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Corazón Tan Blanco
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 00:20

Текст книги "Corazón Tan Blanco"


Автор книги: Javier Marias



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En aquella ocasión el alto cargo español era masculino y el alto cargo británico femenino, por lo que debió de parecer apropiado que el primer intérprete fuera a su vez masculino y el segundo o 'red' femenino, para crear una atmósfera cómplice y sexualmente equilibrada. Yo quedé en mi torturadora silla en medio de los dos adalides, y Luisa en su mortificante silla un poco a mi izquierda, es decir, entre la adalid femenina y yo, pero algo postergada, como una figura supervisor» y amenazante que me espiaba la nuca y a la que yo sólo podía ver (mal) con el rabillo de mi ojo izquierdo (sí veía perfectamente sus piernas cruzadas de gran altura y sus zapatos nuevos de Prada, la marca era lo que me quedaba más próximo).

No negaré que me había fijado mucho en ella (esto es, involuntariamente) al entrar en la salita íntima (pésimo gusto), cuando me fue presentada y antes de tomar asiento, mientras los fotógrafos hacían sus fotos y los dos altos cargos fingían hablar ya entre sí ante las cámaras de televisión: fingían, pues ni nuestro alto cargo sabía una palabra de inglés (bueno, al despedirse se atrevió con 'Good luck') ni la alto cargo británica una de castellano (aunque me dijo 'Buen día' al estrecharme férreamente la mano). De modo que mientras el uno murmuraba en español cosas inaudibles para los cámaras y fotógrafos y totalmente inconexas, sin dejar de mirar a su invitada con gran sonrisa, como si le estuviera regalando el oído (pero para mí eran audibles: creo recordar que repetía 'Uno, dos, tres y cuatro, pues qué bien vamos a pasar el rato'), la otra mascullaba sinsentidos en su lengua superándole en la sonrisa ('Cheese, cheese', decía, como se aconseja decir en el mundo anglosajón a cualquier persona fotografiada, y luego cosas onomatopéyicas e intraducibles como 'Tweedle tweedle, biddle, diádle, twit and fiddle, tweedle twang').

Yo, por mi parte, reconozco que también sonreí mucho a Luisa involuntariamente durante aquellos prolegómenos en que nuestra intervención no era aún necesaria (me devolvió sólo medias sonrisas, al fin y al cabo estaba allí para inspeccionarme), y cuando ya lo fue y estuvimos sentados, entonces no hubo manera de que pudiera seguir fijándome en ella ni sonriéndole, por la disposición de nuestras criminales sillas ya descrita. A decir verdad, nuestra intervención tardó todavía un rato en hacerse precisa, ya que en cuanto los periodistas fueron conminados a retirarse ('Ya basta', les dijo nuestro alto cargo levantando una mano, la del anillo), y un chambelán o factótum cerró desde fuera la puerta y nos quedamos los cuatro a solas listos para la eminente charla, yo con mi bloc de notas y Luisa con el suyo sobre el regazo, se produjo un abrupto silencio de lo más imprevisto y de lo más incómodo. Mi misión era delicada y mis oídos estaban particularmente alerta a la espera de las primeras palabras sensatas que me darían el tono y que debería traducir al instante. Miré a nuestro adalid y miré a la adalid de ellos y volví a mirar al nuestro. Ella se estaba observando las uñas con expresión perpleja y los cremosos dedos a cierta distancia. Él se palpaba los bolsillos de la chaqueta y el pantalón, no como quien no logra hallar lo que en verdad está buscando, sino como quien finge no encontrarlo para ganar tiempo (por ejemplo el billete que pide un revisor en el tren a quien no lo lleva). Tenía la sensación de estar en la salita de espera del dentista, y por un momento temí que nuestro representante fuera a sacar y repararnos unos semanarios. Me atreví a volver la cabeza hacia Luisa con cejas interrogantes, y ella me hizo con la mano un gesto (no severo) recomendándome paciencia. Por fin el alto cargo español extrajo de un bolsillo ya diez veces palpado una pitillera metálica (algo cursi) y le preguntó a su colega:

–Oiga, ¿le molesta que fume? Y yo me apresuré a traducirlo. —Do you mind if I smoke, Madam? —dije. —No, si echa usted el humo hacia arriba, señor – contestó la adalid británica dejando de mirarse las uñas y estirándose la falda, y yo me apresuré a traducir como acabo de hacerlo.

El alto cargo encendió un purito (tenía tamaño y forma de cigarrillo, pero era castaño oscuro, yo diría un purito), lo aspiró un par de veces y cuidó de expulsar el humo hacia el techo, que, según vi, tenía manchas. Volvió a reinar el silencio, y al poco él se levantó de su sillón holgado, se acercó a una mesita en la que acaso había demasiadas botellas, se preparó un whisky con hielo (me extrañó que no se lo hubiera servido antes ningún camarero o maestresala) y preguntó: —Usted no bebe, ¿verdad?

Y yo traduje, como también la respuesta, aunque agregando de nuevo "señora" al final de la pregunta.

–No a esta hora del día, sí no le importa que no lo acompañe, señor. —Y la señora inglesa se bajó un poco la falda ya bien bajada. Empezaban a aburrirme las largas pausas y aquella pequeña charla o más bien intercambio insulso de frases aisladas. En la otra ocasión en que había servido de intérprete entre personajes rectores, había tenido al menos la sensación de ser casi insustituible con mis conocimientos cabales de las lenguas que hablo. No es que se dijeran grandes cosas (un español y un italiano), pero había que reproducir una sintaxis y un léxico más complicados que no podría haber traducido bien cualquier mediano conocedor de idiomas, a diferencia de lo que ocurría ahora: todo lo dicho estaba al alcance de un niño.

Nuestro superior volvió a sentarse con el whisky en la mano y el purito en la otra, bebió un sorbo, suspiró con fatiga, dejó el vaso, miró el reloj, se alisó los faldones de la chaqueta que se había pillado con su propio cuerpo, se rebuscó otra vez en los bolsillos, aspiró y espiró más humo, sonrió ya sin ganas (la adalid británica sonrió asimismo con aún menos ganas y se rascó la frente con las uñas largas que se había mirado con asombro al principio, el aire se impregnó un instante de polvos de maquillaje), y entonces comprendí que podían pasarse los treinta o cuarenta y cinco minutos previstos como en la antesala del asesor fiscal o el notario, limitándose a esperar a que transcurriera el tiempo y el ordenanza o fámulo volviera a abrirles la puerta, como el bedel universitario que anuncia con apatía: 'La hora' o la enfermera que vocea desagradablemente: 'El siguiente'. Me volví de nuevo hacia Luisa, esta vez para comentarle algo con disimulo (creo que iba a decirle 'Vaya papelón' entre dientes), pero me encontré con que, sonriendo, se llevaba el índice con firmeza a los labios y se daba unos golpéenos, indicándome que guardara silencio. Sé que no olvidaré jamás esos labios sonrientes atravesados por un dedo índice que no lograba anular la sonrisa. Creo que fue entonces (o más entonces) cuando pensé que me sería beneficioso tratar a aquella muchacha más joven que yo y tan bien calzada. Creo que fue también la conjunción de los labios y el índice (los labios abiertos y el índice que los sellaba, los labios curvados y el índice recto que los partía) lo que me dio valor para no ser nada exacto en la siguiente pregunta que por fin, tras sacar de un bolsillo un llavero sobrecargado de llaves con el que se puso a juguetear de manera inconveniente, hizo nuestro muy alto cargo: – ¿Quiere que le pida un té? —dijo.

Y yo no traduje, quiero decir que lo que en inglés puse en su boca no fue su cortés pregunta (de manual y un tanto tardía, todo hay que reconocerlo), sino esta otra:

–Dígame, ¿a usted la quieren en su país?

Noté el estupor de Luisa a mis espaldas, es más, la vi descruzar de inmediato las sobresaltadas piernas (las piernas de gran altura siempre a mi vista, como los zapatos nuevos y caros de Prada, sabía gastarse el dinero o se los habría regalado alguien), y durante unos segundos que no fueron breves (sentí mi nuca atravesada por el susto) esperé su intervención y su denuncia, su rectificación y su reprimenda, o bien que se hiciera cargo de la interpretación al instante, 'la red', para eso estaba. Pero esos segundos pasaron (uno, dos, tres y cuatro) y no dijo nada, tal vez (pensé entonces) porque la adalid de Inglaterra no pareció ofendida y contestó sin demora, es más, con una especie de contenida vehemencia: —Muchas veces me lo pregunto —dijo, y por primera vez cruzó sus piernas desentendiéndose de su precavida falda y dejando ver unas rodillas blancuzcas y muy cuadradas—. A uno lo votan, verdad, y más de una vez. Sale elegido, y más de una vez. Y sin embargo, es curioso, uno no tiene la sensación de que lo quieran por eso.

Traduje con exactitud, si acaso de modo que en la versión inglesa desapareciera el 'lo' de la primera frase y todo quedara para nuestro superior como una reflexión espontánea británica que, dicho sea de paso, pareció complacerle como tema de conversación, ya que miró a la señora con sorpresa mínima y mayor simpatía y le respondió mientras hacía entrechocar sus numerosas llaves alegremente: —Es verdad. Los votos no dan ninguna seguridad a ese respecto, por mucho que los aprovechemos. Fíjese en lo que le digo, yo creo que los dictadores, los gobernantes nunca votados ni elegidos democráticamente, son más queridos en sus países. También más odiados, desde luego, pero más intensamente queridos por los que los quieren, que además van siempre en aumento. Consideré que el último comentario, 'que además van siempre en aumento', era un poco exagerado si no falso, por lo que traduje todo correctamente menos eso (lo omití y censuré, en suma), y esperé de nuevo la reacción de Luisa, Volvió a cruzar las piernas con rapidez (sus rodillas doradas, redondeadas), pero esa fue su única señal de haber advertido mi licencia. Quizá, pensé, no la desaprobaba, aunque creía seguir notando clavada en mi nuca su mirada estupefacta o tal vez indignada. No podía volverme a verla, era una desgracia. La adalid pareció animarse:

–Oh, ya lo creo —dijo—. La gente quiere en buena medida porque se la obliga a querer. Esto sucede también en las relaciones personales, ¿no es cierto? ¿Cuántas parejas no son parejas porque uno de los dos, sólo uno, se empeñó en que lo fueran y obligó al otro a que lo quisiera?

–¿Obligó o convenció? —preguntó nuestro alto cargo, y vi que estaba satisfecho de su matización, por lo que me limité a traducirla tal como la había expresado. Agitaba las incontables llaves haciéndolas sonar con demasiado estrépito, un hombre nervioso, no me dejaba oír bien, un intérprete necesita silencio para cumplir su cometido.

La adalid se miró las uñas cuidadas y largas, ahora con coquetería inconsciente más que con desazón o desconfianza, como había hecho antes fingiendo extrañeza. Se tiró de la falda en vano, pues tenía aún cruzadas las piernas.

–Es lo mismo, ¿no cree usted? Sólo hay una diferencia de orden cronológico, qué es primero, qué viene antes, porque lo uno se convierte en lo otro y lo otro en lo uno, indefectiblemente. Todo esto tiene que ver con los faits accomplis como dicen los franceses. Si a un país se le ordena querer a sus gobernantes, acabará convencido de que los quiere, al menos más fácilmente que si no se le ordena. Nosotros no podemos mandárselo, ese es el problema.

Dudé también con ella si el último comentario no era excesivo para los oídos democráticos de nuestro alto cargo, y tras un segundo de vacilación y vistazo a las otras y mejores piernas que me vigilaban, opté por suprimir 'ese es el problema'. Las piernas no se movieron, y en seguida comprobé que mis escrúpulos democráticos habían sido injustificados, porque el español respondió con un golpe de llaves muy asertorio sobre la mesita baja:

–Ese es el problema, ese es nuestro problema, que nunca podremos mandárselo. Vea usted, yo no puedo hacer lo que hacía nuestro dictador, Franco, convocar a la gente a un acto de adhesión en la Plaza de Oriente —aquí me vi obligado a traducir en una gran plaza', pues consideré que introducir la palabra 'Oriente' podría desconcertar a la señora inglesa– para que nos aclame, al gabinete, quiero decir, nosotros sólo somos parte de un gabinete, es así, ¿verdad? Él lo hacía impunemente, con cualquier pretexto, y se ha dicho que la gente iba a vitorearlo obligada. Es cierto, pero también lo es que llenaban la plaza, hay fotos y documentales que no engañan, y no todos podían acudir forzados, sobre todo en los últimos años, cuando las represalias no eran tan duras o sólo podían serlo para los funcionarios de la administración, una sanción, un despido. Mucha gente estaba ya convencida de que lo quería, ¿y por qué?, porque antes había sido obligada a ello, durante décadas. Querer es una costumbre. —Oh, querido amigo —exclamó la alto cargo—, no sabe cómo le comprendo, no sabe lo que yo daría por un acto de adhesión de ese tipo. Ese espectáculo de toda una nación unida como en una fiesta sólo se da en mi país, por desgracia, cuando protestan. Es muy desalentador oír cómo nos insultan sin escucharnos ni leer nuestras leyes, al gabinete en pleno, como usted bien dice, con sus pancartas ofensivas, muy deprimente.

–Y con pareados. Hacen pareados —intercaló nuestro superior. Pero eso no lo traduje porque no me pareció que tuviera importancia ni me dio tiempo; la señora inglesa prosiguió su lamento sin hacerle caso:

–¿Es que no pueden nunca aclamarnos? Me pregunto: ¿nunca hacemos nada correctamente? A mí sólo me aclaman los de mi partido, y claro, no puedo creer en su sinceridad del todo. Sólo en la guerra somos apoyados, no sé si lo sabe, solamente cuando ponemos al país en guerra, entonces...

La adalid británica se quedó pensativa, con la palabra suspendida en los labios, como si estuviera recordando los vítores del pasado que ya no regresarían. Descruzó las piernas con pudor y cuidado y una vez más se tiró de la falda con energía, milagrosamente consiguió hacerla bajar aún dos dedos. Empezaba a no gustarme nada el giro que había tomado la conversación por mi culpa. Santo cielo, pensé (pero habría querido comentárselo a Luisa), estos políticos democráticos tienen nostalgias dictatoriales, para ellos cualquier logro y cualquier consenso serán siempre sólo la pálida realización de un deseo íntimamente totalitario, el deseo de unanimidad y de que todo el mundo esté de acuerdo, y cuanto más se acerque esa realización parcial a la totalidad imposible, mayor será su euforia, aunque nunca bastante; ensalzan la discrepancia, pero en realidad les resulta a todos una maldición y una lata. Traduje debidamente cuanto había dicho la señora excepto su mención final de la guerra (no quería que se le ocurrieran ideas a nuestro alto cargo), y en su lugar puse en sus labios el siguiente ruego:

–Perdone, ¿le importaría guardar esas llaves? Todos los ruidos me afectan mucho últimamente, se lo agradezco.

Las piernas de Luisa mantuvieron su postura, por lo que una vez que nuestro adalid se hubo disculpado ruborizando, se un poco y hubo devuelto al instante el voluminoso llavero al bolsillo de la chaqueta (debía de estársele agujereando con tanto peso), me atreví a traicionarle de nuevo, pues él dijo:

–Ah, desde luego, si hacemos algo bien nadie convoca una manifestación para que nos enteremos de que les ha gustado.

Y yo, por el contrario, decidí llevarlo a un terreno más personal, que me parecía menos peligroso y también más interesante, y le hice decir en inglés meridiano: —Si puedo preguntárselo y no es demasiado atrevimiento, usted, en su vida amorosa, ¿ha obligado a alguien a quererla?

Comprendí en el acto que la pregunta era demasiado atrevimiento, sobre todo para hacérsela a una inglesa, y estuve convencido de que esta vez Luisa no iba a pasarlo por alto, es más, iba a hacer funcionar su red, a denunciarme y a expulsarme de la habitación, a poner el grito en el cielo, cómo es posible, hasta aquí hemos llegado, falseamiento y farsa, esto no es un juego. Mi carrera se vería arruinada. Observé con atención y temor las piernas brillantes y no pendientes de su falda, y además en esta oportunidad tuvieron tiempo para la reflexión y la reacción, ya que la señora británica se lo tomó a su vez para reflexionar durante bastantes segundos antes de reaccionar. Miraba a nuestro alto cargo con la boca entreabierta y expresión apreciativa (demasiado lápiz de labios que le invadía los intersticios de los dientes), y él, ante este nuevo silencio que no había promovido y seguramente no se explicaba, sacó otro purito y lo encendió con la colilla del anterior, causando (yo creo) muy mal efecto. Pero las benditas piernas de Luisa no se movieron, siguieron cruzadas aunque quizá se balancearon: sólo noté que se erguía un poco más todavía en su silla homicida, como si contuviera el aliento, acaso más asustada por la posible respuesta que por la indiscreción ya irremediable; o quizá, pensé, también a ella le interesaba saber, una vez que la pregunta estaba hecha. No me delató, no me desmintió, no intervino, permaneció callada, y pensé que si me permitía aquello podría permitírmelo todo a lo largo de mi vida entera, o de mí media vida aún no vivida.

–Hmm. Hmm. Más de una vez, más de una vez, créame —dijo por fin la adalid inglesa, y había un titubeo de remota emoción en su voz aguda, tan remota que posiblemente ya no era recuperable más que bajo esa forma, en la voz imperiosa que de pronto titubeaba—. En realidad me pregunto si alguien me ha querido alguna vez sin que yo lo obligara antes, incluso los hijos, bueno, los hijos son los más obligados de todos. Así me ha sucedido siempre, pero también me pregunto si hay alguien en el mundo a quien no le haya ocurrido lo mismo. Verá, yo no creo en esas historias que cuenta la televisión, personas que se encuentran y se quieren sin ninguna dificultad, los dos están libres y disponibles, ninguno tiene dudas ni arrepentimientos anticipados. Yo no creo que eso se dé nunca, jamás, ni entre los más jóvenes. Cualquier relación entre las personas es siempre un cúmulo de problemas, de forcejeos, también de ofensas y humillaciones. Todo el mundo obliga a todo el mundo, no tanto a hacer lo que no quiere, sino más bien lo que no sabe si quiere, porque casi nadie sabe lo que no quiere, y menos aun lo que quiere, no hay forma de saber esto último. Si nadie fuera nunca obligado a nada el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente. La gente sólo quiere dormir, los arrepentimientos anticipados nos paralizarían, imaginar lo que viene después de los actos aún no cometidos es siempre horrible, por eso los gobernantes somos tan imprescindibles, estamos aquí para tomar las decisiones que los demás nunca tomarían, inmovilizados por sus dudas y por la falta de voluntad. Nosotros escuchamos su miedo. 'Los dormidos, y los muertos, no son sino como pinturas', dijo nuestro Shakespeare, y yo a veces pienso que las personas todas son sólo eso, como pinturas, dormidos presentes y futuros muertos. Para eso nos votan y nos pagan, para que lo despertemos, para que les recordemos que aún no ha llegad su hora que llegará, y sin embargo nos hagamos cargo de sus voluntades en el entretanto. Pero claro, hay que hacerlo de manera que ellos crean todavía que eligen, como las parejas se unen creyendo ambos que han elegido despiertos. No es ya que uno de los dos haya sido obligado por el otro, o convencido si se prefiere; es que sin duda los dos lo han sido, en uno u otro momento del largo proceso que los llevó a unirse, ¿no le parece?, y luego a mantenerse juntos durante algún tiempo o hasta la muerte. A veces los ha obligado algo externo o quien ya ha dejado de estar en sus vidas, los obliga el pasado su descontento, su propia historia, su desdichada biografía. O incluso cosas que ignoran y no están a su alcance, la parte de nuestra herencia que llevamos todos y desconocemos, quién sabe cuándo se inició ese proceso...

Mientras iba traduciendo la larga reflexión de la alto cargo (me abstuve de verter 'Hmm. Hmm' y empecé por '... me pregunto si alguien...', hacía el diálogo entre ellos más coherente), la mujer hablaba y se detenía mirando al suelo con una sonrisa modesta y ausente, quizá un poco avergonzada, las manos apoyadas sobre los muslos, extendidas, como las dejan a menudo las mujeres desocupadas de cierta edad cuando miran pasar la tarde, aunque ella no estuviera desocupada y aún fuera por la mañana. Y mientras iba traduciendo aquel discurso casi simultáneamente y me preguntaba de dónde vendría la cita de Shakespeare ('The sleeping and te edad, are bit as picures', había dicho, y yo había dudado si decir 'durmientes' y si decir 'retratos' en el momento de oírla salir de sus pintados labios), y me preguntaba también si no sería todo aquello un razonamiento demasiado prolijo para que nuestro adalid lo entendiera cabalmente y no se perdiera y hallara respuesta honrosa, sentí que la cabeza de Luisa se había acercado a la mía, a mi nuca, como si la hubiera adelantado o inclinado un poco para oír mejor ambas versiones, sin rearar en las distancias, esto es, en la distancia corta que la separaba de mí y que ahora, con su movimiento adelante (adelantado el rostro: nariz, ojos y boca; mentón, frente y mejillas), se había hecho más corta, hasta el punto de notar yo su respiración levemente junto a mi oreja izquierda, su aliento levemente alterado o acelerado pasaba ahora rozando mi oreja, el lóbulo como si fuera un susurro tan quedo que careciera de mensaje o significado, como si sólo la respiración y el acto de susurrar fueran lo transmisible, y quizá la ligera agitación del pecho, que no me rozaba pero notaba más próximo, casi encima y desconocido. Es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, lo indica la propia palabra, a nuestras espaldas, como en inglés también, te back, alguien a quien acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos, y a veces, incluso, ese alguien nos pone una mano en el hombro con la que nos apacigua y también nos sujeta. Así duermen o creen que duermen la mayoría de los matrimonios y de las parejas, los dos se vuelven hacia el mismo lado cuando se despiden, de manera que uno le da al otro la espalda a lo largo de la noche entera y se sabe respaldado por él o ella, por ese otro, y en medio de la noche, al despertar sobresaltado por una pesadilla o ser incapaz de conciliar el sueño, al padecer una fiebre o creerse solo y abandonado a oscuras, no tiene más que darse vuelta y ver entonces, de frente, el rostro del que le protege, que se dejará besar lo que en el rostro es besarle (nariz, ojos y boca; mentón, frente y mejillas, es todo el rostro) o quizá, medio dormido, le pondrá una mano en el hombro para apaciguarle, o para sujetarle, o para agarrarse acaso.

Ahora sé que la cita de Shakespeare procedía de Macbeth y que ese símil está en boca de su mujer, al poco de que Macbeth haya vuelto de asesinar al rey Duncan mientras dormía. Forma parte de los argumentos dispersos, o más bien frases sueltas, que Lady Macbeth va intercalando para quitarle hierro a lo que su marido ha hecho o acaba de hacer y es ya irreversible, y entre otras cosas le dice que no debe pensar 'so brainsickly of things', de difícil traducción, pues la palabra 'brain' significa 'cerebro' y la palabra 'sickly' quiere decir 'enfermizo' o 'enfermo', aunque aquí es un adverbio; así que literalmente le dice que no debe pensar en las cosas con tan enfermo cerebro o tan enfermizamente con el cerebro, no sé bien cómo repetirlo en mi lengua, por suerte no fueron esas palabras las que en aquella ocasión citó la mujer inglesa. Ahora que sé que esa cita venía de Macbeth no puedo evitar darme cuenta (o quizá es recordar) de que también está a nuestra espalda quien nos instiga, también ese nos susurra al oído sin que lo veamos acaso, la lengua es su arma y es su instrumento, la lengua como gota de lluvia que va cayendo desde el alero tras la tormenta, siempre en el mismo punto cuya tierra va ablandándose hasta ser penetrada y hacerse agujero y tal vez conducto, no como gota del grifo que desaparece por el sumidero sin dejar en la loza ninguna huella ni como gota de sangre que en seguida es cortada con lo que haya a mano, un paño una venda o una toalla o a veces agua, o a mano sólo la propia mano del que pierde la sangre si está aún consciente y no se ha herido a sí mismo, la mano que va a su estómago o a su pecho a tapar el agujero. La lengua en la oreja es también el beso que más convence a quien se muestra reacio a ser besado, a veces no son los ojos ni los dedos ni labios los que vencen la resistencia, sino sólo la lengua que indaga y desarma, la que susurra y besa, la que casi obliga. Escuchar es lo más peligroso, es saber, es estar enterado y estar al tanto, los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde. No es sólo que Lady Macbeth induzca a Macbeth, es que sobre todo está al tanto de que se ha asesinado desde el momento siguiente a que se ha asesinado, ha oído de los propios labios de su marido 'I have done te deed' cuando ha vuelto, He hecho el hecho', o 'He cometido el acto', aunque la palabra 'deed' se entiende hoy en día más como 'hazaña*. Ella oye la confesión de ese acto o hecho o hazaña, y lo que la hace verdadera cómplice no es haberlo instigado, ni siquiera haber preparado el escenario antes ni haber colaborado luego, haber visitado el cadáver reciente y el lugar del crimen para señalar a los siervos como culpables, sino saber de ese acto y de su cumplimiento. Por eso quiere restarle importancia, quizá no tanto para apaciguar al aterrado Macbeth con las manos manchadas de sangre cuanto para minimizar y ahuyentar su propio conocimiento, el de ella misma: 'Los dormidos, y los muertos, no son sino como pinturas'; 'Aflojas tu noble fuerza, al pensar en las cosas con tan enfermizo cerebro'; 'No se debe pensar de esta manera en estos hechos: así, nos hará volver locos'; 'No te pierdas tan abatido en tus pensamientos'. Esto último se lo dice tras haber salido con decisión y haber regresado de untar los rostros de los sirvientes con la sangre del muerto ('Si sangra...) para acusarlos: 'Mis manos son de tu color', le anuncia a Macbeth; 'pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco', como si intentara contagiarle su despreocupación a cambio de contagiarse ella de la sangre vertida de Duncan, a no ser que 'blanco' quiera decir aquí 'pálido y temeroso', o 'acobardado'. Ella sabe, ella está enterada y esa es su falta, pero no ha cometido el crimen por mucho que lo lamente o asegure lamentarlo, mancharse las manos con la sangre del muerto es un juego, es un fingimiento, un falso maridaje suyo con el que mata, porque no se puede matar dos veces, y ya está hecho el hecho: 'I have done te deed', y nunca hay duda de quién es 'yo': aunque Lady Macbeth hubiera vuelto a clavar los puñales en el pecho de Duncan asesinado, no por eso lo habría matado ni habría contribuido a ello, ya estaba hecho. 'Un poco de agua nos limpia' (o quizá 'nos limpie') 'de este acto', le dice a Macbeth sabiendo que para ella es cierto, literalmente cierto. Se asimila a él y así intenta que él se asimile a ella, a su corazón tan blanco: no es tanto que ella comparta su culpa en ese momento cuanto que procura que él comparta su irremediable inocencia, o su cobardía. Una instigación no es nada más que palabras, traducibles palabras sin dueño que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo, las mismas siempre, instigando a los mismos actos desde que en el mundo no había nadie ni había lenguas ni tampoco oídos para escucharlas. Los mismos actos que nadie sabe nunca si quiere ver cometidos, los actos todos involuntarios, los actos que no dependen ya de ellas en cuanto se llevan a efecto, sino que las borran y quedan aislados del después y el antes, son ellos los únicos e irreversibles, mientras que hay reiteración y retractación, repetición y rectificación para las palabras, pueden ser desmentidas y nos desdecimos, puede haber deformación y olvido. Sólo se es culpable de oírlas, lo que no es evitable, y aunque la ley no exculpa a quien habló, a quien habla, éste sabe que en realidad no ha hecho nada, incluso si ha obligado con su lengua al oído, con su pecho a la espalda, con la respiración agitada, con su mano en el hombro y el incomprensible susurro que nos persuade.

Fue Luisa quien primero me puso la mano en el hombro, pero creo que fui yo quien empezó a obligarla (a obligarla a quererme), aunque esa tarea no es nunca unívoca y es imposible que sea constante, y su eficacia depende en buena medida de que se tome el relevo de la obligación a ratos por parte del obligado. Creo que yo empecé, sin embargo, y que hasta hace un año, hasta nuestro matrimonio al menos y nuestro viaje de novios, fui yo quien propuso todo lo que fue aceptado: acostumbrarnos a vernos, salir a cenar, ir al cine juntos, acompañarla hasta su portal, besarnos, cambiar nuestros turnos para coincidir algunas semanas en el extranjero, quedarme a dormir alguna noche en su casa (esto lo proponía, pero acababa yéndome después de los besos y los abrazos despiertos), buscar una nueva para los dos más tarde, para casarnos. Creo que fui yo también quien propuso casarnos, quizá por mi mayor edad, quizá porque eso no lo había hecho nunca, casarme ni proponerlo, o esto último sólo una vez, con la boca pequeña y ante un ultimátum. Luisa fue aceptando, seguramente sin saber si quería, o tal vez (su suerte) sabiéndolo sin para ello tener que pensárselo, es decir, sólo haciéndolo. Desde que nos casamos nos hemos visto menos, como dicen que suele ocurrir, pero en nuestro caso no se debió a la aminoración general que acompaña a lo que se aparece como consecución o termino, sino a factores externos y provisionales, un desajuste en nuestros períodos de trabajo: Luisa se prestó cada vez menos a viajar y pasar sus ocho semanas en el extranjero y yo, en cambio, tuve que seguirlo haciendo y aun que prolongar las estancias y aumentar los desplazamientos para sufragar los gastos de nuestra nueva casa inaugurada tan artificiosamente. Durante casi un año, por el contrario, el año previo a nuestro matrimonio, habíamos procurado coincidir lo más posible, ella en Madrid cuando yo estaba en Madrid ella en Londres cuando yo en Ginebra, e incluso un par de veces los dos en Bruselas al mismo tiempo. Durante casi un año, en cambio, el que llevamos casados, yo he estado fuera más tiempo del que habría querido, sin poder acostumbrarme nunca del todo a mi vida conyugal ni a la compartida almohada ni a la nueva casa que no era de nadie antes, y ella ha estado casi siempre en Madrid, organizando esa casa y familiarizándose con mi familia, sobre todo con Ranz, mi padre. Cada vez que yo volvía de un viaje durante este período, encontraba nuevos muebles o cortinas y aun algún nuevo cuadro, de modo que me sentía extraño y debía rehacer los itinerarios domésticos que la vez anterior ya me había aprendido (ahora había una otomana donde no había otomana, por ejemplo). También iba notando algunos cambios en Luisa, tenues cambios que afectaban a cosas muy secundarias en las que sin embargo yo me fijo mucho, la longitud del pelo, unos guantes, hombreras en las chaquetas, un diferente matiz de labios, incluso los andares levemente distintos sin que hubiera variado el tipo de calzado. Nada muy llamativo, pero perceptible tras ocho semanas de ausencia y más aún tras otras ocho. En cierto sentido me molestaba encontrarme con esos mínimos cambios ya realizados, no asistir a ellos, como si el hecho de que yo no fuera testigo (no haberla visto tras la peluquería, no haber opinado sobre los guantes) excluyera necesariamente mi posible influencia en ellos y la de nuestro matrimonio, que es, sin duda, el estado que más influye en las personas y más las altera, y el que por tanto requiere mayor vigilancia en sus inicios. A Luisa la estaba cambiando en su debido orden, primero en los detalles como es el caso siempre con las mujeres en cuanto están sometidas a un proceso de transformación profunda, pero empecé a tener dudas de si era yo, o yo en nuestro matrimonio, quien estaba dirigiendo esa transformación, condicionándola al menos. Tampoco me gustó ver que nuestra nueva casa, cuyas posibilidades eran infinitamente variadas, iba reproduciendo aquí y allá un gusto que no era el de Luisa ni tampoco el mío exactamente, aunque yo estuviera acostumbrado a él y lo hubiera heredado en parte. La nueva casa se iba pareciendo un poco, iba recordando un poco a la de mi infancia, es decir, a la de Ranz, mi padre, como si él hubiera hecho indicaciones durante sus visitas o con su mera presencia hubiera creado necesidades que, a falta de la continuidad de las mías y de un resuelto criterio de Luisa, se hubieran ido cumpliendo sobre la marcha. Mi mesa de trabajo, para la que yo había dado sólo instrucciones vagas, fue casi una réplica de la que veinticinco años antes mi padre había encargado con instrucciones muy precisas a un carpintero de Segovia, el famoso Fonfrías, al que conocía de paso de algún verano: una mesa enorme, demasiado grande para mis escasas tareas, en forma de U rectangular y atestada de cajones que no sabría ni sé llenar. Las estanterías, que yo habría querido pintadas de blanco (aunque se me olvidó advertirlo), aparecieron de color caoba a la vuelta de uno de mis viajes (pero no de caoba, cierto), y no sólo eso: mi padre, Ranz, se había tomado la molestia de desembalar las cajas que me aguardaban y colocar mis libros como él había tenido siempre los suyos, divididos por lenguas y no por materias y, dentro de aquéllas, en orden cronológico de autores según el año de su nacimiento. Como regalo de boda nos dio algún dinero (bastante, fue generoso), pero poco después, estando yo ausente, nos obsequió con dos valiosos cuadros que habían estado siempre en su casa (un pequeño Martín Rico y un Boudin aún más pequeño) y así pasaron a estar en la mía, Venecia y Trouville, los dos preciosos, y sin embargo yo habría preferido seguirlos viendo donde habían colgado durante lustros y no en el salón de mi casa, que con Venecia y Trouville allí., aunque fuera en pequeño (el varadero de San Trovaso y la playa), se asemejaba indefectiblemente a mi juvenil recuerdo del salón de la suya. También llegó una mecedora sin mi conocimiento previo, mueble muy cultivado por mi abuela cubana, su suegra, cuando venía a visitarnos durante mi infancia y que, una vez muerta ella, mi padre se había apropiado, no tanto para mecerse a solas cuanto para adoptar en ella posturas originales durante las reuniones de matrimonios y amigos que celebraba con frecuencia.


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