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Corazón Tan Blanco
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 00:20

Текст книги "Corazón Tan Blanco"


Автор книги: Javier Marias



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Ese cambio de estado, como la enfermedad, es incalculable y lo interrumpe todo, o al menos no permite que nada siga como hasta entonces: no permite, por ejemplo, que después de ir a cenar o al cine cada uno se vaya a su propia casa y nos separemos, y yo deje con el coche o un taxi en su portal a Luisa y luego, una vez dejada, yo haga un recorrido a solas por las calles semivacías y siempre regadas, pensando en ella seguramente, y en el futuro, a solas hacia mi casa. Una vez casados, a la salida del cine los pasos se encaminan juntos hacia el mismo lugar (resonando a destiempo porque ya son cuatro los pies que caminan), pero no porque yo haya decidido acompañarla o ni siquiera porque tenga la costumbre de hacerlo y me parezca justo y educado hacerlo, sino porque ahora los pies no vacilan sobre el pavimento mojado, ni deliberan, ni cambian de idea, ni pueden arrepentirse ni elegir tampoco: ahora no hay duda de que vamos al mismo sitio, querámoslo o no esta noche, o quizá fue anoche cuando yo no lo quise. Ya en el viaje de bodas, cuando este cambio de estado empezó a operarse (y no es muy exacto decir que empezó, es un cambio violento y que no deja respiro), me di cuenta de que me era muy difícil pensar en ella, y totalmente imposible pensar en el futuro, que es uno de los mayores placeres concebibles para cualquier persona, si no la diaria salvación de todos? pensar vagamente, errar con el pensamiento puesto en lo que ha de venir o puede venir, preguntarse sin demasiada concreción ni interés por lo que será de nosotros mañana mismo o dentro de cinco años, por lo que no prevemos. Ya en el viaje de bodas era como si se hubiera perdido y no hubiera futuro abstracto, que es el que importa porque el presente no puede teñirlo ni asimilarlo. Ese cambio, así pues, oblígala que nada siga como hasta entonces, y más aún si, como suele ocurrir, el cambio se ha visto precedido y anunciado por un esfuerzo común, cuya principal manifestación visible es la artificiosa preparación de una casa común, una casa que no existía para uno ni para otro, sino que debe ser inaugurada por los dos, artificiosamente. En esa misma costumbre o práctica, muy extendida por lo que yo sé, está la prueba de que en realidad, al contraerse, los dos contrayentes están exigiéndose una mutua abolición o aniquilamiento, la abolición de aquel que cada uno era y del que cada uno se enamoró o quizá vio las ventajas, ya que no siempre hay un enamoramiento previo, a veces lo hay posterior y a veces no se da ni después ni antes. No puede darse. El aniquilamiento de cada uno, de aquel que se conoció y al que se trató y se quiso, lleva aparejada la desaparición de sus respectivas casas, o en ella queda simbolizado. De tal manera que dos personas que tenían la costumbre de ser cada una por su cuenta y estar en un lugar cada una, y despertarse a solas y a menudo también acostarse a solas, se encuentran de pronto artificialmente unidas en su sueño y en su despertar, y en sus pasos por las calles semivacías en dirección única o subiendo juntos en el ascensor, no ya uno de visita y el otro como anfitrión, no ya uno para ir a recoger al otro o éste bajando para ir al encuentro de aquél, que la espera en el coche o a bordo de un taxi, sino ambos sin elección, con unas habitaciones y un ascensor y un portal que no pertenecían a ninguno y ahora son de los dos, con una almohada común por la que se verán obligados a pelear en sueños y desde la cual, al igual que el enfermo, acabarán viendo también el mundo.

Como he dicho, este primer malestar me vino ya en la primera etapa del viaje de bodas, en Miami, ciudad asquerosa pero con muy buenas playas para recién casados, y se acentuó en Nueva Orleáns y en México y aún más en La Habana, y desde hace casi un año, desde que regresamos de ese viaje e inauguramos nuestra casa tan artificiosamente, ha seguido aumentando o se ha instalado en mí, tal vez en nosotros. Pero el segundo malestar apareció con fuerza hacia el final del viaje, esto es, sólo en La Habana, de donde yo procedo en cierto sentido, o más precisamente en una cuarta parte, pues allí nació y de allí vino a Madrid mi abuela materna cuando era niña, la madre de Teresa y Juana Aguilera. Fue en el hotel en el que durante tres noches nos alojamos (tampoco teníamos tanto dinero, las estancias en cada ciudad fueron cortas), una tarde en la que Luisa se sintió mal mientras paseábamos, tan mal de pronto que interrumpimos nuestra caminata y volvimos a la habitación en seguida, para que ella se echara. Tenía escalofríos y un poco de náusea. No podía mantenerse en pie, literalmente. Sin duda le sentó mal algo que había comido, pero entonces no lo sabíamos con la suficiente certeza, y al instante pensé si no habría contraído en México alguna de esas enfermedades que allí atacan tan fácilmente a los europeos, algo grave como la ameba. Los presentimientos de desastre que tácitamente me acompañaron desde la ceremonia de bodas iban adquiriendo diferentes formas, y una de ellas fue esta (la menos muda, o no fue tácita), la amenaza de la enfermedad o la repentina muerte de quien iba a compartir conmigo la vida y el futuro concreto y el futuro abstracto, aunque yo tuviera la impresión de que este último se había acabado y mi vida estuviera ya mediada; quizá la de los dos, unidos. No quisimos llamar en seguida a un médico, por ver si se le pasaba, y la metí en la cama (nuestra cama de hotel y de matrimonio), y dejé que se durmiera, como si eso pudiera curarla.

Pareció dormirse, y yo me mantuve en silencio para que reposara, y la mejor manera de mantenerme en silencio sin aburrirme ni verme tentado a hacer ruido o hablarle fue asomarme al balcón y mirar hacia el exterior, mirar pasar a la gente habanera, observar sus andares y sus vestidos y escuchar sus voces a distancia, un murmullo. Pero miraba hacia fuera con el pensamiento puesto dentro, a mis espaldas, en la cama sobre la que Luisa había quedado en diagonal, cruzada, por lo que nada exterior podía llamarme la atención de veras. Miraba hacia fuera como quien llega a una fiesta en la que sabe que no estará la única persona que le interesa, que se quedó en casa con su marido. Esa única persona estaba en la cama, enferma, velada por su marido y a mis espaldas.

Sin embargo, al cabo de unos minutos de mirar sin ver, individualicé a una persona. La individualicé porque, a diferencia de las demás, durante todos esos minutos no se había movido ni había pasado o desaparecido de mi campo visual, sino que había permanecido quieta en el mismo lugar, una mujer de unos treinta años de lejos, con una blusa amarilla de escote redondeado y una falda blanca y zapatos de tacón también blancos, colgado del brazo un gran bolso negro, como los que llevaban en Madrid las mujeres durante mi infancia, bolsos grandes colgados del brazo y no echados al hombro, como ahora. Estaba esperando a alguien, su actitud era de espera inequívoca, porque de vez en cuando daba dos o tres pasos hacia un lado u otro, y en el último paso arrastraba ligeramente y con celeridad el tacón por el suelo, un gesto de contenida impaciencia. No se arrimaba a la pared como suelen hacer los que aguardan para no entorpecer a los que no aguardan y pasan; se mantenía en medio de la acera, sin moverse más allá de sus tres pasos medidos que la devolvían siempre al mismo sitio, y por eso tenía problemas para esquivar a los transeúntes, alguno le dijo algo y ella le respondió con cólera y le amagó con el bolso conspicuo. De vez en cuando se miraba detrás flexionando una pierna y con la mano se planchaba la falda estrecha, como si temiera algún pliegue que le afeara el culo, o tal vez se ajustaba la braga insumisa a través de la tela que la cubría. No miraba el reloj, no llevaba reloj quizá se orientaba por el del hotel, que estaría sobre mi cabeza, para mí invisible, con rápidas ojeadas que yo no advertía. Puede que el hotel no ofreciera reloj a la calle y ella no sugiera jamás la hora. Me pareció mulata, pero no podía asegurarlo desde donde me encontraba.

De pronto cayó la noche, sin casi aviso como ocurre en los trópicos, y aunque el número de viandantes no disminuyó de inmediato, la pérdida de la luz me hizo verla más solitaria, más aislada y más condenada a esperar en vano. Su cita no llegaría. Con los brazos cruzados, apoyaba los codos en las manos, como si cada segundo que transcurría esos brazos le pesaran más, o acaso era el bolso lo que aumentaba de peso. Tenía unas piernas robustas, adecuadas para la espera, que se clavaban en el pavimento con sus tacones muy finos y altos o bien de aguja, pero las piernas eran tan fuertes y llamativas que asimilaban esos tacones y eran ellas las que se clavaban sólidamente —como navaja en madera mojada– cada vez que volvían a detenerse en el punto elegido tras el mínimo desplazamiento a derecha o izquierda. Los talones le sobresalían. Oí un leve murmullo, o era un quejido, procedente de la cama a mi espalda, de Luisa enferma, de mi mujer recién contraída que tanto me interesaba, era mi tarea. Pero no volví la cabeza porque era un quejido que venía del sueño, uno aprende a distinguir en seguida el sonido dormido de aquel con quien duerme. En ese momento la mujer de la calle alzo los ojos hacia el tercer piso en que yo me hallaba y creí que fijaba en mí su vista por vez primera. Escrutó como si fuera miope o llevara lentillas sucias y miró desconcertada, fijando la vista en mí y apartándola un poco y guiñando los ojos para ver mejor y de nuevo fijándola y apartándola. Entonces levantó un brazo, el brazo libre de bolso, en un gesto que no era de saludo ni de acercamiento, quiero decir de acercamiento a un extraño, sino de apropiación y reconocimiento, coronado por un remolino veloz de los dedos: era como si con aquel gesto del brazo y el revoloteo de los dedos rápidos quisiera asirme, más asirme que atraerme hacia ella. Gritó algo que yo no podía oír por la distancia, y estuve seguro de que me lo gritaba a mí. Por el movimiento de los labios adivinados sólo pude entender la primera palabra, y esa palabra era ¡Eh! pronunciada con indignación, como el resto de la frase que no me alcanzaba. Al tiempo que hablaba echó a andar para aproximarse, tenía que cruzar la calle y recorrer la amplia explanada que desde nuestro lado separaba el hotel de la calzada, alejándolo y salvaguardándolo así un poco del tráfico. Al dar más pasos de los que había dado repetidamente durante su espera vi que andaba con dificultad y lentitud, como si los tacones le fueran desacostumbrados, o sus piernas robustas no estuvieran hechas para ellos, o la desequilibrara el bolso o estuviera mareada. Caminaba un poco como había caminado Luisa después de sentirse mal, al entrar en el cuarto para dejarse caer en la cama, donde yo la había desvestido a medias y la había introducido (la había arropado pese al calor). Pero en aquellos andares desazonados también se adivinaba garbo, sustraído en aquel momento: cuando estuviera descalza la mujer mulata caminaría con gamo, le ondearía la falda estrellándose contra los muslos rítmicamente. Mi habitación estaba a oscuras, nadie había encendido la luz al caer la noche, Luisa dormía indispuesta, yo no me había movido de aquel balcón, miraba a los habaneros y luego a aquella mujer que seguía acercándose con paso trastabillado y seguía gritándome lo que ahora ya oía: – ¡Eh! Pero ¿qué tú haces ahí?

Me sobresalté al entender lo que estaba diciendo, pero no tanto porque me lo dijera cuanto por el modo de hacerlo, lleno de confianza, furioso, como de quien se dispone a ajustar unas cuentas con la persona más próxima o a quien está queriendo, que la enoja continuamente. No era que se hubiera sentido observada por un desconocido desde un balcón de un hotel para extranjeros y viniera a reprocharme mi contemplación impune de su figura y de su desairada espera, sino que en mí había reconocido de pronto, al levantar la vista, a la persona que llevaba aguardando quién sabía cuánto tiempo, sin duda desde mucho antes de que yo la individualizara. Aún estaba a distancia, había cruzado la calle sorteando los pocos coches sin buscar un semáforo, y estaba al comienzo de la explanada, donde se había parado, tal vez para descansar los pies y las piernas tan sobresalientes o para alisarse otra vez la falda, ahora con más ahínco puesto que por fin se encontraba ante quien debía juzgar o apreciar su caída, la de la falda. Seguía mirándome y apartando un poco la vista, como si tuviera algún problema de estrabismo, se le iban momentáneamente los ojos hacia mi izquierda. Quizá se había detenido y quedado lejos para hacer ver su enfado y que no estaba dispuesta a que se cumpliera sin más la cita una vez que me había avistado, como si ella no hubiera sufrido o no hubiera habido agravio hasta dos minutos antes. Entonces dijo otras frases, acompañadas todas del gesto inicial del brazo y los dedos móviles, el gesto del asimiento, como si con él dijera 'Tú ven acá', o 'Eres mío'. Pero con la voz decía, una voz vibrante, impostada y desagradable, como de presentador televisivo o político en un discurso o profesor en clase (pero parecía iletrada):

–Pero ¿qué tú haces ahí? ¿No me viste que te estaba esperando desde hace una hora? ¿Por qué no me dijiste que ya tú habías subido?

Creo que lo decía así, con esa leve alteración del orden de las palabras y abuso de los pronombres respecto a lo que yo habría dicho, o cualquier persona de mi país, supongo. Aunque seguía sobresaltado y además empecé a temer que los gritos de aquella mulata despertaran a Luisa a mi espalda, pude fijarme mejor en el rostro, que en efecto era el de una mulata muy pálida, quizá tenía una cuarta parte de negra, más visible en los labios gruesos y en la nariz algo roma que en el color no muy distinto del de Luisa en la cama, que llevaba varios días bronceándose en las playas para recién casados. Los ojos guiñados de la mujer me parecieron claros, grises o verdes o al menos ciruela, pero tal vez, pensé, se había hecho regalar unas lentillas coloreadas, la causa de su visión eficiente. Tenía las aletas de la nariz vehementes, ensanchadas por la ira (tenía cara de velocidad por tanto), y movía la boca en exceso (ahora habría leído sin dificultad en sus labios de haberme hecho falta), con muecas parecidas a las de las mujeres de mi país, es decir, de consustancial desprecio. Se siguió aproximando hacia mí, cada vez más indignada al no recibir respuesta, siempre repitiendo el mismo gesto del brazo, como si no tuviera más recurso expresivo que ese, un largo brazo desnudo que daba un golpe seco en el aire, los dedos bailando a la vez un instante como para cogerme y luego arrastrarme, una zarpa. 'Eres mío', o 'Yo te mato'. – ¿Tú estás idiota o qué te pasa? ¿Encima te has quedado mudo? Pero ¿por qué tú no me contestas?

Estaba ya bastante cerca, había avanzado por la explanada unos diez o doce pasos, los suficientes para que ahora su voz estridente no sólo se oyera, sino que empezara a atronar el cuarto; los suficientes también, creí, para que me viera sin vacilaciones por miope que fuera, por tanto parecía indudable que yo era la persona con la que había convenido una cita importante, quien la había angustiado con mi retraso y la había ofendido desde el balcón con mi vigilancia callada que seguía ofendiéndola. Pero yo no conocía a nadie en La Habana, es más, era la primera vez que me hallaba en La Habana, en mi viaje de novios con mi mujer tan reciente. Me volví por fin y vi a Luisa incorporada en la cama, con los ojos muy fijos en mí pero sin conocerme aún ni reconocer dónde estaba, esos ojos febriles del enfermo que despierta asustado y sin haber recibido previo aviso de su despertar en el sueño. Estaba erguida, y el sostén se le había descolocado mientras dormía, o bien en el movimiento brusco que acababa de hacer al incorporarse: lo tenía ladeado, descubierto un hombro y casi un pecho, debía de estarle tirando, lo habría pillado con su propio cuerpo olvidado en el malestar y el adormecimiento.

– ¿Qué pasa? —dijo aprensivamente. —Nada —dije yo—. Vuelve a dormirte.

Pero no me atreví a llegarme hasta ella y acariciarle el pelo para tranquilizarla de veras y que volviera al sopor, como habría hecho en cualquier otra circunstancia, porque a lo que no me atrevía en aquel instante era a abandonar mi puesto en el balcón, ni a apartar apenas la vista de aquella mujer que estaba convencida de haber quedado conmigo, ni a rehuir por más tiempo el diálogo abrupto que desde la calle se me imponía. Era una lástima que habláramos la misma lengua, y la comprendiera, porque lo que aún no era diálogo se tornaba ya violento, quizá porque no lo era, no era diálogo.

–¡Yo te mato, hijo de puta! ¡Te lo juro que yo te mato aquí mismo! —gritaba la mujer de la calle.

Lo gritaba desde el suelo y sin poder mirarme, porque justo en el momento en que yo me había vuelto para decirle a Luisa cuatro palabras, a la mulata se le había salido un zapato y había caído, sin hacerse daño pero ensuciándose al instante la falda blanca. Gritaba esto, 'Yo te mato', y se iba alzando, un revolcón, el bolso siempre colgado del brazo, no lo había soltado, ese bolso no lo soltaría aunque la despellejaran, intentaba sacudirse o limpiarse la falda con una mano y tenía un pie descalzo, levantado en el aire, como si no quisiera en modo alguno posarlo y mancharse también la planta, ni las puntas de los dedos siquiera, el pie que podría ver el hombre al que ya había encontrado, verlo de cerca, arriba, y tocarlo más tarde. Me sentí culpable hacia ella, por la espera y por su caída y por mi silencio, y también culpable hacia Luisa, mi mujer recién contraída que me estaba necesitando por vez primera desde la ceremonia, aunque sólo fuera un segundo, el necesario para secarle el sudor que le empapaba la frente y los hombros y ajustarle o quitarle el sostén para que no le tirara y hacerla regresar con palabras al sueño que la curaría. Ese segundo no podía dárselo en aquel momento, cómo era posible, notaba con fuerza las dos presencias que casi me paralizaban y enmudecían, una fuera y otra dentro, ante mis ojos y ante mi espalda, cómo era posible, me sentía obligado hacia ambas, allí tenía que haber un error, no podía sentirme culpable hacia mi mujer por nada, por una demora mínima en la hora de atenderla y calmarla, y menos aún hacia una desconocida ofendida, por mucho que ella creyera que me conocía y que era yo quien la ofendía. Estaba haciendo equilibrios para volver a ponerse el zapato sin pisar el suelo con el pie descalzo. La falda era un poco estrecha para realizar esta operación con éxito, sus pies de huesos demasiado largos, y mientras lo intentó no gritó, sino que mascullaba, no podemos estar muy atentos a los demás mientras tratamos de recomponer la figura. No tuvo más remedio que apoyar el pie, que se le ensució al instante. Lo volvió a levantar como si el suelo la hubiera contaminado o quemado, se sacudió el polvo como se sacudía Luisa la arena seca en las playas justo antes de abandonarlas, a veces al caer la noche; introdujo los dedos del pie en el zapato, el empeine; luego, con el índice de una mano (la mano libre de bolso), se ajustó la tira del talón que sobresalía bajo aquella tira (la tira del sostén de Luisa seguiría caída, pero yo no la veía ahora). Sus piernas robustas pisaron otra vez con firmeza, golpeando el pavimento como si fueran cascos. Dio tres pasos más sin alzar aún de nuevo la vista, y cuando la alzó, cuando abría la boca para insultarme o amenazarme e iniciaba por enésima vez el ademán prensil, uña de león, aquel que agarraba y significaba 'No te librarás de mí' o "Eres mío" o "Conmigo al infierno", lo suspendió en el aire, y el brazo desnudo quedó congelado en lo alto, como el de un atleta. Le vi la axila recién afeitada, se había repasado entera para su cita. Miró una vez más a mi izquierda y me miró a mí y miró a mi izquierda y a mí.

–Pero ¿qué pasa? -volvió a preguntar Luisa desde su cama. Su voz era temerosa, expresaba un temor mezclado interior y exterior, tenía miedo de lo que le ocurría en el cuerpo, tan lejos de casa, y de lo que no sabía que estaba ocurriendo, allí en el balcón y en la calle, o me estaba ocurriendo a mí y no a ella, los matrimonios se acostumbran en seguida a que todo les pase a ambos. Era de noche y nuestra habitación seguía a oscuras, debía sentirse tan ofuscada que ni siquiera encendía la lámpara de la mesilla a su lado. Estábamos en una isla.

La mujer de la calle se quedó con la boca abierta sin decir nada y se llevó la mano a la mejilla, la mano que se fue deslizando decepcionada y avergonzada y mansa hacia abajo desde lo alto. Ya no había malentendido. —Ay perdone —me dijo al cabo de unos segundos—. Lo confundí a usted. En un instante se le había disipado todo el humo, y había comprendido —eso era lo más grave– que tenía que seguir esperando, quizá donde había quedado al principio, ya no bajo los balcones, tendría que regresar al punto elegido originalmente, al otro lado de la calle más allá de la explanada, para arrastrar allí con celeridad e inquina su tacón afilado tras sus dos o tres pasos, tres hachazos y espuela, o espuela después de las hachas. Era una persona repentinamente desarmada, dócil, había perdido toda su cólera y sus energías, y creo que no le importaba tanto lo que yo pudiera pensar de su equivocación y mal genio —al fin un desconocido para sus ojos verdes– cuanto darse cuenta de que su cita corría aún el riesgo de no tener lugar. Me miraba con su gris mirada de pronto absorta, con un poco de disculpa y un poco de indiferencia, de disculpa lo justo, pues era la amargura lo que prevalecía. Irse o esperar de nuevo, tras haber concluido la espera.

–Descuide —dije yo.

–¿Con quién hablas? —me preguntó Luisa, quien sin mi asistencia iba saliendo de su estupor, aunque no de las tinieblas (la voz era algo menos ronca y su pregunta más concreta; quizá no se explicaba que fuera de noche).

Pero aún no le contesté ni me llegue hasta la cama para apaciguarla y ponerle en orden las sábanas, porque en ese momento se abrieron con ruido las puertas del balcón de mi izquierda y vi asomar dos brazos de hombre que se apoyaron en la barandilla de hierro, o la asieron como si fuera una barra móvil, y luego llamaron:

–¡Miriam!

La mulata, indecisa y confundida, volvió a mirar hacia arriba, ahora ya sin duda hacia mi izquierda, sin duda hacia el balcón que se había abierto y hacia los brazos fuertes que eran cuanto yo veía, los brazos largos del hombre en mangas de camisa, las mangas arremangadas, blancas, los brazos velludos, tanto o más que los míos. Yo había dejado de existir, había desaparecido, también estaba arremangado, me había subido las mangas al salir al balcón para acodarme, hacía rato, pero ahora había desaparecido por ser yo otra vez, es decir, por ser para ella nadie. En el dedo anular de su mano derecha el hombre llevaba una alianza como la mía, sólo que yo la llevaba en la izquierda, desde hacía dos semanas, poco tiempo, no me había acostumbrado. También el reloj, negro y de gran tamaño, se lo ponía ese hombre en la muñeca del mismo brazo y yo en la del otro, en cambio. Sería zurdo. La mulata no llevaba reloj ni anillos. Pensé que la figura de aquel individuo debía de haberle resultado visible a medias durante todos aquellos minutos, a diferencia de la mía, enteramente visible por estar asomada y acodada sobre la barandilla inmóvil.

Ahora era al revés, la mía había sido borrada de golpe y resultaba invisible, y en cambio era al hombre a quien yo no veía, como tampoco a Luisa, seguía dándole la espalda. Quizás aquel sujeto se había ido echando atrás y adelante, siempre sin abrir las puertas, según se hubiera visto o no enfocado por los ojos color ciruela de la mujer de la calle, su mirada miope e inofensiva. Había estado jugando con ventaja a dejarse ver y esconderse, ninguna de las dos cosas, y ella tenía razón por tanto, su cita ya había subido al hotel sin molestarse en advertírselo, para verla esperar enfrente y en la distancia, para contemplarla en sus breves y dolidos paseos de un lado a otro y luego en su trompicado avance y en su caída, calzarse, como también había tenido yo oportunidad de observarla.

Lo curioso fue que la reacción de Miriam no tuvo nada que ver con la que me había dedicado a mí al tomarme por otro, por el que era aquel hombre de brazos fuertes y velludos y largos y reloj y anillo de zurdo. Al verlo a él ya con certeza, al ver a quien había esperado tanto y oírle llamarla, no hizo ningún gesto ni gritó nada. No le insultó ni le amenazó ni le dijo 'Voy por ti' o 'Yo te mato' con el brazo desnudo y los dedos raudos, tal vez porque, a diferencia de mí mientras fui él para ella, él le había hablado o había dicho su nombre. A la mujer le cambió la expresión: fue de alivio, un instante, y con prontitud —casi con un agradecimiento sin destinatario—, con más garbo en sus pasos del que hasta entonces había mostrado (como si de repente caminara descalza y sus piernas no fueran tan recias), acabó de recorrer el tramo que la separaba del hotel y entró en el con su gran bolso negro ahora aligerado, desapareciendo así de mi campo visual sin decirme más palabras, reconciliada con el mundo durante aquellos pasos. El balcón de mi izquierda volvió a cerrarse y volvió luego a abrirse para quedar entornado, como si el aire lo hubiera empujado o el hombre se lo hubiera pensado mejor un segundo más tarde de cerrar esas puertas (pues no hacía aire) y no supiera bien cómo iba a querer tenerlas cuando la mujer ya estuviera con él arriba, en seguida (la mujer estaría subiendo por la escalera). Y entonces yo, finalmente (pero había pasado muy poco tiempo, así que Luisa debía aún sentirse recién despertada), abandoné mi puesto y encendí la lámpara de la mesilla de noche y me acerqué solícito hasta la cabecera de nuestra cama, solícito pero con retraso.

Ese retraso es para mí inexplicable y ya entonces lo lamenté de veras, no porque tuviera la menor consecuencia sino porque pensé que podía significar, en un exceso de escrupulosidad y celo. Y si bien es cierto que ese marital retraso lo asocié de inmediato al primer malestar de que he hablado, y al hecho de que desde nuestro matrimonio me fuera cada vez más difícil pensar en Luisa (cuanto más corpórea y continua, más relegada y remota), la aparición del segundo malestar que también he mencionado no se debió a mi contemplación lacónica de la mulata y a mi brevísima negligencia, sino más bien a lo que vino luego, es decir, a lo que sucedió cuando ya había atendido a Luisa y le había secado el sudor de la frente y los hombros y le había desabrochado el sostén para que no le tirara, dejando que fuera ella quien decidiera conservarlo puesto aunque suelto, o quitárselo. Con la luz Luisa se despejó un poco y quiso beber, y al beber un poco se sintió mejor, y al sentirse un poco mejor estuvo dispuesta a hablar un poco, y cuando se serenó y notó las sábanas menos pegajosas y se vio más compuesta con la cama en orden, y sobre todo comprendió y se hizo a la idea de que ya era de noche y de que, lo quisiera o no, el día había terminado para ella sin posibilidad de reanudar nada y no le restaba más que intentar hacer caso omiso de su enfermedad y sepultarla en el sueño hasta la mañana siguiente, en la que presumiblemente todo volvería a la normalidad algo anómala de nuestro viaje de novios y su cuerpo se habría arreglado y sería otra vez corpóreo, entonces se acordó de mi descuido que seguramente ella no había percibido como tal descuido, o bien lo que recordó fue que yo le había dicho 'Descuide' a alguien desconocido que estaba en la calle y que desde allí habían ascendido voces y gritos oídos en sueños o en su duermevela, que la habían despertado y acaso asustado.

–¿Con quién hablabas antes? —me preguntó otra vez. No vi razón para no decirle la verdad, y sin embargo tuve la sensación de no hacerlo al hacerlo. En esos momentos yo tenía en la mano una toalla con la punta humedecida y me disponía a refrescarle la cara, el cuello, la nuca (se le había pegado su pelo largo alborotado, y algunos cabellos sueltos le atravesaban la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerla un instante). —Con nadie, con una mujer que me confundió. Confundió nuestro balcón con el de al lado. Debía ser corta de vista, sólo cuando estuvo muy cerca vio que yo no era el hombre con quien había quedado. Ahí. —Y señalé la pared que ahora nos separaba de Miriam y el hombre. En esa pared había una mesa y sobre ella un espejo en el que, según nos moviéramos o incorporáramos, podíamos vernos desde la cama.

–Pero ¿por qué te gritaba? Me ha parecido que gritaba mucho. O no sé si lo he soñado. Tengo mucho calor.

Dejé la toalla a los pies de la cama y le acaricié varias veces la mejilla y el mentón redondeado. Sus grandes ojos oscuros miraban aún nebulosos. Si había tenido fiebre ya le había bajado.

–Eso no lo puedo saber yo, puesto que en realidad no era a mí a quien gritaba, sino al otro por quien me tomó. A saber qué se habrán hecho, el uno al otro. Mientras me ocupaba de Luisa había oído (pero sin atender, porque atendía a Luisa y estaba haciendo a la vez varias cosas y yendo de la habitación al baño y del baño a la habitación) cómo llegaban los tacones hasta la puerta de al lado y ésta se abría sin que llamaran a ella, y a partir del leve chirrido fue rápido) y el suave golpe al cerrarse de nuevo (que fue muy lento), sólo un murmullo indistinguible, susurros de palabras que no podían individualizarse pese a ser pronunciaos en mi propia lengua y a que, según el sonido de poco antes, el balcón de ellos había quedado entornado y yo no había errado el nuestro. A la preocupación por mi indebido retraso se unió otra, y fue mi preocupación por la sensación de risa. Sentí que tenía prisa no sólo por tranquilizar a Luisa y estirarle las sábanas y paliar en lo posible los efectos de su enfermedad efímera, sino también porque no me hiciera más preguntas y se durmiera de nuevo, pues no había tiempo para acería participar de mi curiosidad ni ella estaba en condiciones de interesarse por nada externo a su cuerpo, y mientras cruzábamos algunas palabras y yo iba al cuarto de baño a mojar el pico de una toalla y le daba de beber y le acariciaba el mentón que me gustaba mucho, los pequeños ruidos que yo mismo iba haciendo y nuestras propias frases cortas y discontinuas me impedían prestar atención y aguzar el oído en busca de la individualización del murmullo contiguo, que tenía prisa por descifrar.


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