Текст книги "Corazón Tan Blanco"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Este fue el consejo que Ranz me dio, fue un susurro: —Sólo te digo una cosa – dijo—. Cuando tengas secretos o si ya los tienes, no se los cuentes. —Y, ya con la sonrisa devuelta al rostro, añadió—: Suerte.
Las firmas de los testigos quedaron en aquel cuarto, y no sé si alguien se hizo cargo de ellas ni dónde están ahora, quizá fueron a la basura con las bandejas vacías y los restos de fiesta. Yo no las recogí, desde luego, de aquella mesa en la que me había apoyado durante un rato, tan vestido de novio, día en que así debía vestirme.
Ayer oí sonar un organillo extrañamente desde la calle, ya no quedan apenas, un vestigio del pasado. Alcé la vista al instante como en la infancia, sonaba demasiado fuerte y me impedía el trabajo, su sonido era demasiado evocador para que pudiera concentrarme en nada. Me levanté y me asomé a la ventana para ver quién lo tocaba, pero ni el músico ni el instrumento entraban en mi campo visual, estaban más allá de la esquina, los ocultaba el edificio de enfrente que no me priva de luz, es un edificio bajo. Los ocultaba sin duda por poco, ya que en cambio sí veía en la esquina misma a una mujer de mediana edad, con trenza gitana pero vestida sin folklorismos (vestida de calle), que me daba el perfil y sostenía en la mano un platillo diminuto de plástico, casi un posavasos, no podría recibir muchas monedas sin tener que vaciarlo, pasar su contenido al bolsillo o a alguna bolsa para dejarlo libre de nuevo, no enteramente vacío sino con algunas monedas, dinero llama a dinero. Escuché un buen rato, primero un chotis, luego algo andaluz irreconocible, después un pasodoble y entonces salí a la terraza para ver si desde las plantas divisaba al organillero, salí a sabiendas de que no sería así, pues si bien la terraza —salida como toda terraza– me acercaba un poco a la calle, quedaba en cambio justo a la derecha de mi ventana, esto es, ofrecía aún menos visión de lo que estaba más allá de la esquina, oculto, yo miraba hacia mi izquierda. No pasaban mucho» transeúntes, de modo que la mujer con trenza agitaba una y otra vez en vano el platillo de plástico haciendo resonar unas pocas monedas, echadas acaso por ella misma, dinero llama a dinero. Volví a mi mesa e intenté abstraerme de la murga, pero no pude, así que me puse una chaqueta y bajé a la calle dispuesto a interrumpir la música. Atravesé la calzada y por fin vi al hombre atezado con un sombrero viejo y un bigotito blanco muy recortado, un hombre de piel curtida y expresión amable, con sus ojos rasgados y sonrientes, un poco ensoñados o absortos mientras le daba al manubrio con la mano derecha y marcaba el ritmo sobre el pavimento con el pie contrario, el izquierdo, ambos pies calzados con zapatos de rejilla de empeine blanco y marrón el resto, invadiéndolos los pantalones algo anchos y largos. Estaba tocando un pasodoble en la esquina de mi casa. Saqué un billete del bolsillo y con él en la mano le dije: —Le doy esto si se va a la esquina de más arriba. Yo vivo ahí y estoy trabajando en casa. Con la música no hay quien pueda. ¿De acuerdo?
El hombre amplió la sonrisa y asintió con la cabeza, con la que a su vez le hizo una seña a la mujer de la trenza, aunque esto no hacía falta: ella se había acercado con el platillo semivacío en cuanto había visto el billete en mi mano. Lo extendió y yo dejé en él el papel verde, que no permaneció allí más que un segundo, el platillo de nuevo casi vacío y el billete en un bolsillo. En Madrid no va nunca el dinero de mano a mano. —Gracias —dije—. Pero váyanse a la otra esquina, ¿eh? El hombre atezado asintió de nuevo y yo crucé otra vez a mi casa. Al llegar a mi habitación en el quinto piso miré por la ventana con un tic de desconfianza, ya que, aunque la música era todavía audible, sonaba ya más débil, lejana, y no me impediría concentrarme. Pero aun así me asomé para comprobar con mis propios ojos que habían despejado mi esquina.
–'Sí, señor, en seguida', había dicho obediente la mujer gitana, y habían cumplido.
Hoy me doy cuenta de dos cosas: la primera y menos importante es que no debí insistirles una vez aceptado el dinero y el trato, no debí repetir 'Pero váyanse a la otra esquina, ¿eh?', poniendo de antemano en duda su cumplimiento de lo acordado (lo peor fue ese '¿eh?' ofensivo). La segunda resulta más grave, y es que, por tener dinero, decidí los movimientos de dos personas ayer por la mañana. Yo no quería que permanecieran en una esquina {mi esquina) y los mandé a otra que ellos no habían elegido; habían elegido la mía, quizá por casualidad pero quizá por algún motivo, tal vez tenían motivo para estar en la mía y no en la otra, y sin embargo a mí eso no me preocupó ni me interesé por averiguarlo, y sin más los hice desplazarse una manzana, allí donde no habían decidido pararse por voluntad propia. No los obligué, bien es cierto, fue una transacción o un pacto, a mí me compensaba gastar un billete para trabajar en paz (ganaría más billetes mientras trabajaba) y para ellos no sería vital estar en mi esquina, sin duda preferían irse a la de más arriba y quedarse con mi billete a seguir en la mía sin el billete, por eso aceptaron y se desplazaron. Se puede incluso pensar que fue un dinero fácil, habrían tardado horas en reunir esa cantidad a base de monedas sueltas de los transeúntes tacaños que apenas pasaban. No es grave, es un incidente mínimo, insignificante, sin perjuicio para nadie, es más, en el que todas las partes salimos ganando. Y sin embargo sí me parece grave que yo pudiera decidir, porque tenía dinero y no me suponía ningún problema gastarlo, dónde debía tocar su organillo el hombre atezado y dónde extender su plato la mujer con trenza. Compré sus pasos, compré su emplazamiento en la mañana de ayer, compré también su voluntad un instante. Podría habérselo pedido por favor, haberle expuesto la situación y haber dejado que él decidiera, también ellos estaban trabajando. Me pareció más seguro ofrecerle dinero y ponerle una condición para llevárselo: 'Le doy esto si se va', le dije, 'si se va a la esquina de más arriba'. Luego le di explicaciones, pero realidad sobraban podía no haberlo hecho tras ofrecerle el dinero, para él era mucho y para mí no era nada, estaba seguro de que lo tomaría, el resultado habría sido el mismo si en vez de mencionar a continuación mi trabajo, como hice, le hubiera dicho: "Porque me da la gana de que se vaya". Así era de hecho aunque no se lo hubiera dicho, lo mande a la otra esquina porque me dio la gana. Era un organillero agradable, de los que ya no quedan, un vestigio del pasado y de mi infancia, debería haberle tenido más respeto. Lo malo es que él probablemente habría preferido también que las cosas fueran como fueron y no como ahora pienso que pudieron ser, es decir, habría preferido mi billete a mi respeto. Podría haberle pedido por favor que se desplazara tras explicarle el caso, y haberle dado el billete luego si se mostraba complaciente y comprensivo, una propina en vez de un soborno, 'por las molestias' en vez de 'lárguese'; pero entre ambas cosas no hay diferencia, en ambas hay un sí de por medio, poco importa que sea explícito o vaya implícito, que venga después o antes. En cierto sentido lo que hice fue lo más claro y lo más limpio, sin hipocresías ni falsos sentimientos, nos compensaba a los dos, eso es todo. Pero aun así lo compré y decidí sus pasos, y en la otra esquina a la que lo mandé tal vez lo arrolló un camión de reparto que perdió la dirección a esa altura e invadió la acera, no lo habría atropellado si el hombre atezado hubiera permanecido en la primera esquina que había elegido. No más chotis; el sombrero caído y el bigotito ensangrentado. También pudo ser al revés, y entonces es de suponer que le salvé la vida al echarlo. Pero esto son conjeturas e hipótesis, mientras que hay veces en que la vida de los otros, de otro (la configuración de una vida, su continuación, no unos meros pasos), depende de nuestras decisiones y vacilaciones, de nuestra cobardía o arrojo, de nuestras palabras y de nuestras manos, también a veces de que tengamos dinero y ellos no lo tengan. Cerca de la casa de Ranz, es decir, cerca de la casa en que yo habité durante mi infancia y adolescencia, hay una papelería. En esa papelería empezó a despachar muy pronto, a los trece o catorce años, una niña casi de mi edad, un poco más joven, la hija del dueño. Es un establecimiento anticuado y modesto, uno de esos lugares que el progreso olvida y deja de lado para realzar sus logros totalitarios, apenas renovado durante tantos años, algo en los últimos, con la muerte del padre han mejorado, se han modernizado un poco y ganarán más dinero. Entonces, a mis quince o catorce años, sin duda ganaban muy poco y por eso trabajaba la niña, por las tardes al menos en aquella época. Esa niña era preciosa, a mí me gustaba mucho, iba a la papelería casi a diario para mirarla, en vez de comprar cuanto necesitaba de golpe, un día compraba un lápiz y otro día un cuaderno, la goma de borrar una tarde para volver a la siguiente por un tintero. Inventaba mis necesidades, se me fueron demasiadas pagas en aquella papelería. También remoloneaba al irme y silboteaba mientras esperaba a ser atendido, como hacen los chicos de mi edad de entonces, procuraba que me atendiera ella (vigilaba cuándo quedaba libre para abrir la boca) y no el padre o la madre, me entretenía más de la cuenta y me duraba el contento la noche entera si recibía una sonrisa o mirada amable o al menos interpretable, pero sobre todo me iba contento pensando en el futuro abstracto, todo estaba aplazado, ella estaba allí una tarde tras otra, siempre localizable, y no había motivo para que el futuro se hiciera concreto y dejara de ser futuro. Mi edad de entonces fue siendo otra, y también la de la chica, que creció y siguió siendo preciosa durante varios años, también ahora por las mañanas, a partir de los dieciséis o así estaba allí todo el día, despachaba continuamente, mientras yo iba a la universidad ella ya no estudiaba. No le hablaba cuando ambos íbamos al colegio y seguí sin hablarle más tarde, primero no me atrevía y luego se había pasado el tiempo, es lo malo del futuro abstracto cuando se queda en eso: aunque la miraba, andaba ocupado en otras cosas y en el variable presente, ya no iba tanto por la papelería. Nunca le dirigí la palabra más que para pedirle papel y lápices, carpetas y gomas y darle las gracias. No sé cómo es, por tanto, cuál es su carácter ni que gustos tiene, si su conversación es grata ni su humor bueno malo, lo que piensa sobre ningún asunto, si se ríe ni como besa. Sólo sé que la amaba a los quince años como se suele amar entonces o aún se ama lo no iniciado, esto es, en la idea de que será para siempre. Pero además de eso me atrevo a decir que su manera de mirar y de sonreír (su manera de entonces) merecían ser amadas para siempre, y eso ya no dependía de mis quince años, sino que lo digo ahora. Se llamaba y Se llama Nieves. Ahora han pasado otros quince o más desde que ya no vivo en la casa de Ranz, pero a veces, cuando voy o he ido a visitarlo, o a recogerlo para salir a comer los dos juntos a La Trainera o a otro restaurante más lejano, antes de subir a su casa he entrado en la papelería por la costumbre no del todo perdida de comprar allí algo, y siempre, a lo largo de estos años, me he ido encontrando a aquella niña que ya no era niña, la he visto a sus veintitrés, y a sus veintiséis, y a sus veintinueve, y a los treinta y tres o cuatro que tendrá ahora. Poco antes de casarme con Luisa la vi un día, es una mujer aún joven, lo es necesariamente porque supe su edad desde siempre, aproximadamente, y era poco inferior a la mía. Lo es necesariamente pero no lo parece, ya no es preciosa y no sé por qué no, ya que está todavía en edad de serlo. Seguramente lleva demasiados años metida mañana y tarde en esa papelería (aunque no la noche ni los domingos ni los sábados desde el mediodía, pero no basta), despachando su material a niños que ya no la ven como a su igual ni como a su amada, sino como a una señora desde hace tiempo. Ninguno de esos niños la admirará ya sin duda, tal vez no la admire nadie, ni siquiera yo que ya no soy niño, o acaso un marido que será del barrio y llevará demasiados años metido en otro establecimiento mañana y tarde, vendiendo medicamentos o cambiando ruedas. Lo ignoro, quizá tampoco haya marido. Lo único que sé es que esa mujer joven que ya no parece joven |lleva demasiado tiempo vistiéndose de parecida forma, con jerseys y blusas de cuello redondo, con faldas plisadas y blanquecinas medias, demasiado tiempo subiéndose a una escalera para buscar una cinta de máquina con sus quebradas uñas manchadas de tinta, su esbelta figura levemente acolchada, sus pechos que yo vi crecer cada vez más abiertos, la mirada tediosa y las ojeras crecientes, los párpados abultados por el poco sueño invadiendo sus ojos que fueron preciosos; o puede que abultados sólo por lo que han tenido delante desde la infancia. Aquella vez que allí estuve y la vi, poco antes de mi proyectada boda, antes de subir a recoger a mi padre para ir los dos a almorzar entre risas, tuve un pensamiento vano del que más bien me avergüenzo y que sin embargo no he podido apartar del todo, o mejor dicho, me vuelve de vez en cuando como algo olvidado mil veces y recordado otras tantas y a lo que no obstante nos da siempre pereza poner remedio, y así preferimos que siga olvidado y recordado a partes iguales o en alternancia para no olvidarlo definitivamente. Pensé que esa niña, Nieves, sería distinta y mejor si yo la hubiera amado no sólo de lejos, si pasada la adolescencia le hubiera hablado y la hubiera tratado y ella hubiera querido besarme, lo cual no podré saber nunca, si habría querido. Ya sé que no sé nada de ella, sin duda le faltan inquietud y ambición y curiosidad, pero estoy seguro al menos de un par de cosas: de que no vestiría como viste ahora y habría salido de la papelería, yo me habría encargado. Puede que fuera aún preciosa y pareciera joven, es mucho decir, pero la mera posibilidad de que así hubiera sido es ya suficiente para indignarme, no conmigo mismo por no haberle hablado más que de lápices, sino con el simple hecho, o posibilidad otra vez, de que la edad visible y el aspecto de una persona puedan depender de quién se le fue acercando, y de tener dinero. El dinero hace que la papelería se venda sin vacilación y haya más dinero, el dinero reduce el miedo y compra vestidos nuevos cada temporada, el dinero permite que una sonrisa y una mirada sean amadas como merecen y se perpetúen durante más tiempo del que les corresponde. Otras personas en la situación de Nieves no seguirían allí, habrían logrado salir del futuro abstracto tan confortable y de lo abierto que va cerrando; pero no hablo de gente hipotética, sino de aquella niña cuya figura nunca concreta protegió las noches de mis quince años. Por eso mi pensamiento vano no fue exactamente una presuntuosa variante patética de los cuentos de príncipes y campesinas, de profesores y floristas, de caballeros y coristas, aunque algo tuviera de presumido, quizá vino provocado por mi boda inminente y porque me sentí traidor y superior y salvado por un instante, superior y traidor a Nieves y salvado de ser como ella. No pensé en mí mismo, sino en su vida configurada, en su continuación, creyéndome capacitado por un segundo para haberla cambiado, incluso aún a tiempo de hacerlo, del mismo o parecido modo que ayer por la mañana cambié el emplazamiento y los pasos del organillero agradable de mi pasado y de la mujer con trenza. Sé que la niña de la papelería habría visto otras cosas y otros países fuera del mes de agosto, sé que habría tenido trato con personas distintas de las que trate y conozca, sé que habría dispuesto de más dinero y no se habría enterrado bajo virutas y briznas de caucho. Y lo que no sé es cómo me atreví a pensar todo esto, cómo me atrevo aún hoy a no haber ahuyentado definitivamente ese pensamiento vano y le permito que vuelva, cómo di por supuesto que una vida conmigo habría sido mejor para ella, mejor en conjunto. Jamás hay conjunto, pienso, y quién sería ella, pensé, sin reconocerme que yo tampoco sería el mismo y que quizá pasara mis días en la papelería con ella.
–¿Tienes repuestos para esta pluma? Eso fue lo que le pregunté, sacando de mi bolsillo una pluma alemana que había comprado en Bruselas y que me gusta mucho porque la plumilla es negra y mate.
–A ver —dijo ella, y abrió la pluma y miró el cartucho casi vacío—. Me parece que no, pero espera, voy a mirar en las cajas de arriba.
Yo sabía que esos cartuchos no los tendría, y pensé que ella debería haber sabido que no los tenía. Sin embargo arrastró la vieja escalera y la colocó en su lado del mostrador a mi izquierda, y pesadamente, como si tuviera veinte años más de los que tenía (pero llevaba ese tiempo arriba y abajo), fue subiendo peldaños hasta quedarse en el quinto y rebuscar desde él en varias cajas de cartón que no nos servirían. La vi de espaldas, con sus zapatos bajos y su falda a cuadros de colegiala anticuada, sus caderas ensanchadas y la tira de su sostén algo floja transparentándosele bajo la blusa; y con su bonita nuca, lo único inalterado. Miraba en las cajas y sostenía en la mano mi pluma abierta para ver el cartucho y poder compararlo, la sostenía con mucho cuidado. De haber estado a su altura en aquel momento le habría puesto una mano en el hombro o acariciado esa nuca, afectuosamente.
Es difícil imaginar que yo pasara allí mis días, yo siempre he tenido dinero y curiosidad, curiosidad y dinero, incluso cuando no dispongo de grandes cantidades y trabajo para ganármelo, como ahora y desde que salí de la casa de Ranz hace ya tanto tiempo, aunque ahora trabaje sólo seis meses al año. Quien sabe que lo va a tener ya lo tiene en buena medida, la gente se lo adelanta, sé que dispondré de mucho cuando mi padre muera y que entonces podré no trabajar apenas si no quiero, lo tuve de niño para comprar muchos lápices y heredé ya una parte a la muerte de mi madre, y una parte menor ya antes, a la de mi abuela, si bien no eran ellas quienes lo habían ganado, las muertes hacen ricos a los que no lo eran ni podrían serlo jamás por sí solos, a las viudas e hijas, o quizá queda a veces sólo una papelería que encadena a la hija y no soluciona nada. Ranz vivió siempre bien y por tanto también su hijo, sin grandes excesos o con sólo aquellos que su profesión le brindaba y aun aconsejaba. El exceso o fortuna de mi padre consiste en cuadros y alguna escultura, sobre todo en cuadros y numerosos dibujos.
Ahora está retirado, pero durante muchos años (años de Franco y también luego) fue uno de los expertos de plantilla del Museo del Prado, nunca director ni subdirector, nunca alguien visible, aparentemente un funcionario que pasaba todas las mañanas en una oficina, sin que por ejemplo su hijo tuviera nunca una idea clara de cómo las ocupaba, al menos de niño. Después fui sabiendo, mi padre se pasaba los días encerrado efectivamente en un despacho al lado de las obras maestras y no tan maestras de la pintura que tanto le apasionaban. Mañanas enteras en la vecindad de cuadros extraordinarios, a ciegas, sin poder asomarse a verlos o a ver cómo los miraban los visitantes. Examinaba, catalogaba, describía, descatalogaba, investigaba, dictaminaba, inventariaba, telefoneaba, vendía y compraba. Pero no siempre estaba allí, también él ha viajado mucho a cargo de instituciones y de individuos que poco a poco se fueron enterando de sus virtudes y lo contrataban para emitir opiniones y hacer peritajes, fea palabra pero es la que emplean los que los hacen. Al cabo del tiempo era consejero de varios museos norteamericanos, entre ellos el Getty de Malibú, el Walters de Baltimore y el Gardner de Boston, también consejero de algunas fundaciones o delictivos bancos sudamericanos y de coleccionistas particulares, gente demasiado rica para venir por Madrid y por casa, era él quien se desplazaba a Londres o Zürich, Chicago o Montevideo o La Haya, daba su opinión, favorecía o desaconsejaba la venta o la compra, se llevaba un porcentaje o un aguinaldo, regresaba. A lo largo de los años fue haciendo cada vez más dinero, no sólo por los porcentajes y por su sueldo de experto en el Prado (no gran cosa), sino por su corrupción paulatina y ligera: la verdad es que ante mí no ha tenido nunca empacho en reconocer sus prácticas semifraudulentas, es más, se ha jactado de ellas en la medida en que todo sutil engaño a los precavidos y poderosos es en parte digno de aplauso si además queda impune y no es descubierto, es decir, si se ignora no ya el autor, sino el engaño mismo. La corrupción no es tampoco muy grave en este campo, consiste simplemente en pasar a representar los intereses del vendedor, sin que se note ni sepa, en lugar de los del comprador, que es normalmente quien contrata al experto (y además puede ser vendedor un día). El Getty Museum o la Walters Art Gallery que pagaban a mi padre eran informados sobre la autoría y estado y conservación de un cuadro cuya adquisición estudiaban. Mi padre informaba con veracidad en principio, pero ocultaba algún dato que, de haberse tenido en cuenta, habría disminuido notablemente su valor y su precio, por ejemplo que al lienzo en cuestión le faltaban varios centímetros que alguien cortó a lo largo de los siglos para que cupiera en el gabinete de uno de sus dueños, o bien que un par de figuras muy secundarias del fondo estaban retocadas sobre el original, por no decir rehechas. Llegar a un acuerdo con el vendedor para silenciar estos detalles puede suponer un porcentaje doble sobre un precio más alto, bastante dinero para el silenciador y aún más para el vendedor, y el experto, si más adelante ve descubierto su fallo, siempre puede decir que se trató de eso, un fallo, ningún experto es del todo infalible, antes al contrario, es inevitable que alguna vez se equivoquen en algún aspecto, basta con que acierten en muchos otros para conservar su prestigio, y así los errores pueden administrarse. Mi padre, no me cabe duda, tiene buen ojo y aún mejor mano (hay que tocar la pintura para saber, es imprescindible, a veces incluso lamerla un poco sin causarle perjuicio), y en países como España eso ha sido impagable durante muchísimos años, cuando se desconocían o no podían costearse los análisis químicos (tampoco infalibles, dicho sea de paso) y el crédito de los expertos dependía sólo del énfasis y convencimiento con que emitieran sus veredictos. Las colecciones privadas españolas (también las públicas, pero menos) están llenas de falsos, y sus propietarios se llevan grandes disgustos cuando hoy en día deciden venderlas y las encomiendan por fin a una casa de subastas seria. Ha habido señoras que se han desmayado in situ al enterarse de que su pequeño divino Greco de toda la vida era un pequeño Greco divino falso. Ha habido caballeros ancianos que han hecho amago de abrirse las venas al recibir la noticia, sin vuelta de hoja, de que querida tabla flamenca de toda la vida era una tabla flamenca querida y falsa.
Por las oficinas de las casas de subastas han rodado perlas auténticas y se han roto bastones de madera nobles, los objetos cortantes están en vitrinas desde que se rajó a un empleado y no se extraña nadie ante las camisas de fuerza y las ambulancias.
Los loqueros son bien recibidos.
Durante decenios los peritajes en España los ha hecho cualquiera con suficiente vanidad, desfachatez o arrojo: un anticuario, un librero, un crítico de exposiciones, una guía del Prado de las que van con letrero, un bedel, el expendedor de postales o la asistenta, todo el mundo opinaba y emitía su dictamen y todos los dictámenes iban a misa, no más unos que otros. Alguien que en verdad supiera era impagable, como lo es aún hoy en todas partes del mundo, pero más aquí y entonces. Y mi padre sabía, aún sabe más que la mayoría. Con todo, yo he tenido la duda de si entre sus corrupciones ligeras no ha habido alguna más grave y de la que no se ha jactado nunca. El experto, aparte de las ya mencionadas, tiene otras dos o tres maneras de enriquecerse. La primera es legal, y consiste en comprar para sí mismo a quien no sabe o está en apuros (por ejemplo durante y después de una guerra, en esos periodos se entregan obras maestras por un pasaporte o por un tocino). Durante años y años Ranz ha ido comprando también para su casa, no sólo para quien lo contrataba: a anticuarios, a libreros, a críticos de exposiciones, a guías del Prado de las que van con letrero, a bedeles, a expendedores de postales e incluso a asistentas, a todo tipo de gente, les ha comprado maravillas por cuatro cuartos: con el dinero que le pagaban en Malibú, Boston y Baltimore invertía en arte para sí mismo, o mejor dicho, no invertía o sí acaso lo hacía para sus descendientes, ya que jamás ha querido vender nada de su propiedad y seré yo quien venda.
Mi padre posee joyas que no le costaron nada y de algunas de las cuales nada se sabe. En la Kunsthalle de Bremen, en Alemania, desaparecieron una pintura y dieciséis dibujos de Durero en 1945, cuenta la historia que se esfumaron durante los bombardeos o que se los llevaron los rusos, más bien esto último. Entre esos dibujos había uno titulado Cabeza de mujer con los ojos cerrados, otro llamado Retrato de Caterina Cornaro y un tercero conocido como Tres tilos. Yo no afirmo ni niego nada, pero en la colección de dibujos de Ranz hay tres que juraría que son de Durero (pero yo no soy nadie para decirlo, y él siempre se ríe cuando le pregunto, no me contesta), y en uno de ellos se ve una cabeza de mujer con los ojos cerrados, en otro me da el corazón que está el vivo retrato de Caterina Cornaro y lo que veo en el último son tres tilos, aunque no entiendo mucho de árboles. Esto es sólo un ejemplo. Habida cuenta de los tan variables precios del mercado del arte, no sé lo que valdrá el conjunto de su colección (mi padre también se ríe cuando le pregunto, y me contesta: 'Ya lo sabrás el día que no tengas más remedio que averiguarlo. Esto cada día cambia, como el precio del oro'), pero es posible que no necesite desprenderme más que de una o dos piezas, cuando él muera y vender o no sea asunto mío, para dejar de traducir y viajar si ya no quiero seguir haciéndolo.
De los mejores cuadros que Ranz ha tenido siempre a la vista en casa (a la vista no tantos), a las amistades y visitas les ha dicho invariablemente que se trataba de copias (con alguna excepción razonable: Boudin, Martín Rico y otros semejantes), excelentes copias de Custardoy padre y alguna más reciente de Custardoy hijo. La segunda manera que de hacerse rico tiene un experto es poner sus conocimientos no al servicio de la interpretación, sino de la acción, esto es: asesorar y guiar a un falsario para que sus obras sean lo más perfectas posible. Es de suponer que el experto que aconseje a un falsificador se abstendrá de informar a nadie sobre esas falsificaciones, las realizadas bajo su supervisión y criterio.
Pero en cambio es probable que el falsificador le dé un porcentaje de lo obtenido por la venta de uno de esos cuadros asesorados a algún particular o museo o banco tras el visto bueno de otro experto, como también es probable que el primer experto sí se preste a informar sobre las falsificaciones instruidas por ese otro.
Uno de los mejores amigos de Ranz fue Custardoy padre y ahora lo es Custardoy hijo, ambos copistas magníficos de casi cualquier cuadro de cualquier época, aunque sus mejores imitaciones, aquellas en que original y copia podían ser confundidos, eran de los pintores franceses del XVIII, no muy apreciados durante mucho tiempo (y que por tanto nadie se molestaba en falsificar) y hoy en día sobremanera, en parte por la revalorización decidida por los propios expertos en recientes décadas.
En la casa de Ranz hay dos copias extraordinarias de un pequeño Watteau y un Chardin mínimo la primera de Custardoy padre y la segunda de Custardoy hijo, a quien se la encargó hace sólo tres años, o eso dijo.
Custardoy padre tuvo algunos problemas y sustos poco antes de su muerte, hace ya más de diez años: llegó a ser detenido y soltado al poco tiempo sin que se lo procesara: sin duda mi padre hizo llamadas desde su despacho del Prado a personas que tras la muerte de Franco no habían perdido enteramente su influencia.
Pero por buenas cantidades que Ranz fuera ganando e incrementando a través de Malibú, Boston y Baltimore, de Zürich, Montevideo y La Haya, a través de sus favores particulares y sus aún más privados servicios a los vendedores, a través incluso de sus posibles consejos a Custardoy el viejo y quizá ahora ocasionalmente al joven, su fortuna y su exceso consisten, como ya he dicho, en su colección personal de dibujos y cuadros y alguna escultura, aunque no sé todavía ni sabré de momento a cuánto ascienden tal fortuna y tal exceso (espero que a su muerte deje un informe de experto exacto). Él nunca ha querido deshacerse de nada, de ninguna de sus supuestas copias ni de sus seguros auténticos, y en eso hay que reconocer, más allá de sus corrupciones ligeras, la sinceridad de su vocación y su pasión genuina por la pintura. Si bien se mira, regalarnos el Boudin y el Martín Rico enanos por nuestra boda debió de costarle sangre, aunque en casa los siga viendo.
Cuando trabajaba en el Prado recuerdo su pánico a cualquier accidente o pérdida, a cualquier deterioro y al más mínimo desperfecto, así como a los guardianes y vigilantes del museo, a los que, según decía, habría que pagar maravillosamente y procurar tener muy contentos, ya que de ellos dependía no sólo la seguridad y el cuidado, sino la propia existencia de las pinturas. Las Meninas, decía, existen gracias a la benevolencia o perdón cotidiano de los guardianes, que podrían destruirlas en cualquier momento si lo quisieran, por eso hay que mantenerlos orgullosos y alegres y en estado psíquico satisfactorio. Él, con diversos pretextos (no era su tarea, no lo era de nadie), se encargaba de saber cómo les iba la vida a esos vigilantes, si estaban tranquilos o por el contrario alterados, si los agobiaban las deudas o se defendían, si sus mujeres o sus maridos (el personal es mixto) los trataban bien o los brutalizaban, si sus hijos eran motivo de dicha o pequeños psicópatas que los sacaban de quicio, siempre interesándose y velando por ellos para salvaguardar las obras de los maestros, protegerlas de sus posibles iras o arrebatos de resentimiento. Mi padre era bien consciente de que un hombre o una mujer que pasa sus días encerrado en un sala viendo siempre las mismas pinturas, horas y horas cada mañana y algunas tardes sentado en una sillita sin hacer otra cosa que vigilar a los visitantes y mirar las telas (prohibido hasta hacer crucigramas), podía enloquecer y propiciar amenazas o desarrollar un odio mortal hacia esos cuadros. Por esa razón se ocupaba personalmente, durante sus años metido en el Prado, de cambiar cada mes el emplazamiento de los guardianes, para que al menos fueran viendo los mismos lienzos sólo durante treinta días y su odio se amortiguara, o bien cambiara de destinatarios antes de que fuera demasiado tarde. La otra cosa de la que era bien consciente era esta: aunque ese guardián sufriera castigo y fuera a parar a la cárcel, si el guardián decidía una mañana destruir Las Meninas, Las Meninas quedarían tan destruidas como los Durero de Bremen si los destruyeron los bombardeos, ya que no habría vigilante para impedir el destrozo si fuera el propio vigilante el que destrozara, con todo el tiempo del mundo para llevar a cabo su fechoría y nadie que lo parara salvo sí mismo. Sería irreversible, no habría manera de recuperarlas. En una ocasión salió de su despacho casi a la hora de cerrar, cuando la mayoría de los visitantes habían salido, y encontró a un viejo guardián llamado Mateu (llevaba allí veinticinco años) jugando con un mechero no recargable y el borde de un Rembrandt, concretamente el borde inferior izquierdo del titulado Artemisa, de 1634, el único Rembrandt seguro del Museo del Prado, en el que la susodicha Artemisa, con rasgos muy parecidos a los de Saskia, mujer y frecuente modelo del pintor genio, mira de soslayo una enrevesada copa que le ofrece una sirvienta joven arrodillada y casi de espaldas. La escena se ha interpretado de dos formas, como Artemisa, reina de Halicarnaso, en el momento de ir a beber la copa con las cenizas de Mausolo, su marido muerto para quien hizo erigir un sepulcro que fue una de las siete maravillas del mundo antiguo (de ahí mausoleo), o como Sofonisba, hija del cartaginés Asdrúbal, que para no caer viva en manos de Escipión y los suyos, que la reclamaban formalmente, pidió a su nuevo esposo Masinisa una copa con veneno como regalo de boda, copa que según la historia le fue procurada por mor de la fidelidad en peligro, y eso que Sofonisba no había sido sólo suya y había estado casada ya antes con otro, el jefe Sifax de los masesilianos, a quien de hecho acababa de robársela el segundo y saqueador marido (susodicho Masinisa) durante la confusa toma de Cirta, hoy Constantina en Argelia. Así, es difícil saber ante el cuadro si en honor de Mausolo va a beber Artemisa maritales cenizas o marital veneno Sofonisba por culpa de Masinisa; aunque por la expresión soslayada de ambas más parece que una u otra fueran a ingerir, no sin vacilaciones, alguna pócima adulterina. Sea como sea, al fondo hay una cabeza de vieja que observa la copa más que a la sirvienta o a la propia Artemisa (de ser Sofonisba, es posible que la vieja le haya puesto el veneno), no se la ve bien del todo, el fondo es una penumbra demasiado misteriosa o está demasiado sucio, y la figura de Sofonisba es tan luminosa y abulta tanto que hace a la vieja aún más dudosa.