Текст книги "Corazón Tan Blanco"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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En aquella época no había alarmas de incendio automáticas en el Prado, pero sí extintores. Mi padre desenganchó uno que estaba a mano con cierto esfuerzo, y aunque no sabía usarlo, con él malamente oculto a la espalda (tremendo peso de color conspicuo), se aproximó lentamente a Mateu, que ya había achicharrado una esquina del marco y pasaba ahora la llama muy cerca del lienzo, arriba y abajo y de punta a punta, como si quisiera iluminarlo todo, la sirvienta y la vieja y Artemisa y la copa, también una mesa camilla sobre la que hay unos pliegos escritos (la reclamación formal de Escipión acaso) y sobre la que Sofonisba apoya su mano izquierda más bien rolliza.
'¿Qué hay, Mateu?', le dijo mi padre con calma. '¿Viendo mejor el cuadro?' Mateu no se volvió, conocía a la perfección la voz de Ranz y sabía que todos los días, a la salida, se daba una vuelta al azar por algunas salas para comprobar que seguían intactas.
'No', respondió en tono muy natural y desapasionado. 'Estoy pensando en quemarlo.
Mi padre, contaba, podría haberle dado un golpe en el brazo y haber hecho caer el mechero al suelo, ya inofensivo, y luego haberlo alejado de una hábil patada. Pero tenía las manos ocupadas por el extintor a la espalda, y además la sola posibilidad de fallar y aumentar el enfado del guardián Mateu le hizo desistir de probar la suerte.
Pensó que quizá era mejor entretenerlo sin que aplicara la llama (ardiendo sustancias bituminosas) hasta que al mechero no recargable se le acaba la carga, pero eso podía durar demasiado si por desgracia el encendedor estaba recién comprado. También pensó en pedir auxilio a voces, alguien aparecería, sería reducido Mateu y el fuego no se propagaría a otros cuadros, pero en ese caso adiós al único Rembrandt seguro de mano de Rembrandt del prado, adiós a Sofonisba y adiós a Artemisa, e incluso a Mausolo y a Masinisa y a Saskia y a Sifax. Volvió a preguntarle. 'Pero hombre, Mateu, ¿tan poco le gusta?' 'Estoy harto de esa gorda', contestó Mateu. Mateu no aguantaba a Sofonisba. 'No me gusta esa gorda con perlas' insistió (y es verdad que Artemisa está gorda y lleva perlas al cuello y sobre la frente en el Rembrandt). 'Parece más guapa la criadita que le sirve la copa, pero no hay manera de verle bien la cara.' Mi padre no pudo evitar dar una respuesta burlona, es decir, sorprendida y lógica:
'Ya', dijo, 'fue pintado así, claro, la gorda de frente y la sirvienta de espaldas.' El pirómano Mateu apagaba de vez en cuando el mechero durante unos segundos, pero no lo apartaba del lienzo, y al cabo de esos segundos volvía a encenderlo y a calentar el Rembrandt. A Ranz no lo miraba.
'Eso es lo malo', dijo, 'que fue pintado así para siempre y ahora nos quedamos sin saber lo que pasa, ve usted, señor Ranz, no hay forma de verle la cara a la chica ni de saber que pinta la vieja del fondo, lo único que se ve es a la gorda con sus dos collares que no acaba nunca de coger la copa. A ver si se la bebe de una puta vez y puedo ver a la chica si se da la vuelta.'
Mateu, un hombre acostumbrado a lo que es la pintura, un hombre de sesenta años que llevaba veinticinco en el Prado, de pronto quería que siguiera la escena de un Rembrandt que no entendía (nadie lo entiende, entre Artemisa y Sofonisba hay un mundo de distancia, la distancia entre beberse a un muerto y beber la muerte, entre aumentar la vida y morirse, entre dilatarla y matarse). Era absurdo, pero Ranz todavía no renunció a razonarle:
'Pero comprenda que eso no es posible, Mateu', le dijo, 'las tres están pintadas, ¿no lo ve usted?, pintadas. Usted ha visto mucho cine, esto no es una película. Comprenda que no hay manera de verlas de otro modo, esto es un cuadro. Un cuadro.
'Por eso me lo cargo', dijo Mateu, de nuevo con el mechero encendido acariciando la tela.
'Además', añadió mi padre intentando distraerlo y por un prurito de exactitud (es pedante mi padre), 'lo de la frente no es un collar, sino una diadema, aunque sea también de perlas.'
Pero a esto Mateu no hizo caso. Se sopló mecánicamente unas motas del uniforme.
El extintor sujetado a pulso le estaba destrozando a Ranz las muñecas, así que renunció a ocultarlo y pasó a sostenerlo entre sus brazos como a un bebé, su color carmín bien visible. El vigilante Mateu reparó en el aparato. "Oiga oiga, pero qué hace con eso", le reprochó a mi padre. '¿No sabe que está prohibido desmontarlos?'
Mateu se había vuelto por fin al oír el estruendo provocado por el torpe manejo del extintor, que en su trayecto de la espalda a los brazos dio contra el suelo haciendo saltar astillas, pero mi padre no se atrevió a valerse de aquel momento de alarma. Le dio que pensar, sin embargo.
'No se preocupe, Mateu', le dijo, 'me lo llevo porque hay que arreglarlo, este no marcha.' Y aprovechó para dejarlo en el suelo con gran alivio. Sacó el pañuelo de seda color cereza que llevaba como ornamento en el bolsillo de la chaqueta y se secó la frente, un pañuelo de tacto y color agradables, era de adorno más que de uso, hacía juego con el extintor.
'Le digo que me lo cargo', repitió Mateu, y le tiró un amago con el encendedor a Saskia.
'El cuadro tiene mucho valor, Mateu. Millones vale', le dijo Ranz probando a ver si la mención del dinero le hacía recobrar el juicio.
Pero el guardián seguía jugando con el mechero, encendiéndolo y apagándolo y encendiéndolo, se decidió a chamuscar más el marco, un marco muy bueno, antiguo.
'Encima eso', contestó despectivo. 'Encima esa mierda de gorda vale millones, hay que joderse.'
El buen marco ennegrecido. Mi padre pensó en mencionarle ahora la cárcel, pero lo descartó al instante. Pensó un momento, pensó otro momento y por fin cambió de táctica. De pronto recogió el extintor del suelo y le dijo: Tiene usted razón, Mateu, le doy la razón. Pero no lo queme porque se podrían incendiar otros cuadros. Déjeme hacer a mí. Me lo voy a cargar con el extintor este, que pesa lo suyo. A la gorda le va a caer un buen peso encima y se va a ir a la mierda'.
Y Ranz alzó el extintor y lo sostuvo en alto con las dos manos como un levantador de pesas, dispuesto a arrojarlo con gran violencia contra Sofonisba y contra Artemisa.
Fue entonces cuando Mateu se puso serio.
'Oiga oiga', le dijo Mateu serio, 'pero qué va a hacer usted, que así va a dañar el cuadro.'
'Lo machaco', dijo Ranz.
Hubo un momento de vacilación, mi padre con los brazos en vilo soportando el extintor tan rojo, Mateu con el mechero en la mano aún encendido, en vilo la llama que vacilaba. Miró a mi padre, miró al cuadro. Ranz no podía aguantar más el peso. Entonces Mateu apagó el mechero, se lo echó al bolsillo, abrió los brazos como un luchador y le dijo conminatorio: 'Quieto ahí, quieto, ¿eh? No me obligue'.
Mateu no fue despedido porque mi padre no informo de aquel episodio, tampoco lo denunció a él el guardián por haber querido pulverizar el Rembrandt con un extintor averiado.
Nadie más notó la quemazón del marco (si acaso algún visitante indiscreto al que se recomendó no hacer preguntas y el sustituto sobornado), y al poco fue cambiado por uno muy parecido, aunque no era antiguo. Según Ranz, si Mateu había sido un vigilante celoso durante veinticinco años, no tenía por qué no seguirlo siendo tras un ataque pasajero de saña. Es más, achacaba su acción y atentado a la falta de acción y atentados, y veía una prueba de su fiabilidad en el hecho de que al ver el cuadro de su ojeriza amenazado por otro individuo que además era un superior, había prevalecido su sentido de la responsabilidad custodia sobre su sincero deseo de abrasar a Artemisa. Fue inmediatamente trasladado a otra sala, de primitivos, cuyas figuras son menos rotundas y es más difícil que irriten (y algunos son palinsquemáticos, es decir, cuentan en la misma superficie o espacio sus historias completas). Por lo demás, mi padre se limitó a interesarse aún más por su vida, a darle ánimos ante la vejez que encaraba y a no quitarle ojo durante las fiestas que dos veces al año, en día de cierre, se organizaban para todo el personal del museo, preferentemente en la sala grande de los Velázquez. Todos los empleados con sus respectivas familias, desde el director (que sólo hacía acto de presencia un minuto y daba una mano floja) hasta las mujeres de la limpieza (que eran las que más alborotaban y más disfrutaban porque debían quedarse luego a barrer los estragos), se reunían para beber y comer y departir y bailotear (departir es un decir) en una suerte de verbena bianual concebida por mi propio padre según el modelo o razonamiento carnavalesco para mantener contentos a los vigilantes y permitir que se desahogaran y perdieran la compostura allí donde los demás días debían guardarla. Él mismo cuidaba de que la comida y bebida que se les servía fueran tales que sus manchas no pudieran arruinar ni dañar las pinturas, y de ese modo se consentían muchos atropellos y excesos: yo he visto de niño gaseosa sobre Las Meninas y merengues sobre La rendición de Breda.
Durante muchos años, de niño y también luego, de adolescente y muy joven, cuando aún miraba con ojos dubitativos a la chica de la papelería, supe sólo que mi padre había estado casado con la hermana mayor de mi madre antes que con mi madre, con Teresa Aguilera antes que con su hermana Juana, las dos niñas a las que se refería a veces mi abuela cuando contaba anécdotas del pasado, o más bien decía sólo 'las niñas' para diferenciarlas de sus hermanos, a los que en cambio llamaba 'los muchachos'. No es solamente que los hijos tarden mucho en interesarse por quiénes fueron sus padres antes de conocerlos (por lo general ese interés se produce cuando esos hijos se acercan a la edad que tenían los padres cuando en efecto los conocieron, o cuando a su vez tienen hijos y entonces se recuerdan de niños a través de ellos y se preguntan perplejos por las tutelares figuras con que ahora se corresponden), sino que los padres se acostumbran a no despertar curiosidad alguna y a callar sobre sí mismos ante sus vástagos, a silenciar quiénes fueron o acaso lo olvidan. Casi todo el mundo se avergüenza de su juventud, no es muy cierto que se añore como se dice, más bien se relega o rehuye y con facilidad o esfuerzo se confina el origen a la esfera de los malos sueños, o de las novelas, o de lo que no ha existido. La juventud se oculta, la juventud es secreta para quienes ya no nos conocen jóvenes.
Ranz y mi madre nunca ocultaron el matrimonio de Ranz con quien habría sido mi tía Teresa de haber vivido (o no lo habría sido), un matrimonio brevísimo de cuya disolución sólo supe que la había causado la temprana muerte, pero en cambio no supe (no lo pregunté tampoco) el porqué de esa muerte durante muchos años, y durante muchos más creí saberlo en esencia y se me engañaba, cuando por fin pregunté se me dio una respuesta falsa, que es otra de las cosas a las que se acostumbran los padres, a mentir a los niños sobre su juventud olvidada. Se me habló de la enfermedad y eso fue todo, se me habló de una enfermedad durante muchos años, y resulta difícil poner en duda lo que se sabe desde la infancia, se tarda en recelar de ello. La idea que por consiguiente tuve siempre de ese matrimonio tan breve fue la de un error comprensible a los ojos de un niño o de un adolescente que prefiere pensar en la inevitabilidad de sus padres unidos para justificar su existencia y creer por tanto en su propia inevitabilidad y justicia (me refiero a los niños perezosos, normales a los que no van al colegio si tienen un poco de fiebre y no han de trabajar repartiendo cajas con una bicicleta por las mañanas). La idea fue vaga en todo caso, y el error explicable consistía en que Ranz podía haber creído querer a una hermana, la hermana mayor, cuando en realidad quería a la otra, la hermana menor, demasiado menor acaso en el momento de conocer él a ambas para que mi padre la tomara en serio. Tal vez me fue así contado, pudiera ser, por mi madre o más bien mi abuela, no lo recuerdo, una respuesta breve y quizá embustera a una infantil pregunta, desde luego Ranz nunca me habló de estas cosas. También era fácil que en la imaginación del niño apareciera otro factor, este piadoso: la consolación del viudo, sustituir a la hermana, paliar la desesperación del marido, ocupar el lugar de la muerta. Mi madre podía haberse casado con mi padre un poco por pena, para que no se quedara solo; o bien no, podía haberlo querido secretamente desde el principio y haber deseado secretamente la desaparición del obstáculo, de su hermana Teresa. O ya que se producía, haberse alegrado de la desaparición al menos en un aspecto. Ranz nunca había contado nada. Hace algunos años, siendo ya adulto, yo intenté preguntarle y me trató como si aún fuera niño. 'Qué te importa todo eso', me dijo, y cambió de tema. Al insistir yo (estábamos en La Dorada) se levantó para ir al lavabo y me dijo zumbón con su mejor sonrisa: 'Escucha, no me apetece hablar del pasado remoto, es de mal gusto y le hace recordar a uno los años que tiene. Si vas a seguir, es mejor que para cuando vuelva hayas abandonado la mesa. Quiero comer tranquilo y en el día de hoy, no en uno de hace cuarenta años.' Como si estuviéramos en casa y yo fuera un niño pequeño al que se pudiera mandar a su cuarto, me dijo que me largara, ni siquiera consideró la posibilidad de enfadarse y ser él quien se marchara del restaurante.
Lo cierto es que casi nadie hablaba nunca de Teresa Aguilera, y ese casi ha venido sobrando desde la muerte de mi abuela cubana, la única que a veces la mencionaba, como sin querer o poder evitarlo, aunque en su casa Teresa estaba bien presente y visible en forma de retrato póstumo al óleo hecho a partir de una fotografía. Y en la mía, esto es, en la de mi padre, estaba y está la foto que en blanco y negro sirvió de modelo, hacia la que Ranz y Juana lanzaban de tarde en tarde una mirada de paso. El rostro de Teresa es un rostro confiado y grave en esa fotografía, una mujer guapa con las cejas agudas de un solo trazo y un hoyuelo poco hondo en la barbilla —una muesca, una sombra—, el pelo oscuro recogido en la nuca y la raya en medio favoreciendo lo que se llamaba un pico de viuda, el cuello largo, la boca grande y de mujer (pero muy distinta de la de mi padre y la mía), los ojos también oscuros están muy abiertos y miran sin recelo hacia el objetivo, lleva pendientes discretos, quizá de nácar, y los labios pintados pese a su juventud extrema, como por educación se llevaban en la época que ella fue joven o estuvo viva. Tiene la piel muy pálida, enlazadas las manos, los brazos apoyados sobre una mesa, acaso la del comedor más que una de trabajo que no se ve lo bastante para saberlo y el fondo está difuminado, quizá es una foto de estudio. Lleva una blusa de manga corta, posiblemente era primavera o verano, tendrá veinte años, puede que menos, puede que aún no conociera a Ranz o que acabara de conocerlo. Estaba soltera. Hay algo en ella que ahora me recuerda a Luisa, pese a haber visto esa foto durante tantos años antes de que Luisa existiera, todos los de mi vida menos los dos últimos. Puede deberse a que uno ve un poco por todas partes a la persona a quien quiere y con quien convive. Pero ambas tienen una expresión de confianza, Teresa en su retrato y Luisa en persona continúame como si no temieran nada y nada pudiera amenazarlas nunca, a Luisa al menos mientras está despierta, cuando está dormida su rostro es más vulnerable y su cuerpo parece más en peligro. Luisa es tan confiada que la primera noche que pasamos juntos soñó, me dijo, con onzas de oro. Se desveló en mitad de la noche por mi presencia, me miró un poco extrañada, me acarició la mejilla con las uñas y dijo: 'Estaba soñando con onzas de oro. Eran como uñas, y muy brillantes', sólo alguien muy inocente puede soñar con eso y sobre todo contarlo. Teresa Aguilera podría haber soñado con esas onzas tan relucientes en su noche de bodas, he pensado al mirar su retrato en casa de Ranz después de haber conocido a Luisa y haber dormido con ella. No sé cuándo le hicieron la foto a Teresa y seguramente nadie lo supo nunca a ciencia cierta: es de muy pequeño tamaño, está en un marco de madera, sobre un estante, y desde que ella murió nadie la habrá mirado más que de tarde en tarde, como se miran las vasijas o los adornos e incluso los cuadros que hay en las casas, dejan de observarse con atención y con complacencia una vez que forman par* te del paisaje diario. Desde que murió mi madre también es» allí su foto, en casa de Ranz, más grande, y además está colgado un retrato no póstumo que le hizo Custardoy el viejo cuando yo era niño. Mi madre, Juana, es más alegre, aunque las dos hermanas se parecen algo, el cuello y el corte de cara y la barbilla son idénticos. Mi madre sonríe en su foto y sonríe en el cuadro, en ambos es ya mayor que su hermana mayor en su foto pequeña, en realidad mayor de lo que lo fue nunca Teresa, que en virtud de su muerte pasó a ser la menor sin duda, hasta yo soy mayor que ella, las muertes prontas rejuvenecen. Mi madre sonríe casi como reía: reía fácilmente, como mi abuela; las dos, ya lo he dicho, reían juntas a carcajadas a veces.
Pero yo no supe hasta hace unos meses que mi imposible tía Teresa se había matado al poco de regresar de su viaje de novios con mi propio padre, y fue Custardoy el joven quien me lo dijo. Es tres años mayor que yo y lo conozco desde la infancia, cuando tres son muchos años, aunque entonces rehuía su trato lo más posible y lo he tolerado tan sólo de adulto. La amistad o negocio de nuestros padres nos unía a veces, aunque él siempre estuvo más cerca de los mayores, más interesado en su mundo, como con impaciencia por formar parte de él y actuar libremente, yo lo recuerdo como un chico avejentado o un adulto frustrado, como un hombre condenado a permanecer demasiado tiempo en un incongruente cuerpo de niño, obligado a una inútil espera que lo desquiciaba. No es que participara en las conversaciones de los mayores, pues carecía de pedantería —sólo escuchaba—, era más bien una tensión sombría que lo dominaba, impropia de un chico, que le hacía estar siempre alerta y mirando por las ventanas, como quien mira el mundo que transcurre rápido ante sus ojos y al que aún no le está permitido subirse, como el preso que sabe que nadie espera ni se abstiene de nada porque él esté ausente y que con el mundo que corre se está yendo también su tiempo; y esto también lo saben los que se mueren. Daba siempre la sensación de estarse perdiendo algo y ser dolorosamente consciente de ello, uno de esos individuos que quisieran vivir a la vez varias vidas, multiplicarse y no circunscribirse a ser sólo ellos mismos: a los que la unidad espanta. Cuando venía a casa y debía esperar en mi compañía a que se cumpliera la visita de su padre al mío, se acercaba al balcón y me daba la espalda durante quince y veinte minutos y media hora, haciendo caso omiso de los juegos variados que ingenuamente yo le proponía. Pero a pesar de su inmovilidad no había contemplación ni sosiego en su figura erguida, ni en sus man0, huesudas que tras apartar los visillos se aferraban a ellos como el cautivo aún reciente se acostumbra al tacto de los barrotes porque no les da crédito todavía. Yo jugaba a sus espaldas procurando no llamar su atención demasiado, intimidado en mi propio cuarto, sin apenas mirar su nuca rapada, menos aún sus ojos de hombre que codiciaban el exterior y ansiaban ver y actuar libremente. Algo lograba Custardoy de esto último, al menos en la medida en que su padre le fue enseñando el oficio desde muy temprano, de copista y puede que de falsificador de cuadros, y le remuneraba algunos trabajos que iba encomendándole en su taller pictórico. Por eso Custardoy el joven tenía más dinero que los chicos de su edad, disponía de una autonomía infrecuente, se iba ganando poco a poco su vida; se interesaba por la calle y no por el colegio, a los trece años ya iba de putas y yo siempre le tuve un poco de miedo, tanto por los tres años que me llevaba y que le permitían vencerme invariablemente en nuestras riñas ocasionales, cuando su tensión se ensombrecía tanto que acababa estallando, como por su carácter, obsceno y bronco, pero frío hasta en las peleas. Cuando luchaba conmigo, y por mucha resistencia que le opusiera antes de rendirme, yo notaba que en él no había acaloramiento ni enfado, sólo violencia fría y voluntad de sometimiento. Aunque lo visité algunas veces en el taller de su padre que es suyo ahora, nunca lo he visto pintando, ni sus propios cuadros que carecen de éxito ni sus copias perfectas que le dan dinero junto con los retratos de encargo, de excelente técnica pero convencionales: tantas horas quieto, encerrado, sosteniendo pinceles, instalado en la minuciosidad y mirando un lienzo, tal vez sean la explicación de su tensión permanente y su afán de desdoblamiento. Desde chico no se ha recatado en contar sus andanzas, sobre todo sexuales (de él lo aprendí casi todo en mi adolescencia y aun antes), y a veces me pregunto si la afición que le ha tomado mi padre en los últimos años, desde la muerte de Custardoy el viejo, no tendrá que ver con esos relatos. Los hombres inquietos, cuanto más viejos más quieren seguir viviendo, y si sus facultades no se lo permiten con plenitud, entonces buscan la compañía de quienes son capaces de narrarles la existencia que ya no está a su alcance y les prolongan la vida vicariamente. Mi padre querrá escucharle. Sé de prostitutas que han salido espantadas tras pasar una noche con Custardoy hijo y ni siquiera han querido contar lo que había ocurrido, incluso sí eran dos las que se había llevado a la cama y por tanto habían podido darse ánimos y consolarse, pues ya desde muy joven el deseo de Custardoy de ser múltiple le hacía insuficiente una sola persona y una de sus predilecciones han sido los pares desde muy antiguo. Con los años Custardoy se ha hecho más discreto y, que yo sepa, tampoco él cuenta por qué provoca el espanto, pero quizá sí en privado a mi padre, para él una especie de padrino. Mi padre querrá escucharle. Lo cierto es que hace ya años que se ven con frecuencia, una vez a la semana Custardoy visita a Ranz o se van a cenar juntos y acaso luego a un local anticuado, o se acompañan a hacer recados y a visitar a terceros, a mí por ejemplo o incluso a Luisa en mi ausencia, alguna vez a la nuera nueva. Custardoy debe divertir a mi padre. En la actualidad, cerca ya de los cuarenta, luce en su nuca que fue rapada una breve coleta de piratería o taurina, y sus patillas resultan un poco largas para estos tiempos, llamativas en todo caso porque son rizadas y mucho más oscuras que su pelo rubiáceo y liso, quizá las luce, coleta y patillas, para no desentonar en su medio arcaicamente bohemio de pintores noctámbulos, aunque al mismo tiempo se viste de forma clásica y excesivamente correcta —corbata siempre—, aspira a ser elegante en su indumentaria. Lleva bigote durante algunos meses y luego se lo afeita otra temporada, una irresoluble duda o quizá su manera de parecer más de uno. Con la edad su rostro ha adquirido plenamente lo que apuntaba desde la niñez y más aún desde la adolescencia: su rostro es como su carácter, obsceno y bronco y frío, de frente amplia o con entradas y nariz levemente ganchuda y dientes largos que le iluminan la cara cuando sonríe de modo afable pero no cálido, con unos ojos muy negros y enormes y algo separados sin apenas pestañas, y esa carencia y esa separación hacen insoportable su mirada obscena sobre las mujeres a las que conquista o compra y sobre los hombres con que rivaliza, sobre el mundo que ya transcurre con él bien incorporado, formando parte de su paso más raudo.
Fue él quien hace unos meses o casi un año, al poco de mi regreso de La Habana y México y Nueva Orleáns y Miami tras mi viaje de bodas, me contó lo que había ocurrido en realidad con mi tía Teresa hace casi cuarenta años. Iba yo a ver a mi padre a su casa, a saludarle tras el regreso y comentarle mi viaje, cuando me encontré en el portal con Custardoy el joven, su silueta delgada parada al atardecer.
–No está —me dijo—, ha tenido que salir. —Y elevó los ojos para referirse a Ranz—. Me pidió que te esperara unos minutos para decírtelo. Le llamó por teléfono un americano y salió disparado, no sé quién de algún museo, te llamará él esta noche o mañana. Vámonos tú y yo a tomar algo.
Custardoy el joven me cogió del brazo y echamos a andar. Noté su mano fría y férrea cuyo asimiento conocía bien desde niño, había sido un chico y ahora era un hombre de extremada fuerza, la fuerza del nervio y la concentración. La última vez que lo había visto había sido unas semanas antes, el día de mi boda ya tan lejana a la que había sido invitado por Ranz, no por mí, él invitó a varias personas, no tenía por qué oponerme, ni a eso ni a Custardoy. Entonces no había tenido tiempo de hablar con él, se había limitado a felicitarme al llegar al Casino con su sonrisa amable de ligera sorna, luego lo había visto de lejos durante la fiesta mirando ávidamente a su alrededor, en realidad una presencia familiar. Miraba siempre ávidamente, a las mujeres y a algunos hombres —a los hombres tímidos—, dondequiera que se encontrara, sus ojos asían como sus manos. Aquel día no llevaba bigote y ahora, unas semanas después, lo tenía ya casi crecido, no del todo aún, se lo había dejado durante mi viaje con Luisa. En el Balmoral pidió una cerveza, nunca bebía otra cosa y por eso su delgadez empezaba a abandonarle en la tripa (pero la corbata se la tapaba siempre). Durante un rato me habló de dinero, luego de mi padre, al que veía bien, luego otra vez del dinero que estaba ganando, como si lo último que le interesara fuera mi nuevo estado civil, no me preguntaba, por el viaje tampoco ni por mi trabajo o mis futuros desplazamientos a Ginebra o Londres o incluso Bruselas, él no podía saberlos, tenía que preguntar, no lo hacía. Ya que mi padre había salido, yo quería volver a casa a encontrarme con Luisa y tal vez ir al cine, nunca he tenido mucho que decirme con Custardoy. Mi padre habría salido porque le habría llamado alguien de Malibú o de Boston o Baltimore, ya no le llamaban apenas aunque su ojo y sus conocimientos seguían siendo los mismos de siempre o aun superiores, rara vez se consulta a los viejos o sólo para lo muy importante, alguien estaría de paso en Madrid y no tendría con quién cenar, él habría pensado que lo requerían para un dictamen, algún cuadro desenterrado, algún negocio en Madrid. Hice ademán de que debía marcharme, pero entonces Custardoy me volvió a poner la mano en el brazo —su mano era como un peso– y así me retuvo.
–Quédate un poco más —me dijo—. Todavía no me has contado nada de tu mujer tan guapa.
–A ti todas te parecen guapas. No tengo mucho que contar.
Custardoy encendía y apagaba un mechero. Sonreía con su dentadura larga y
miraba la llama aparecer y desaparecer.
De momento no me miraba a mí, o sólo de refilón con uno de sus separados ojos que se desviaban para controlar el local.
–Algo tendrá, digo yo, para que te hayas casado al cabo de tantos años, no eres ningún niño. Te tendrá que enloquecer. La gente sólo se casa cuando no tiene más remedio, por pánico o porque anda desesperada o para no perder a alguien a quien no soporta perder. Siempre hay mucha chaladura en lo que parece más convencional. Vamos, cuéntame cuál es la tuya. Cuéntame qué te hace la niña.
Custardoy era vulgar y un poco infantil, como si su interminable espera de la edad viril durante su niñez le hubiera dejado algo de esa niñez asociada para siempre a su edad viril.
Hablaba con demasiada desenvoltura, aunque conmigo se dominaba un poco, quiero decir que rebajaba la frecuencia y el tono de sus descuidados o brutales vocablos, conmigo a solas, quiero decir. A otro amigo le habría pedido sin más que le describiera el chumino de su mujer o incluso el parras y le contara qué tal quilaba, palabras difíciles de traducir que por suerte no se pronuncian nunca en los organismos internacionales; yo merecía algún circunloquio. —Tendrías que pagarme —le dije yo para convertir su comentario en una broma. —Venga, te pago, ¿cuánto quieres? A ver, otro whisky para empezar. —No quiero otro whisky, ni siquiera este. Déjame en paz. Custardoy se había echado la mano al bolsillo, uno de esos hombres que llevan los billetes sueltos en el bolsillo del pantalón, también yo, a decir verdad.
–¿No quieres hablar de eso? Muy respetable, no quieres hablar de eso. A tu salud y a la de tu niña. —Y bebió un trago corto de su cerveza. Oteó alrededor mientras se secaba los labios con los propios labios, había dos mujeres de unos treinta años hablando en la barra, una de ellas, la que estaba de frente (pero quizá las dos), enseñaba los muslos queriendo o sin querer. Eran muslos demasiado bronceados para la primavera, falsamente mulatos, bronceado de piscina y cremas el mejor de los casos. Custardoy fijó ahora en mí sus ojos desprovistos de ornamentación, o de protección. Añadió—: En todo caso espero que te vaya mejor que a tu padre, y no quiero ser cenizo, toco madera. Vaya carrera la suya, ni Barbazul, menos mal que no ha seguido, está ya un poco mayor el hombre.
–Tampoco es para tanto —dije yo. Había pensado de inmediato en mi tía Teresa y en mi madre Juana, ambas muertas, Custardoy estaba refiriéndose a ellas, uniéndolas en su muerte con exageración o con mala fe. 'Ni Barbazul', había dicho. 'Cenizo', había dicho. Ni Barbazul. Nadie se acuerda de Barbazul.
–¿Ah, no? —dijo—. Bueno, la cosa medio se paró con tu madre, si se descuida no existes tú. Pero mira, también a ella la ha sobrevivido, no hay quien pueda con él. Que en paz descanse, ¿eh? —añadió con respeto burlesco. Hablaba de Ranz con estima, tal vez con admiración.
Miré hacia las mujeres, que no nos hacían ningún caso, estaban enfrascadas en su charla (sin duda relación de episodios), de la que de vez en cuando llegaba una frase suelta pronunciada en más alta voz ('Pero eso es superfuerte', oí que decía con sincero asombro la que nos daba la espalda, la otra enseñaba sus muslos con desenfado y desde otro ángulo se le podría ver el pico de las bragas, supuse, sus superfuertes muslos morenos me hicieron pensar en Miriam, la mujer de La Habana de unos días atrás. Es decir, recordar su imagen y pensar que en otro momento debía pensar en ella. Sólo unos días atrás, quizá Guillermo, como nosotros, había regresado ya también).