tampoco ahora, la primera mención no había sido un proyecto, sino hipotética y para ilustrar otro asunto. Sin mirarme dijo:
–Desde luego que querré saber si un día piensas matarme, como aquel hombre del hotel de La Habana, aquel Guillermo. —Lo dijo sin mirarme y lo dijo rápido.
– ¿Lo oíste?
–Claro que lo oí, estaba allí lo mismo que tú, cómo no iba a oírlo. —No sabía, estabas adormilada con la fiebre, por eso no te comenté nada. —Tampoco me lo contaste al día siguiente, si creíste que no me había enterado. Podías habérmelo contado como me lo cuentas todo.
O quizá es que en efecto no me lo cuentas todo.
Luisa estaba de pronto enfadada, pero no podía saber si no haberle contado lo que reconocía haber oído o si el enfado iba contra Guillermo, o quizá contra Miriam, o incluso contra los hombres, las mujeres tienen más sentido de grupo y a menudo se enfadan con todos los hombres al mismo tiempo. También podía estar enfadada porque la primera mención del hijo hubiera sido hipotética y de pasada y no una proposición ni un deseo.
Cogió el mando a distancia de la televisión y dio un veloz repaso a los otros canales para dejarla de nuevo donde estaba. Jerry Lewis intentaba comer spaghetti: había empezado a girar y girar el tenedor y ahora tenía el brazo entero envuelto en la pasta. Se lo miraba con estupor y le lanzaba bocados. Me reí como un niño, esa película la había visto en mi infancia.
– ¿Qué te pareció el tal Guillermo? —le pregunté—. ¿Tú qué crees que hará?
Ahora podía tener la conversación que en su momento no habíamos querido tener, ni Luisa ni yo, la fiebre. Puede que todo espere a su restitución, pero nada vuelve del mismo modo en que se habría dado y no se dio. Ahora ya no importaba, ella lo había expresado brutalmente y con ligereza, me había dicho: 'Querré saber si un día piensas matarme'. Yo no había contestado aún a eso, resulta tan fácil no responder a lo que no se quiere entre quienes lo comentan todo y hablan sin pausa, las palabras se superponen y las ideas no duran y desaparecen, aunque a veces vuelven, si se insiste.
–Lo peor de todo es que no hará nada —dijo Luisa—. Todo seguirá como hasta ahora, la tal Miriam esperando y la mujer agonizando, si es que está enferma o existe, como hizo bien en dudar la otra.
–No sé si estará enferma, pero seguro que existe —dije yo—Ese hombre está casado —sentencié.
Luisa no me miraba, aún, hablaba hacia Jerry Lewis y seguía malhumorada. Es más joven que yo, quizá no había visto la película en su infancia.
Tuve ganas de ponerle el sonido pero no lo hice, eso habría acabado con la conversación. Además, ella tenía el mando a distancia en la mano, en la otra su cigarrillo ya mediado. Hacía algo de calor, no tanto: vi su escote humedecido de pronto, brillaba un poco.
–Da lo mismo, aunque se muriera él no haría nada, no se traería a esa mujer de La Habana.
–¿Por qué? Tú no la viste, yo sí. Era guapa.
–Seguro que lo es, pero también es una mujer que le da la lata, y eso él lo sabe o lo siente. Se la daría siempre, aquí y allí, como amante y como esposa, esa mujer no tiene más intereses que los que le vienen de fuera, está pendiente sólo del otro, todavía hay muchas así, no les han enseñado más que a ocuparse de sí mismas en su relación con otro. —Luisa se detuvo, pero continuó en seguida, como si se hubiera arrepentido de la palabra "enseñar"—. Puede que ni se lo enseñen, simplemente lo heredan, nacen aburridas consigo mismas, he conocido a muchas. Se pasan media vida esperando, luego no llega nada, o lo que llega lo viven como si no fuera nada, después se pasan otra media vida recordando y alimentando lo que les pareció tan poco o que no era nada. Así eran nuestras abuelas, nuestras madres aún son así. Con esa Miriam no hay ganancia futura, sólo la que ya hay, que en todo caso irá a menos, para qué cambiarlo: menos guapa, menos deseo más reiteración. Esa mujer ha jugado todas sus cartas, desde el principio ya no le quedaba ninguna buena, en ella no hay sorpresa, no puede dar más de lo que ya da. Sólo se casa uno si espera alguna sorpresa, o ganancia, alguna mejora. Bueno no siempre es así. —Se quedó callada un segundo y luego añadió—: Me da mucha lástima esa mujer.