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Corazón Tan Blanco
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 00:20

Текст книги "Corazón Tan Blanco"


Автор книги: Javier Marias



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podía haber en el correo algo de Arena Visible. Si me escribe lo hará al apartado,

no aquí, no sabe mis señas ni tampoco mi nombre, qué despistada estoy. —Se

interrumpió un segundo y en seguida añadió—: ¿Tú crees que volverá a

contestar?

–Seguro que sí. Cómo no va a escribir después de verte en el video —le contesté

yo.

Se quedó callada, siguió conmigo una prueba de Family Feud. Luego dijo: —Cada vez que espero una respuesta me horroriza la idea de que no la haya y también de que llegue. Todo resulta luego un desastre, pero mientras está todo por suceder tengo la impresión de la absoluta limpieza y la infinita posibilidad. Me siento como con quince años, no me cabe el escepticismo, es raro. No puedo evitar hacerme ilusiones. La mayoría de los tipos con los que luego me encuentro son impresentables, tipos repugnantes, a veces acabo saliendo y yendo a cenar con ellos y más allá sólo porque vienen precedidos por la espera y las cartas, de no ser así ni cruzaría la calle en su compañía. Supongo que ellos sentirán lo mismo respecto a mí. —Hizo una pausa, o quizá atendió a otra pregunta de Family Feud. Luego continuó—; Por eso el estado perfecto es el de la espera y el de la ignorancia, lo malo es que si supiera que ese estado iba a durar indefinidamente entonces ya no me gustaría tampoco. Fíjate, de pronto hay un tipo que por la razón que sea me hace particular gracia, sin saber nada de él, como este Nick o Jack, por qué se le habrá ocurrido cambiar de nombre, no es lo habitual. Mientras no lo conozco, sobre todo antes de ver su vídeo si lo manda, o su fotografía, me siento casi feliz.

Desde hace tiempo son los únicos días en que de verdad me siento contenta y de buen humor. Luego me envían esos vídeos ridículos que quieren ser osados, lo del video es una plaga, y aun así muchas veces quedo con ellos, pensando que todo lo anterior al encuentro en persona en realidad no cuenta. Es demasiado artificial, pienso, la gente se comporta de otra manera cuando está cara a cara. Es como si les diera otra oportunidad anulando de pronto lo que les dio la primera, o me la diera a mí. Es curioso, pero los vídeos, pese a lo falso de la situación en que normalmente están hechos, no engañan jamás. Date cuenta de que un vídeo se mira impunemente, como la televisión. Nunca miramos a nadie en persona con tanto detenimiento ni con tanto descaro, porque en cualquier otra circunstancia sabemos que el otro también nos está mirando, o que puede descubrirnos si lo estamos mirando a escondidas. Es un invento infernal, ha acabado con la fugacidad de lo que sucede, con la posibilidad de engañarse y contarse después las cosas de manera distinta de cómo ocurrieron. Ha acabado con el recuerdo, que era imperfecto y manipulable, selectivo y variable. Ahora uno no puede recordar a su gusto lo que está registrado, cómo va uno a recordar lo que sabe que puede volver a ver, tal cual, incluso a mayor lentitud de como se produjo. Cómo va uno a alterarlo. —Berta hablaba cansinamente, tenía la pierna mala escondida bajo su cuerpo, sobre el sillón, y en la mano sostenía el libro, como si no hubiera decidido aún interrumpir la lectura ni interrumpir mi concurso: hablaba, por tanto, como en un paréntesis, es decir, sin querer decir tanto—. Menos mal que sólo se filman algunos momentos del conjunto de una vida, pero esos momentos, fíjate, no engañan nunca, más por el tipo de mirada de quien los contempla que porque haya en lo filmado mucha autenticidad. Cuando veo los vídeos de esos hombres se me cae el alma a los pies, aunque también me ría y luego salga con alguno de ellos. Se me cae el alma a los pies, y más aún cuando los veo llegar con sus estudiados y horrendos trajes y sus preservativos en el bolsillo, nunca hay ninguno al que se le haya olvidado cogerlos, todos han pensado: 'Wells, just in case'. Si hubiera uno que no pensara eso la primera noche sería peor, a lo mejor me enamoraba de él. Ahora estoy ilusionada con este Nick, o Jack, un español caprichoso que se hace pasar por americano, ha de ser un tipo gracioso, con su arena visible, a quién se le ocurre ir con eso por delante. Estos días vivo más conforme e incluso contenta porque espero su respuesta y que me mande su vídeo, bueno, también porque estás tú aquí. ¿Y qué pasará? Su vídeo será asqueroso, pero lo veré varias veces hasta acostumbrarme a él, hasta que no me parezca demasiado mal y sus defectos acaben por atraerme, esa es la única ventaja de la repetición. Lo distorsiona todo y lo hace familiar, lo que repele en la vida atrae finalmente si se ve las bastantes veces en una pantalla de televisión. Pero ya sabré, en el fondo, que lo único que quiere esa cara es follarme una noche y basta, como ya se encargó de advertir, y que luego desaparecerá, tanto sí me gusta como si no, tanto si yo quiero que desaparezca como sino. Quiero verle y no quiero verle, quiero conocerle y que siga siendo un desconocido, quiero que me conteste y que su contestación no llegue. Pero si no llega me desesperaré, me deprimiré, pensaré que al verme no le he gustado, y eso siempre ofende. Nunca sé qué querer.

Berta se tapó la cara con el libro abierto sin darse cuenta: al contacto de las páginas sobre su rostro lo dejó caer y entonces se cubrió con las manos, como había sido su intención. No lloraba, sólo se ocultaba un poco, un instante. Yo dejé de mirar Family Feud y me levanté y me acerque a ella. Recogí el libro del suelo y le puse la mano en el hombro. Ella me la cogió y me la acarició (pero fue un segundo), para apartármela luego muy lentamente, o rechazármela con suavidad. No hubo cara en el vídeo de 'Nick' o 'Jack' que a la tercera oportunidad quiso llamarse 'Bill', 'puede que sea mi nombre definitivo, puede que no', decía aún en inglés en la tarjeta que acompañaba la grabación, y la i era idéntica a la i de 'Nick'.

Quizá había llegado el día que no podía llegar a casa y no llegó, pero Berta lo recogió dos después, cuando fue a mirar en el apartado de correos de la oficina más cercana, allí donde recibía su correspondencia más personal, o quizá impersonal. Tenía todavía la gabardina puesta cuando yo entré aquella tarde en el piso, se me había adelantado en pocos minutos, seguramente yo habría llegado antes si ella no hubiera pasado por correos ni se hubiera entretenido o puesto nerviosa con la llave que abría el buzón plateado. Tenía el paquete en la mano (el paquete con forma de cinta de vídeo), lo alzó y lo agitó con una sonrisa, para enseñármelo, para comunicármelo. Estaba inmóvil, luego no cojeaba.

– ¿Lo vemos juntos esta noche después de cenar? —me preguntó confiada. —Esta noche ceno fuera. No sé a qué hora regresaré.

–Bueno, si puedo aguantar espero hasta que vuelvas. Si no, te lo dejo encima de la televisión y lo ves tú luego antes de acostarte, para comentar mañana.

–¿Por qué no lo vemos ahora?

–No, no estoy aún preparada. Quiero dejas pasar unas horas, saber que lo tengo y no mirarlo todavía. Intentaré esperarte lo más que pueda. Estuve a punto de cancelar mi cita. Berta prefería ver el vídeo conmigo, para estar protegida mientras lo viera o para darle la importancia visual que verbalmente le venía dando desde hacía días. Aquello era un acontecimiento, quizá solemne, hay que dar importancia a lo que la tiene para los amigos. Pero mi cita era un compromiso de semitrabajo, un alto funcionario español amigo de mi padre y de visita en la ciudad, con un inglés aceptable pero inseguro, me había pedido si podía acompañarles a su mujer y a él (ella más joven) a una cena con otro matrimonio, un senador norteamericano y su esposa norteamericana (ella más joven), para entretener a las señoras mientras los hombres hablaban de negocios sucios y echarle a él una mano con el inglés, si, como era probable, le hacía falta.

Las señoras resultaron ser no sólo más jóvenes, sino unas frívolas alocadas que después de la cena se empeñaron en ir a bailar y lo consiguieron: bailaron conmigo y con otros sujetos durante horas (nunca con sus maridos, enfrascados en lo sucio) y se apretaban mucho, sobre todo la española, cuyos pechos contra mi pecho me parecieron siliconados, como madera tal vez mojada, no osé hacer pruebas digitales. Tenían dinero y mundo aquellas dos parejas, hacían negocios, se inyectaban plásticos, hablaban de Cuba con conocimiento de causa, iban a sitios donde se baila agarrado.

Llegué a casa pasadas las dos, por suerte era sábado al día siguiente (bueno, porque era viernes había accedido a aquella velada). Estaba encendida la lámpara a cuya luz había leído y leía Berta, la que solía dejar cuando se acostaba y yo no había llegado, o dejaba yo cuando era a la inversa. No tenía sueño, aún llevaba en mis oídos la música a cuyo son había bailado con las dos frívolas y el sonido de las voces viriles que preparaban planes para la nueva Cuba (yo había traducido numerosas veces, las dificultades del funcionario). Miré el reloj sabiendo la hora y me acordé entonces del anuncio de Berta, 'Intentaré esperarte lo más que pueda'. No había podido esperarme hasta el fin del baile. Encima de la televisión, como había dicho, estaba una cinta de vídeo con una tarjeta, la tarjeta de 'Bill' ('puede que sea mi nombre definitivo') de la que ya he hablado. La cinta era breve como suelen serlo las personales, estaba en su final, no había sido rebobinada. La introduje para hacerla volver atrás, aún tenía yo mi gabardina puesta. Me senté sobre ella, arrugándola, los faldones, no debe hacerse eso nunca, luego va uno durante semanas con aspecto de indocumentado. Le di al vídeo y empecé a mirar, sentado sobre mi gabardina. Durante los tres o cuatro minutos grabados el plano no cambió, fue siempre el mismo, la cámara quieta, y lo que en él se veía era un torso sin rostro, el encuadre cortaba la cabeza del hombre por la parte de arriba (llegaba a vérsele el cuello, la nuez picuda)y por abajo no alcanzaba más que hasta la cintura, la figura erguida.

El hombre estaba en albornoz, un albornoz azul pálido recién estrenado o lavado, quizá uno de esos que prestan a sus clientes los hoteles caros. O quizá no, ya que a la altura del pecho, a la izquierda, se leían dos discretas iniciales, "PH", a lo mejor se llamaba Pedro Hernández. También se le veían los antebrazos, los tenía cruzados ocultando las manos, las mangas del albornoz no eran muy largas, un modelo kimono que dejaba al descubierto los brazos velludos y fuertes y quizá largos, cruzados e inmóviles, secos, no mojados, no estaba recién salido de la ducha o el baño, el albornoz era tal vez sólo una forma de no llevar ropas reconocibles ni significativas de nada, un anonimato indumentario: lo único que se le veía propio era un reloj negro y de gran tamaño en la muñeca derecha (las manos metidas bajo los brazos), acaso un zurdo o meramente un caprichoso.

Hablaba en inglés, otra vez, pero su acento lo delataba como español mucho más todavía que su escritura. Aquel hombre no podía creer que podía pasar por americano ante una española residente en Nueva York y que trabajaba de intérprete (pero esto él no lo sabía) hablando de aquella manera; y sin embargo lo hacía, la lengua como disfraz, como pista falsa, las voces cambian ligeramente cuando hablan una lengua que no es la propia, lo sé muy bien, aunque la hablen imperfectamente y sin esforzarse (el hombre no hablaba mal, solo tenía acento).

El cuello del albornoz dejaba ver un triángulo de su pecho, también muy velludo y con algunas canas, pocas, el vello era oscuro predominantemente. Con aquel albornoz y con tanto pelo me recordó a Sean Connery, el gran actor, un héroe de mi niñez: cuando hacía de agente con licencia para matar, frecuentemente estaba en toalla o en batín o en kimono, si no recuerdo mal.

Al instante le puse al hombre sin rostro la cara de Connery, es difícil oír hablar a alguien en televisión sin imaginar sus rasgos. En un momento de la grabación entró en cuadro su barbilla porque la bajó, muy pocos segundos, parecía partida sin llegar a estarlo, una sombra de hoyuelo, una muesca, la hendidura en el hueso pero no en la piel, que sin embargo la transparentaba (no recuerdo si el actor Sean Connery tiene el mentón partido). Durante más de un minuto se vio la imagen casi inmóvil del torso con los brazos cruzados (pero respiraba) y no se oyó nada, como si el hombre hubiera puesto en marcha la cámara antes de estar preparado para decir sus palabras, o quizá estuviera meditándolas, o memorizándolas. En realidad se oía muy al fondo una música, como si a lo lejos hubiera una radio o televisión encendidas. Estaba ya a punto de hacer avanzar la cinta aceleradamente para ver si aquello cambiaba y había o no algún mensaje cuando por fin 'Bill' arrancó a hablar. Su voz era vibrada. Tendía al susurro pero era un poco aguda, casi chillona, no parecía muy adecuada para un hombre velludo ni desde luego para Sean Connery. Su nuez se movía. Hacía pausas extrañas al habla, como si antes de enfrentarse al vídeo hubiera redactado su texto con frases sencillas y cortas y lo estuviera recitando. A veces las repetía, era difícil saber si como recurso estilístico o involuntariamente, para corregir su pronunciación. El efecto era sombrío. Las frases no sólo eran cortas, sino que sonaban cortantes. Su voz era como una sierra. Su voz era como la de La Habana a través del balcón y el muro, como la de Guillermo, cuya traducción es William, cuyo diminutivo es Bill y no Nick o Jack. 'He recibido tu vídeo, gracias', decía esa voz en su inglés inteligible pero españolizado al que él habría traducido y del que traduzco yo ahora, pasado el tiempo. 'La verdad es que promete mucho. Eres muy atractiva. Pero eso es lo malo. Que sólo promete. No es bastante. No es bastante. Por eso yo te mando también algo parcial. Incompleto. Para ti ver mi cara sería como para mí ver tu cuerpo. Tu cuerpo. A las mujeres os importa la cara. Los ojos. Eso decís. A los hombres la cara con cuerpo. O el cuerpo con cara. Eso es así. Ya te dije que trabajo en una arena muy visible.' ('A very visible arena', decía otra vez, y la última palabra la pronunciaba a la española, no podía evitarlo por el español origen de la palabra. Me eché hacia atrás. Se me arrugó más la gabardina.) 'Muy visible. No puedo darme a conocer a nadie desconocido así como así. Si no estoy convencido de que vale la pena. Para saberlo tengo que verte entera. Entera. Tengo que verte desnuda. Con el mayor detalle posible. Dices que sufriste un accidente. Dices que cojeas un poco. Un poco. Pero no me dejas ver cuán poco es ese poco. Quisiera ver esa pierna herida. Cómo ha quedado. Ver tus tetas. Tu coño. Si es posible bien abierto. Ver tus tetas. Tu coño. Deben de ser preciosos. Sólo después de verlos podríamos hacer una cita. Eso es así. Si tus tetas y tu coño y tu pierna me convencen de que vale la pena correr el riesgo. Si aún te sigue interesando. Quizá ya no quieras seguir con esto. Pensarás que soy muy directo. Brutal. Cruel. No soy cruel. No puedo perder mucho tiempo. No puedo perder mucho tiempo. No puedo correr riesgos inútiles. Me gustas. Eres muy guapa. Te lo digo de verdad. Eres muy guapa. Me gustas mucho. Pero con lo que me has mandado sé tan poco de ti como tú ahora de mí. He visto muy poco de ti. No soy cruel. Quiero ver más. Mándame eso. Mándamelo. Entonces me dejaré ver. Si vale la pena. Creo que la valdrá. Sigo queriendo follarte. Ahora más. Ahora más. Eso es así'. La grabación continuaba durante unos segundos, ya sin voz, el mismo plano de siempre, el triángulo velludo y los brazos cruzados, el reloj negro en la muñeca derecha, la nuez quieta que se había movido al hablar, las manos ocultas, no pude ver si llevaba alianza en el anular, como llevaba Guillermo, se la había visto desde mi balcón. Luego el torso se levantó y salió de campo por su izquierda (siempre el largo albornoz), y durante unos segundos más pude ver lo que hasta entonces había tapado, una almohada, una cama grande o de matrimonio deshecha, a cuyos pies él se había sentado para la filmación. Inmediatamente después la pantalla quedó rayada y el indicador cronométrico se paró, era una cinta virgen, una de esas de quince o veinte minutos que van sustituyendo a las cartas o quizá a las fotos, puesto que las cartas ya fueron sustituidas con anterioridad. Al apagar la pantalla y perder su luz, mucho más fuerte que la de la lámpara de leer, vi a Berta a mis espaldas, reflejada en el cristal ahora oscuro, y me volví. Estaba de pie en bata, con cara de sueño o más bien de insomnio, cuántas veces habría visto y oído el vídeo antes de mi llegada, y ahora había salido de su dormitorio para verlo de nuevo, en mi compañía o mientras yo lo veía por primera vez. Tenía las manos en los bolsillos de la bata, estaba descalza, con el pelo alborotado por las vueltas que habría dado sobre la almohada, estaba guapa, sin maquillar. Cojearía si andaba, estaba descalza. No se movió. Se me había ido de la cabeza la música de mis bailes, pero no la Cuba de la conversación. Sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos como había hecho 'Bill' para dirigirse a ella y no dejarse ver; apoyó la espalda contra la pared y me dijo: —Así que ya ves.

Mi gabardina se estaba poniendo hecha un asco. Me levanté. —Ya veo —dije yo.

En los días siguientes esperé a que fuera Berta quien volviera a hablar de él, de 'Nick' o 'Jack' o 'Bill' o 'Arena Visible' o quizá Pedro Hernández, o tal vez Guillermo de Miriam, aunque en seguida tendí a olvidar esta posibilidad, pues siempre desconfiamos de nuestra primera impresión cuando es respecto a algo o alguien que nos impone una segunda y una tercera y más, alguien cuyas palabras o imagen se quedan en nuestra memoria demasiado tiempo, como una canción bailable que baila en nuestro pensamiento. Pero durante esas fechas, durante el fin de semana inmediato (sábado y domingo enteros), Berta no dijo nada o no quiso sacar el tema de conversación, anduvo por la casa y salió como distraída, no de mal humor pero sin tenerlo bueno, sin el nerviosismo alegre de las jornadas de espera, acaso preguntándome más de lo que solía, por mis planes, por mi matrimonio v mi casa aún recientes, por B. padre y por Luisa, a la que no conocía más que de foto y teléfono. Si yo pensaba en 'Bill' a menudo, pensaba, ella no podría hacer otra cosa que pensar en él, era a ella a quien había hablado desde su albornoz, era a ella a quien quería ver más antes de acceder a verla, aquel hombre que precisaba de tantas certezas. Nadie utilizó el vídeo aquel fin de semana, como si fuera de mal agüero o estuviera contaminado, y la cinta de 'Bill' permaneció en su interior sin que nadie la rebobinara ni la sacara, otra vez en su término,' como la había encontrado primero y luego dejado yo.

El lunes, sin embargo, cuando ambos habíamos regresado al trabajo por la mañana, al llegar a casa por la tarde me encontré a Berta, también ella recién llegada (el bolso aún abierto, en el bolso la llave, la gabardina quitada pero sobre el sofá), con el vídeo en la pantalla. Estaba mirándolo una vez más y haciendo paradas, iba deteniéndolo aquí y allá inútilmente, ya que, como he explicado, la imagen era invariable durante los tres o cuatro minutos de su duración. Los días ya eran bastante cortos, anochecía, era lunes, el trabajo de la Asamblea había sido agotador para mí, supuse que para ella también, después se necesita una distracción, no escuchar. Pero Berta escuchaba aún. No dije nada, sólo saludé, pasé a mi cuarto, pasé por el cuarto de baño, me refresqué, al volver al salón ella seguía estudiando la cinta, parándola y haciéndola avanzar un poco para pararla otra vez.

–¿Te has fijado en que en un momento dado se le ve la barbilla? —me dijo—. Aquí. —Tenía congelada la imagen en que 'Bill' inclinaba el mentón dejando que apareciera en cuadro.

–Sí, ya me fijé la otra noche —respondí—. La tiene casi partida.

Aguantó la pregunta un segundo (pero fue sólo un segundo).

–Sólo con esto no podrías reconocerlo, ¿verdad? Si lo vieras de pronto, quiero

decir. Si le vieras la cara en otro lugar.

–Pues no, cómo podría reconocerlo —dije yo—. ¿Por qué?

–¿Ni siquiera sabiendo que se trataba de él? Sabiéndolo antes, quiero decir, que tenía que ser él.

Miré en la pantalla el mentón suspendido. —Sabiéndolo quizá sí, quizá podría confirmarlo. ¿Por qué?

Berta canceló el vídeo con el mando a distancia y la imagen desapareció (la imagen que podría volver a su voluntad). Volvía a tener la mirada encendida o móvil.

–Mira, este tipo me tiene intrigada. Es un cabrón, pero estoy pensando en mandarle lo que me pide. Nunca lo he hecho con nadie, ninguno se había atrevido a pedirlo así, de ese modo, y yo nunca he respondido a las escenificaciones guarras con otra mía del mismo género, te puedes imaginar. Pero en realidad podría ser divertido, hacerlo por una vez. —Berta no quería esforzarse en buscar argumentaciones, por eso se interrumpió y simplemente cambió de tono: sonrió– Así quedaría mi cuerpo para la posteridad, aunque fuera una posteridad muy breve, todo el mundo acaba borrando las cintas y volviéndolas a utilizar. Pero sacaría copia para mi vejez.

–Tu pierna para la posteridad también, ¿no? —le dije.

–Ya veríamos lo de la pierna, qué hijo de puta. —Se le endureció la cara un instante mientras soltaba el insulto (pero fue sólo un instante)—. Pero antes de decidirme tengo que verlo a él, saber algo más, es angustioso ese albornoz sin cara. Tengo que saber cómo es.

–Pero no podrás verlo hasta que se lo mandes, dice, y aun así no es seguro. Tendrá que darte su visto bueno, qué hijo de puta. —Mi cara estaba endurecida supongo, desde el principio de la conversación, no sólo durante el insulto. Desde hacía tres noches tal vez.

–Yo no puedo hacer nada porque él ha visto mi vídeo y conoce ya mi cara. Pero a ti no te ha visto; ni sabe que existes. Nosotros sabemos el número de su apartado de correos, por el que tendrá que pasar de vez en cuando. Ya he averiguado dónde está, pertenece a Kenmore Station, no está muy lejos. Tú podrías ir allí, identificar el buzón, vigilarlo, esperar y verle la cara cuando vaya a recoger su correo.

Berta había dicho 'Nosotros sabemos', me estaba incluyendo en su curiosidad y su interés, o era más. Me estaba asimilando a ella.

– ¿Estás loca? Quién sabe cuándo irá por allí, puede pasarse días sin ir por allí. ¿Qué pretendes, que me pase el día entero en una oficina de correos?

La mirada de Berta se veló de irritación. No era frecuente en ella. Había resuelto lo que había que hacer, no admitía la contraria, ni siquiera una objeción. —No, no pretendo eso. Sólo que vayas un par de veces en los próximos días, a ratos perdidos, a la salida del trabajo, media hora, a ver si hay suerte, no más. Por lo menos intentarlo. Sino la hay en un par de veces, pues nada, olvidémoslo. Pero no es tan grave probar. Estos días él estará esperando mi contestación, el vídeo que todavía no le voy a mandar, quizá pase a diario a ver si ha llegado. Si está aquí por trabajo, tendrá quizá un horario de nueve a cinco, es muy posible que pase por el apartado a la salida, después de las cinco, eso es lo que suelo hacer

yº.

A lo mejor hay suerte.

–Había vuelto a utilizar el plural, había dicho 'olvidémoslo'.

Debí de mirarla con más reflexión que enfado, porque añadió ya tranquila:

sonrió—: Por favor.

–La media luna, la cicatriz, en cambio, se le había puesto muy azul: estuve a punto de limpiarle la mejilla. Tres veces fui a la oficina de correos de Kenmore Station, la primera a la tarde siguiente después del trabajo, la segunda pasados dos días, el jueves de aquella semana, también tras la agotadora jornada de interpretaciones. No permanecí media hora, como había propuesto Berta, sino casi una hora en ambas ocasiones, víctima de la aprensión que asalta siempre a quienes esperan en vano, el temor a que justo al irnos llegue la persona que se retrasaba tanto, como sin duda le ocurrió a la mulata Miriam aquella tarde de calor en La Habana, cuando arrastraba con celeridad el tacón al otro lado de la explanada y Guillermo no aparecía y ella no se marchaba. Tampoco apareció Guillermo el martes ni el jueves, o 'Bill', o 'Jack' o Nick', o Pedro Hernández. Por suerte, en Nueva York hay los suficientes sujetos en actitud sospechosa o aun delictiva a todas horas y en todas partes para que a nadie pueda llamarle la atención un individuo con gabardina, periódico y libro, de pie en una dependencia en la que la gente activa recogía o entregaba paquetes y de vez en cuando entraba alguien apresurado, con una llave en la mano, para abrir su buzón plateado, introducir y rebañar con el brazo y sacar a veces un botín de sobres, a veces de nuevo la vacía mano. Pero ninguno de esos individuos con prisa se dirigió al P.O. Box 524, que yo tenía localizado desde el principio.

–Una vez más —me pidió Berta la noche del viernes, una semana después de recibir el vídeo, al cabo de siete días lo que nos hundió es lo que nos saca a flote, ocurre a veces—. Mañana por la mañana, en fin de semana, quizá está tan ocupado que sólo puede pasar los sábados.

–O quizá está tan libre que ha pasado todos estos días a cualquiera de las muchas horas en que no estaba yo. Esto no tiene sentido, he estado allí cada vez una hora.

–Lo sé, y te lo agradezco muchísimo, no sabes cómo. Pero sólo una vez más, por favor, para probar en fin de semana. Si no, lo dejamos. —Pero es que aunque aparezca. ¿Qué vas a sacar en limpio de que yo lo vea? ¿Que te lo describa? Yo no soy un escritor. Y cómo voy a saber yo si te gustaría. Además te podría mentir, y decirte que es guapo si es feo, o feo si guapo, qué más te da. No vas a mandarle o dejar de mandarle lo que te pide por eso, en función de la pinta que yo te cuente que tiene. ¿Qué harás si te digo que es monstruoso, o con aspecto patibulario? Dará lo mismo. A lo mejor te lo digo en todo caso, para que no le mandes nada ni tengas más trato. No hubo respuesta de Berta a mis últimas frases, supongo que no quería averiguar por qué yo prefería que no tuviera más trato, o más bien lo sabía y le aburría escucharlo.

–No lo sé, aún no sé cómo reaccionaré a lo que tú me digas. Pero necesito saber algo más, no soporto que este tío me haya visto la cara, en mi casa, y no haberle visto yo la suya, ni que se la haya visto nadie, tú, quiero decir, la arena visible qué tipo mis astuto. Una vez que tú lo hayas visto decidiré. No sé aún qué, pero decidiré entonces. Iría yo, pero me reconocería, y entonces seguro que ya no querría saber nada. Para entonces yo habría dado dinero por no saber nada. A la mañana siguiente, el sábado de mi quinta semana de estancia (era octubre), me fui con el New York Times gigantesco hasta Kenmore Station dispuesto a esperar de nuevo durante una hora, o quizá más tiempo: quien espera, aunque lo haga a desgana, acaba queriendo agotar al máximo sus posibilidades, o esperar envicia. Me aposté, como había hecho el martes y el jueves, junto a una columna que me servía de apoyo y disimulo del cuerpo o para descansar un pie de vez en cuando (flexionando la pierna como para cocear), y empecé a leer el periódico detenidamente, no tanto como para no advertir la presencia de cada individuo que se llegaba hasta su apartado y lo abría con morosidad o impaciencia y volvía a cerrarlo con satisfacción o contenida furia. Por ser sábado había menos gente, y los pasos sonaban menos pudorosos o más individualizados sobre el suelo de mármol, por lo que no tenía más que levantar la vista cada vez que aparecía algún usufructuario de los P.O. Boxes.

Al cabo de unos cuarenta minutos (estaba ya en las páginas deportivas) sonaron unos pasos más estridentes e individualizados que los demás, como si las suelas llevaran unas placas metálicas o bien una mujer altos tacones. Alcé la mirada y vi acercarse a paso rápido a un sujeto que nada más verlo me pareció español, más que nada por sus pantalones, los de mi país resultan inconfundibles y tienen un corte particular, no sé en qué consiste pero hace que casi todos mis compatriotas parezcan tener las piernas demasiado rectas y el culo muy alto (no estoy seguro de que el corte los beneficie). (Pero todo esto lo pensé más tarde.) Sin necesidad de mirarlo se acercó a mi apartado, el 524, y buscó su llave en un bolsillo del pantalón patriótico. Podía ir a abrir el 523 o el 525, eso pensé mientras la buscaba (el bolsillo del mechero, el de la cintura, pero fue un segundo). Llevaba bigote, iba bien vestido en conjunto, sin duda era europeo (pero también podía ser neoyorquino o de Nueva Inglaterra), tendría unos cincuenta años (pero bien llevados, o mejor, bien cuidados), era bastante alto, pasó tan rápido junto a mí que cuando quise verle la cara ya estaba de espaldas, buscando la llave y vuelto hacia su apartado. Cerré el periódico instintivamente (un error), me quedé observándolo (otro error) y vi cómo abría el 524 y metía el brazo hasta el fondo en el casillero tan hondo. Sacó varios sobres, tres o cuatro, ninguno podía ser aún de Berta, luego se carteaba con mucha más gente, quizá eran todas mujeres curiosas, la gente que escribe a los personáis no se limita a una tentativa, aunque en un momento dado, como Berta ahora (pero quizá no 'Bill'), pueda concentrase en un solo individuo y olvidarse del resto, desconocidos todos. Cerró el buzón y se volvió mirando los sobres sin satisfacción ni furia (uno de ellos me pareció un paquete, podía ser un vídeo por la forma y tamaño). Se detuvo tras dar dos pasos, luego echó a andar de nuevo, con celeridad de nuevo y al pasar junto a mí se cruzaron sus ojos con los míos que ya no estaban sobre el periódico. Quizá me reconoció también él a mí como español, tal vez por mis pantalones. Me miró mirándome, quiero decir que fijó la vista con deliberación un instante, y por consiguiente, pensé, si me volvía a ver me reconocería (como yo a él). Del actor Sean Connery, aparte del vello que ahora no mostraba (llevaba chaqueta y corbata, y echada al brazo una gabardina oscura, como quien ha salido un momento del coche que no conduce), sólo tenía las grandes entradas que no ocultaba y las cejas, que se elevaban mucho y luego caían mucho también y se prolongaban hacia las sienes, confiriéndole, como a Connery, una expresión aguda. No supe ver su barbilla ni compararla, pero sí que tenía en la frente arrugas marcadas aunque no envejecedoras, seguramente un hombre gesticulante. No era feo, al contrario, probablemente era atractivo o guapo en su género, su género de hombre ocupado y maduro y determinado, un hombre con dinero y un poco de mundo (acaso reciente): haría negocios, quizá fuera a sitios donde se baila agarrado, sin duda hablaría de Cuba con conocimiento de causa, si era Guillermo —Guillermo de Miriam—. Pero no se inyectaría plásticos, su propia mirada punzante se los prohibiría.


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