Текст книги "Corazón Tan Blanco"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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'Si no la matas me mato yo. Tendrás una muerta, o ella o yo'.
Guillermo no contestó esta vez, pero mi sobresalto y mi escalofrío eran previos a las frases de Miriam y se debían a la canción, que yo conocía de mucho antes porque esa canción me la cantaba mi abuela cuando era niño, o, mejor dicho, no me la cantaba, pues no era precisamente una canción para niños y en realidad formaba parte de una historia o cuento que, aunque tampoco era para niños, sí me contaba para meterme miedo, un miedo irresponsable y risueño. Pero además de eso, a veces, cuando estaba aburrida sentada en un sillón de su casa o la mía, abanicándose y viendo pasar la tarde mientras esperaba a que llegara mi madre a buscarme o a relevarla, canturreaba canciones sin darse cuenta, para distraerse sin el propósito de distraerse, canturreaba sin observar lo que nacía, con la misma desgana y desentendimiento con que Miriam había canturreado ahora ante un balcón entornado, y con el mismo acento. Era ese canto inconsciente que no tiene destinatario, el mismo canto de las criadas cuando fregaban los suelos o colgaban la ropa con pinzas, o pasaban la aspiradora o perezosos plumeros los días en que yo estaba enfermo y no iba al colegio y veía el mundo desde mi almohada oyéndolas a ellas en su matinal espíritu, tan distinto del vespertino; el mismo tarareo insignificante de mi propia madre cuando se peinaba o se iba poniendo horquillas ante el espejo o se colocaba peineta y se colgaba pendientes largos para ir el domingo a misa, ese canto femenino entre dientes (pinzas u horquillas entre los dientes) que no se dice para ser escuchado ni menos aún interpretado ni traducido, pero que alguien, el niño refugiado en su almohada o apoyado en el quicio de una puerta que no es la de su dormitorio, escucha y aprende y ya no olvida, aunque sólo sea porque ese canto, sin voluntad ni destinatario, es pese a todo emitido y no se calla ni se diluye después de dicho, cuando le sigue el silencio de la vida adulta, o quizá es masculina. Ese canto indeliberado y flotante debió de ser canturreado en todas las casas del Madrid de mi infancia todas las mañanas a lo largo de muchos años, como un mensaje sin significado que vinculaba a la ciudad entera y la emparentaba y armonizaba, un persistente velo sonoro y contagioso que la cubría, desde los patios hasta los portales, ante las ventanas y por los pasillos, en las cocinas y en los cuartos de baño, por las escaleras y en las azoteas, con delantales, mandiles y batas y con camisones y vestidos caros. Fue canturreado por todas las mujeres de aquellos tiempos que no están muy lejanos de estos, las criadas muy de mañana desperezándose, y las señoras o madres un poco más tarde, cuando se arreglaban para salir de compras o a algún recado superfluo, todas ellas igualadas y unidas por su continuo y común zumbido y acompañadas a veces por el silbido de los muchachos que no estaban en los colegios y que aún participaban, por eso, del mundo mujeril en que se desenvolvían: los chicos de las tiendas con sus bicicletas de reparto y sus pesadas cajas, los niños enfermos en sus camas salpicadas de tebeos y cromos y cuentos, los niños trabajadores y los niño inútiles, silbando y envidiándose mutuamente. Ese canto fu cantado en toda ocasión y a diario, con voces eufóricas y voces apesadumbradas, estridentes y decaídas, morenas y melodiosas y desafinadas y rubias, bajo todos los estados de ánimo y en cualquier circunstancia, sin que dependiera nunca de lo acontecido en las casas ni nunca lo juzgara nadie: como lo canturreó una doncella mientras miraba derretirse una tarta helada en la casa de mis abuelos, cuando aún no lo eran porque yo ni siquiera había nacido ni tenía posibilidad de hacerlo; y como lo silbó un muchacho ese mismo día y en esa misma casa al acercarse a un cuarto de baño en el que tal vez una mujer habría también tarareado algo llena de miedo y mojada de llanto y agua muy poco antes. Y ese canto lo cantaban las abuelas y también las viudas y las solteronas por las tardes con voz más quebradiza y tenue, sentadas en sus mecedoras o sofás o sillones vigilando y entreteniendo a los nietos o mirando de reojo retratos de personas ya idas o que no supieron retener a tiempo, suspirando y abanicándose, abanicándose su vida entera aunque fuera otoño y aunque fuera invierno suspirando y canturreando y contemplando transcurrir el transcurrido tiempo. Y a la noche, más intermitente y disperso, el canto podía seguir oyéndose en las alcobas de las mujeres afortunadas, aún no abuelas ni viudas ni ya solteronas, más quedo y más dulce o más vencido, el preludio del sueño y la expresión del cansancio, el mismo que Miriam me había permitido oír desde su habitación de hotel igual a la mía, ya de noche y con tanto calor en La Habana, durante mi viaje de novios con Luisa y mientras Luisa no cantaba ni decía nada, sino que apretaba su cara contra la almohada. Mi abuela cantaba sobre todo las canciones de su propia niñez, canciones de Cuba y de las ayas negras que la habían cuidado hasta los diez años, edad en que salió de La Habana para trasladarse al país al que ella y sus padres y sus hermanas creían pertenecer y conocían sólo de nombre, más allá del océano. Canciones o cuentos (ya no recuerdo o no los distingo) Con personajes animales de nombres absurdos, la Vaca Verum-Verum y el Monito Chirrinchinchín, historias tétricas o africanas, porque la Vaca Verum-Verum, recuerdo, era muy querida por la familia que la poseía, una vaca benefactora y amiga, una vaca como un aya o como una abuela, y sin embargo un día, acuciados por el hambre o por un mal pensamiento, los miembros de la familia decidían matarla y guisarla y comérsela, lo cual, comprensiblemente, la pobre Verum-Verum no perdonaba a personas tan próximas, y desde el momento en que cada miembro de la familia hubo probado un bocado de su carne troceada y ya vieja (y hubo por tanto incurrido en una especie de metafórica antropofagia), allí mismo, en el comedor, empezó a retumbar desde sus estómagos una voz cavernosa que ya nunca cesó y que repetía incansablemente con la voz que mi abuela ahuecaba al efecto sofocando la sonrisa: 'Vaca Verum-Verum, Vaca Verum-Verum, y así hasta siempre desde sus estómagos. En cuanto al Monito Chirrinchinchín, creo que he olvidado sus peripecias por demasiado atropelladas, pero en todo caso me suena que su suerte no era más benigna y que acababa igualmente ensartado en el asador de algún hombre blanco desaprensivo. Aquel canturreo que había cantado Miriam en la habitación de al lado no tenía ningún significado para Luisa, y en eso, en nuestro conocimiento o entendimiento de lo que estaba ocurriendo y se estaba diciendo a través del balcón y del muro, había ahora una diferencia segura al menos. Porque mi abuela solía contarme aquella breve o incompleta historia recibida de sus ayas negras, en cuyo simbolismo sexual meridiano jamás había reparado, por cierto, hasta aquel momento, el de oírsela a Miriam, o, mejor dicho, el de oírle el canto funesto y un poco cómico que formaba parte de esa historia que me contaba mi abuela para meterme un miedo poco duradero y teñido de broma (me enseñaba el miedo y a reír del miedo): la historia decía que una joven de gran hermosura y mayor pobreza era pedida en matrimonio por un extranjero muy rico y apuesto y con mucho futuro, un hombre extranjero que se instalaba en La Habana con los mayores lujos y los proyectos más ambiciosos. La madre de la muchacha, viuda y dependiente de su única hija o más bien del acierto de sus necesarias nupcias, no cabía en sí de contento y concedía su mano al extraordinario extranjero sin dudarlo un instante. Pero en la noche de bodas, desde la habitación de los recién casados a cuya puerta debía de hacer suspicaz o resabiada guardia, la madre oía cantar a su hija, una y otra vez a lo largo de la larga noche, su petición de auxilio: 'Mamita mamita, yen ven yen, serpiente me traga, yen yen yen'. La posible alarma de aquella madre codiciosa quedaba sin embargo apaciguada por la reiterada y estrafalaria contestación del yerno, que le cantaba una y otra vez a través de la puerta y a lo largo de la larga noche; 'Mentira mi suegra, yen yen yen, que estamos jugando, yen yen yen, al uso de mi tierra, yen yen yen'. A la mañana siguiente, cuando la madre y la suegra decidía entrar en la habitación de los novios para llevarles el desayuno y ver sus rostros de dicha, se encontraba con una enorme serpiente sobre la cama sanguinolenta y deshecha en la que en cambio no había rastro de su infortunada y promisoria y preciada hija.
Recuerdo que mi abuela reía tras contar esta macabra historia a la que quizá yo he añadido ahora algún detalle más macabro debido a mi edad adulta (no creo que ella mencionara en modo alguno la sangre ni la longitud de la noche); reía un poco con risa infantil y se abanicaba (quizá la risa de sus diez o menos años, la risa aún cubana), quitándole importancia a la historia y logrando que yo no se la diera tampoco con mis propios diez o menos años, o tal vez era que el miedo que podía infundir aquel cuento era un miedo femenino tan sólo, un miedo de hijas y madres y esposas y suegras y abuelas y ayas, un miedo perteneciente a la misma esfera que el instintivo canto de las mujeres a lo largo del día y al final de la noche, en Madrid o en La Habana o en cualquier parte, ese canto del que participan también los niños y que luego olvidan cuando dejan de serlo. Yo lo había olvidado, pero no enteramente, pues sólo se olvida de veras cuando uno sigue no recordando después de que se lo ha obligado a recordar a uno. Yo había olvidado aquel canturreo durante muchos años, pero la voz distraída o vencida de Miriam no hubo de insistir ni esforzarse para que mi memoria lo recuperara durante mi viaje de novios con mi mujer Luisa, que yacía en la cama enferma y aquella noche de pulposa luna veía el mundo desde su almohada, o acaso no estaba dispuesta a verlo.
Volví a su lado y le acaricié el pelo y la nuca, otra vez sudados, tenía la cara vuelta hacia los armarios, quizá cruzada de nuevo por falsas arrugas capilares y premonitorias, me senté a su derecha y encendí un cigarrillo, la brasa brilló en el espejo, no quise mirarme. Su respiración no era la de alguien dormido, y le susurré al oído:
–Mañana estarás bien, mi amor. Duerme ahora.
Fumé un rato sentado sobre la sábana, sin oír ya nada procedente de la habitación contigua: el canturreo de Miriam había sido el preludio del sueño y la expresión del cansancio. Hacía demasiado calor, no había cenado, no tenía sueño, yo no estaba cansado, no canturreé, no apagué aún la lámpara. Luisa estaba despierta pero no me hablaba, ni siquiera contestó a mí frase de buenos deseos, como sí se hubiera enfadado conmigo a través de Guillermo, pensé, o a través de Miriam, y no quisiera manifestarlo, mejor esperar a que se diluyera en el sueño que no nos venía. Me pareció oír que Guillermo cerraba su balcón ahora, pero yo ya no estaba asomado al mío ni me llegué hasta él para comprobarlo. Sacudí la ceniza del cigarrillo con mala puntería y demasiada fuerza y sobre la sábana se me cayó la brasa, y antes de recogerla con mis propios dedos para echarla al cenicero, donde se consumiría sola y no quemaría, vi cómo empezaba a hacer un agujero orlado de lumbre sobre la sábana. Creo que lo dejé crecer más de lo prudente, porque lo estuve mirando durante unos segundos, como creía y se iba ensanchando el círculo, una mancha a la vez negra y ardiente que se comía la sábana.
A Luisa la había conocido casi un año antes en el ejercicio de mi trabajo, de una manera un poco bufa y también un poco solemne. Como ya he dicho, ambos nos dedicamos sobre todo a ser traductores o intérpretes (para ganar dinero), más yo que ella o con más constancia, lo cual no quiere decir en modo alguno que yo sea más competente, antes al contrario, lo es más ella, o al menos así fue juzgado en la ocasión de nuestro conocimiento, o fue juzgado que ella era más fiable en conjunto.
Por fortuna no nos limitamos a prestar nuestros servicios en las sesiones y despachos de los organismos internacionales. Aunque eso ofrece la comodidad incomparable de que en realidad se trabaja sólo la mitad del año (dos meses en Londres o Ginebra o Roma o Nueva York o Viena o incluso Bruselas y luego dos meses de asueto en casa, para volver otros dos o menos a los mismos sitios o incluso a Bruselas), la tarea de traductor o intérprete de discursos e informes resulta de lo más aburrida, tanto por la jerga idéntica y en el fondo incomprensible que sin excepción emplean todos los parlamentarios, delegados, ministros, gobernantes, diputados, embajadores, expertos y representantes en general de todas las naciones del mundo, cuanto por la índole invariablemente letárgica de todos sus discursos, llamamientos, protestas, soflamas e informes. Alguien que no haya practicado este oficio puede pensar que ha de ser divertido o al menos interesante y variado, y aún es más, puede llegar a pensar que en cierto sentido se está en medio de las decisiones del mundo y se recibe de primera mano una información completísima y privilegiada, información sobre todos los aspectos de la vida de los diferentes pueblos, información política y urbanística, agrícola y armamentística, ganadera y eclesiástica, física y lingüística, militar y olímpica, policial y turística, química y propagandística, sexual y televisiva y vírica, deportiva y bancaria y automovilística, hidráulica y polemologística y ecologística y costumbrista. Es cierto que a lo largo de mi vida yo he traducido discursos o textos de toda suerte de personajes sobre los asuntos más inesperados (al comienzo de mi carrera llegaron a estar en mi boca las palabras póstumas del arzobispo Makarios, por mencionar a alguien infrecuente), y he sido capaz de volver a decir en mi lengua, o en otra de las que entiendo y hablo, largas parrafadas sobre temas tan absorbentes como las formas de regadío en Sumatra o las poblaciones marginales de Swazilandia y Burkina (antes Burkina-Faso, capital Ouagadougou), que lo pasan muy mal como en todas partes; he reproducido complicados razonamientos acerca de la conveniencia o humillación de instruir sexualmente a los niños en dialecto véneto; sobre la rentabilidad de seguir financiando las muy mortíferas y costosas armas de la fábrica sudafricana Armscor, ya que en teoría no podían exportarse; sobre las posibilidades de edificar una réplica más del Kremlin en Burundi o Malawi, creo (capitales Bujumbura y Zomba); sobre la necesidad de desgajar de nuestra península el reino entero de Levante (incluyendo Murcia) para convertirlo en isla y evitar así las lluvias torrenciales e inundaciones de todos los años, que gravan nuestro presupuesto; sobre el mal del mármol en Parma, sobre la expansión del sida en las islas de Tristan da Cunha, sobre las estructuras futbolísticas de los Emiratos Árabes, sobre la baja moral de las fuerzas navales búlgaras y sobre una extraña prohibición de enterrar a los muertos, que se amontonaban malolientes en un descampado, sobrevenida hace unos años en Londonderry por arbitrio de un alcalde que acabó siendo depuesto. Todo eso y más yo lo he traducido y lo he transmitido y lo he repetido religiosamente según lo iban diciendo otros, expertos y científicos y lumbreras y sabios de todas las disciplinas y los más lejanos países, gente insólita, gente exótica, gente erudita y gente eminente, premios Nóbel y catedráticos de Oxford y Harvard que enviaban informes sobre las cuestiones más imprevistas porque se los habían encargado sus gobernantes o los representantes de los gobernantes o los delegados de los representantes o bien sus vicarios.
Lo cierto es que en esos organismos lo único que en verdad funciona son las traducciones, es más, hay en ellos una verdadera fiebre translaticia, algo enfermizo, algo malsano, pues cualquier palabra que se pronuncia en ellos (en sesión o asamblea) y cualquier papelajo que les es remitido, trate de lo que trate y esté en principio destinado a quien lo esté o con el objetivo que sea (incluso si es secreto), es inmediatamente traducido a varias lenguas por si acaso. Los traductores e intérpretes traducimos e interpretamos continuamente, sin discriminación ni apenas descanso durante nuestros periodos laborales, las más de las veces sin que nadie sepa muy bien para qué se traduce ni para quién se interpreta, las más de las veces para los archivos cuando es un texto y para cuatro gatos que además no entienden tampoco la segunda lengua, a la que interpretamos, cuando es un discurso. Cualquier idiotez que cualquier idiota envía espontáneamente a uno de esos organismos es traducida al instante a las seis lenguas oficiales, inglés, francés, español, ruso, chino y árabe. Todo está en francés y todo está en árabe, todo está en chino y todo está en ruso, cualquier disparate de cualquier espontáneo, cualquier ocurrencia de cualquier idiota. Quizá no se haga nada con ellas, pero en todo caso se traducen. En más de una ocasión me han pasado facturas para que las tradujera, cuando lo único que había que hacer con ellas era pagarlas. Esas facturas estoy convencido, se guardan hasta el fin de los tiempos en un archivo, en francés y chino, en español y árabe, en inglés y ruso, por lo menos. Una vez me llamaron urgentemente a mi cabina para que tradujera el discurso (no escrito) que iba a pronunciar un individuo gobernante que, según yo mismo había leído a cuatro columnas en la prensa de dos días antes había sido muerto en su país de origen en el transcurso de un golpe de estado que había logrado plenamente su propósito de derrocarlo.
Las mayores tensiones que se producen en estos foros internacionales no son las discusiones feroces entre delegados y representantes al borde de una declaración de guerra, sino cuando por algún motivo no hay traductor para traducir algo o éste falla en medio de una ponencia por alguna razón sanitaria o psiquiátrica, lo que sucede con relativa frecuencia. Hay que tener muy templados los nervios en este trabajo, más que por la dificultad en sí de cazar y transmitir al vuelo lo que se dice (dificultad bastante), por la presión a que nos someten los gobernantes y los expertos, que se ponen nerviosos e incluso furiosos si ven que algo de lo que dicen puede dejar de ser traducido a alguna de las seis lenguas célebres. Nos vigilan constantemente, como también nuestros inmediatos y remotos jefes (todos ellos funcionarios), para comprobar que nos encontramos en nuestros puestos vertiéndolo todo, sin omitir un vocablo, a los restantes idiomas que casi nadie conoce. El único verdadero afán de los delegados y representantes es el de ser traducidos e interpretados, no que sus discursos e informes sean aprobados o aplaudidos ni sus propuestas tenidas en cuenta o llevadas a efecto, lo cual, por lo demás, apenas ocurre nunca (ni aprobación ni aplausos tu cuenta ni efecto). En una reunión de los países de la Commonwealth celebrada en Edimburgo, en la que por tanto sólo estaban presentes asamblearios de lengua inglesa, un ponente Australiano llamado Flaxman consideró un ultraje que las cabinas de los intérpretes estuvieran vacías y que ninguno de sus colegas llevara auriculares en las orejas para escucharle a través de ellos y no, como estaban haciendo, en línea recta desde el micrófono hasta sus asientos tan cómodos. Exigió que sus palabras fueran traducidas, y al recordársele que no había necesidad, frunció el ceño, maldijo groseramente y empezó a forzar su ya molesto acento australiano hasta el punto de hacerlo ininteligible para los miembros de los demás países y aun para algunos del propio, que empezaron a quejarse y fueron víctimas del acto reflejo de todo congresista ya curtido de llevarse al oído los auriculares en cuanto alguien dice algo que no se entiende. AI comprobar que por esos auriculares no salía nada en contra de la costumbre (ni el menor sonido, claro u oscuro), arreciaron en sus protestas, por lo que Flaxman hizo amago de trasladarse en persona a una de las cabinas y traducirse desde allí a sí mismo. Fue neutralizado cuando ya andaba por el pasillo, y a toda prisa hubo de improvisarse un intérprete australiano que ocupó la cabina y fue pronunciando en inglés natural lo que su compatriota, un verdadero larrikin por utilizar el término que él habría empleado, estaba vociferando desde la tribuna con su acento incomprensible de los suburbios o muelles de Melbourne o Adelaida o Sydney. Este individuo representante, Flaxman, al ver que por fin había un traductor en su puesto reflejando debidamente los conceptos de su discurso, se tranquilizó en seguida y volvió a su dicción habitual y neutra y más o menos correcta sin que sus colegas se percataran de ello, ya que habían decidido oírle por la vía indirecta de los auriculares, por los que todo suena mucho más vacilante pero también más importante. Se produjo así, como culminación de la fiebre traductora que recorre y domina los foros internacionales, una traducción del inglés al inglés, al parecer no del todo exacta, ya que el congresista rebelde australiano peroraba demasiado rápido para que el intérprete bisoño australiano pudiera repetirlo todo a la misma velocidad y sin dejarse nada.
Es curioso que en el fondo todos los asamblearios se fíen más de lo que escuchan por los auriculares, esto es, a los intérpretes, que de lo que oyen (lo mismo, pero más trabado) directamente a quien habla, aunque entiendan perfectamente la lengua en que éste se está dirigiendo a ellos. Es curioso porque en realidad nadie puede saber que lo que el traductor traduce desde su cabina aislada sea correcto ni verdadero, y no hace falta decir que en muchísimas ocasiones no es lo uno ni lo otro, sea por desconocimiento, pereza, distracción, mala idea o resaca del intérprete que está interpretando. Ese es el reproche que los traductores (es decir, de textos) hacen a los intérpretes: mientras las facturas y las idioteces que aquéllos vierten en sus oscuros despachos están expuestas a revisiones malintencionadas y sus errores pueden ser detectados, denunciados e incluso multados, las palabras que se lanzan irreflexivamente al aire desde las cabinas no las controla nadie. Los intérpretes odian a los traductores y los traductores a los intérpretes (como los simultáneos a los sucesivos y los sucesivos a los simultáneos), y yo, que he sido ambas cosas (ahora sólo intérprete, tiene más ventajas aunque deja exhausto y afecta a la psique), conozco bien sus respectivos sentimientos. Los intérpretes se tienen por semidioses o semidivos, ya que están a la vista de los gobernantes y representantes y delegados vicarios y todos estos se desviven por ellos, o mejor dicho por su presencia y tarea. En todo caso es innegable que pueden ser divisados por los rectores del mundo, lo cual los lleva a ir siempre muy arreglados y de punta en blanco, y no es raro verlos a través del cristal pintándose los labios, peinándose, anudándose mejor la corbata, arrancándose pelos con pinzas, soplándose motas del traje o recortándose las patillas (todos siempre con el espejito a mano). Esto crea malestar y rencor entre los traductores de textos, ocultos en sus despachos compartidos y escuálidos, cierto, pero con un sentido de la responsabilidad que los hace considerarse infinitamente más serios y competentes que los engreídos intérpretes con sus bonitas cabinas individuales, transparentes, insonorizadas y aun aromatizadas según los casos (hay favoritismos). Todos se desprecian y se detestan, pero en lo que todos somos iguales es en que ninguno sabemos nada sobre esos asuntos tan cautivadores de los cuales ya he mencionado algunos ejemplos. Yo he reproducido esos discursos o textos de que hablé antes, pero apenas si recuerdo una palabra de lo que decían; no porque haya pasado el tiempo y la memoria tenga su cupo de información conservable, sino porque en el mismo momento de traducir todo aquello ya no recordaba nada, es decir, ya entonces no me enteraba de lo que el orador estaba diciendo ni de lo que yo decía a continuación o, como se supone que ocurre, simultáneamente. Él o ella lo decía y yo lo decía o lo repetía, pero de un modo mecánico que no tiene nada que ver con la intelección, o es más, está reñido con ella: sólo si uno no comprende ni asimila en absoluto lo que está oyendo puede volver a decirlo con más o menos exactitud (sobre todo si se recibe y suelta sin pausa), y lo mismo sucede con los escritos de ese género, nada literarios, sobre los que no hay posible corrección ni meditación ni vuelta. Así que toda esa información valiosa que alguien podría pensar que tenemos los traductores e intérpretes de los organismos internacionales es algo que en realidad se nos escapa totalmente, de punta a cabo y de arriba abajo, no sabemos ni una palabra de lo que se fragua y maquina y cuece en el mundo, ni la menor idea. Y aunque a veces, en nuestros turnos de descanso, nos quedemos escuchando a los próceres y no traduciéndolos, la terminología idéntica que todos ellos emplean resulta incomprensible para cualquier persona en su sano juicio, de manera que si alguna vez acertamos a retener unas frases por algún motivo inexplicable, la verdad es que entonces nos esforzamos por olvidarlas deliberadamente al poco rato, pues mantener en la cabeza esa jerga inhumana durante más tiempo del imprescindible para verterla a la segunda lengua o segunda jerga es un tormento superfino y muy dañino para nuestro maltratado equilibrio. Entre unas cosas y otras, muchas veces me pregunto asustado si alguien sabe algo de lo que nadie dice en esos foros sobre todo en las sesiones estrictamente retóricas. Pues aun admitiendo que entre sí se comprendan los asamblearios en su germanía salvaje, es del todo cierto que los intérpretes pueden variar a su antojo el contenido de las alocuciones sin que haya posibilidad de control verdadero ni tiempo material para un mentís o una enmienda. La única manera de controlarnos completamente sería poner a un segundo traductor dotado de auriculares y de micrófono que a su vez nos tradujera a nosotros simultáneamente a la primera lengua, de modo que pudiera comprobarse que efectivamente estamos diciendo lo que se está diciendo en la sala en esos momentos. Pero en tal caso haría falta un tercer traductor igualmente provisto de sus aparatos que a su vez controlara al segundo y lo retradujera, y quizá un cuarto para vigilar al tercero, y así, me temo, hasta el infinito, traductores controlando a intérpretes e intérpretes a traductores, ponentes a congresistas y taquígrafos a oradores, traductores a gobernantes y ujieres a intérpretes. Todo el mundo se vigilaría y nadie escucharía ni transcribiría nada, lo cual, a la larga, llevaría a suspender las sesiones y los congresos y las asambleas y a clausurar para siempre los organismos internacionales. Es preferible, por tanto, correr algunos riesgos y encajar los incidentes (a veces graves) y los malentendidos (duraderos a veces) que inevitablemente se producen por las imprecisiones de los intérpretes, y aunque no es frecuente que gastemos bromas voluntarias (nos jugamos el puesto), tampoco nos resistimos a deslizar falsedades de vez en cuando. Tanto a los representantes de las naciones como a nuestros jefes funcionarios no les queda más remedio que fiarse de nosotros, como asimismo a los altos cargos de los diferentes países cuando nuestros servicios son requeridos fuera de los organismos, en alguno de los encuentros que llaman cumbres o en las visitas oficiales que se hacen unos a otros en sus territorios amigos, enemigos o neutrales. Bien es verdad que en estas ocasiones tan elevadas, de las que dependen importantes acuerdos comerciales, pactos de no agresión, conspiraciones contra terceros y aun declaraciones de guerra o armisticios, a veces se intenta un mayor control del intérprete por medio de un segundo traductor que por supuesto no retraducirá (sería un lío), pero sí escuchará atentamente al primero y lo vigilará, y confirmará que traduce o no como es debido. Fue así como conocí a Luisa, que por alguna razón fue considerada más seria, fiable y leal que yo y elegida como intérprete de guardia (intérpretes de seguridad, los llaman, o intérpretes-red, con lo que se los acaba denominando 'el red' o 'la red', muy feo) para ratificar o desautorizar mis palabras durante los encuentros personales de muy alto nivel habidos en nuestro país hace menos de dos años entre nuestros representantes y los del Remo Unido de la Gran Bretaña.
Estas escrupulosidades no tienen demasiado sentido, ya que en realidad cuantos más altos sean los cargos que se reúnen a hablar, menos importancia adquiere lo que entre sí se dicen y menos gravedad tendría un error o transgresión por nuestra parte. Supongo que se observan estas precauciones para salvar la cara y para que en las fotos de prensa y en las tomas televisivas se vea siempre a esos individuos estirados, sentados incómodamente en una silla entre los dos adalides, quienes suelen ocupar, en cambio, mullidos sillones o sofás de cinemascope; y si son dos los individuos sentados en durísimas sillas con sendos blocs de notas en las manos, mayor aspecto de helada cumbre ofrecerá el encuentro ante los espectadores de las tomas y los lectores de las fotos. Pues lo cierto es que en estas visitas los muy altos cargos viajan acompañados de toda una comitiva de técnicos, expertos científicos y especialistas (sin duda los mismos que escriben los discursos que pronuncian ellos y traducimos nosotros casi invisibles para la prensa y que a su vez, sin embarco reúnen entre bastidores con sus colegas expertos y especialistas del país visitado. Son ellos quienes discuten y deciden saben, redactan los acuerdos bilaterales, establecen los términos de cooperación, se amenazan velada o abiertamente ventilan los litigios, se hacen chantajes mutuos y tratan de sacar el mayor provecho para sus respectivos estados (suelen hablar idiomas y ser muy ruines, a veces ni siquiera les hacemos falta). Los más altos cargos, en cambio, no tienen la menor noción de lo que se trama, o se enteran cuando todo ha acabado. Simplemente prestan su cara para las fotos y tomas, celebran alguna cena multitudinaria o baile de gala y estampan la firma en los documentos que les pasan sus técnicos al final del viaje. Lo que entre sí se digan, por tanto, casi nunca tiene la menor importancia, y lo que es más embarazoso, a menudo no tienen absolutamente nada que decirse. Esto lo sabemos todos los traductores e intérpretes, quienes no obstante debemos estar siempre presentes en estos encuentros privados por tres razones principales: los más altos cargos desconocen por lo general las lenguas, si nos ausentáramos ellos sentirían que no se estaba dando a su cháchara el adecuado realce, y si hay algún altercado se nos podrá echar la culpa.