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Corazón Tan Blanco
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 00:20

Текст книги "Corazón Tan Blanco"


Автор книги: Javier Marias



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'No le habrás contado que yo lo seguí, ¿verdad?', le pregunté todavía a Berta. 'No, eso no, quizá más adelante si no te importa. Pero sí le he hablado de ti, de nuestras conjeturas y suposiciones.' '¿Y qué decía él?' 'Nada, se reía.' 'Habéis hablado de mí, entonces.' 'Bueno, le he contado un poco, al fin y al cabo te habíamos echado a la calle para que él subiera, era lógico que sintiera curiosidad por la persona a quien causaba molestias.' La respuesta de Berta me pareció levemente exculpatoria cuando no había razón para ello. A menos que mi pregunta hubiera sonado levemente acusatoria por culpa de aquel 'entonces' con que la había cerrado, convirtiéndola en afirmación de hecho. Berta no quería hablar, seguía contestando con desgana para no ser descortés, o para compensarme un poco por mis caminatas nocturnas. Se le había entreabierto la bata, le vi los pechos a medias por la abertura v enteros a través de la seda, los mismos pechos que no quise mirar al filmarlos me gustaba verlos ahora, un deseo extemporáneo. Estaba vestida provocativamente. Era una amiga. No insistí. —Bueno, me voy a acostar, es tardísimo —dije. —Sí, yo iré ahora en seguida – contestó ella—. Quiero recoger todavía un poco.

Mintió como yo le mentiría más tarde a Luisa más allá del océano, cuando aún no quería acostarme para observar Custardoy desde la ventana. No había nada que recocer a ser el frasco de Eau de Guerlain de la mesa, la caja abierta Y cogí mi libro, mi disco, el periódico para llevármelos a mi cuarto. Aún tenía la gabardina puesta.

–Buenas noches —le dije—. Hasta mañana. —Hasta mañana—contestó Berta. Se quedaba allí donde estaba, recostada en el sofá ante la risa mecánica, cansada, con los pies elevados y la bata entreabierta, quizá con sus pensamientos sobre el nuevo futuro concreto que esa noche aún no podía decepcionarla. O quizá no pensaba: yo pasé un momento por el cuarto de baño y mientras me lavaba los dientes y el agua del grifo amortiguaba los demás sonidos, me pareció que canturreaba un poco distraídamente, con las interrupciones propias de quien en realidad canturrea sin percatarse de que lo hace, mientras se limpia con parsimonia o acaricia a quien está a su lado, aunque Berta no se limpiaba (quería retener un olor acaso) y a su lado ya no había nadie. Y lo que canturreó fue en inglés, fue esto: 'In dreams I walk with you. In dreams I talk to you', el comienzo de una canción conocida y antigua, quizá de hacía quince años. Ya no pasé por el salón otra vez aquella noche, fui directamente del cuarto de baño a mi alcoba. Me desvestí, me metí en la cama sin olor alguno, sabía que no podría conciliar el sueño hasta que hubiera transcurrido mucho más tiempo, me preparé para el insomnio. Había dejado la puerta entornada como siempre, para que entrara el aire (la ventana obligadamente cerrada en Nueva York en las calles, en los pisos bajos). Y entonces, cuando estaba más despierto que en ningún otro momento de la noche entera y ya no había ningún sonido, volví a oír muy baja, como a través de un muro, la voz de 'Bill' o la voz de Guillermo, la voz vibrada de cantor de góndola, la voz de sierra que repetía sus frases cortantes en inglés desde la pantalla. El efecto era sombrío. 'Eso es así. Si tus tetas y tu coño y tu pierna me convencen de que vale la pena correr el riesgo. Si aún te sigue interesando. Quizá ya no quieras seguir con esto. Pensarás que soy muy directo. Brutal. Cruel. No soy cruel. No puedo perder mucho tiempo. No puedo perder mucho tiempo.'

Ocho semanas no son mucho tiempo, pero son más de lo que parecen si se suman a otras ocho de las que a su vez las separan sólo otras once, o doce. Mi siguiente viaje de ocho semanas fue a Ginebra en febrero, y ha sido el último. Quisiera que lo siguiera siendo durante una larga temporada, no tiene sentido que Luisa y yo nos hayamos casado para estar tan separados, para que yo no pueda asistir a sus cambios matrimoniales ni acostumbrarme a ellos, y tener sospechas que luego descarto. Me pregunto si yo estoy cambiando asimismo, no lo percibo, supongo que sí puesto que cambia Luisa en lo superficial (hombreras, peinado, guantes, matiz de labios), cambia la casa cuya inauguración tan artificiosa va quedando ya un poco lejos, cambia el trabajo, el mío se ha incrementado y el de ella se ha reducido o casi anulado (está buscando algo en Madrid, permanente): desde que me fui a Nueva York hasta que regresé de Ginebra, esto es, entre mediados de septiembre y casi finales de marzo, ella ha hecho un solo desplazamiento laboral, y no fue de semanas sino de días, a Londres para suplir al traductor oficial de nuestro conocido alto cargo, improcedentemente contagiado de varicela por sus niños (ahora el cargo tiene intérprete oficial a su exclusivo servicio, se ha hecho con el puesto un intrigante de nombre indeciso —traductor genial, eso sí—, ya que desde que lo obtuvo se hace llamar por sus dos apellidos, De la Cuesta y de la Casa), que hacía un viaje relámpago (el alto cargo, no el intérprete varicélico, a quien se habría prohibido la entrada por el contagio) para dar el pésame a su colega recién destituida y de paso hablar con sus sucesores sobre lo que nuestros representantes dicen que hablan siempre con los británicos, Gibraltar y el IRA y la ETA. Luisa no cuenta historias poco creíbles —pero yo no lo necesito de ella– y contó poco de la entrevista, quiero decir a mí, ya que se supone que los intérpretes, jurados o no (pero más los consecutivos que los simultáneos, es una rareza que yo sea ambas cosas, aunque lo primero sólo muy ocasionalmente, los consecutivos odian a los simultáneos y los simultáneos a los consecutivos), silencian en el exterior todo lo que transmiten en el interior de un cuarto, es gente probada que no traiciona secretos. Pero a mí sí podía contármelo. 'Fue sosa', me dijo, refiriéndose a la charla, que aún había tenido lugar en la residencia oficial que la adalid británica se aprestaba a abandonar en un plazo de días: había cajas de embalar semillenas a su alrededor. 'Como si él la viera a ella ya exclusivamente como a una vieja amiga sin responsabilidades ni competencias, y ella estuviera demasiado entristecida para atender a los problemas acuciantes de él, debían de darle anticipada nostalgia.' Sólo había habido un momento reminiscente de la conversación personal hacia la que yo los había deslizado el día que conocí a Luisa. Al parecer, la adalid inglesa había vuelto a citar a su Shakespeare, de nuevo a Macbeth, que debía de leer o ver representado continuamente: '¿Usted se acuerda', le había dicho, 'de lo que dice Macbeth que ha oído al asesinar a Duncan? Es muy famoso.' 'Me parece que ahora mismo no lo recuerdo, pero si me refresca la memoria...', se había disculpado nuestro representante. 'Macbeth cree haber oído una voz que gritaba: "Macbeth does murder Sleep, te innocent Sleep" (que Luisa le había traducido a nuestro alto cargo como 'Macbeth asesina al Sueño, al inocente Sueño'). 'Pues así', añadió la señora, 'me he sentido yo con mi destitución imprevista, asesinada mientras dormía, yo era el inocente Sueño confiado en reposar rodeado de amigos, de gente que me velaba, y han sido esos mismos amigos los que, como Macbeth, Glamis, Cawdor, me han apuñalado mientras dormía. Los peores enemigos son los amigos, amigo mío', le había advertido innecesariamente a nuestro adalid, que iba dejando su senda sembrada de amigos extintos; 'no se fíe usted nunca de los que tenga más próximos, de aquellos a los que pareció que no hacía falta obligar a que lo quisieran a uno. Y no se duerma, los años de seguridad nos invitan a ello, nos acostumbramos a sentirnos a salvo. Yo me adormecí segura un instante y ya ve lo que me ha pasado. Y la ex-alto cargo señaló con un gesto expresivo las cajas abiertas a su alrededor, como si fueran la manifestación del oprobio o las gotas de sangre vertidas en su asesinato. Poco después su ex-colega español la abandonó para ir a entrevistarse con su sucesor, o lo que es lo mismo, con su Macbeth, Glamis, Cawdor.

Ese fue el único trabajo de Luisa a lo largo de tanto tiempo, aunque sin duda no se mostró inactiva: la casa era cada vez más casa y ella cada vez más una verdadera nuera, aunque eso tampoco lo necesitaba yo de ella. En Ginebra no tengo ningún amigo ni amiga que viva allí normalmente en un piso, por lo que mis semanas de interpretación en la Comisión de Derechos Humanos del ECOSOC (siglas que en una de las lenguas que hablo suenan como si fueran la traducción de una cosa absurda, 'el calcetín del eco') transcurrieron en un minúsculo apartamento amueblado y alquilado y sin más distracciones que las de dar paseos por la ciudad vacía al atardecer, ir al cine subtitulado en tres lenguas, a alguna cena con compañeros o con antiguos amigos de mi padre (que debió de conocer a gente en todos sus viajes) y ver la televisión, siempre ver la televisión en todas partes, es lo único que nunca falta. Si las ocho semanas de Nueva York habían sido llevaderas e incluso gratas y tensas por la cercanía y las historias de Berta (a quien, como he dicho, echo siempre vagamente de menos y para quien guardo noticias durante meses), las de Ginebra resultaron de lo más abatidas. No es que nunca me haya interesado mucho el trabajo, pero en aquella ciudad, y en invierno, se me hacía insoportable, ya que lo que más tortura de un trabajo no es éste en sí mismo, sino lo que sabemos que a la salida nos espera o no espera, aunque se reduzca a hurgar con la mano en un apartado de correos. Allí no me esperaba nada ni nadie, una conversación telefónica breve con Luisa, cuyas frases más o menos amorosas me servían sólo para no padecer insomnio durante demasiadas horas, sólo un par de ellas. Luego, una cena improvisada las más de las veces en mi propio apartamento, que acababa oliendo a lo que hubiera comido, nada complicado, nada apestoso, pero sin embargo olía, la cocina en el mismo espacio que la cama. A los veinte y a los treinta y cinco días de estancia Luisa vino a verme en sendos fines de semana largos (cada vez cuatro noches), en realidad no tenía sentido que esperara a eso ni que se quedara tan poco, ya que no estaba sujeta a ninguna tarea que no pudiera aplazarse, ni a ningún horario. Pero era como si previera que pronto dejaría yo también ese trabajo de temporero que nos hace viajar y pasar fuera de nuestros países demasiado tiempo, y le pareciera más importante —más importante que acompañarme en lo condenado a cesar, en lo ya efímero– preparar y cuidar el terreno de lo permanente, a lo que yo acabaría regresando para quedarme. Era como si ella hubiera dado paso plenamente a su nuevo estado enterrando lo precedente y yo siguiera en cambio vinculado a mi vida soltera en una prolongación anómala e inoportuna e indeseada; como si ella se hubiera casado y yo no todavía, como si lo que esperara ella fuera la vuelta del marido errante y yo en cambio la fecha de mi matrimonio, Luisa instalada y su vida cambiada, la mía —cuando estaba fuera– aún idéntica a la de mis transcurridos años.

En una de sus visitas salimos a cenar con un amigo de mi padre, más joven que él y mayor que yo (me llevará quince años), que estaba en Ginebra una noche de paso, camino de Lausana o Lucerna o Lugano, y supongo que en las cuatro ciudades tenía negocios oscuros o sucios que hacer, un hombre influyente, un hombre en la sombra como lo fue mi padre mientras ejerció su cargo en el Museo del Prado, ya que el profesor Villalobos (ese es su nombre) es sobre todo conocido (para un público muy letrado) por sus estudios sobre pintura y arquitectura españolas del XVIII, amén de por su infantilismo. Para un círculo aún más reducido pero menos letrado, se trata asimismo de uno de los mayores intrigantes académicos y políticos de las ciudades de Barcelona, Madrid, Sevilla, Roma, Milán, Estrasburgo e incluso Bruselas (por descontado Ginebra; para su irritación, aún no tiene poder en Alemania ni en Inglaterra). Como corresponde a alguien tan enaltecido y frenético, con los años ha ido tocando campos de estudio algo ajenos, y Ranz ha apreciado mucho, tradicionalmente, su breve y luminoso trabajo (dice) sobre la Casa del Príncipe de El Escorial, que yo no he leído ni leeré nunca, me temo. Este profesor vive en Cataluña, pretexto suficiente para que cuando viene a Madrid no visite a mi padre, tantas son sus ocupaciones en la ciudad capital del reino. Pero los dos se escriben notas con bastante frecuencia, las del profesor Villalobos (que son las que Ranz me ha dado alguna vez a leer, divertido) con una prosa deliberadamente anticuada y ornada que en ocasiones traslada también a su verbo o más bien labia: es un hombre que, por ejemplo, no dirá nunca 'Estamos arreglados' ante una contrariedad o un revés, sino 'Medrados estamos'. Yo no lo había visto apenas en toda mi vida, pero una tarde de lunes (los intrigantes no viajan nunca en fin de semana) llamó a mi teléfono por indicación de mi padre (como en Nueva York había hecho aquel alto funcionario español de la esposa bailona y adulterada) con el objeto de no languidecer a solas en su habitación de hotel aquella noche de paso (los intrigantes locales vuelven a reposar a casa tras sus intrigas de la jornada, abandonando a su suerte al intrigante extranjero al caer la tarde). Aunque no me agradaba la idea de desperdiciar una de mis noches con Luisa, lo cierto es que por eso mismo no teníamos más compromiso que el tácito entre nosotros, y esos son fáciles de incumplir en el matrimonio sin que resulte grave el incumplimiento. Villalobos quiso no sólo invitarnos, sino impresionarnos tal vez más a Luisa o a ella de otro modo. Estuvo impertinente como al parecer es su costumbre, criticando la profesión que yo había elegido o hacia la que me había deslizado.

'¿Adónde vas con eso?', me dijo con un rictus de superioridad en sus labios pulposos y húmedos (húmedos en sí mismos, pero bebió mucho vino) y como si fuera un padre (los amigos de los padres creen heredar de éstos su trato para con sus hijos). A Luisa, en cambio, no le reprochó andar por un camino errado, tal vez porque ya no ejercía apenas de traductora o porque consideraba en el fondo que ella no tenía por qué seguir ningún camino. Era simpático, displicente, formalmente sabio, coqueto, pedante y ameno, gustaba de no sorprenderse por nada, de conocer secretos intransmisibles y de estar al tanto de cuanto hubiera ocurrido en el mundo, ayer o hacía cuatro siglos. De pronto, a los postres, cayó durante unos minutos en el mutismo, como si le hubiera sobrevenido el cansancio de tanto frenesí y enaltecimiento o se hubiera abismado en pensamientos tenebrosos, quizá era desgraciado y se había acordado repentinamente. En todo caso aquel hombre tenía que tener talento, para pasar tan de golpe de una expresión suficiente a otra de abatimiento sin parecer simulador ni insincero. Era como si dijera: 'Qué más da ya todo'. La conversación se hizo briznas (él había llevado el peso, por su propia iniciativa) mientras se ausentaba su mirada, en la mano la cucharilla en alto con la que se estaba tomando una tarta de frambuesa.

–¿Te ocurre algo? —le preguntó Luisa, y le puso los dedos en el brazo.

E1 profesor Villalobos bajó la cucharilla y con ella cortó un pedazo de su postre antes de contestar, como si necesitara de un movimiento para salir de su interior asombro.

–Nada. Nada. Qué habría de sucederme. Dime, querida. – Y fingió que su ensimismamiento había sido fingido. Luego se recuperó enteramente y añadió con ademán oratorio de la cucharilla—: El que es tu suegro no me había exagerado nada al hablarme de ti. Dime lo que quieres y te complaceré al instante.

Había bebido mucho. Luisa rió con una sola carcajada mecánica y le dijo:

–¿Desde cuándo lo conoces?

–¿A Ranz? Desde antes que su propio hijo, tu marido reciente aquí presente. —Yo no sabía esto con exactitud, uno no suele interesarse por lo que ha sucedido antes de su nacimiento, cómo se configuran las amistades que lo preceden a uno. El profesor, que en cualquier asunto o noticia presumía de estar más informado que nadie, añadió dirigiéndose a mí—: Incluso conocí a tu madre y a tu tía Teresa antes de que él las conociera, imagínate. Mi padre, que era médico, visitaba a tu abuelo cuando iba por Madrid. Yo lo acompañé algunas veces y los conocía un poco a todos, a tu padre casi sólo de vista, esa es la verdad. ¿A que no sabes de qué murió tu abuelo?

–De un ataque al corazón, creo —apunté titubeante—. La verdad es que no lo sé bien, murió poco antes de que yo naciera y es una de esas cosas por las que uno no se interesa. —Mal hecho —dijo el profesor—, todo interesa, con esa apatía no se va a ninguna parte. Clínicamente murió de un infarto, sí, pero artísticamente, que es como se muere de veras y lo que importa, murió de preocupación, de aprensión y de miedo, por culpa de tu padre.

Toda enfermedad viene causada por algo que no es una enfermedad. —Al profesor Villalobos, además de los secretos intransmisibles, le gustaban los pequeños golpes de efecto al contar algo, secreto o no secreto.

–¿Por culpa de mí padre? ¿Por qué de mi padre? —Le tenía absoluto pánico desde la muerte de tu tía Teresa al poco de casarse con él. Le temía como al diablo con superstición, sabes lo que pasó, ¿no?

El profesor no hacía remilgos, como Custardoy había hecho. Iba al grano, para él no cabía duda de que todo merecía saberse, o de que el conocimiento nunca hace daño, o si lo hace hay que aguantarse. Pensé entonces —fue una ráfaga– que me iba a tocar saber, como si las historias que durante largos años están en reposo tuvieran una hora de su desperezamiento y nada pudiera hacerse contra su llegada, quizá sólo demorarla un poco, un poco más, a ningún efecto. 'Yo no creo que a nada se le pase el tiempo', me había dicho Luisa en la cama justo antes de que mi brazo rozara su pecho, 'todo está ahí, esperando a que se lo haga volver.' Lo había expresado bien, según creo. Quizá llega un momento en que las cosas quieren ser contadas, ellas mismas, quizá para descansar, o para hacerse por fin ficticias.

–Sí, lo sé, sé que se mató de un tiro. —Y reconocí saber algo de lo que en realidad no tenía seguridad ni constancia, tan sólo era un rumor reciente, pasado de Custardoy a mí, de mí a Luisa.

El profesor Villalobos seguía bebiendo vino y comía ahora a gran velocidad su tarta, manejando la cucharilla como si fuera un escalpelo de su padre médico. Después de cada bocado o trago se pasaba la servilleta por la boca mojada, que seguía mojada después de secársela. También de este asunto o noticia tenía más información que yo.

–Mis padres estaban allí cuando pasó, eso quizá no lo sabréis, invitados a comer. —Había dicho 'no lo sabréis', había utilizado el plural como se hace con los matrimonios—. Volvieron a Barcelona espantados y se lo he oído contar muchas veces. Tu tía se levantó de la mesa, cogió la pistola de tu abuelo, la cargó, se fue al cuarto de baño y allí se disparó en el pecho. Mis padres la vieron muerta, y toda tu familia menos tu abuela, que estaba pasando unos días fuera de Madrid, en casa de una hermana suya que vivía en Segovia, o en El Escorial. – En Segovia —dije yo. De eso sí tenía información. —Fue una suerte para ella, o quizá tu tía lo tuvo en cuenta, no es probable. Tu abuelo, en cambio, nunca se recuperó de la visión de su hija ensangrentada en el suelo del cuarto de baño, con un pecho destrozado– Ella había estado más o menos normal durante el almuerzo, bueno, en silencio y sin comer apenas ni contar nada, como si fuera desgraciada cuando no le tocaba, había vuelto de su viaje de bodas una semana antes o así. Pero esto mis padres lo reconstruyeron luego, mientras comían nadie pudo sospechar lo que iba a ocurrir. —Y entonces Villalobos siguió contando lo que no he querido saber, pero he sabido. Contó durante unos minutos. Contó con detalle.

Contó. Contó. Sólo podría no haberle oído si me hubiera marchado. Y antes de interrumpirse añadió—: Todo el mundo dijo que Ranz había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por segunda vez. —A continuación hizo una pausa y se acabó la tarta, cuya ingestión había suspendido (la cucharilla de nuevo retórica) mientras relataba el detalle y mencionaba otra tarta, una helada que se derritió. Pero ni Luisa ni yo dijimos todavía nada, así que depositó el instrumento en el plato y regresó al principio, como profesor que era—. Puedes imaginarte que cuando más tarde Ranz se casó con tu madre, tu abuelo viviera en un permanente estado de pánico. Al parecer palidecía y se llevaba las manos a la frente cada vez que veía a tu padre. Tu abuela tenía más aguante, y además no había visto a su hija muerta, sólo enterrada. Tu abuelo vivió desde entonces, bien es verdad que no mucho tiempo, como un sentenciado a muerte que no sabe la fecha de su ejecución y se levanta cada día temiendo que la fecha sea esa. La comparación no es buena del todo, temía por la defunción de su hija, la que le quedaba. Ni siquiera dormía. Se sobresaltaba cada vez que sonaba el teléfono o el timbre o llegaba una carta o un telegrama, y eso que tus padres no hicieron viaje de novios, la cosa no estaba para esas alegrías ni se ausentaron de Madrid apenas mientras él vivió. Según decía mi padre, nunca había visto un caso tan claro como el de tu abuelo de muerte por pavor. El infarto fue sólo la expresión, el medio, podía haber sido otro, decía. Al morir tu abuelo el trato entre nuestras familias ya se hizo infrecuente Yo lo reanudé con Ranz por otros conductos, años más tarde. Qué te parece. —En su última frase había satisfacción a todo el mundo le gusta hacer pruebas y venir con noticias. El profesor llamó a un camarero y, extrañamente tras haberse tomado la tarta, le pidió la tabla de quesos y más vino para acompañarlos—. Estoy hambriento, hoy no he almorzado —se disculpó. Luisa y yo tomábamos ya café. Había dos preguntas que hacer, dos preguntas principales difíciles de no hacer cuando además éramos dos los que podíamos formularlas. En realidad ambas eran preguntas para nuestro padre, pero él estaba lejos y con él no se hablaba del pasado remoto. O tal vez ya sí, se me ocurrió de pronto la posibilidad improbable de que Ranz hubiera enviado a Custardoy meses atrás y a Villalobos ahora para irme avisando, irme preparando para una historia de la que deseaba ponerme al tanto, ahora, quizá porque me había casado por primera vez, él lo había hecho en tres ocasiones y en dos de ellas le había ido mal, o, como había dicho todo el mundo en su día y el profesor acababa de repetir, había tenido muy mala suerte. Pero también era él quien me había enviado al alto funcionario español de la mujer frivolísima y trufada, y éste no me había contado nada. Luisa y yo hablamos casi al mismo tiempo: —Pero ¿por qué se mató? —dijo ella adelantándose medio segundo. – ¿Quién era la primera mujer? —dije yo retrasado.

El profesor Villalobos se sirvió queso de Brie y camembert, todo cremoso. Untó un poco del primero en el pan tostado que al llevarse a la boca se le hizo pedazos. Se le quedo en ella un trozo demasiado grande para abarcarlo de golpe, se manchó la solapa y manchó el mantel.

–Por qué se mató no se sabe —contestó con la boca aún despejada pero en su debido orden, como si estuviera ante un motín de dudas en clase. Bebió bastante vino para ayudarse a tragar—. Ni tu padre lo supo, según dijo, eso dijo. Su sorpresa cuando llegó a la casa de su suegro a los postres fue grande como la de cualquier otro de los presentes o de los que llegaron después, su dolor aún mayor. Dijo que todo iba perfectamente, que nada había pasado entre ellos, eran felices y demás. No se lo explicaba ni lo pudo explicar. Se habían separado por la mañana sin que él hubiera notado nada raro, se habían despedido con frases más o menos amorosas, como un día cualquiera, convencionales, como las que os podáis decir vosotros esta noche o mañana. Si eso era verdad, debe de haberse atormentado no poco a lo largo de estos decenios. Tu madre debió de ayudarlo mucho. Quizá Ranz tuvo que investigar también si tu tía Teresa llevaba una doble vida cuya mitad suicida él desconocía, esas cosas suceden. Si averiguó algo supongo que lo calló. No sé. —El profesor se secó la boca, ahora con más motivo, para limpiarse las comisuras de auras migas de tostada y blandos restos de Brie. —La solapa – le indicó Luisa.

El profesor se miró con desagrado y sorpresa. Era una solapa de Gigli, muy cara. Se limpió mal, con torpeza, Luisa mojó la punta de su servilleta en agua y le ayudó, mojó la punta como yo había mojado la de una toalla en el cuarto de baño del hotel de La Habana para refrescarle a ella la cara, el cuello, la nuca (se le había pegado su pelo largo alborotado, y algunos cabellos sueltos le atravesaban la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerla un instante).

– ¿Tú crees que esto deja mancha? —le preguntó el profesor. Era un hombre presumido, también distinguido pese a su cara ancha. —No lo sé.

–Así lo averiguaremos —dijo el profesor, y con el dedo corazón estirado hizo un gesto desdeñoso hacia la costosa solapa impura de Romeo Gigli. Se untó camembert (no en la solapa, en otra tostada, mezclaba todos los sabores), bebió vino y continuó, sin perder el hilo—: En cuanto a la primera mujer, yo no sé mucho de ella excepto que era cubana, como tu abuela. Ranz vivió en La Habana una temporada, como sabréis, un año o dos, hacia el año cincuenta, ¿no?, un puestecito oficial en la embajada, ¿no? ¿Agregado cultural? Tú. Bah, conociéndolo siempre he pensado que debió de ser algo así como asesor artístico de Batista, ¿no te ha contado nada de eso?

El profesor esperaba de mí alguna precisión como la de Segovia. Pero yo no sabía que mi padre hubiera vivido en Cuba. Un año o dos.

–¿Quién es Batista? —preguntó Luisa. Es joven y distraída y no tiene muy buena memoria, excepto para traducir. —No lo sé —dije yo contestando a Villalobos, no a ella—. Ignoraba que hubiera vivido en Cuba. —Ya, tampoco eso te ha interesado —dijo el profesor con impertinencia—. Bueno, allá tú. Allí se casó con aquella mujer y creo que allí conoció a tu madre y a tu tía, que por entonces pasaron en La Habana unos meses acompañando a tu abuela en un viaje que tuvo que hacer por alguna cuestión de herencias o porque no quería llegar a demasiado vieja sin volver a ver los lugares de su niñez, no sé bien, tened en cuenta que todo esto son retazos de conversaciones oídas a mis padres hace mucho tiempo, y no se dirigían a mí. —El profesor Villalobos se excusaba, ya no contaba con tanto gusto, le fastidiaba vacilar en sus datos, detestaba lo incompleto y la inexactitud, nunca podría haber escrito otra cosa que estudios de obras, no biográficos, las biografías no se acaban. Se metió una trufa en la boca, que nos habían traído con los cafés. Pero el movimiento fue tan raudo que no estoy seguro (se la metió como una píldora): no había terminado con el queso, me pareció demasiado mezclar. En todo caso, hubo en el plato una trufa menos—. Sea como fuera, se llevó a las niñas esa temporada, para que la acompañaran, tres meses o así. Tu padre las conoció levemente, el noviazgo con tu tía empezó bastante después, claro está, cuando era ya viudo y había regresado a Madrid. Por lo visto era apuesto, bueno, se le nota aún, un viudo triste y a la vez bromista, eso es irresistible, llevaba entonces un bigotito, al parecer se lo afeitó para su tercera boda y ya no se lo volvió a dejar crecer, quizá una superstición. Pero no sé casi nada de la primera mujer. —El profesor parecía molesto por no haber previsto esta conversación y no haberse informado antes mejor. Quizá no era posible informarse mejor—. Ya sabéis lo que ocurre, de los muertos sustituidos se suele hablar poco o nada con quienes los sustituyen, ante tu familia o ante conocidos no era cuestión de estar rememorando cada dos por tres a una extraña que, si se miraba retrospectivamente, había ocupado el lugar de tu tía Teresa. Las cosas, ¿verdad?, pueden mirarse hacia adelante o hacia atrás, y cambian bastante según se elija. Bueno, a lo que iba: supongo que todos sabían de ella pero nadie se molestaba en recordarla, hay gente que es mejor que no haya existido; aunque no hubo más remedio cuando se mató tu tía, se la recordó brevemente, lo inevitable por aquello de la segunda viudez. Ella no correría la misma suerte al sustituirla tu madre, a una hermana no se la olvida por muy inconveniente que resulte el lugar que ocupara, a una desconocida extranjera sí. Eran otros tiempos. —El profesor casi suspiró. —Siempre ha habido un retrato de mi tía en casa de mis padres —apunté yo, creo que para sosegar a Villalobos: si no tenía todos los datos, al menos le agradaría llevar razón en sus conjeturas. —Pues eso —dijo como si no le diera importancia a su acierto (pero le había encantado acertar). Apartó con el antebrazo el plato del queso, ya debía de estar ahíto. Pero no, se dedicó más a la trufa y pidió café para él. Al apartar el plato se manchó mínimamente la manga de Gigli con el borde ensuciado. Ahora tenía los brazos cruzados sobre la mesa, aun así parecía elegante.

–¿Y de qué murió? —preguntó Luisa.

–¿Quién?—contestó el profesor.

–La primera mujer —dije yo, y creo que al decirlo Luisa se dio cuenta de que también estaba diciendo otra cosa, algo así como 'Está bien', o 'Adelante', o 'Tú ganas', o 'Ahora sí'.

Pero esto, si lo decía, se lo decía a ella, no a Villalobos.

–Chicos, me perdonaréis que esto tampoco lo sepa muy bien. —El profesor rabiaba y bebía vino, supuse que estaba a punto de cambiar de tema, no estaba acostumbrado a decir tantas veces 'No lo sé' Se volvió a disculpar—: Yo con tu padre tengo un trato digamos más docto que personal, aunque nos apreciemos mucho personalmente también. Todas estas cosas las sé por mi padre, que murió hace ya años, pero nunca las he hablado con Ranz.

–Ya, no te han interesado —dije yo. No pude evitar devolverle una impertinencia: era injusta, pero al fin y al cabo él me había dedicado no menos de tres.


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