Текст книги "Corazón Tan Blanco"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Quién no ha tenido sospechas, quién no ha dudado de su mejor amigo, quién no se ha visto traicionado y delatado en su infancia, en el colegio se encuentra ya uno cuanto le espera después en el codiciado mundo, los impedimentos y las deslealtades, el silencio y la trampa, la emboscada; también hay algún compañero que dice 'He sido yo', la primera forma de reconocimiento de las responsabilidades, la primera vez en la vida en que uno se ve obligado a decir, o escucha: 'I have done te deed', y luego, a medida que se va creciendo y el mundo ya es menos mundo porque no está fuera de nuestro alcance, se dice y escucha eso cada vez menos, al lenguaje de la niñez se lo da de baja, se lo retira por demasiado esquemático y simple, pero esas frases descarnadas y absurdas que entonces se sentían como heroicidades no nos abandonan del todo, sino que perviven en las miradas, en las actitudes, en las señales, en los gestos y en los sonidos (las interjecciones, lo inarticulado) que también pueden y deben ser traducidos porque son nítidos tantas veces y son los que de verdad dicen algo y se refieren de verdad a los hechos (el odio sin trabas y el amor sin mezcla), sin el sufrimiento de un quizá y un tal vez, sin la envoltura de las palabras que no sirven tanto para dar a conocer o relatar o comunicar cuanto para confundir y ocultar y librar de responsabilidades, lo verbal nivela las cosas que como actos son distinguibles y no pueden mezclarse. Besar o matar a alguien son cosas tal vez opuestas, pero contar el beso y contar la muerte asimila y asocia de inmediato ambas cosas, establece una analogía y erige un símbolo. En la vida adulta, dominada por las palabras, no se oye un sí y un no, nadie dice 'He sido yo' o 'Yo no he sido', pero todo ello se sigue viendo, casi siempre 'Yo no he sido', las heroicidades pasan a engrosar la lista de los errores.
Quién no ha sospechado, y con las sospechas se pueden tomar dos medidas, ambas inútiles, preguntar y callar. Si se pregunta y obliga quizá llegue a oírse 'Yo no he sido', y habrá que fijarse en lo que no dice, en el tono, en los esquivos ojos, en la vibración de la voz, en la sorpresa y la indignación quizá fingidas; y no podrá volverse a hacer la pregunta. Si se calla, esa pregunta estará siempre virgen y siempre dispuesta, aunque a veces el tiempo las vuelve incongruentes y casi inefables, literalmente extemporáneas, como si todo acabara por prescribir y hacer sonreír cuando pertenece al transcurrido tiempo, el pasado entero parece venial e ingenuo. Si se calla hay que disipar la sospecha y abolir la pregunta, o bien alimentar la primera y preparar la segunda con extremo cuidado, lo que resulta imposible es confirmar la sospecha, nadie sabe nada a lo que no ha asistido, ni siquiera puede darse crédito a las confesiones, en el colegio se dice 'He sido yo' cuando no se ha sido, la gente miente lo mismo que muere, parece increíble pero nada puede saberse nunca. O eso creo. Por eso es mejor a veces no saber ni el inicio, ni oír las voces que cuentan ante las cuales se está tan inerme, esas voces narrativas que todos tenemos y que se remontan hasta el pasado remoto o reciente y descubren secretos que ya no importan y sin embargo influyen en la vida o los venideros años, en nuestro conocimiento del mundo y de las personas, no se puede confiar en nadie después de escucharlas, es todo posible, el mayor horror y la mayor vileza en las personas que conocemos, como en nosotros mismos. Y todo el mundo está entregado a contar sin cesar y a ocultar sin cesar al hacer lo primero, sólo no se cuenta ni oculta lo que no se dice. Pero eso, lo que se silencia, se convierte en secreto, y a veces llega el día en que acaba contándose.
Yo no dije nada, no pregunté y todavía no he preguntado, cuanto más tiempo pase más improbable y difícil será que lo haga. Se deja pasar un día sin hablar, y dos, y una semana, luego los meses se acumulan insensiblemente, y la manifestación de la sospecha se va postergando si ésta no crece, quizá se espera a que ella también se convierta en pasado, en algo venial o ingenuo y que nos hará sonreír acaso. Durante bastantes días miraba por la ventana antes de acostarme, desde mi estudio, hacia la esquina, abajo; pero Custardoy no volvió a aparecer por allí en las inmediatas noches, y la siguiente vez que lo vi fue en mi propia casa, arriba, un momento. Mi padre había venido hacia las ocho y media para tomar una copa con Luisa y conmigo antes de irse a no sé qué cena a la que Custardoy lo invitaba, y por eso el Joven vino a buscarlo cerca ya de las diez. Se sentó unos minutos, tomó brevemente una cerveza y no noté nada, una mínima familiaridad reciente entre Custardoy y Luisa, pero a través de mi padre, se habían conocido durante mi ausencia a través de él, él preséntelas dos o tres veces, eso era todo, o así me lo pareció. Mucha más familiaridad había entre Ranz y Luisa, ellos sí se habían visto a solas y con frecuencia, mi padre la había acompañado en sus compras para la artificiosa casa, la había llevado a comer o cenar, le había dado consejo (un hombre de gusto, un experto en arte), era evidente que se estimaban, se divertían el uno al otro. Mi padre habló de Cuba durante aquella visita, pero en él eso no tema nada de extraordinario, es más, era un país a que hablaba a menudo, sus contactos con él no habían sido escasos, desde su matrimonio con las dos hijas de una madre habanera hasta algunas transacciones notables de las que estaba al tanto. Había ido allí en diciembre del 58, semanas antes de la caída de Batista: previendo lo que iba a ocurrir (Y previéndolo los propietarios), había adquirido a precio de prisa bastantes joyas y valiosos cuadros a las familias que se preparaban para la huida. Algunos se los había quedado (pocos), otros habían sido vendidos a Baltimore, Boston o Malibú, o bien subastados en Europa (las joyas tal vez desmontadas por joyeros madrileños, y alguna fue algún regalo). Era algo de lo que se jactaba, y lamentaba no haber vuelto a tener tanto ojo para prever revoluciones y sus consiguientes exilios adinerados. 'La gente rica, cuando abandona el campo, no quiere dejar nada atrás para sus enemigos', decía con la sonrisa perpetuamente burlona de sus labios femeninos. 'Antes que dejar algo en sus manos lo quema o destruye, pero los ricos saben que siempre resulta un poco mejor venderlo.' Si había ido entonces a Cuba era de suponer que allí tenía contactos y quizá amistades y que había ido antes, pero sus estancias en aquel continente se entremezclaban, los viajes se confundían en sus relatos (él mismo debía de confundirlos), tantas veces había ido para asesorar a sus honrados museos norteamericanos y a sus fraudulentos bancos sudamericanos, de los posibles viajes a Cuba sólo era nítido el prerrevolucionario. (A los hijos, por otra parte, se les va contando en desorden a medida que crecen y se interesan, poco a poco y con saltos, y para ellos el conjunto de la vida pasada de sus progenitores resulta caótico en el mejor de los casos.) Fuera como fuese, sus amistades en la isla las habría perdido con el advenimiento del 59 y el que fue tan canturreado fin de los privilegios, aunque curiosamente no recuerdo que tratara nunca a cubanos refugiados en España. O no venían por casa y yo no les fui presentado. Desde entonces no había vuelto, por lo que Ranz, cuando hablaba de Cuba ahora, lo hacía sin conocimiento de causa.
Pero en aquella ocasión su manera de hablar sí fue extraordinaria y distinta, como si la presencia de Luisa hubiera adquirido ya tanto peso como para que prevalecieran el tono y la complacencia seguramente empleados con ella a solas, Sobre el tan antiguo tono, más irónico, que había usado siempre conmigo, en la infancia como en la edad adulta. Y cuando Luisa salió de la habitación un rato para hablar por teléfono, la manera de comentar y contar de mi padre cambió, o mejor dicho se interrumpió. Como si cayera en la cuenta de que yo estaba allí, empezó a hacerme preguntas sobre Nueva York que ya me había hecho inmediatamente después del regreso (a los tres días comimos juntos en La Ancha) y cuyas respuestas ya conocía o no le interesaban. Aunque yo estuviera delante, era a Luisa a quien se dirigía, y en cuanto ella volvió reanudó sus comentarios con una vivacidad insólita, pese a que Ranz había sido vivaz su vida entera. Quizá la risa de Luisa era la adecuada, quizá se reía en los momentos justos (esto es, en los por él procurados), quizá le escuchaba como es deseable o le hacía los incisos y preguntas oportunas, o simplemente ella era alguien a quien él quería darse a conocer y contárselo todo, alguien nuevo a quien podía contar su historia sin saltos y en orden, porque estaba interesada desde el principio y no había que aguardar a su crecimiento. Mi padre nos relató varias anécdotas para mí desconocidas, como la de un falsificador veneciano de pequeñas vírgenes románicas esculpidas en marfil que, una vez terminadas con gran pericia, colocaba en el sostén de su mujer, un sostén enorme; las secreciones del pecho (abundantes) y la transpiración de las axilas (fuerte) daban a sus estatuillas una pátina perfecta. O la del director de un banco de Buenos Aires, aficionado al arte, que se empeñó en no creerle y le compró una obra de Custardoy el viejo que Ranz había llevado hasta allí por encargo de una acaudalada familia tacaña que sólo quería una buena copia de un Ingres muy admirado; cuando, antes de que la hubiera entregado, el director la vio sin marco en la habitación de su hotel (que era el Plaza, de Buenos Aires), quedó tan prendado de ella que no quiso ni oír que se trataba de una imitación; mi padre le explicó una y mil veces el origen y destino de aquel lienzo y que el original se hallaba en Montauban, pero el banquero se persuadió de que pretendía engañarlo y de que, con algo de deslealtad, había conseguido la obra maestra para otros clientes, la de Montauban sería falsa. 'En ese caso', dijo mi padre que le había dicho, incapaz de convencerlo, 'si usted me lo compra como auténtico, tendrá que pagarme un precio de auténtico.'
Aquella frase disuasoria se convirtió para el banquero en la prueba de su acierto. 'Nunca Custardoy ganó tanto dinero con una sola pieza', dijo mi padre. 'Lástima para nosotros que no hubiera más directores de banco o museo tan obcecados. Lástima que por lo general confiaran en mí ciegamente y no lo pudiéramos utilizar como método'. Y añadió encantado, riendo a la vez que Luisa: 'No he vuelto a saber de él, me pareció preferible. Espero que a aquel banquero no lo haya acusado nadie de malversación de fondos.' Mi padre disfrutaba y Luisa también disfrutaba pero él mucho más, pensé que ella podría sacarle lo que quisiera, y esto no lo pensé al azar, sino pensando también en lo que ella quería averiguar de él y yo no quería, según creo aunque tampoco dejaba de pensar en ello, es decir, no disipaba enteramente lo que quizá también podía llamarse una sospecha, supongo que no se puede convivir con varías al mismo tiempo, por eso a veces se descartan unas —las más improbables, o acaso son las más probables; las que aún no son pasado, aquellas sobre las cuales nos podríamos ver obligados a actuar todavía y nos darían miedo y trabajo y alterarían el futuro concreto– y se alimentan otras —las que en el caso de confirmarse los hechos parecen irremediables, y alteran sólo el pasado y el futuro abstracto—. Yo creo que descarté cualquier sospecha sobre Luisa, y en cambio tuve que alimentar las aún no formuladas sobre mi padre, o fue Luisa quien aquella misma tarde, poco antes de que Custardoy llamara al timbre, se encargó de recordármelas en voz alta, porque en medio de las risas y las sonrisas y las anécdotas que para mí eran de estreno, le dijo a Ranz en tono admirativo, llamándole de usted como ha preferido hacer siempre:
–La verdad es que no me extraña que se casara usted tantas veces, es una fuente inagotable de historias poco creíbles, y por tanto de entretenimiento. —Y añadió en seguida, como para darle la oportunidad de contestar a la segunda parte y no hacer, si no quería, referencia alguna a la primera, a lo que hasta entonces había dicho (era un signo de respeto)—: Hay muchos hombres que piensan que las mujeres necesitan sentirse muy queridas y halagadas, incluso mimadas, y lo que más nos importa es que nos entretengan, es decir, que nos impidan pensar demasiado en nosotras mismas. Es una de las razones por las que solemos querer hijos. Usted debe saberlo bien, si no, no lo habrían querido tanto.
No me di por aludido, al contrario. Yo le contaba a Luisa muchas historias poco creíbles, aunque hubiera callado hasta aquel momento la de 'Bill' y Berta, que la habría entretenido mucho; pero esa historia también era mía y quizá por eso la callaba. La de Guillermo y Miriam la había callado hasta que Luisa la mencionó y supe que también le pertenecía a ella, y el día que nos conocimos había callado o cambiado, al traducir a los adalides, algunas de las cosas que habían dicho (sobre todo el nuestro) y que me habían parecido malas ideas o inconveniencias o reprobables. En esa ocasión, sin embargo, mi censura no había afectado a Luisa, que comprendía tanto o más que yo, ambas lenguas, ella era la 'red'. Callar y hablar son formas de intervenir en el futuro. Pensé que aquella virtud que Luisa atribuía a mi padre era también la de Custardoy el joven: contaba, cuando quería, historias totalmente increíbles con las que distraería a mi padre, a mí mismo me había contado innumerables durante la infancia y la adolescencia, y recientemente una sobre Ranz y mi tía Teresa y otra mujer con la que no guardo parentesco, en cierto sentido sobre mí mismo (quizá también esa historia era mía; tal vez Luisa querría escucharle, a Custardoy el joven).
A Ranz no se le congeló la risa, sino que la prolongó demasiado, artificialmente, como para ganar tiempo y decidir a qué parte de las palabras de Luisa contestaba y cómo (o si a todo, o si a nada). Rió cuando ya no tocaba, hasta lo intraducible y no censurable tiene su duración, y en ella puede estar su significado. —No me han querido tanto —dijo por fin en un tono muy distinto del habitual suyo, como si aún vacilara. De haber estado contestándome a mí no habría vacilarlo ni prolongado la risa un segundo (ambas cosas eran un signo de respeto, respeto hacia Luisa)—. Y cuando lo han hecho no me lo merecía —añadió, sin que pareciera una frase procedente de su coquetería; yo la conocía demasiado bien para no distinguir lo que se debía a ella.
Luisa tuvo valor para insistir, perdiendo un poco el respeto (o puede que fuera una manera de advertirme que su indagación estaba en marcha y que ya no la detendría, pensara lo que yo pensara: la historia podía ser suya si yo no me hacía cargo, Ranz había empezado a serlo. Quizá era otro signo de respeto, respeto hacia mí, haber esperado a que yo estuviera delante para ponerla en marcha, como quien prefiere avisar: 'A partir de ahora no te haré caso en esto'). —Pero tengo entendido que, aparte de con quien habría sido mi suegra, usted estuvo casado con su hermana. No debe ser fácil, que a uno lo quieran dos hermanas. Y a saber cuántas otras mujeres lo quisieron a usted antes. El tono de Luisa era un tono de broma, ligero, zumbón, como se emplea a menudo con la gente vieja cuando se la quiere alegrar y dar ánimos, un tono de guasa amable que el propio Ranz practicaba, con otros y consigo mismo, tal vez para darse ánimos. Sin embargo el de su respuesta no fue así durante un instante. Me miró rápidamente con su mirada ardorosa, como para confirmar que la información recibida por Luisa venía de mí y no podía ser otra que la que yo tenía. Así había de ser, no era extraño: acerca de los demás se cuenta todo sobre la almohada. Pero yo no le hice ninguna señal. Luego dijo: —No creas, las hermanas menores suelen encapricharse con lo de las mayores. No digo que fuera el caso, pero en sí no tiene mérito, más bien al contrario. – ¿y antes? —volvió a insistir Luisa, y era obvio que no esperaba que en aquel momento se le contara nada, nada sustancial al menos, Ranz estaba a punto de irse a una cena, era más bien como si se preparara el terreno y le anunciara algo para el futuro concreto, o inmediato. Yo estaba sorprendido, tanto por su insistencia como por la reacción de mi padre. Recordaba aquel día en que casi me expulsó de un restaurante por tratar de preguntarle sobre el pasado ('Quiero comer tranquilo y en el día de hoy, no en uno de hace cuarenta años'), un pasado menos antiguo que aquel por el que Luisa ya le estaba preguntando. Ranz volvió a mirarme, como si ahora dudara de mí en tanto que fuente de información, o no supiera si en realidad la había. Yo no le hice ninguna señal. Recuperó su tono habitual y contestó con un gesto exagerado de su mano con cigarrillo: – ¿Antes? Antes es tan antiguo que ya no me acuerdo. Fue entonces cuando sonó el timbre, y mientras Luisa se levantaba para ir a abrir, mientras caminaba hacia la puerta para recibir a Custardoy el joven ('Será Custardoy', dijo mi padre mientras ella se alejaba por el pasillo, ya fuera de nuestra vista), todavía tuvo tiempo, o temple para decirle: 'Pues vaya haciendo memoria, que ya le preguntaré y me contara otro día, un día que estemos solos'.
Custardoy bebió su cerveza y estuvo más bien lacónico el rato mínimo que permaneció en casa, quizá como yo, quizá como un enamorado. Casi ni hicieron ruido sus zapatos de suela semimetálica, como los de 'Bill' probablemente, cuyo femenino sonido había oído sobre el mármol de la estación de correos pero no sobre el asfalto de la calle de Berta, al salir y montar en su taxi, como si también los zapatos consintieran en guardar secretos.
Cuántas cosas se van no diciendo a lo largo de una vida o historia o relato, a veces sin querer o sin proponérselo. Yo no solo había callado cuanto ya he enumerado, sino sobre todo el malestar y los presentimientos de desastre que me acompañan desde mi matrimonio, hace ya casi un año. Ahora se han atenuado y tal vez acaben desapareciendo, durante un tiempo. Los había silenciado ante Luisa, también ante Berta y ante mi padre, por supuesto en el trabajo, ante Custardoy no digamos. Los enamorados guardan silencio con mucha frecuencia, incluso los encaprichados. Guarda silencio quien ya tiene algo y puede perderlo, no quien ya lo perdió o está a punto de ganarlo. Berta había hablado sin cesar de 'Bill', por ejemplo, y de 'Jack' y 'Nick' mientras para ella no habían tenido corporeidad ni rostro ni los había ganado (se habla de las promesas, no del presente y sí del futuro, concreto y abstracto; también de las pérdidas, si son recientes). Pero después calló, tras mis cuatro horas largas de vagabundeo y compras y aprensión y espera la encontré aún levantada y no en su cuarto, en bata. Ya estaba a solas, pero seguía aguantando la cojera según vi luego, esto es, no dejaba que se reinstalara con la soledad regresada y acostumbrada, ni con la confianza que tenía conmigo, no tan fácilmente, no tan pronto. No encendí la luz que ella había apagado minutos antes para avisarme y decirme 'Sube' porque no hacía falta: estaba recostada en el sofá, frente a la televisión cuya luz bastaba para iluminarnos, con el breve vídeo de 'Bill' puesto otra vez, ahora que podía completar la imagen con su memoria de él recién nacida, ahora que por fin sabía lo que se correspondía con el triángulo del albornoz azul pálido, arriba y abajo. Cuando entré y no encendí la luz, la voz de predicador o de cantante frágil, la voz de sierra repetía en inglés desde la pantalla: 'A las mujeres os importa la cara. Los ojos. Eso decís. A los hombres la cara con cuerpo. O el cuerpo con cara. Eso es así'. Berta paró el vídeo al verme. Se levantó y me dio un beso. 'Lo siento', dijo, 'has tenido que esperar mucho.' 'No importa', dije yo. 'He traído leche, se había acabado, voy a dejarla en seguida en la nevera.' Fui hasta la nevera y allí no sólo dejé la leche, sino que saqué de la bolsa de plástico todas las demás cosas que había comprado, el libro japonés, el periódico, la música de La vida privada de Sherlock Holmes, siempre hago eso, también cuando llego de un viaje lo primero que hago es deshacer la maleta y guardarlo todo en su sitio y la propia maleta en su armario, para acelerar el olvido de que he viajado, del viaje, que todo parezca en reposo. Tiré la bolsa a la basura, para acelerar el olvido de la compra y de mis paseos. Volví al salón con mi pequeño botín en la mano, Berta no estaba, la televisión seguía encendida, un programa con risas mecánicas al que había dado paso la supresión del vídeo. La oí en su dormitorio, estaría aireándolo, haciendo la cama o cambiando las sábanas, no le había dado tiempo con mi llegada inmediata. Pero no era eso, no lo último al menos, porque cuando salió no llevaba en los brazos el montón de ropa, sino las manos en los bolsillos de la bata, una bata de color salmón y de seda, debajo creo que nada, quizá prefería dormir con el olor de 'Bill' en las sábanas, cuando uno quiere retener olores parece siempre que se disipan demasiado pronto. Ella ya no olía a Trussardi, olía a Guerlain al pasar junto a mí, vi el frasco (la caja abierta) sobre la mesa en la que solíamos dejar el correo y en la que yo dejé mi diario, mi libro, mi disco: el frasco a cuya compra yo había asistido. Era el único rastro material de 'Bill' en el apartamento. '¿Qué tal?', pregunté, ya no podía dejar de hacerlo, todo estaba más o menos en orden, aunque siempre se encuentran cosas que hacer en las casas. 'Bien. ¿Y tú? ¿Qué has hecho todo este rato? Debes estar muerto de sueño, pobre.' Le conté por encima mis vagabundeos, no mis aprensiones, le enseñé mis compras, no le hablé de mi espera. No sabía si preguntarle más, ella parecía tener repentinamente el pudor que no había tenido durante las semanas precedentes, aquella misma tarde en que me había pedido preservativos (los había visto en la basura, dos, al tirar la bolsa, quedaron tapados por ella, ya no resultarían visibles en la próxima visita al cubo, la aceleración del olvido, a veces no hay que acelerarlo, unas cosas van tapando a las otras exactamente como en la basura, los minutos que van llegando no sustituyen tan sólo, sino que niegan los que se fueron). Qué lejos quedaba mi cena con sus amigos y amigas, con Julia, ella no se acordaba, no me preguntó por ellos, yo no me sentía inclinado a recuperarlos para la charla breve que podía y suele tenerse antes de irse a la cama, por tarde que sea. Era muy tarde aunque fuera sábado, debíamos acostarnos, dormir, olvidar en el sueño, o Berta retener el recuerdo. Pero yo quería saber un poco al menos, aquella era también mi historia y a la vez no lo era (luego podía querer saber, y estaba a salvo). Había deambulado durante horas bajo el cielo invisible en las avenidas y rojizo en las calles, había esperado de pie tres veces sobre el mármol de Kenmore Station, había caminado tras sus pasos metálicos hasta el Hotel Plaza, me había dejado ver, había rodado un vídeo, merecía quizá saber algo sin esperar a que transcurriera el tiempo. 'Bueno, cuéntame', dije. 'No, no hay nada que contar', dijo ella. Estaba descalza y sin embargo no cojeaba, tenía la mirada un poco ensoñada, o era sólo soñolienta. Parecía tranquila, como quien está meditando sin prisa y sin que la meditación la agobie. Tenía una sonrisa pausada, boba, la de quien recuerda con vaguedad y complacencia. 'Pero es español', ¿no?, dije yo. 'Sí, es español', contestó, 'ya lo sabíamos.' '¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica?' 'Se llama Bill, le va bien ese nombre, y no me ha dicho a qué se dedica. No hemos hablado de eso.' 'Pero dime algo más, ¿qué tal es? ¿Te ha caído bien? ¿Te ha decepcionado? ¿Te ha dado miedo? En el vídeo era odioso', y señalé hacia el programa con risas mecánicas, que se seguía oyendo con el sonido bajo. 'Aún no lo sé', respondió Berta, 'eso dependerá de lo que pase a partir de ahora.' '¿Habéis quedado en veros más?' 'Sí, supongo que sí. Están los apartados de correos, y él puede llamarme, le he dado el teléfono.' Berta se mostraba lacónica como una enamorada que no comparte, que oculta y retiene; no podía estarlo, era ridículo, quizá encaprichada, o tal vez no quería hablar justo ahora, cuando él acababa de irse tras cuatro horas largas de compañía, en realidad cuatro más cuatro, habían quedado a las ocho y media. Es posible que deseara pensar a solas, en lo que había ocurrido, afianzar el recuerdo que desde la salida de 'Bill' por la puerta habría iniciado el lento proceso de su difuminación, por eso seguramente había puesto el vídeo cuya visión yo había interrumpido. 'Quizá mañana', pensé, 'quizá mañana esté más dispuesta a hablar y contarme, no es que me importe tanto, también es cierto, en realidad mi misión ha terminado, tenía que tomarme en serio lo que ella se tomaba en serio, ayudarla a llegar a quien quería llegar y acaso ganarlo. Eso es todo. Mi estancia aquí también está casi acabada, me iré dentro de una semana y no volveré probablemente hasta dentro de un año, y será entonces cuando ella me lo cuente todo como algo perteneciente al pasado, algo venial e ingenuo que nos provocará sonrisas y que sentiremos un poco como si no hubiéramos sido nosotros quienes hubiéramos participado o lo hubiéramos hecho, algo que podrá contarse tal vez entero, desde su inicio hasta su conclusión, no como ahora, en que está sucediendo, y no se sabe.' Pero sabía que no podía irme a la cama sin preguntarle dos cosas más, dos al menos. '¿Llevaba preservativos?', le dije. En la penumbra me pareció que Berta se sonrojaba, me miraba con el rubor que le había faltado cuando me los había pedido, también —yo creo, vi sólo a través de la cámara– cuando la había filmado. 'No lo sé', dijo. 'No le di tiempo, antes de que pudiera sacarlos yo saqué los míos, los que me habías dado. Gracias.' Y las 'Gracias' sin duda fueron ruborizadas. '¿Y Miriam? ¿Le pudiste preguntar por Miriam?' A Berta no le interesaba ya aquello, lo había olvidado, hizo un gesto como diciendo: 'De eso hace tantos años', el nombre de Miriam debía de haberse perdido al comienzo de la velada y no habría traído ninguna noticia. 'Sí', contestó, 'mencioné ese nombre, como el de una amiga de España. Pero no pareció que significara nada, y no insistí, tú me dijiste que no insistiera.'
Ahora ya no me preguntó qué era eso ni qué sospechaba o sabía (no me dijo 'Desembucha', o 'Explica', o 'Cuenta'), había demasiadas horas que habían borrado mi figuración o idea. Se había vuelto a recostar en el sofá debía de estar cansada de la larga noche de conocimiento y de aguantar la cojera descalza. Vi sus pies elevados sobre el sofá, dedos largos, pies bonitos, limpios para 'Bill' – no habían pisado el asfalto—, daban ganas de tocárselos. Los había tocado hacía muchísimo tiempo (de habérselo recordado habría hecho el mismo gesto: 'De eso hace tanto tiempo'), seguían siendo los mismos pies, también tras el accidente, cuántos pasos habrían dado, cuántas veces habrían sido tocados en el transcurso de quince años. Quizá 'Bill' se los habría tocado muy poco antes, quizá distraídamente mientras hablaban tras expulsarme a la calle, de qué, no habían hablado de la arena visible, de qué entonces, tal vez de mí, tal vez Berta le habría contado toda mi historia por hablar de algo, sobre la almohada se traiciona y denigra a los otros, se revelan sus mayores secretos y se dice la única opinión que halaga al que escucha, y que es la desestimación del resto: todo lo ajeno a ese territorio se convierte en prescindible y secundario si no en desdeñable, es allí donde más se abjura de las amistades y de los pasados amores y también de los presentes, como me habría negado y minimizado Luisa de haber compartido con Custardoy la almohada, yo estaba lejos, en otro país más allá del océano, mi recuerdo difuminado, mi cabeza ausente, sin dejar huella durante ocho semanas, ella se habría acostumbrado a dormir en diagonal, atravesada sobre la cama, allí no había nadie desde hacía tiempo, y a quien no está no es difícil quitarle importancia, al menos verbalmente, con el comentario, del mismo modo que para Guillermo no era difícil hablar con tanta desafección de su mujer enferma en otro continente, cuando se cree que nadie oye, desde la habitación de un hotel de La Habana bajo la pulposa luna y con el balcón entornado, hablar de matarla o de dejarla morir al menos: 'La estoy dejando morir', había dicho. 'No estoy haciendo nada por ayudarla. La estoy empujando.' Y más adelante: 'Le quito las pocas ganas de vivir que le queden. ¿No te parece suficiente?'. Pero a Miriam no le parecía suficiente, llevaba demasiado tiempo esperando y la espera es lo que más desespera y hace desvariar y corroe y hace decir: 'Voy por ti' o 'Eres mío' o 'Conmigo al infierno' o 'Yo te mato', es como un inmenso tejido sin ninguna costura ni adorno ni pliegue, como un cielo invisible o rojizo sin ángulos que lo recorten, un todo indiferenciado e inmóvil en el que no se distinguen las tramas y sólo hay repetición, pero no la repetición al cabo del tiempo, que no sólo es tolerable sino placentera, no sólo tolerable sino necesaria (uno no puede aceptar que ciertas cosas no vayan ya a repetirse), sino la repetición continua y sin pausa, un silbido interminable o nivelación constante de lo que va llegando. Nada es bastante cuando se espera, algo debe rasgarse con el filo afilado o algo debe quemarse con la brasa o la llama, nada es bastante tras la desestimación y la abjuración y el desdén, después sólo puede admitirse el siguiente y consecuente paso, la supresión, la cancelación, la muerte de quien fue expulsado del territorio que delimita la almohada. La pulposa luna, el balcón entornado, el sostén que tira, la toalla mojada, el llanto a escondidas en el cuarto de baño, el pelo o arruga sobre la frente, la mujer dormida y la mujer a punto de adormecerse, el canturreo de quien sigue esperando: 'Tienes que matarla', había dicho Miriam. Y Guillermo había respondido, abjurando de su mujer enferma más allá del océano y hastiado como una madre que contesta cualquier cosa, sin pensárselo, es fácil condenar verbalmente, no pasa nada, todo el mundo sabe que no es responsable de lo que dice aunque la ley lo castigue a veces, la lengua al oído, la lengua no mata, no comete el acto, no puede: 'Está bien, está bien, ya lo haré, ahora sigue acariciándome'. Y ella había insistido más tarde, en tono neutro si no desmayado: 'Si no la matas me mato yo. Tendrás una muerta, o ella o yo'.