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Corazón Tan Blanco
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 00:20

Текст книги "Corazón Tan Blanco"


Автор книги: Javier Marias



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El profesor me miró con disgusto y conmiseración a través de sus lentes, pero era un disgusto paternalista, como todo lo demás. Bueno, la conmiseración era profesoral.

–Más que a ti, mendrugo. Más que a ti. —Su insulto había sido anticuado, venial y didáctico, casi me hizo reír, vi que a Luisa también—. Pero sé cuáles son los límites en toda relación. Yo con tu padre hablo de Villanueva y de Villalpando —dijo Villalobos—, que tú no debes de saber ni quiénes son. —Yo no sé quiénes son —dijo Luisa.

–Ya lo sabrás —le dijo el profesor como si fuera una alumna impaciente a la que se deja para después de la clase—. A lo que iba: esa primera mujer no sé bien de qué murió. Ni cómo se llamaba. Allí en Cuba, eso sí. Y luego, no me hagáis caso, porque esto no estoy seguro ni de haberlo oído, pero tengo la idea de que fue en un incendio. Claro que es una idea muy imprecisa que tal vez viene de alguna película que pude por entonces, cuando era chico y más oí hablar de tu padre y su doble viudez. A vosotros, que sois más jóvenes, no os pasará aún, pero llega un momento en el que uno confunde lo que ha visto con lo que le han contado, lo que ha presenciado con lo que sabe, lo que le ha ocurrido con lo que ha leído, en realidad es milagroso que lo normal sea que distingamos, distinguimos bastante a fin de cuentas, y es raro, todas las historias que a lo largo de una vida se oyen y ven, con el cine, la televisión, el teatro, los periódicos, las novelas, se van acumulando todas y son confundibles. Ya es asombroso que la mayoría de la gente sepa todavía lo que le ha ocurrido de verdad a ella. Lo que resulta imposible es distinguir lo que les ha pasado a otros y ellos nos cuentan de lo que se nos presenta como ficticio, o real pero lejano, lo real que atañe a personas que no conocemos o del pasado. Digamos que, quitando casos extremos, la memoria propia todavía se mantiene bastante a salvo, bastante incólume, uno recuerda lo que ha visto y oído personalmente de un modo distinto de como recuerda los libros o las películas, pero la cosa no varía ya tanto si se trata de lo que otros han visto y oído y presenciado y sabido y luego nos han contado. Y está lo que uno inventa.

El profesor Villalobos ya no se excusaba, sino que peroraba. Estaba cambiando de tema, se había hartado del anterior. Daba vueltas al café con su cucharilla nueva, se había echado sacarina después de haber comido tanto. No era un hombre grueso, tampoco delgado. A un camarero que pasó le pidió un purito. 'Un purito', le dijo, aunque se lo dijo en francés y yo traduzco.

–Yo confundo todos los discursos que he traducido en mi vida. No recuerdo nada —dije para halagarle y compensarle un poco de mi impertinencia injusta. – ¿Qué tipo de incendio? —Luisa no le dejó cambiar aún de tema. —No lo sé —dijo el profesor—, ni siquiera sé si hubo tal. Por entonces, cuando murió tu tía y se habló más de ello, cogí miedo a que ardiera la casa durante la noche y tenía mal sueño, es un miedo normal en la infancia o lo era en mis tiempos, pero yo lo asocio a haber visto u oído de alguien que ardió en la cama mientras dormía. Esa imagen la tengo a su vez vagamente asociada a la muerte de aquella primera mujer de tu padre, pero la verdad es que no sé por qué, no recuerdo que nadie dijera nada al respecto, nada concreto sobre aquella muerte, que a diferencia de la de tu tía nos pillaba ya muy lejos. Quizá vi esa escena en una película que transcurría en el trópico, me impresionó y asocié las dos ideas, Cuba y el fuego, el fuego y la mujer cubana. En mi época había muchas películas cuya acción transcurría en el trópico, se puso de moda, después de la Segunda Guerra Mundial supongo que a la gente le apetecía ver y pensar en lugares que hubieran estado alejados de la contienda, sitios como el Caribe, el Amazonas. El profesor Villalobos cambiaba definitivamente de tema, no sin esfuerzo, pensé que estaba aburrido de nuestra compañía. Ya no debía de temer al fuego, porque el camarero le trajo la caja de puros, cogió sin dudarlo uno (conocía las marcas), no lo olisqueó (era un hombre educado, tampoco llevaba sortijas), se lo llevó a la boca —la boca mojada que está siempre llena y es la abundancia– y permitió que le acercaran demasiado a la cara una llama inmensa con la que se lo prendieron. Olía mal aquel puro, pero yo no los fumo. El profesor dio unas chupadas, y mientras lo hacía sus ojos volvieron a ausentarse o su cabeza a enterrarse en pensamientos oscuros. Tampoco ahora pareció insincero: cuando se quedaba abatido y callado se parecía un poco a aquel actor inglés que se suicidó hace años en Barcelona, donde Villalobos vivía, George Sanders su nombre, gran intérprete. Quizá había vuelto a acordarse de que era desgraciado y de que eso no era algo que le hubieran contado, ni que hubiera leído, ni que se hubiera inventado, ni que formara parte de ninguna intriga. —El Amazonas —dijo con el puro en la mano. Brillaba brasa.

Aquella noche Luisa y yo hablamos al llegar al apartamento, aunque muy brevemente y sólo después de acostarnos, tras dos trayectos en silencio en taxi. Pero no tiene sentido que hable ya más de esa noche, sino de una que vino no mucho después, o lo que es lo mismo, hace poco, exactamente el día de mi regreso de la ciudad de Ginebra, cumplidas —o casi– mis ocho semanas de estancia y trabajo, tres más tarde de aquella noche de la que no tiene sentido que siga hablando. O tal vez sí, puesto que fue entonces cuando se produjo el acuerdo. O tal vez no, puesto que lo que vino a las tres semanas fue una mezcla de acuerdo y azar, de azar y acuerdo, de un quizá y un acaso.

Yo adelanté mi regreso en veinticuatro horas. Es verdad que había calculado mal al principio, sin contar con un día de fiesta en Suiza gracias al cual mis tareas terminaban el jueves y no el viernes de la semana octava. Pero de eso me di cuenta aquel lunes, y ese mismo día cambié el billete del sábado para el viernes. Hablé por teléfono con Luisa esa noche, y también la del martes y la del miércoles, no la del jueves, ninguna noche le dije nada sobre mi cambio de fechas, supongo que quería darle una pequeña sorpresa, supongo también que quería ver cómo era mi casa cuando no se me esperaba, qué hacía ella, cómo era sin mí, dónde estaba, a qué hora volvía, con quién sí con alguien o a quién recibía. Quién estaba en la esquina. Quería disipar la sospecha del todo, uno no quiere tener sospechas pero vuelven a veces aunque se descarten, cada vez con menos fuerza mientras se vive con alguien, tanto si se ha preguntado y se ha oído decir Yo no he sido' como si se ha guardado silencio, se trata siempre de debilitarlas. Ese fue el azar. El acuerdo fue que pareció llegada la hora de saber lo que llevaba ya nueve meses insinuándose, desde nuestro matrimonio y no antes, no desde que nos conocimos. Sumándolo todo, era mi propio padre quien lo había iniciado el mismo día de mi boda, pocas horas después en el Casino de Alcalá 15, cuando me retuvo aparte y me preguntó lo que yo me había preguntado durante toda la noche anterior casi insomne y quizá había empezado a alejar en la ceremonia. No, no allí, no pude ni luego tampoco, y el malestar fue creciendo en el viaje de novios, en Miami y Nueva Orleáns y México, y sobre todo en La Habana, quizá si Luisa no se hubiera sentido indispuesta los presentimientos de desastre habrían desaparecido como la artificiosidad de la casa, que cada día que pasa me va pareciendo más natural, y olvido la que tenía antes para mí solo. No hace ni siquiera un año. El acuerdo se produjo esa noche de la que no debo seguir hablando, pero aun así diré algo. Al regresar a mi apartamento tras dejar al profesor Villalobos a la puerta de su hotel de paso (no era lo bastante rico ni diestro para querer ir después a bailar agarrados, o bien se acordaba ya sin descanso de su desdicha), Luisa me dijo a oscuras (me lo dijo con la cabeza sobre la almohada, era una cama con edredón y para una sola persona, aunque lo bastante ancha para que cupieran dos que no rehúyen rozarse): '¿Aún no quieres saber? ¿Aún no quieres que le pregunte a tu padre?'. Temo que le contesté con la expresión de otra sospecha: '¿No le has preguntado tú todavía? Os veis lo bastante'.

Luisa no se enfadó, todos comprendemos la existencia de las sospechas. 'No, claro que no', dijo sin que su voz sonara ofendida. 'Ni lo haré, si tú no quieres. Es mi suegro, y sobre todo le tengo ya gran afecto, pero es tu padre. Tú dirás lo que quieres.' Hubo un silencio, no me apremió. Esperó. Esperaba. No nos veíamos. No había sábanas. Nos rozábamos. Lo que ella veía claro es que tenía que ser ella, no yo, quien preguntara a Ranz, no tanto en la seguridad de que a ella le contaría cuanto de que a mí no lo haría. 'A mí me lo contaría', había dicho sin embargo una vez, con luz y en nuestra cama, con confianza. 'Quién sabe si lleva todos estos años esperando a que aparezca en tu vida alguien como yo, alguien que pueda hacerle de intermediario contigo, los padres y los hijos sois muy torpes entre vosotros.' Y aún había añadido, con razón y soberbia: 'Quizá nunca te ha contado su historia porque no sabía cómo hacerlo o tú no le has preguntado bien. Yo sí sabré hacer que me la cuente'. Y aún había dicho más, había dicho con ingenuidad y optimismo: 'Todo es contable. Basta con empezar, una palabra tras otra'.

Todo es contable, hasta lo que uno no quiere saber y no pregunta, y sin embargo se dice y uno lo escucha.

Dije sin verla: 'Sí, acaso es mejor que ya preguntes'. Noté que notaba un resto de indecisión en mi voz, y seguramente por eso dijo: '¿Quieres estar tú delante, o que luego yo te lo cuente?'. 'No lo sé', contesté, 'quizá él no quiera hablar si yo estoy delante.' Luisa me tocó en el hombro, sin tantear, como si pudiera verme (conoce mis hombros, conoce mi cuerpo). Respondió: 'Si está dispuesto a contar no creo que deje de hacerlo por eso. Será como tú quieras, Juan'. Me llamó por mi nombre, aunque no me insultara ni estuviera enfadada ni pareciera que fuera a dejarme. Pero quizá anticipaba que si me contaba ella lo que le contara Ranz, entonces tendría que darme una mala noticia. De mi boca no salieron palabras inequívocas, como 'Está bien', o 'Adelante', o 'Tú ganas', o 'Ahora sí', sino que dije: 'No sé, no hay prisa, tendré que pensarlo'. 'Ya me dirás', dijo ella, y me retiró la mano del hombro para dormirse. Teníamos literalmente una sola almohada, y esa noche ya no dijimos ninguna otra cosa.

Hay dos almohadas en nuestra cama, como es normal e las de matrimonio, y esa cama estaba hecha cuando llegué d Ginebra, un día antes de lo previsto por Luisa, a media tarde. Llegué cansado como se llega de los aeropuertos, abrí la puerta e inmediatamente, antes de averiguar si había nadie en la casa, me eché las llaves al bolsillo de la chaqueta, como se las echaba Berta en el bolso para no olvidarlas cuando saliera de nuevo. Llamé el nombre de Luisa desde la entrada y no había nadie, dejé allí la maleta y la bolsa un momento y fui hasta el dormitorio, donde vi hecha esa cama, luego al cuarto de baño, estaba la puerta abierta y todo en orden, sólo que la alcachofa de la ducha estaba caída y no colgada y no se veían más que las toallas y el albornoz de Luisa, todo azul oscuro; los míos, que son azul pálido como el albornoz de 'Bill' que en realidad era del Hotel Plaza, todavía no habían sido sacados de su armario, donde habrían reposado desde mi marcha. Me di cuenta de que no sabía con exactitud cuál era ese armario, aún no conocía del todo mi propia casa, que ha ido cambiando durante mis ausencias, aunque ahora espero que no haya ninguna en mucho tiempo. Pasé a la cocina y la vi limpia, la nevera medio llena, Luisa es limpia, también ordenada, no había leche, no bajaría a buscarla. En el salón había un nuevo mueble que desconocía, un sillón gris agradable que había hecho cambiar de sitio la otomana y la mecedora que fue de mi abuela y más tarde escenario de las posturas originales de Ranz cuando recibía visitas. El sillón era cómodo, lo probé un instante. En la habitación en que trabaja Luisa cuando trabaja en algo no había nada que denotara que hubiera trabajado en nada en los últimos tiempos. (Quizá será un día la habitación de un niño.) En la habitación en la que yo trabajo no había cambios, vi un montón de correo que me aguardaba sobre mi mesa en forma de U, demasiado para ponerme a mirarlo. Iba a volver ya a la entrada cuando sí note algo nuevo: en una de las paredes estaba un dibujo que había visto otras veces y cuyo título será, si lo tiene, Cabeza de mujer con los ojos cerrados. Pensé: 'Mi padre nos ha hecho otro regalo, o se lo ha hecho a Luisa, y ella lo ha puesto en mi cuarto.' Volví por fin a la entrada y, como siempre hago en cuanto llego a casa o a mi destino, me puse a deshacer las maletas y a colocarlo todo en su sitio, diligentemente, con urgencia, como si esa operación aún formara parte del viaje y el viaje debiera ser concluido. La ropa sucia la metí en la lavadora, donde vi que había un par de prendas de Luisa, tenían que ser de Luisa, no me fijé, sólo abrí la portezuela y eché lo mío, sin ponerla en marcha, no había prisa y ella podía querer programarla. Al cabo de pocos minutos mis maletas estaban vacías y guardadas ya en el armario que les correspondía, que sí conocía (encima del de los abrigos, en el pasillo) por haberlas sacado de allí al emprender mis viajes de después de casado. Estaba muy fatigado, miré el reloj, Luisa podía llegar en cualquier momento o bien tardar horas, era sólo media tarde, la hora en que nadie en Madrid está en casa, nadie lo soporta a esas horas, la gente sale a lo que sea histérica y desesperada aunque no lo confiese, a compraran las tiendas, en los grandes almacenes abarrotados, en las farmacias, a hacer recados inútiles, a mirar escaparates, a comprar tabaco, a recoger a los niños que salen del colegio, a tomar algo sin sed y sin hambre en el millón de bares y cafés y cafeterías, la ciudad entera está en la calle o en el trabajo, un baño de multitud, nadie en su casa, a diferencia de Nueva York, donde casi todo el mundo regresa a las cinco y media, a las seis, a las seis y media si han debido pasar a meter la mano en un apartado de correos de Kenmore o de Oíd Chelsea Station. Salí a la terraza y no vi a nadie parado en la esquina, aunque había centenares de coches y muchísima gente en marcha, todos yendo de un lado a otro y molestándose. Entré en el cuarto de baño, oriné, me lavé los dientes. Volví al dormitorio, abrí nuestro armario, colgué en él la chaqueta que llevaba puesta, vi los vestidos de Luisa en su lado, vi al instante dos nuevos, o tres, o cinco, con mis femeninos labios los besé o rocé instintivamente, restregué mi rostro contra las telas olorosas e inertes, y un poco de barba (debo repasármela al anochecer, si salgo) impidió que se deslizaran suavemente sobre mis mejillas. Vi cómo empezaba a caer la tarde (era viernes, era marzo). Me eché en la cama, sin intención de dormir, sólo de descansar, puesto que no la abrí (quizá las sábanas no fueran nuevas, Luisa pensaría haberlas cambiado mañana, justo antes de mi llegada) ni me quité los zapatos, me eché en diagonal y así los mantuve en el aire, sin peligro de manchar la colcha.

Cuando desperté ya no había luz que viniera de fuera, quiero decir que era luz nocturna, luz de neón y farolas y no de tarde. Iba a mirar el reloj pero no podría verlo si no encendía una lámpara. Iba a encender la lámpara de la mesilla de noche pero oí voces. Procedían de la casa, del salón, creía, aún estaba confuso pero en seguida dejé de estarlo, mis ojos se hicieron a la oscuridad, la puerta de la alcoba estaba cerrada, debía de haberla dejado yo así, la costumbre nocturna, aunque hiciera ocho semanas que la había suspendido, en aquel cuarto. Una de las voces era la de Luisa, era ella quien hablaba en aquel momento, pero no era distinguible lo que decía. El tono era pausado, de confianza, de persuasión incluso. Había regresado. Busqué el mechero en el bolsillo del pantalón y lo encendí para mirar en mi muñeca la hora, las ocho y veinte, habían pasado casi tres desde mi llegada. 'Luisa debe de haberme visto dormido y no ha querido despertarme', pensé, 'me ha dejado tranquilo hasta que me despierte yo solo.' Pero era también posible que no se hubiera dado cuenta de mi presencia en la casa. Ella no solía entrar en el dormitorio recién llegada de la calle, a menos que necesitara cambiarse inmediatamente. Si había venido con alguien habría pasado al salón, quizá al cuarto de baño un momento, quizá a la cocina para poner una copa o unas aceitunas (había visto aceitunas al abrir la nevera). No lo había hecho a propósito, creo (yo no sabía que me iba a quedar dormido, luego es seguro), pero me daba cuenta de que en la casa no había ningún indicio de mi llegada, lo había guardado todo en su sitio como hago siempre, también la maleta y la bolsa; justo debajo había colgado mi abrigo en el armario de los abrigos, se enciende una luz al abrir la puerta; tampoco había buscado mi albornoz ni mis toallas, seguían sin estar en el cuarto de baño, me había secado las manos con una de Luisa; los regalos los tenía conmigo, en el dormitorio; sólo había una cosa, mi neceser, lo había sacado de la bolsa de mano y lo había dejado sobre un banquito del cuarto de baño, su contenido era lo único que no había devuelto a sus antiguos y diversos sitios; lo había abierto, sí, pero sólo había sacado el cepillo de dientes, ni siquiera la pasta, había utilizado la que estaba en nuestra repisa, esto es, la de Luisa, mediado el tubo. Puede que ni ella ni su acompañante supieran aún que yo estaba allí, espía involuntario (involuntario hasta entonces) de mi propia casa. Ahora sonaba la otra voz, pero hablaba muy bajo, más que Luisa, de esa voz no distinguía ni el ánimo y eso me desazonó, como me había sucedido en la habitación del hotel de La Habana que al parecer fue una vez el Sevilla– Biltmore, no sé, en una isla. De pronto me entró prisa. Sabía que acabaría sabiendo quién estaba en el salón con Luisa, aunque se marchara en aquel mismo instante yo no tendría más que abrir mi puerta y salir para verlo, antes de que estuviera fuera, llamando al ascensor para irse. Pero la prisa venía porque tuve conciencia de que lo que no oyera ahora ya no lo iba a oír; no iba a haber repetición, como cuando uno oye una cinta o ve un vídeo y puede retroceder, sino que cada susurro no aprehendido ni comprendido se perdería para siempre jamás. Es lo malo que tiene cuanto nos sucede y no es registrado, o aún peor, ni siquiera sabido ni visto ni oído, porque luego no hay forma de recuperarlo. Abrí con cautela la puerta de la alcoba, sin hacer el menor ruido, entró un poco de luz lejana por la rendija aún mínima y volví a echarme en la cama, y entonces identifiqué la voz que hablaba, gracias a esa rendija, la identifiqué a la vez con temor y alivio, la voz de Ranz, la voz de mi padre, más con alivio, con temor menos.

Yo tengo la tendencia a querer comprenderlo todo, cuanto se dice y llega a mis oídos, aunque sea a distancia, aunque sea en uno de los innumerables idiomas que desconozco aunque sea en murmullos indistinguibles o en susurros imperceptibles, aunque sea mejor que no lo comprenda y lo que se diga no esté dicho para que yo lo oiga, o incluso esté dicho justamente para que yo no lo capte. Y una vez entreabierta la puerta de mi dormitorio el murmullo era distinguible o perceptible el susurro, y ambos eran en un idioma que bien conozco, es el mío, en el que escribo y pienso, aunque conviva con otros en los que también pienso a veces, siempre más en el mío; y lo que la voz decía tal vez era mejor que lo comprendiera, tal vez se decía para que yo lo oyera, justamente para que yo lo captara. O no así exactamente: pensé que a Luisa no podía habérsele pasado por alto mi presencia en la casa (el neceser, el cepillo en su sitio, el abrigo colgado, algo habría visto), pero sí a Ranz, Ranz podía no saberlo (si había entrado en el cuarto de baño no le habrían dicho nada el neceser ni el cepillo). Quizá Luisa había decidido hablar por fin con mi padre y preguntarle por sus mujeres muertas, por Barbazul, Barbazul, y dejar al azar que yo despertara y lo oyera directamente o que siguiera dormido tras el cansancio del viaje desde Ginebra y no me enterara más que indirectamente y más tarde, a través de ella y con otras palabras (con traducción, y censura acaso), o bien no me enterara nunca, si así se acordaba. Quizá no traía la intención de hacerlo, no aquella noche o tarde, hasta llegar a casa y ver mi neceser, mí cepillo, mi abrigo, y luego, tal vez, mi figura dormida sobre nuestra cama. Tal vez se había asomado al cuarto y era ella, no yo, quien había cerrado la puerta. Entonces, al pensarlo, comprendí que así habría sido, porque no fue sino hasta aquel instante cuando me di cuenta de que la cama ya no estaba tan hecha como la había encontrado. Alguien había levantado sábana, manta y colcha por uno de los lados y había intentado arroparme con ellas vueltas, chapuceramente, desde sus extremos laterales hasta donde el peso y límite de mi cuerpo lo permitía. Podía haber sido yo mismo en mi sueño, pensé, pero no era probable, lo descarté de inmediato y me pregunté de inmediato cuándo habría sucedido eso, mi arropamiento, cuándo habría abierto la puerta Luisa y me habría visto tendido, dormido, quizá con el pelo alborotado, algunos cabellos sueltos atravesándome la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerme un instante. (No me había quitado los zapatos, los seguía teniendo puestos y ahora sí pisaban la colcha.) Y me pregunté también cuánto tiempo llevarían Luisa y Ranz en la casa, y cómo habría conducido ella la conversación que tenían para que en el momento de entreabrir yo mí puerta y volverme a la cama y oír nítidamente las primeras frases de Ranz (aunque en la distancia), esas frases fueran estas: 'Se mató por algo que yo le conté. Por algo que le había contado en nuestro viaje de bodas'.

La voz de mi padre era débil, pero no de viejo, nunca tuvo nada de viejo. Era una voz vacilante, como si estuviera hablando sin estar convencido de querer hacerlo, como si se diera cuenta de que las cosas se dicen muy fácilmente (basta con empezar, una palabra tras otra) pero una vez oídas ya no se olvidan, se saben.

Como si recordara eso.

'No quiere contármelo a mí', oí que decía Luisa. Su voz era cuidadosa pero natural, no exageraba la nota de la persuasión ni de la delicadeza ni del afecto. Hablaba con tiento, nada más que con tiento.

'No es que no quiera, a estas alturas, si tú quieres saberlo', respondió Ranz, 'aunque la verdad es que nunca se lo he dicho a nadie, bien me he guardado. De todo eso hace cuarenta años, ya es un poco como si no hubiera ocurrido o les hubiera ocurrido a otras personas, no a mí, ni a Teresa, ni a la otra mujer, como tú la has llamado. Ellas no existen desde hace mucho, lo que les pasó tampoco, sólo yo lo sé, sólo estoy yo para recordarlo, y lo que pasó se me aparece como figuras borrosas, como si la memoria, al igual que los ojos, se cansara con la edad y ya no tuviera fuerzas para ver claramente. No hay gafas para la memoria cansada, querida mía.'

Me incorporé, me senté a los pies de la cama, desde donde podía abrir más mi puerca o cerrarla con sólo extender la mano. Instintivamente rehice la cama, es decir, volví sábana, manta y colcha a su posición primera, incluso remetí la sábana, también la manta. Todo estaba en orden, un poco de luz la rendija, la luz de la noche fuera.

'¿Por qué se lo contó, entonces?', dijo Luisa. 'No imaginó lo que podía pasar.' 'Casi nadie imagina nada, al menos cuando se es joven y se es joven durante mucho más tiempo del que uno cree. La vida entera parece de mentira, cuando se es joven. Lo que les pasa a los otros, las desdichas, las calamidades, los crímenes, todo ello nos resulta ajeno, como si no existiera. Incluso lo que nos pasa a nosotros nos parece ajeno una vez que ya ha pasado. Hay quien es así toda la vida, eternamente joven, una desgracia. Uno cuenta, habla, dice, las palabras son gratis y salen a borbotones a veces, sin restricciones. Siguen saliendo en toda ocasión, cuando estamos borrachos, cuando estamos furiosos, cuando estamos abatidos, cuando estamos hartos, cuando estamos entusiasmados, cuando nos sentimos enamorados, cuando es inconveniente que las digamos o no podemos medirlas. Cuando hacemos daño. Es imposible no equivocarse. Lo raro es que las palabras no tengan más consecuencias nefastas de las que normalmente tienen. O tal vez no lo sabemos suficientemente, creemos que no tienen tantas y todo es un desastre perpetuo debido a lo que decimos. El mundo entero habla sin cesar, a cada momento hay millones de conversaciones, de narraciones, de declaraciones, de comentarios, de cotilleos, de confesiones, son dichos y oídos y nadie puede controlarlos. Nadie puede prever el efecto explosivo que causan, ni siquiera seguirlo. Porque pese a ser las palabras tantas y tan baratas, tan insignificantes, pocos son los capaces de no hacerles caso. Se les da importancia. O no, pero le las ha oído. Tú no sabes cuantas veces a lo largo de tantos años he pensado en aquellas palabras que le dije a Teresa en un incontrolado arrebato amoroso, supongo, estábamos en nuestro viaje de novios, ya casi al final. Pude callar y callar para siempre, pero uno cree que quiere más porque cuenta secretos, contar parece tantas veces un obsequio, el mayor obsequio que puede hacerse, la mayor lealtad, la mayor prueba de amor y entrega. Y se hacen méritos contando.

De repente a uno no le basta con decir tan sólo encendidas palabras que se gastan pronto o se hacen repetitivas. Tampoco le basta a quien las escucha. £1 que dice es insaciable y es insaciable el que escucha, el que dice quiere mantener la atención del otro infinitamente, quiere penetrar con su lengua hasta el fondo ('La lengua como gota de lluvia, la lengua al oído', pensé), y el que escucha quiere ser distraído infinitamente, quiere oír y saber más y más, aunque sean cosas inventadas o falsas. Teresa tal vez no quiso saber, o mejor dicho no habría querido. Pero yo le dije algo de pronto, no me controlé, lo bastante, y entonces ya no pudo seguir sin querer, quiso saber, tuvo que escucharlo.* Ranz hizo una pausa muy breve, ahora hablaba ya sin vacilación y su voz era más fuerte, casi declamatoria, no un murmullo ni un susurro, me habría llegado con la puerta cerrada. Pero la mantuve entreabierta. 'No lo soportó. En aquella época no había divorcio, y ella no se habría prestado a intentar una anulación, no tenía cinismo, y nuestro matrimonia fue consumado, ya lo creo que fue consumado, mucho antes de que fuera matrimonio. Pero un divorcio o una anulación no habrían bastado tampoco, de haber sido posibles. No era sólo que después de saber ya no pudiera soportarme a mí, ni seguir conmigo, ni un día más, ni un minuto más, como dijo, aunque aún estuvo conmigo unos cuantos días sin saber qué hacer. Era que ella también había dicho, había dicho algo una vez, mucho antes, y lo que había dicho tuvo su consecuencia. No me soportaba a mí ni se soportaba a sí misma por haber hablado a la ligera una vez sin darse cuenta de que ella no tenía ninguna culpa, no podía tenerla, de lo que yo hubiera oído, ni yo de oírlo ('Una instigación no es nada más que palabras', pensé, 'traducibles palabras sin dueño'). Pasó unos días de angustia extrema desde que le conté, y creciente, jamás he visto a nadie tan angustiado, apenas dormía, no comía y tenía arcadas, intentaba vomitar, no lo conseguía, no me hablaba, no me miraba, apenas habló con nadie, hundía la cabeza contra la almohada, disimuló como pudo con otros. Lloraba, lloró sin cesar durante aquellos días, fueron pocos. Lloraba mientras dormía cuando dormía algo, unos minutos, lloraba en sueños, en seguida se despertaba sudorosa y sobresaltada y me miraba con extrañeza en la cama, luego con horror ('Con los ojos muy fijos en mí pero sin conocerme aún ni reconocer dónde estaba', pensé, 'esos ojos febriles del enfermo que despierta asustado y sin haber recibido previo aviso de su despertar en el sueño'), se capaba el rostro con la almohada, como si no quisiera ver, ni oír. Yo intentaba calmarla, pero me tenía miedo, me había cogido miedo, o espanto. Alguien que no quiere ver ni oír no puede seguir viviendo, no tenía adonde ir a menos que contara la historia, en realidad no me extraña que se matara, no lo preví, debí haberlo previsto. No se puede vivir así, si se es impaciente, si no se puede esperar a que pase el tiempo ('Era como si se hubiera perdido y no hubiera futuro abstracto', pensé, 'que es el que importa porque el presente no puede teñirlo ni asimilarlo'). Todo se evapora, pero eso no lo sabéis los jóvenes. Ella era muy joven.'

Mi padre se interrumpió, posiblemente para tomar aliento o para medir lo que había contado hasta entonces, quizá vio que era demasiado para detenerse.

Las voces no me permitían suponer dónde estaba cada uno, quizá mi padre recostado en la otomana y Luisa en el sofá, o Luisa en la otomana y Ranz en el nuevo sillón agradable que había probado un segundo. Tal vez uno de los dos en la mecedora, no lo creía, no al menos Ranz, a quien sólo gustaba ese mueble para adoptar posturas originales en sociedad. Por su manera de hablar poco festiva no lo imaginaba ahora en una de esas posturas, tampoco estaba en sociedad, me lo figuraba más bien sentado en el borde de donde estuviera sentado, inclinado hacia adelante, un poco, con los pies en el sucio, sin ni siquiera atreverse a cruzar las piernas. Miraría a Luisa con sus ojos devotos que halagaban lo que contemplaran. Olería a colonia y a tabaco y a menta, un poco a licor y a cuero, como si fuera alguien venido de las colonias. Puede que fumara. 'Pero ¿qué le contó?', dijo Luisa.

'Si te lo cuento ahora', dijo Ranz, 'no sé si estaré haciendo lo mismo que entonces, querida niña.'

'Descuide', le respondió Luisa con valor y humor (valor para decirlo y humor para haberlo pensado), 'yo no me voy a matar por algo ocurrido hace cuarenta años, sea lo que sea.'


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