Текст книги "Corazón Tan Blanco"
Автор книги: Javier Marias
Жанр:
Современная проза
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–Quizá no pueda dar más, pero en cambio puede dejar de ser una carga, esa es la ganancia futura que hay con ella. Podría dejar de ser una carga si Guillermo se casara con ella un día. También hay hombres así.
–¿Hombres cómo?
–Hombres que se aburren consigo mismos y sólo se ocupan de su relación con otro, o con otra. A esos hombres leí conviene que les den la lata, la lata los ayuda a pasar de un día a otro, los entretiene, los justifica, igual que a las mujeres a las que se la dan.
–Ese Guillermo no es así —sentenció Luisa (los dos somos sentenciosos). Ahora sí me miró, aunque de reojo, una mirada desconfiada—heredada la desconfianza—, o eso me pareció. Había una pregunta posible y aun probable y aun obligada, pero podía hacerla ella o podía hacerla yo: '¿Por qué te has casado tú conmigo?'. O bien: '¿Por qué crees que me he casado yo contigo?'. —Custardoy me preguntó esta tarde por qué me había casado contigo. —Esa fue mi manera de hacer y no hacer la pregunta.
Luisa se dio cuenta de que lo esperable era que ella dijera: '¿Y qué le contestaste?'. También podía callar, tiene tanta conciencia de las palabras como yo, somos de la misma profesión, aunque ella trabaje menos ahora. Calló de momento, con el mando a distancia dio otro repaso rápido a los canales, fue cuestión de segundos, volvió a quedarse o restituyó a Jerry Lewis, que bailaba ahora con un hombre muy bien trajeado en un enorme salón vacío. Ese hombre, lo reconocí y lo recordé al instante, era el actor George Raft, especializado durante muchos años en papeles de gángster y consumado bailarín de boleros y
rumbas, actuaba en la famosa Scarface. Jerry Lewis había puesto en duda que él fuera él ('Oh, vamos, usted no es George Raft, se le parece, pero no es él, qué más quisiera que ser George Raft') y lo obligaba a bailar un bolero para demostrar que bailaba el bolero como George Raft y era por tanto Raft. Los dos hombres bailaban agarrados en medio del salón vacío y a oscuras, sus dos figuras iluminadas por un foco. Era una escena cómica y era una escena rara. Bailar como alguien con un incrédulo para demostrarle a ese incrédulo que se es ese alguien. Aquella escena era en color y las otras habían sido en blanco y negro, quizá aquello no era ninguna película sino una antología del cómico. Al parar de bailar y separarse con timidez, recuerdo que Lewis le decía a Raft como si le hiciera un favor: 'Está bien, creo que es usted el auténtico Raft (pero seguíamos sin sonido y yo no lo oía ahora, las palabras eran un recuerdo de mi infancia inexacto en ingles quizá habría dicho 'te real Raft' o 'Raft himself). Luisa no dijo '¿Y que le contestaste?', sino: – ¿Y le contestaste? —No. Él sólo quiere saber de la cama, lo que en realidad me preguntaba era eso. —Y no le contestaste. —No.
Luisa se echó a reír, de pronto había recobrado su buen humor. —Pero esa es una conversación de niños —dijo riendo. Creo que me sonrojé un poco, en verdad me sonrojaba por Custardoy, no por mí, ellos entonces no se conocían apenas y por eso, ante ella, me sentía responsable de Custardoy, que venía de mí, un antiguo amigo, no exactamente, uno se siente responsable de cuanto puede avergonzarle y todo puede avergonzar ante quien se ama (al principio de amarlo), es también por eso por lo que se traiciona a cualquiera, pero sobre todo se traiciona al propio pasado, del que se abomina y renuncia (en él no estaba ella, que es quien nos salva y nos hace mejores, quien nos enaltece, o eso creemos mientras la queremos). —Por eso no quise entrar —dije. —Qué lástima —dijo ella—. Ahora podrías contarme lo que le dijiste.
Ahora era yo quien no tema ganas de reír, tantas veces se va a destiempo por cuestión de segundos. Pero la risa suele esperar.
Estaba incómodo. Me había avergonzado. Guardé silencio. Por qué contar. Luego dije:
–Así que tú no crees que Guillermo vaya a matar nunca a su mujer enferma. – Volví a La Habana y a lo que la había hecho ponerse seria. Quería que volviera a estar seria.
–Que va a matar, qué va a matar —contestó muy segura—. Nadie mata a nadie porque se lo pida otro que puede marcharse. O lo habría hecho ya, las cosas difíciles parecen posibles en cuanto se las piensa un poco, pero se hacen imposibles si se las piensa de más. ¿Sabes lo que pasará? El hombre dejará de ir a Cuba algún día, se olvidarán, él seguirá casado la vida entera con su mujer, enferma o no, y sí lo está hará lo posible por que se cure. Es su garantía. Seguirá teniendo amantes, procurará que sean de las que no dan la
lata. Por ejemplo, también casadas.
– ¿Eso es lo que te gustaría?
– No, eso es lo que pasará. ,
– ¿Y ella?
—Ella es menos previsible. Puede encontrar a otro hombre pronto y lo que viva con él le parecerá poco o nada. También puede matarse como anunció, cuando vea que es verdad que él ya no viene. También puede esperar y después recordar. En todo caso está vendida. Las cosas nunca saldrán como ella quiere. —Se dice que la gente que lo anuncia no se mata. —Qué tontería. Hay de todo.
Le quité de las manos el mando a distancia. Dejé en la mesilla de noche el libro que había tenido todo el rato entre las mías, sin leer una línea. Era Pnin, de Nabokov, No lo he acabado y me estaba gustando mucho.
– ¿Y qué hay de mi padre, y de mi tía? Ahora resulta que se mató, según Custardoy.
–Si quieres saber si se lo anunció tendrás que preguntarle. No quieres que yo le
pregunte, ¿verdad?
Tardé un poco en contestar:
–No. —Me quedé pensando y luego dije—: Creo que no. Tengo que pensármelo más.
Puse el sonido a la antología cinematográfica de Jerry Lewis. Luisa apagó la luz de su lado y se dio la vuelta como si fuera a dormir. —En seguida apago —le dije yo.
–No me molesta la luz. Si puedes quitarle el sonido a la televisión, por favor. Jerry Lewis estaba ahora en el anfiteatro de un cine con una bolsa de palomitas en la mano, antes de empezar la función. Al aplaudir se le caían todas sobre la cabeza de una digna señora de pelo blanco, sentada delante. 'Oh, señora', decía, 'le han caído palomitas en el cabello, déjeme que se las quite', y en quince segundos le destrozaba completamente a la señora el recogido peinado. 'Oh, estése quieta un momento', le decía mientras le revolvía y manoseaba el pelo, convertido en el de una ménade. 'Vaya pelo', le reprochaba. Solté una carcajada, esa escena tan breve no la había visto de niño, estaba seguro, era la primera vez que la veía y oía.
Apagué el sonido de nuevo, como me había pedido Luisa. No tenía sueño, pero cuando dos duermen juntos tiene que haber un mínimo acuerdo respecto a los horarios de acostarse y levantarse, de comer y cenar, el desayuno es otra cosa, pensé que no había comprado leche, Luisa se irritaría por la mañana, yo había quedado en ocuparme. Aunque tiene buen carácter. —Se me ha olvidado comprar la leche —le dije. —Bueno, ya bajaré yo un momento —contestó ella. Apagué la televisión y la habitación quedó a oscuras, mi luz no había sido encendida porque no llegué a leer. Durante unos segundos no vi nada, luego mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad, no mucho nunca, a Luisa le gusta dormir con la persiana bajada, a mí no. Me di la vuelta y le di la espalda, no nos habíamos dado las buenas noches, pero quizá no haría falta que nos las diéramos siempre, cada noche a lo largo de futuros años. Pero aquella noche tal vez sí, todavía. —Buenas noches —le dije. —Buenas noches —respondió ella.
Al dárnoslas no nos habíamos llamado nada, ninguno de los apelativos habituales, las parejas no son capaces de no tenerlos, varios, o al menos uno para creer que son otros o no siempre los mismos y evitar llamarse por sus verdaderos nombres, que guardan para cuando se insultan o están enfadados o bien tienen que darse una mala noticia, por ejemplo que alguien va a ser dejado. Mi padre habría recibido apelativos de tres mujeres al menos, todo le habría sonado igual, parecido, una repetición, se habría confundido, o tal vez no, con cada mujer habría sido distinto, cuando les hubiera dado una mala noticia las habría llamado Juana, y Teresa, y otro nombre que yo desconozco pero él no habrá olvidado. Con mi madre había dispuesto de largos años, con mi tía Teresa casi no había tenido tiempo, quizá tan poco como el que Luisa y yo llevábamos casados, para ellos no había habido futuros años, ni siquiera meses, se había matado según Custardoy. Y la tercera que fue la primera, cuánto habría durado, qué se habrían llamado al despedirse y darse la espalda o sólo ella a él o sólo él a ella y abrazarse cada uno por separado a la compartida almohada (y esto es un decir, porque siempre hay dos almohadas).
–Yo no querré saberlo si piensas matarme un día —le dije a oscuras a Luisa. Quizá sonó en serio, porque entonces ella se volvió y noté de inmediato su roce que había perdido desde hacía rato, su pecho conocido contra mi espalda, y al instante me sentí respaldado. Me di la vuelta, y entonces noté sus manos sobre mis sienes, que me acariciaban o me reñían, y noté sus besos en nariz, ojos y boca, en mentón, frente y mejillas (es todo el rostro). Mi rostro se dejó besar cuanto en el rostro es besarle, porque en ese momento, tras aquella frase —tras darle la cara—, ya era yo quien la protegía a ella, y la respaldaba.
No mucho después, como he dicho, pasado el viaje de novios y también el verano, hube de empezar a ausentarme por mi trabajo de traductor e intérprete (ahora más bien intérprete) en los organismos internacionales. El acuerdo con Luisa era que ella trabajara menos durante un tiempo y se dedicara a montar nuestra casa común y nueva (artificiosamente), hasta que pudiéramos hacer coincidir al máximo nuestras presencias y ausencias o bien, incluso, cambiáramos de empleo. En otoño, a mediados de septiembre, da comienzo en Nueva York el periodo de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se prolonga durante tres meses, y allí hube de irme, como otros años en los que aún no conocía a Luisa, en mi calidad de temporero (se necesitan unos cuantos durante la Asamblea), ocho semanas interpretando para luego volver a Madrid y no moverme ni interpretar al menos durante otras ocho.
Uno no se divierte en esas ciudades, ni siquiera en Nueva York, porque uno está allí trabajando de mala manera durante cinco días a la semana, y los dos restantes resultan tan falsos (como un inciso) y uno está tan exhausto que sólo puede dedicarse a recobrar fuerzas para la siguiente semana, pasear un poco, mirar de lejos a los toxicómanos y a los delincuentes futuros, ir de tiendas (por suerte está abierto casi todo en domingo), leer el New York Times gigantesco durante todo el día, beber zumos energéticos o de tuttifrutti y ver la televisión de noventa canales (es fácil que en alguno de ellos aparezca Jerry Lewis). Uno quiere descansar el oído y la lengua, pero es imposible, acaba siempre escuchando y hablando, aunque esté solo. No es mi caso. La mayoría de los llamados temporeros alquila un escuálido apartamento durante su estancia, siempre más barato que un hotel, un apartamento amueblado de cocina empotrada, y todos dudan si cocinar allí y soportar el olor de lo que van a comer o han comido o bien almorzar y cenar siempre fuera, lo cual resulta fatigoso y muy caro en una ciudad en la que nada cuesta lo que se dice que cuesta, sino un quince por ciento más en concepto de obligada propina en los restaurantes y luego un ocho por ciento suplementario para todas las cosas en concepto de impuesto local neoyorquino (un abuso, en Boston es sólo el cinco). Yo tengo la suerte de tener en esa ciudad una amiga española que con gran amabilidad me aloja durante mis ocho semanas asamblearias. Vive allí permanentemente, es una colega que trabaja como intérprete fija para las Naciones Unidas, lleva en Nueva York doce años, tiene una casa agradable y no escuálida, en la que puede cocinarse de vez en cuando sin que el olor a comida invada el salón y los dormitorios (en los apartamentos raquíticos, como es sabido, todo es uno). La conozco desde hace aún más años de los que lleva fuera de España, la conozco de la Universidad, ambos éramos estudiantes aunque ella cuatro años mayor que yo, lo cual significa que ahora tiene treinta y nueve y que tenía uno menos cuando yo estuve allí después de mi matrimonio, en esa ocasión de la que estoy hablando o de la que me dispongo a hablar. Entonces, cuando éramos estudiantes, esto es, en Madrid y hace ya quince años, nos acostamos dos veces aisladas, o quizá fueron tres o puede que cuatro (no más), seguramente ninguno de los dos nos acordamos bien de esas veces, pero sin embargo sabemos de ellas, y el conocimiento de ese dato, mucho más el conocimiento que el hecho mismo, nos hace tratarnos con delicadeza en nuestro caso y a la vez con gran confianza, quiero decir que nos lo contamos todo y nos decimos palabras de consuelo o distracción o ánimo cuando advertimos que esas palabras nos son necesarias al uno o al otro. También nos echamos de menos (vagamente de menos) cuando no estamos juntos, una de esas personas (en la vida de cada cual hay cuatro o cinco, y de ellas se sufre en verdad la pérdida) a las que uno está acostumbrado a informar de lo que le ocurre, es decir, en las que uno piensa cuando le sucede algo, divertido o dramático, y para las que uno acumula hechos y anécdotas. De buena gana se aceptan reveses porque van a relatarse a esas cinco personas. 'Esto tengo que contárselo a Berta', piensa uno (pienso yo muchas veces).
Berta tuvo un accidente de carretera hace seis años. Una pierna le quedó destrozada, con múltiples fracturas abiertas, padeció una osteomielitis, se pensó en amputarla, se la salvo por fin pero perdió parte del fémur, que hubo que acortarle, por lo que desde entonces cojea un poco. No tanto como para no llevar zapatos de tacón (y los lleva con garbo), pero el tacón de uno ha de ser siempre un poco más largo y grueso que el del otro zapato, se los hacen especiales. En esos desiguales tacones no se fija uno si no está advertido, pero si se fija en que cojea un poco, sobre todo cuando está agotada o encasa, donde no hace esfuerzos para ennoblecer los andares: se abandona al cerrar tras de sí la puerta y guardar en el bolso la llave, ya no disimula, se le duplica la cojera. También le quedó una cicatriz en la cara, es algo leve, tan leve que no ha querido corregírsela mediante cirugía, es como una media luna en la mejilla derecha que a veces, cuando ha dormido mal o ha tenido un disgusto o está muy cansada, se le oscurece y se le hace más visible. Entonces, durante unos instantes, creo que tiene una mancha, que se ha tiznado, y se lo digo. Es la cicatriz', me recuerda, que se ha puesto azul o morada. Estuvo casada cuando era más joven, en parte fue por eso por lo que se marchó a América y buscó allí empleo. Se divorció a los tres años, se volvió a casar dos después y uno más tarde se divorció de nuevo. Desde entonces nada le ha durado mucho. Desde hace seis, tras el accidente, se ha sentido vieja injustificadamente y descree de sus posibilidades para conquistar a nadie (duraderamente, se entiende). Es una mujer guapa, con unos rasgos que no fueron nunca muy juveniles y que por tanto no la han hecho cambiar apenas desde los tiempos de la Universidad. Tendrá en la vejez un aspecto agradable, sin esas transformaciones que hacen irreconocibles algunos rostros de nuestro pasado, o nuestro rostro, que nunca miramos adecuadamente. Pero por injustificado que a mi parecer sea su sentimiento, lo cierto es que lo tiene y aunque aún no ha claudicado ni se ha dado de baja, su relación con los hombres ha estado viciada en los últimos tiempos por ese sentimiento obsesionante e involuntario, una relación angustiada, todavía no indiferente, como probablemente lo será dentro de ya no mucho. En estos años, cada vez que he pasado mi temporada de temporero en la ciudad en que vive, han entrado y salido del piso numerosos individuos (la mayoría norteamericanos, algunos españoles, hasta algún argentino; la mayoría llegaban acompañándola, otros llamaban y la citaban fuera, pocos venían a recogerla, alguno hasta tenía llave) que no han mostrado el menor interés en conocerme y que por tanto no debían de tener el menor interés en ella (interés a largo plazo, quiero decir, uno desea conocer e incluso ser grato a los amigos de quien puede estar con nosotros durante algún tiempo). Cada uno de esos individuos la ha decepcionado o la ha abandonado, en muchas ocasiones tras una sola noche compartida. En cada uno de esos individuos ella ha puesto ilusión, en nadie ha dejado de ver un proyecto, incluso la primera noche que tantas veces prometía ser la última, y lo cumplía. Cada vez le es más difícil retener a nadie y cada vez lo intenta con mayor ahínco (aún no le ha llegado, digo, la hora de la indiferencia, tampoco la del cinismo).
Cuando yo estuve allí tras mi boda, de mediados de septiembre a mediados de noviembre, hacía ya dos años que había empezado a probar con las citas convenidas a través de agencia y también, desde hacía uno, a escribir a las secciones de contactos personales (personals, se llaman) de periódicos y revistas. Se había hecho un vídeo para la agencia, que desde allí—previo pago– se enviaba a los interesados en alguien como ella. La expresión es absurda, pero es la que se utiliza y Berta misma utiliza, 'gente interesada en alguien como yo', es decir, Berta acercándose a un modelo anterior pero inexistente en vez de crear el propio. En ese vídeo ella hablaba sentada en su sofá (me lo mostró, conservaba el original, los de la agencia hacían y mandaban copias), estaba guapa, muy arreglada, parecía serena, parecía más joven, hablaba en inglés frente a la cámara, al final dejaba caer algunas frases convencionales en español para atraer a otros españoles solitarios posibles, residentes o de paso, o a quienes gustan de un toque exótico o a los que en América llaman hispanos. Hablaba de sus gustos, de sus aficiones, de sus ideas (no muchas ideas), no de su trabajo, mencionaba su accidente, mencionaba su leve cojera con una sonrisa exculpatoria, era obligado confesar los defectos físicos para que nadie se llamara a engaño; luego se la veía por casa, regando las plantas, hojeando un libro (era de Kundera, un fallo), con música de fondo (se oía un violoncello de Bach al fondo, un tópico), con delantal en la cocina, escribiendo cartas ante una mesa con luz eléctrica. Eran muy breves los vídeos, unos tres o cinco minutos, todos plácidos. Ella (empleo el plural por eso) también los recibía previo modesto pago, los vídeos de hombres que habían o no visto el suyo y querían conocerla o darse a conocer a desconocidas. Recibía un par de ellos cada semana, durante mi estancia los veíamos juntos, nos reíamos, yo la aconsejaba, aunque me sentía incapaz de aconsejarla en serio, me parecía tan sólo un juego, me resultaba difícil creer que ella pudiera hacerse ilusiones con ninguno de aquellos individuos. Tenían que ser individuos anómalos, raros y no muy de fiar, pensaba yo, para prestarse a aquello. Cuando pensaba esto olvidaba que Berta también se prestaba, y era mi amiga, y digna de confianza. La agencia era bastante seria, o al menos así se presentaba, todo estaba controlado hasta el primer encuentro, no había nada de muy mal gusto, censuraban los vídeos si hacía falta, todo era plácido. En los contactos personales por correspondencia la cosa variaba, allí no había control de ninguna clase, ningún intermediario, y en seguida se entraba en materias camales, los corresponsales pedían al instante vídeos insinuantes y luego lascivos, decían palabras audaces, gastaban bromas repugnantes que a Berta ya no se lo parecían tanto, nada repugna de lo que se forma parte, nada de lo que se convierte en costumbre. Al poco tiempo no se interesó ya apenas por lo que le llegaba a través de la agencia, aunque seguía solicitando cintas para creer que aún contaba con el mundo plácido, sino que se carteaba y se cruzaba vídeos con hombres extraños o más anómalos, gente con cara y cuerpo pero todavía sin nombre, gente con iniciales o con apodos, recuerdo algunos de los que me hablaba, 'Taurus', 'VMF', 'De Kova The Graduate', 'Weapons', 'MC' 'Humbert', 'Sperm Whale' o 'Gaucho', esos eran sus sobrenombres. Todos sonreían ante la cámara con desenfado, vídeos caseros, sin duda se habían filmado a solas, ellos solos en casa, hablando a nadie, a alguien desconocido o por conocer, o tal vez al mundo que los ignoraba. Algunos le hablaban desde la almohada, recostados en la cama y en calzoncillos o trajes de baño minúsculos, metiendo estómago, con el tórax untado de aceite como si fueran atletas. Pero no lo eran. Los más atrevidos (cuanta más edad más osados) aparecían desnudos, erectos pero hablando como si nada, sin mencionar lo que no resultaba conspicuo demasiadas veces. Berta se reía al verlos y yo también me reía, pero con desazón, porque sabía que Berta, después de reírse, le contestaría a alguno, y le mandaría su video, y quedaría con él y acaso vendría con él al apartamento.
Y en esas ocasiones, tras cerrar la puerta y guardar en el bolso la llave, seguiría enderezando el paso, y aunque estuviera ya en casa no cejaría en su esfuerzo por disimular la cojera, al menos no hasta llegar a la alcoba, sobre una cama no se anda.
A las dos semanas de llegar yo a Nueva York en el año de mi matrimonio, Berta (era un fin de semana, también el segundo y ya con el inicio de la acumulación del cansancio) me enseñó una carta que le había llegado al apartado de correos que tenía alquilado para recibir sus personáis. Solía dármelas a leer cuando yo estaba allí por compartir la diversión (la pena, luego, la compartía menos), pero en este caso también quería comprobar si yo veía en la carta lo mismo que ella. —A ver qué te parece —me dijo al alcanzármela.
La carta estaba escrita en inglés y a máquina y no decía gran cosa, el tono era desenvuelto pero educado, hasta un poco sobrio para esa clase de correspondencia. El individuo había visto el anuncio de Berta en la sección de personáis de una revista mensual y se mostraba interesado en establecer contacto. Mencionaba que iba a estar en la ciudad un par de meses (lo cual, se daba cuenta, podía ser un atractivo pero también disuasorio), y añadía que sin embargo venía a Manhattan con bastante frecuencia, varias veces al año (lo cual era prometedor y cómodo, decía, garantizaba que no iba a ser un agobio). Como si no tuviera costumbre de escribir este tipo de cartas e ignorara que lo normal es empezar utilizando un pseudónimo o un apodo o las iniciales, se disculpaba por firmar sólo 'Nick' (la firma a mano), y lo justificaba aduciendo que, al trabajar 'en una arena o campo muy visible o expuesto ('as I work in a very visible arena', eran sus palabras exactas), debía ser muy discreto de momento, si no reservado, si no secreto. Así decía, 'si no reservado, si no secreto'. Tras leer la carta le dije a Berta lo que Berta esperaba: —Esta carta la ha escrito un español.
El inglés era bastante correcto, pero con algunas indecisiones, una falta inconfundible y varias expresiones no ya poco inglesas, sino que parecían una traducción demasiado literal del castellano: tanto Berta como yo como Luisa estábamos muy acostumbrados a detectar estas transparencias de nuestros compatriotas cuando hablan o escriben lenguas. Si el hombre era español, sin embargo, resultaba caprichoso o absurdo que se dirigiera a Berta en inglés, ya que el anuncio que ella iba poniendo y pagando cada mes en esa revista proclamaba antes que nada su origen: 'Young woman from Spain...', así empezaba, aunque se avergonzaba un poco, a la hora de las citas, de haberse presentado como 'young' todavía: al salir se encontraba asquerosa y se veía todas las arrugas, hasta después del colágeno, hasta las que no existían. De la carta de 'Nick' la intrigaba sobre todo la 'arena muy visible'.
La verdad es que desde el comienzo de su trato o pretratos con desconocidos nunca la había visto tan excitada tras un primer contacto. '¡Una arena muy visible!', exclamaba y repetía riendo un poco, a medias por lo pretencioso y cómico de la frase, a medias por el entusiasmo de la esperanza. '¿En qué trabajará? Una arena muy visible, eso suena a cine o televisión. ¿Será un locutor? Hay varios que me gustan, pero claro, si es español entonces ya no sé, no los conozco, pero a lo mejor tú sí. Se quedaba pensando, y al cabo de un rato añadía: 'A lo mejor es un deportista, o un político, aunque no creo que un político se arriesgue a estas cosas. Aunque en España la gente es muy descarada. Decir que trabaja en una arena muy visible es como decir que es famoso. Por eso querrá hacerse pasar de entrada por americano. ¿Quién podrá ser?'. —Puede que lo de la arena sea falso, una artimaña para darse aires y despertar interés. Contigo lo está consiguiendo.
–Puede ser, pero en todo caso la expresión tiene su gracia. Arena. Aunque es muy americana, y si es español, ¿de dónde la habrá sacado? —De la televisión, donde se aprende todo. También puede que no sea nada famoso pero él crea que sí lo es. A lo mejor es un agente de bolsa, o un médico, o un empresario, y se cree importante y por ello expuesto, cuando nadie conoce a esa gente, sobre todo aquí en América.
Yo le jaleaba los hallazgos y las ilusiones, era lo menos que podía hacer. Esto es, lo menos que podía hacer era escucharla, prestar atención a su mundo, alentarla, dar importancia a las cosas a las que se la daba ella y mostrarme optimista, esa es la función primera de la amistad, a mi parecer. —A lo mejor es un cantante —decía ella. —A lo mejor es un escritor —contestaba yo.
Berta contestó al apartado de correos que 'Nick' le indicaba, 'P.O. Box', así se llama un apartado en inglés, todo el mundo los utiliza, hay millones de ellos repartidos por todo el país. Pero si durante mis estancias Berta no dejaba de enseñarme ninguna carta ni vídeo de corresponsal ninguno, no hacía lo mismo con sus respuestas escritas, que enviaba sin guardar copia y sin dejarme ver, y yo lo entendía, pues uno puede tolerar el juicio sesgado de los propios actos nunca visibles íntegramente y que cesan, pero no de las propias palabras íntegramente legibles y que permanecen (aunque el juicio frontal sea involuntario y benévolo por parte de quien lo forma, y no lo exprese).
Unos días más tarde le llegó la respuesta a su respuesta, otra carta que no dejó de mostrarme. Seguía estando en decoroso y dubitativo inglés, lengua en la que también Berta le había escrito, según me dijo, para no herirlo en sus conocimientos lingüísticos ni decepcionarlo, y era más breve y más salaz como si mi amiga lo hubiera invitado a ello, o tal vez no quizá en el segundo paso las mínimas formas imprescindibles en todo primer contacto tendían a desaparecer. Ahora no firmaba 'Nick', sino 'Jack', nombre que prefería 'esta semana', decía, y el nombre estaba de nuevo a mano, la c y la k eran idénticas en los dos. Le pedía ya un vídeo para conocer su rostro y su voz, y se disculpaba por no mandarlo todavía él (luego debía de haber sido Berta quien se lo había solicitado en primer lugar): al estar aún instalándose para sus dos meses en la ciudad, no había tenido tiempo de comprar una cámara o enterarse de en qué tipo de establecimiento podían hacérselo, lo enviaría la próxima vez.
En esta ocasión no hacía ninguna referencia a su arena ni contaba nada más de sí mismo, sólo hablaba un poco de Berta, a la que se dedicaba a imaginar brevemente (tres líneas) en la intimidad. Aún empleaba términos cursis y no groseros, frases propias de canciones confidenciales: 'Anticipo ya el momento de desnudarte y acariciar tu piel suave', cosas así.
Sólo al final, justo antes de la firma, 'Jack' se despedía con una picardía brutal, como si no hubiera podido contenerse: 'Quiero follarte', decía en inglés. Pero a mí me pareció que aquello estaba escrito en frío y a modo de recordatorio inclemente, no fuera a pensarse Berta que eso podía no figurar en el programa que estaban confeccionando.
O quizá era una manera de eliminar las previas cursilerías melódicas, o de calibrar el aguante y el vocabulario (la tolerancia léxica) de su corresponsal. Berta tenía aguante y humor para eso y más: seguía riéndose, le brillaban los ojos, cojeaba menos, se sentía halagada olvidando por un instante que para aquel hombre que la deseaba o quería follarla ella todavía no era más que unas letras, unas iniciales, la promesa de alguien, 'BSA', unas palabras escritas en una lengua que no era la de ella ni la de él; y que una vez que él la viera o viera su vídeo y ella fuera algo más, podría no ser ya deseada o ni siquiera follable, como le había ocurrido en alguna ocasión; y que después de cumplirse el deseo —si se cumplía– podía ser rehuida, como le pasaba casi todas las veces desde hacía tiempo, no sabía o no quería saber por qué.
Era consciente de todo eso (pasado el instante), pero contestó a 'Jack' como había contestado a 'Nick' y le mandó una copia de su vídeo de agencia y se puso a esperar. Durante los días de espera estaba nerviosa pero también animada, cariñosa conmigo como lo son las mujeres cuando tienen una ilusión, aunque ella conmigo siempre lo es. Una tarde que yo volví del trabajo antes que Berta y recogí el correo de su buzón se delató más que nunca. Nada más abrir la puerta y guardar la llave en el bolso (y no abandonarse en seguida a los andares domésticos, se lo impedía la concentración), vino a mí y me preguntó a toda prisa, sin saludarme antes:
–¿Has cogido tú el correo o es que no había nada?
–Lo he recogido yo. Está ahí en la mesita lo que hay para ti. Yo he tenido carta de Luisa.
Corrió a esa mesita y miró los sobres (uno, dos y tres), y ya no abrió ninguno hasta que se hubo despojado de la gabardina y hubo pasado por el cuarto de baño y por la nevera y se hubo calzado unos mocasines que la desequilibraban más.
Aquella noche no salimos ni ella ni yo, y mientras yo miraba el concurso Family
Feud en la televisión y ella leía (no Kundera por suerte), me dijo:
–Qué idiota estoy, estoy alterada, se me olvidan las cosas, antes he creído que