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Corazón Tan Blanco
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 00:20

Текст книги "Corazón Tan Blanco"


Автор книги: Javier Marias



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Ranz tuvo los mismos valor y humor para reír un poco. Luego contestó: 'Lo sé, lo sé, nadie se mata por el pasado. Es más, no creo que tú te mataras por nada, aunque te enteraras hoy mismo de que Juan acababa de hacer algo como lo que yo hice y le conté a Teresa. Tú eres distinta, los tiempos son distintos, más leves, o más duros, lo encajan todo. Pero no sé si contártelo todo no es por mi parte una deliberada prueba de afecto, de nuevo una prueba de afecto, hacer méritos para que sigas escuchándome y queriendo mi compañía. Y a lo mejor el resultado sería el contrario. Sin duda no te matarías, pero tal vez no querrías volver a verme. Temo por mí, más que por ti'.

Luisa debió de ponerle una mano en el brazo si estaba cerca, o acaso en el hombro si se levantó un instante ('La mano en el hombro*, pensé, 'y el incomprensible susurro que nos persuade'), o así me lo habría imaginado yo en una representación, tenía que imaginarlo, no lo veía, sólo escuchaba por una rendija, no a través de un muro ni de balcones abiertos.

'Lo que usted hiciera o dijera hace cuarenta años me importa poco y no va a variar mi afecto. Es a usted al que yo conozco y eso nada lo puede cambiar. No conozco a] de entonces.'

'El de entonces', dijo Ranz, 'El de entonces', repitió Ranz, y debía de estarse tocando su pelo polar, rozándoselo con las yemas sin proponérselo ni darse cuenta. 'El de entonces soy yo todavía, o si no soy él soy su prolongación, o su sombra, o su heredero, o su usurpador. No hay ningún otro que se le parezca tanto. Si no fuera yo, cosa que a veces llego a creerme, entonces él no sería nadie y resultaría que no habría ocurrido lo que ocurrió. Soy lo más parecido que queda a él, en todo caso, y a alguien deben pertenecer esos recuerdos. Al que no se mata se le impone seguir adelante, pero hay quien decide pararse y quedarse allí donde se quedaron otros, mirando al pasado, haciendo que siga siendo ficticio presente lo que el mundo dice que es pasado. Y así, resulta que lo que ocurrió se convierte en imaginario. Peto no para, él, sino para el mundo. Sólo para el mundo, que lo abandona. He pensado mucho en esto. No sé si lo entiendes'.

'Usted no parece haberse quedado parado en ninguna parte', le dijo Luisa. 'Supongo que no, y a la vez sí', contestó Ranz. La voz había vuelto a debilitarse, ahora hablaba un poco para sus adentros, no con vacilación sino meditativamente, las palabras salían una por una, cada una pensada, como cuando los políticos hacen una declaración que quieren ver traducida y tomada al pie de la letra. Era como si estuviera dictando. (Pero ahora yo reproduzco de memoria, es decir, con mis propias palabras aunque sean las suyas, en origen.) 'Yo seguí adelante, he seguido haciendo mi vida con la mayor ligereza posible, e incluso me volví a casar por tercera vez, con la madre de Juan, con Juana, que nunca supo nada de todo esto y tuvo la generosidad de no acosarme nunca a preguntas sobre la muerte de su hermana que ella vio, tan inexplicable para todos, y yo no podía explicársela. Quizá ella sabía que era mejor no saber, si había algo que saber y yo no había contado. Quise mucho a Juana, pero no como a Teresa.

La quise con más cautela, con más miramiento, no con tanta insistencia, más contemplativamente si vale decirlo, más pasivamente. Pero a la vez que seguí adelante sé que también me quedé parado en aquel día en que se mató Teresa. En ese día, y no en el otro anterior, es curioso cómo importan más las cosas que le pasan al otro sin nuestra intervención directa, más que las que uno hace, o comete. Bueno, no siempre es así, sólo a veces. Según qué cosas, supongo.'

Encendí un cigarrillo y busqué un cenicero en la mesilla de noche. Allí estaba, en el lado de Luisa, por suerte también ella seguía fumando, los dos fumábamos en la cama, mientras hablábamos o leíamos o después de acostarnos con el uno el otro, antes de dormirnos. Antes de dormirnos de veras abríamos la ventana aunque hiciera frío, para airear el cuarto, unos minutos. Estábamos de acuerdo en eso, en nuestra comparada casa en la que yo espiaba ahora con su probable consentimiento. Quizá al abrir la ventana pudiéramos ser percibidos desde la esquina por alguien que mirara hacia arriba, abajo.

'¿Qué otro día?', preguntó Luisa.

Ranz calló, durante demasiados segundos para que fuera natural la pausa. Me imaginé que tendría las manos con un cigarrillo del que no se tragaría el humo o bien enlazadas y ociosas, las manos grandes con arrugas pero sin manchas, y estaría mirando a Luisa de frente, con sus ojos como gruesas gotas de licor o vinagre, mirando con pena y con miedo, esas dos sensaciones tan parecidas según Clerk o Lewis, o tal vez con la sonrisa boba y los ojos inmóviles de quien alza la vista y yergue el cuello como un animal al oír el sonido de un organillo o el silbido curvo de los afiladores, y piensa por un momento si los cuchillos que hay en la casa cortan como es debido o hay que bajar con ellos a la calle corriendo, y hace un alto en sus tareas o en su indolencia para recordar y pensar en filos, o quizá se absorbe en sus secretos repentinamente los secretos guardados y los padecidos, los que conoce y no conoce. Y entonces, al levantar la cabeza para hacer caso a la mecánica música o a un silbido que se repite y viene avanzando por la calle entera, su vista cae melancolizada sobre los retratos de los ausentes. 'No me lo cuente si no quiere', oí que decía Luisa. 'El otro día', dijo Ranz, 'el otro día fue el día en que maté a mi primera mujer para poder estar con Teresa.' 'No me lo cuente si no quiere. No me lo cuente si no quiere', oí que repetía y repetía Luisa, y repetir y repetir eso cuando ya estaba contado era la forma civilizada de expresar su susto, también el mío, quizá su arrepentimiento por haber preguntado. Pensé si no debía cerrar mi puerta, clausurar la rendija para que todo volviera a ser murmullo indistinguible o imperceptible susurro, pero ya era demasiado tarde, para mí también, lo había oído, habíamos oído lo mismo que habría oído Teresa Aguilera en su viaje de novios, al final de su viaje, cuarenta años antes, o quizá no eran tantos. Luisa decía ahora 'No me lo cuente, no me lo cuente', quizá por mí, demasiado tarde, las mujeres sienten curiosidad sin mezcla y no imaginan o no anticipan la índole de lo que ignoran, de lo que puede llegar a averiguarse y de lo que puede llegar a hacerse no saben que los actos se cometen solos o que los pone en marcha una sola palabra. El acto de contar ya estaba en marcha, basta con empezar, una palabra tras otra. 'Ranz ha dicho "mi primera mujer"', pensé, 'en vez de darle su nombre, y lo ha hecho en consideración a Luisa, que de haber escuchado ese nombre (Gloria, o acaso Miriam, o acaso Nieves, o acaso Berta) no habría sabido de quién se trataba, no con certidumbre al menos, ni yo tampoco, aunque lo habríamos supuesto, supongo. Eso quiere decir que Ranz está de verdad contando, aun no hablando para sí mismo, como puede que le suceda dentro de un rato sí sigue rememorando y contando. Pero lo que hasta ahora ha dicho lo ha dicho teniendo en cuenta que se lo decía a alguien, no olvidado del destinatario sino teniendo en cuenta que estaba contando, y siendo escuchado.'

'Sí, ahora ya tienes que dejarme contártelo', oí que decía mi padre, 'como se lo tuve que contar a Teresa. No fue como ahora, pero tampoco tan distinto, dije una frase y con ella la puse al tanto y ya tuve que contar el resto, contar más para paliar una sola frase, es absurdo, descuida, no entraré en mucho detalle. Ahora la he dicho y te he puesto al tanto, la he dicho en frío, entonces fue en caliente, ya sabes, uno dice cosas encendidas y se va calentando, uno quiere tanto y se siente tan querido que ya no sabe qué más hacer, a veces. En algunas circunstancias, en algunas noches uno se convierte en un exaltado, en un salvaje, le dice barbaridades a la persona que ama. Luego se olvidan, son como un juego, pero claro, un hecho no puede olvidarse. Estábamos en Toulouse, hicimos nuestro viaje de bodas a París, luego al sur de Francia. Estábamos en un hotel la penúltima noche del viaje, en la cama, y yo le dije muchas cosas a Teresa, uno dice de todo en esas ocasiones porque no se siente amenazado por nada, y cuando ya no sabía qué más decirle y sin embargo necesitaba decirle más, le dije lo que tantos amantes han dicho sin consecuencias: "Te quiero tanto que mataría por ti", le dije. Ella se rió, contestó: "Ya será menos". Pero en aquellos momentos yo no podía reírme, era uno de esos momentos en que se quiere con toda la seriedad del mundo, no hay broma que valga. Y entonces no pensé más y le dije la frase: "Ya lo he hecho", le dije. "Ya lo he hecho".' ('I have done te deed', pensé, o acaso pensé *He sido yo*, o lo pensé en mi lengua, 'He hecho el hecho y he hecho la hazaña y he cometido el acto, el acto es un hecho y es una hazaña y por eso se cuenta más pronto o más tarde, he matado por ti y esa es mi hazaña y contártela ahora es mi obsequio, y me querrás más aún al saber lo que he hecho, aunque saberlo manche tu corazón tan blanco.')

Ranz calló de nuevo, y ahora me pareció que la pausa era inequívocamente retórica, como si una vez que había empezado a contar lo incontable estuviera en disposición y deseo de controlar su cuento.

"La maldita seriedad", añadió seriamente al cabo de unos segundos. 'Nunca más en la vida he vuelto a ser serio, o así lo he intentado.'

Apagué el cigarrillo y encendí otro, miré el reloj sin entender la hora. Había viajado y había dormido y estaba oyendo, como había oído a Guillermo y Miriam también sentado a los pies de una cama, o más bien como los había oído Luisa acostada, disimulando, sin que yo supiera si los oía. Ahora era ella quien no sabría si yo escuchaba, ni sí yo estaba acostado y dormido. '¿Quién era?', le preguntó a mi padre. También ella, después de su susto y su arrepentimiento mecánico, estaba dispuesta a saberlo todo, más al menos, una vez que sabía y había oído la frase irremediablemente. ('Escuchar es lo más peligroso", pensé, *es saber, es estar enterado y estar al tanto los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde. Ahora ya sabemos, y puede que eso manche nuestros corazones tan blancos, o quizá son pálidos y temerosos, o acobardados.')

'Era una chica cubana, de allí, de La Habana', dijo Ranz, 'donde estuve destinado dos años haraganeando, Villalobos tiene mejor memoria de lo que cree ('Han hablado del profesor', pensé, 'luego mi padre sabe que yo ya sé lo que Villalobos sabe'). Pero no quisiera hablar mucho de ella, si me haces ese favor, he logrado olvidar cómo era, un poco, su figura es borrosa como todo aquello, no estuvimos casados mucho tiempo, apenas un año, y mi memoria está cansada. Me casé con ella cuando ya no la quería si es que la quise, uno hace esas cosas por sentido de la responsabilidad, del deber, por debilidad momentánea, algunas bodas se pactan, se acuerdan, se anuncian, y se hacen lógicas e irremediables, ya por eso suelen acabar celebrándose. Ella me obligó a quererla al principio, luego quiso casarse y yo no me opuse, su madre, las madres quieren que las hijas se casen, o lo querían entonces ('Todo el mundo obliga a todo el mundo', pensé, 'y sí no el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente. La gente sólo quiere dormir, los arrepentimientos anticipados nos paralizarían'). La boda fue en la capilla de la embajada, a la que yo estaba adscrito, una boda española en vez de cubana. Mal asunto, lo quisieron ella y la madre tal vez a propósito, de haber sido cubana nos podríamos haber divorciado cuando conocí a Teresa, allí había divorcio, aunque no creo que Teresa lo hubiera aceptado, ni sobre todo su madre, que era muy religiosa.' Ranz se limitó ahora a tomar aliento y agregó con su voz burlona de siempre, la más conocida: 'Las religiosas madres de las clases medias, las religiosas suegras son las que más vinculan. Supongo que me casé para no estar solo, no me eximo de culpa, no sabía cuánto tiempo más iba a permanecer en La Habana, dudaba entonces si hacer algo en la diplomacia, aunque aún no tenía la carrera hecha. Luego abandoné esa idea y nunca la hice y volví a mis estudios de arte, me habían metido a dedo en aquella embajada por influencias de mi familia, a ver si me gustaba, yo fui un bala perdida hasta que conocí a Teresa, o más bien hasta que me casé con Juana'. Había dicho 'bala perdida', y estuve seguro de que en ese momento, pese a la seriedad con que hablaba, le había divertido soltar esa expresión en desuso, como le había divertido llamarme 'picaflor' el día de mi boda, durante la fiesta, mientras Luisa hablaba con un antiguo novio que me es antipático y otras personas —quizá Custardoy, quizá Custardoy, apenas lo vi en el Casino, sólo de lejos mirando ávidamente– y yo me veía apartado de ella durante unos minutos por mi padre que me retenía en un cuarto para decirme esto: 'Y ahora qué', y al cabo de un rato decirme lo que en verdad quería: 'Cuando tengas secretos o si ya los tienes, no se los cuentes'. Ahora él estaba contando el suyo, contándoselo a ella precisamente quizá para evitar que yo le pudiera contar los míos (qué secretos tengo, acaso el de Berta que en realidad no es mío, acaso el de mis sospechas, acaso el de Nieves, mi amor antiguo de la papelería) o que sea ella quien me cuente los suyos (qué secretos tiene, no puedo saberlo, si lo supiera no lo serían). 'Quizá Ranz cuenta ahora su secreto guardado durante tantos años para que nosotros no nos contemos los nuestros', pensé, 'los pasados y los presentes y los futuros, o para que procuremos no tener que tenerlos. Sin embargo hoy yo he venido a mi casa en secreto, sin avisar o haciendo creer que llegaba mañana, y Luisa guarda ante Ranz el secreto de que yo estoy aquí, echado o sentado a los pies de la cama, tal vez oyendo, tiene que haberme visto, si no no se explican la colcha y la manta y la sábana vueltas para arroparme un poco.'

'¿Me sirves un poco más de whisky, por favor?', oí que decía mi padre ahora. Así que Ranz estaba bebiendo whisky, que es una bebida de color parecido al color de sus ojos cuando no les da la luz, estarían en penumbra ahora. Oí el ruido del hielo cayendo sobre un vaso y otro, también el del whisky, luego el del agua. Con agua mezclada el color ya no se parecería tanto. Quizá las aceitunas de la nevera estaban sobre la mesita baja de nuestro salón, era uno de los primeros muebles que habíamos comprado, juntos, y uno de los pocos no cambiados de sitio en todo este tiempo, desde nuestra boda, aún no hacía ni hace aún un año. Tuve hambre de pronto, con gusto me habría comido unas aceitunas, mejor rellenas. Mi padre añadió: 'Luego iremos a cenar, ¿verdad?, te cuente lo que te cuente, como estaba previsto. Bueno, ya te lo he contado casi todo*.

'Claro que iremos a cenar*, contestó Luisa. 'Yo no falto a mis citas.' Era verdad, que no faltaba ni falta a sus citas. Puede dudar mucho, pero si se decide no falla, es una mujer agradable en eso. '¿Qué pasó luego?', dijo, y esa es la pregunta que hacen los niños, incluso cuando el cuento ya se ha acabado.

Ahora oí claramente el ruido del mechero de Ranz (el oído va acostumbrándose a captarlo todo desde donde escucha), luego antes debía haber tenido las manos enlazadas y ociosas.

'Pasó que conocí a Teresa, y a Juana, y a su madre cubana que llevaba una vida entera en España. Fueron a La Habana una temporada por un asunto de lejanas herencias y ventas, una tía de la madre que había muerto, no creí que Villalobos recordara tanto ('Luisa debe haberle dicho', pensé: '"Villalobos nos ha contado esto y esto, ¿qué hay de cierto?"'). Nos quisimos muy pronto, yo ya estaba casado, nos vimos algunas veces clandestinamente, pero era triste, ella se entristecía, no veía posibilidad alguna, y que ella no la viera me entristecía a mí, más eso que el hecho cierto de que no la hubiera. No fueron muchas veces, las suficientes, siempre por la tarde, las dos hermanas salían a pasear juntas y luego se separaban, no sé lo que hacía Juana ni Juana sabía lo que hacía Teresa, Teresa venía a encontrarse conmigo en una habitación de hotel esas tardes, y luego, al caer la noche de golpe (la noche nos avisaba), se reunía de nuevo con Juana y las dos regresaban a cenar con la madre. La última tarde que nos encontramos pareció la despedida de quienes no pueden volver a verse, era absurdo, éramos jóvenes, no estábamos enfermos ni había ninguna guerra. Ella volvía a España al día siguiente, tras su estancia de tres meses en la casa de la tía-abuela muerta en La Habana. Le dije que yo no me iba a quedar allí para siempre, que volvería en seguida a Madrid, que temamos que seguirnos viendo. Ella no quería, prefería aprovechar la separación forzosa para olvidarse de todo aquello, de mí, de mi primera mujer, a la que tuvo la mala suerte de conocer un poco. Le era simpática, recuerdo que le era simpática. Yo insistí, le hablé de separarme. "No podríamos casarnos", me dijo, "eso es imposible." Era convencional como lo eran los tiempos, hace sólo cuarenta años, ha habido mil historias como esta, sólo que la gente dice y no hace nada. Bueno, algunos hacen ('Lo peor de todo es que no hará nada*, pensé, era lo que Luisa me había dicho de Guillermo una noche, malhumorada, con su escote humedecido, brillaba un poco, los dos en la cama). Y entonces dijo la frase que yo escuché y que hizo que luego ella no se soportara (Traducibles palabras sin dueño que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo', pensé, 'las mismas siempre, instigando a los mismos actos desde que en el mundo no había nadie ni había lenguas ni tampoco oídos para escucharlas. Pero quien las dice no se soporta, si las ve cumplidas'). Recuerdo que estábamos los dos vestidos, echados sobre la cama alquilada, con los zapatos puestos ('Quizá los pies sucios', pensé, 'pues nadie iba a verlos'), no nos desvestimos aquella tarde, no podía haber ganas. "Nuestra única posibilidad es que un día muriera ella", me dijo, "y con eso no puede contarse." Recuerdo que al decirlo me puso la mano en el hombro y acercó su boca a mí oreja. No me lo susurró, no fue una insinuación, su mano en mi hombro y sus labios cercanos fueron un modo de consolarme y apaciguarme, estoy seguro, he pensado mucho en cómo fue dicha esa frase, aunque hubo un tiempo en que la tomé por otra cosa. Era una frase de renuncia y no de inducción, era la frase de quien se retira y se da por vencido. Después de decir eso me dio un beso, un beso muy breve. Abandonaba el campo'. ('La lengua en la oreja es también el beso que más convence', pensé, 'la lengua que indaga y desarma, la que susurra y besa, la que casi obliga.') Ranz se detuvo una vez más, su voz había perdido ahora hasta el último resto de ironía o guasa, era casi irreconocible, aunque no como una sierra. 'Luego, cuando le conté lo que había hecho y le hablé de esta frase, ella al principio ni se acordaba, la había dicho sin pensar, según ella tan a La ligera, cuando se acordó y comprendió, había sido sólo la expresión de un pensamiento que estaba en nuestras cabezas, algo obvio, un mero enunciado sin intenciones, como si tú me dijeras ahora: "Va siendo hora de pensar en la cena". Tampoco yo reparé mucho entonces en sus palabras, no les di vueltas hasta más tarde, les di vueltas cuando Teresa ya se había marchado y la echaba de menos hasta no soportarlo, nuestra única posibilidad es que un día muriera ella, y con eso no puede contarse. Fue mi condenado cerebro el que quiso entender de otro modo ('No pienses en las cosas, padre', pensé, 'no pienses en ellas con tan enfermizo cerebro. Los dormidos, y los muertos, no son sino como pinturas, padre. No se debe pensar de esta manera en estos hechos: así, nos hará volver locos'). Ella sólo recordó su frase al yo recordársela, y eso le causó más tormento. Ojalá no le hubiera contado nada ('Ella oye la confesión de ese acto o hecho o hazaña, y lo que la hace verdadera cómplice no es haberlo instigado, sino saber de ese acto y de su cumplimiento. Ella sabe, ella está enterada y esa es su falta, pero no ha cometido el crimen por mucho que lo lamente o asegure lamentarlo, mancharse las manos con la sangre del muerto es un juego, es un fingimiento, un falso maridaje con el que mata, porque no se puede matar dos veces y nunca hay duda de quién es "yo", y ya está hecho el hecho. Sólo se es culpable de oír las palabras, lo que no es evitable, y aunque la ley no exculpa a quien habló, a quien habla, éste sabe que en realidad no ha hecho nada, incluso si ha obligado con su lengua al oído, con su pecho a U espalda, con la respiración agitada, con su mano en el hombro y el incomprensible susurro que nos persuade'). Nada.' '¿Qué fue lo que hizo? Se lo contó todo', le dijo Luisa. Luisa sólo preguntaba lo más necesario.

'Sí, se lo conté todo', dijo Ranz, 'pero atino voy a contártelo, no lo que hice exactamente, no los detalles, cómo la maté, eso no se olvida y prefiero que tú no tengas que recordarlo, ni que me lo recuerdes tú a mí de ahora en adelante, y eso es lo que sucedería si te lo contara.'

'Pero ¿cuál fue la explicación de su muerte? Nadie supo la verdadera, eso sí puede contármelo', dijo Luisa. De pronto me dio un poco de miedo, sólo preguntaba lo necesario, y así haría conmigo si un día tenía que preguntarme.

Oí de nuevo el ruido del hielo, esta vez agitado en el vaso. Ranz estaría pensando con su enfermizo cerebro, o ya no lo era desde hacía decenios. Quizá se estaría colocando, sin apenas tocarlos, sus cabellos tan blancos de polvos de talco. Quizá tendría, como un día te había visto, un aire de momentáneo desvalimiento. Ese día empezaba a estar lejos.

'Sí, puedo contártelo, y tampoco en eso anda Villalobos equivocado', dijo por fin. 'Debe de ser de los pocos vivos que recuerda algo de aquello. También, claro está, lo recordarán los hermanos de Teresa v Juana si viven, como lo sabía y lo recordaba la propia Juana, y su madre, Pero con mis dos cuñados, mis dobles cuñados, hace muchos años que no me trato, desde la muerte de Teresa no quisieron saber más de mí ni apenas de Juana, aunque no lo dijeran abiertamente: Juan, por ejemplo, casi no los ha conocido. Sólo la madre, la abuela de Juan, quiso seguir tratándome de esa familia, yo creo que para proteger a su hija más que otra cosa, para velar por Juana y no abandonarla a su matrimonio. Su peligroso matrimonio conmigo, pensaba, supongo. No se lo reprocho, rodos sospecharon que tendría algo de culpa y que callaba algo cuando se mató Teresa, y en cambio nadie sospechó en su día de la otra muerte. Ves, la propia vida no depende de los propios hechos, de lo que uno hace, sino de lo que de uno se sabe, de lo que se sabe que ha hecho. Yo he llevado desde entonces una vida normal e incluso agradable, después de cualquier cosa se puede seguir viviendo, los que podemos: he hecho dinero, he tenido un hijo del que estoy contento, he querido a Juana y no la hice desgraciada, he trabajado en lo que más me atraía, he tenido amigos y buenos cuadros. Me he divertido. Todo eso ha sido posible porque nadie supo nada, sólo Teresa. Lo que hice fue hecho, pero la gran diferencia para lo que viene luego no es haberlo o no haberlo hecho, sino que fuera ignorado por todos. Que fuera un secreto. Qué vida habría tenido si se hubiera sabido. Tal vez ni siquiera habría tenido vida, después de eso.'

'¿Cuál fue la explicación? ¿Un incendio?', insistió Luisa, que no dejaba a mi padre divagar en exceso. Yo encendí otro cigarrillo, esta vez con la brasa del anterior, tenía sed, habría querido lavarme los dientes, no podía cruzar al cuarto de baño pese a estar en mi propia casa, estaba allí clandestinamente, sentía la boca como anestesiada, tal vez por el sueño, tal vez por la tensión del viaje, tal vez porque tenía las mandíbulas apretadas desde hacía rato. Al darme cuenta dejé de apretarlas, por un instante.

'Sí, fue el incendio', dijo lentamente. 'Vivíamos en un pequeño chalet de dos plantas, en una zona residencial algo apartada del centro, ella tenía la costumbre de fumar en la cama antes de dormir, yo también, a decir verdad. Salí para cenar con unos empresarios españoles a los que debía entretener, es decir, llevar de juerga. Ella debió de fumar en la cama y se quedó dormida, quizá había bebido un poco para conciliar el sueño, solía hacerlo en los últimos tiempos, posiblemente bebió de más esa noche. La brasa prendió las sábanas, debió de ser lento al principio pero no despertó o lo hizo demasiado tarde, luego no quisimos saber si se había asfixiado antes de quemarse entera, en La Habana se duerme mucho con las ventanas cerradas. Qué más daba. El incendio no destruyó la casa completamente, los vecinos intervinieron a tiempo, yo no regresé hasta que me localizaron y me avisaron, mucho más tarde, me había emborrachado con los empresarios. Pero sí le dio tiempo al fuego a consumir nuestra alcoba, todas sus ropas, Las mías, las que yo le había regalado. No hubo investigación ni autopsia, fue un accidente. Ella estaba abrasada. A nadie le importaba mucho averiguar nada más, si no me importaba a mí. Su madre, mi suegra, estaba demasía* do abatida para pensar en otras posibilidades.' Ahora había hablado rápidamente, como si tuviera prisa por acabar con el relato, o con aquella parte. 'Tampoco eran gente influyente', añadió, 'solamente clase media, con poco dinero, una viuda y su hija. Yo tenía buenos contactos en cambio, si me hubieran hecho falta para parar una pesquisa o disipar una sospecha Pero no las hubo. Corrí algún riesgo, resultó fácil. Esa fue la explicación, mala suerte', dijo Ranz. 'Mala suerte', repitió 'sólo llevábamos casados un año.' '¿Y la verdad cuál era?', dijo Luisa.

'La verdad es que ya estaba muerta cuando yo salí a aquella juerga', contestó mi padre. Su voz volvió a ser muy débil cuando dijo esta frase, tanto que tuve que esforzarme de nuevo como si mi puerta estuviera cerrada, estaba entreabierta, y yo acerqué a la rendija el oído para no perder sus palabras. 'Discutimos al caer la tarde', dijo, 'al regresar yo a casa después de varias gestiones en la ciudad que me habían ocupado todo el oía, aquellos empresarios. Volví de mal humor, ella lo tenía peor, algo había bebido, hacía dos meses que no nos tocábamos, o yo a ella. Yo estaba retraído y distante desde que conocí a Teresa, pero sobre todo desde su marcha, se me iba yendo la posible lástima y me aumentaba el rencor hacia ella, hacia ella ('Evita pronunciar su nombre', pensé, 'porque ahora ya no puede querer insultarla, ni puede enfadarse ni dejar a una muerta que para nadie más ha existido, sólo para su madre, mamita mamita, que no supo hacer guardia o velar por ella, mentira mi suegra'). Tenía esa irritación que no se controla, cuando se deja de querer a alguien y ese alguien nos sigue queriendo a toda costa y no se rinde, quisiéramos que todo acabara siempre cuando lo damos por concluido. Cuanto más distante me sentía, mis pegajosa se mostraba ella, más me atosigaba, más me reclamaba ('No te librarás de mí', pensé, o tú ven acá, o eres mío, o estás en deuda, o conmigo al infierno, quizá con el gesto del asimiento, uña de león, una zarpa). Estaba harto y estaba impaciente, quería romper ese vínculo y volver a España, pero volver yo solo ('Ya no me fío de ti, pensé, 'o tienes que sacarme de aquí, o yo no he estado en España, o eres un hijo de puta, o voy por ti, o yo te mato'). Discutimos un poco, más que una discusión en regla cuatro frases desabridas, insulto y respuesta, insulto y respuesta, y ella se metió en la alcoba, se echó en la cama con la luz apagada y lloró, no cerró la puerta para que yo pudiera verla u oírla, lloraba para que yo la oyera. La oí sollozar desde el salón durante un rato, mientras yo hacía tiempo para salir a encontrarme de nuevo con los empresarios, había quedado en llevarlos de juerga. Luego paró y la oí canturrear un poco distraídamente ('El preludio del sueño y la expresión del cansancio', pensé, 'el canto más intermitente y disperso que a la noche puede seguir oyéndose en las alcobas de las mujeres afortunadas, aún no abuelas ni viudas ni ya solteronas, más quedo y más dulce o más vencido'), luego se quedó en silencio, y cuando se hizo la hora entré en nuestra alcoba para cambiarme y la vi dormida, se había dormido tras el disgusto y el llanto, fingido o no, nada cansa tanto como la pena. El balcón estaba abierto, oía a lo lejos las voces de los vecinos y de sus niños antes de la cena, al caer la tarde. Abrí el armario y me cambié de camisa, tiré la sucia en una silla, y aún tenía la limpia desabrochada cuando lo pensé. Lo había pensado más veces, pero entonces lo pensé para entonces, ¿comprendes?, para aquel momento. Es extraño cómo un pensamiento nos llega a veces con tanta nitidez y fuerza que ya no puede mediar nada entre él y su cumplimiento. Se piensa en una posibilidad y al instante deja de serlo, se hace lo que se piensa y se convierte en algo ejecutado, sin transición, sin mediación, sin trámite, sin darle más vueltas, sin saber del todo si quiere hacerse, los actos se cometen solos entonces ('Los mismos actos que nadie sabe nunca si quiere ver cometidos*, pensé, 'los actos todos involuntarios, los actos que ya no dependen de las palabras en cuanto se llevan a efecto, sino que las borran y quedan aislados del después y el antes, son ellos los únicos e irreversibles, mientras que hay reiteración y retractación, repetición y rectificación para las palabras, pueden ser desmentidas y nos desdecimos, puede haber deformación y olvido').'

Ranz debía de estar mirando a Luisa con sus fervorosos ojos, ojos de líquido, o quizá tenía la mirada baja. 'Allí estaba ella en ropa interior, en sostén y bragas, se había quitado el vestido y se había metido en la cama como una enferma, las sábanas sólo hasta la cintura, había bebido a solas y me había gritado, había llorado y había canturreado y se había dormido. No era muy distinta de una muerta, no era muy distinta de un cuadro, sólo que a la mañana siguiente ella se despertaría y volvería el rostro que ahora tenía contra la almohada ('Volvería el rostro y ya no mostraría su bonita nuca', pensé, 'acaso como la de Nieves, lo único inalterado en ella tras el transcurrido tiempo; volvería el rostro a diferencia de la joven sirvienta que ofrecía a Sofonisba veneno o a Artemisa cenizas, y porque esa sirvienta nunca se daría la vuelta ni su ama cogería la copa ni se la llevaría a los labios nunca, el guardián Mateu las habría quemado a ambas con su mechero y también la cabeza borrosa de la vieja del rondo, un fuego, una madre, una suegra, un incendio'). Con su rostro vuelto no me permitiría marcharme ni ir en busca de Teresa, de la que ella no sabía ni llegó a saber nunca, no supo por qué moría, ni siquiera que estaba muriendo. Recuerdo que vi que le tiraba el sostén por la postura que había tomado, y por un momento pensé en soltárselo para que no le dejara marca. Iba a hacerlo cuando lo pensé y no lo hice. Lo pensé rápidamente, lo pensé sin imaginármelo y por eso lo hice ('Imaginar evita muchas desgracias', pensé, 'quien anticipa su propia muerte rara vez se mata, quien anticipa la de los otros rara vez asesina, es preferible asesinar y matarse con el pensamiento, no deja secuelas ni tampoco huella, incluso con el gesto lejano del brazo que agarra, todo es cuestión de distancia y tiempo, si se está un poco lejos el cuchillo golpea el aire en vez de golpear el pecho, no se hunde en la carne morena o blanca sino que recorre el espacio y no sucede nada, su recorrido no se computa ni se registra y se ignora, no se castigan las intenciones, las tentativas fallidas tantas veces son silenciadas y hasta negadas por quienes las padecen porque todo sigue siendo lo mismo después de ellas, el aire es el mismo y no se abre la piel ni la carne cambia y nada se rasga, es inofensiva la almohada aplastada bajo la que no hay ningún rostro, y luego todo es igual que antes porque la acumulación y el golpe sin destinatario y la asfixia sin boca no son bastante para variar las cosas ni las relaciones, no lo es la repetición, ni la insistencia, ni la ejecución frustrada ni la amenaza'). La maté dormida, mientras me daba la espalda (' Ranz ha asesinado al Sueño', pensé, 'al inocente Sueño, y sin embargo es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, alguien a quien acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos; y en medio de la noche, al despertar sobresaltados por una pesadilla o ser incapaces de conciliar el sueño, al padecer una fiebre o creernos solos y abandonados a oscuras, no tenemos más que darnos la vuelta y ver entonces, de frente, el rostro del que nos protege, que se dejará besar lo que en el rostro es besarle (nariz, ojos y boca; mentón frente y mejillas; y orejas, es todo el rostro) o quizá, medio dormido, nos pondrá una mano en el hombro para apaciguarnos, o para sujetarnos, o para agarrarse acaso'). No te contaré cómo, deja que eso no te lo cuente ('Vete', pensé, 'o voy por ti, o yo te mato, mi padre piensa un instante y a la vez actúa, pero quizá ha de pararse un momento antes a pensar si los cuchillos que hay en la casa cortan como es debido y están afilados, mira el sostén que tira y levanta la cabeza luego para recordar y pensar en filos que esta vez no golpean el aire ni tampoco el pecho, sino la espalda, todo es cuestión de distancia y tiempo, o quizá es su gran mano la que se posa sobre la bonita nuca y aprieta y la aplasta, y es cierto que bajo la almohada no hay ningún rostro, sino que está encima el rostro que ya nunca más va a volverse; los pies patalean sobre la cama, los pies descalzos y tal vez muy limpios porque en la propia casa está o puede llegar en seguida nuestra cita siempre, si estamos casados, aquel que puede verlos o acariciarlos, aquel a quien ella había esperado tanto; quizá se agitan los brazos y al levantarlos se ven las axilas recién afeitadas para el mando que vuelve y ya no la toca nunca, pero no ha de preocuparse de ningún pliegue en la falda que le afee el culo, porque está muriendo y porque la falda se la ha quitado y está en la silla en la que mi padre ha dejado también tirada su comisa sucia, tiene puesta la limpia aún no abrochada, arderán juntas, la camisa sucia y la planchada falda, y tal vez Gloria, o acaso Miriam, o acaso Nieves, o acaso Berta, o Luisa, logra darse la vuelta y volver el rostro en un último esfuerzo, un instante, y con sus ojos miopes e inofensivos ve el triángulo tan velludo del pecho de Ranz, mi padre, velludo como el de Bill y el mío, el triángulo de ese pecho que nos protege y respalda, quizá se le hubiera pegado a Gloria su pelo largo alborotado por el sueño o el miedo y la pena, y algunos cabellos sueltos le atravesaran la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerla un instante, el último, porque ese futuro no lo sería, no para ella, ni futuro concreto ni futuro abstracto. Y en cambio, en ese último instante, la carne cambia o la piel se abre o algo se rasga').'


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