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Corazón Tan Blanco
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 00:20

Текст книги "Corazón Tan Blanco"


Автор книги: Javier Marias



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No tanto para mecerse. No tanto para mecerse a solas, si es que alguien sabe lo que a nadie le pasa a solas. Pero mi padre jamás se habría mecido, antes al contrario, habría visto ese gesto como una especie de claudicación privada, como la confirmación de Lo que ha intentado o más bien logrado evitar siempre, ser viejo. Ranz, mi padre, me lleva treinta y cinco años, pero nunca ha sido viejo, ni siquiera ahora. Lleva toda una vida aplazando ese estado, dejándolo para más adelante o acaso desentendiéndose de él, y aunque poco puede hacerse contra la evolución del aspecto y de la mirada (quizá algo más contra lo primero), es alguien en cuya actitud o espíritu nunca vi el paso de los años, nunca el menor cambio, nunca asomó en él la gravedad y fatiga que iban apareciendo en mi madre a medida que yo crecía, ni se le apagó el brillo de los ojos que las ocasionales gafas de una vista cansada borraron de golpe de la mirada de ella, ni pareció vulnerable a los reveses y afrentas que jalonan la existencia de todos los individuos, ni descuidó su atuendo un solo día de su vida entera, siempre arreglado desde por la mañana como para asistir a una ceremonia, aunque no fuera a salir ni fuera a visitarlo nadie. Siembre ha olido a colonia y a tabaco y a menta, a veces un poco a licor y a cuero, como si fuera alguien venido de las colonias.

Hace casi un año, cuando Luisa y yo nos casamos, ofrecía la imagen de un hombre mayor presumido y risueño, complacidamente juvenilizado, burlona y falsamente atolondrado. Desde que tengo memoria de él ha llevado siempre el abrigo echado sobre los hombros, sin meterse nunca las mangas, en una mezcla de reto al frío y creencia firme en un compendio de detalles externos que darían como resultado un hombre elegante o por lo menos desenvuelto. Hace un año conservaba casi todo su pelo, blanco y compacto y extremadamente bien peinado con la raya a la derecha (una raya muy marcada, de niño), sin permitir que le amarilleara, una cabeza algodonosa o polar que surgía muy erguida de camisas planchadísimas y corbatas de muy vivos colores agradablemente combinados. Todo en él ha sido siempre agradable, desde su carácter superficialmente apasionado hasta sus maneras sobriamente desenfadadas, desde su mirada vivaz (como si todo le divirtiera, o a todo le viera la gracia) hasta sus continuas bromas afables, un hombre con vehemencia y guasa. Tenía unas facciones no del todo correctas, y sin embargo pasó siempre por un individuo guapo, al que gustaba gustar a las mujeres, pero acaso se conformaba con que eso ocurriera solamente a distancia. Hace casi un año quien lo hubiera conocido entonces (y Luisa lo conoció poco antes) lo habría visto seguramente como a un antiguo conquistador marchito y rebelde ante su decaimiento, o quizá al revés, como a un mujeriego teórico y nunca gastado, alguien con las condiciones para haber llevado una vida galante intensa y que sin embargo, por fidelidades buscadas o por falta de ocasión verdadera o incluso de arrojo, no se hubiera quemado poniéndose a prueba; alguien que, lo mismo que la vejez, hubiera ido aplazando siempre la puesta en práctica de sus seducciones, quizá para no herir a nadie. (Pero los hijos lo ignoramos todo sobre los padres, o tardamos en interesarnos.) Lo más llamativo de su rostro eran sus ojos increíblemente despiertos, deslumbradores a veces por la devoción y fijeza con que podían mirar, como sí lo que estuvieran viendo en cada momento fuera de una importancia extrema, digno no sólo de verse sino de estudiarse detenidamente, de observarse de manera excluyente, de aprehenderse para guardar en la propia memoria cada imagen captada, como una cámara que no pudiera confiar en su mero proceso mecánico para el registro de lo percibido y hubiera de esforzarse mucho, poner de su parte. Esos ojos halagaban lo que contemplaban. Esos ojos eran de color muy claro pero sin gota de azul en ellos, de un castaño tan pálido que a fuerza de palidez cobraba nitidez y brillo, casi de color vino blanco cuando el vino no es joven y la luz los iluminaba, en la sombra o la noche casi de color vinagre, ojos de líquido, de rapaz mucho más que de gato, que son los animales que más admiten esa gama de colores. Pero en cambio sus ojos no tenían el estatismo o perplejidad de esas miradas, sino que eran móviles y centelleantes, adornados por largas pestañas oscuras que amortiguaban la rapidez y tensión de sus desplazamientos continuos, miraban con homenaje y fijeza y a la vez no perdían de vista nada de lo que ocurría en la habitación o en la calle, como los ojos del espectador de cuadros experimentado que no necesita una segunda ojeada para saber lo que está pintado en el fondo del cuadro, sino que con sus ojos globalizadores sabría reproducir la composición al instante, nada más verla, si supieran dibujar también ellos. El otro rasgo llamativo de la cara de Ranz y el único que yo he heredado era su boca, carnosa y demasiado delineada, como si hubiera sido añadida en el último instante y perteneciera a otra persona, levemente incongruente con las demás facciones, separada de ellas, una boca de mujer en un rostro de hombre como tantas veces me han dicho a mí de la mía, una boca femenina y roja que vendría de quién sabe qué bisabuela o antepasada, alguna mujer presumida que no quiso que desapareciera de la tierra con ella y nos la fue transmitiendo, despreocupada de nuestro sexo. Y aún había un tercer rasgo, las cejas pobladas y siempre enarcadas, una u otra o las dos al mismo tiempo, gestos aprendidos probablemente en su juventud, de los primitivos actores del inicio de los años treinta, y que con posterioridad a esa década quedaban más bien como una extraña originalidad involuntaria, un detalle olvidado en la sistemática anulación a que nos somete el tiempo, la anulación de lo que vamos siendo y vamos haciendo. Mi padre levantaba las pobladas cejas, primero pajizas y luego blancas, por cualquier motivo o incluso sin motivo, como si arquearlas complementara histriónicamente su manera de mirar tan precisa. De ese modo me ha mirado siempre, desde que yo era niño y tenía que alzar mi vista hasta su gran altura a menos que él se agachara o estuviera sentado o tumbado. Ahora nuestra estatura es pareja, pero sus ojos siguen mirándome con la ligera ironía de sus cejas como sombrillas abiertas y la fulgurante fijeza de sus pupilas, manchas negras de sus iris solares, como dos centros de una sola diana. O así miraba hasta hace poco. Así me miró el día de mi boda con Luisa, la joven esposa del que ya no era niño pero como niño él había conocido y tratado durante demasiado tiempo para considerarlo otra cosa, mientras que a ella, la novia, la conocía ya como adulta, o es más, como novia. Recuerdo que en un momento de la celebración me retuvo aparte, fuera del salón que habíamos alquilado en el bonito y antiguo Casino de Alcalá 15, en una pequeña habitación contigua tras la firma de los testigos (testigos falsos, amigos testimoniales, testigos de adorno). Me retuvo con una mano en el hombro (una mano en el hombro) mientras iban saliendo y regresando al salón, hasta quedarnos solos. Entonces cerró la puerta y se sentó en un butacón y yo me apoyé en la mesa con mis brazos cruzados, estábamos ambos muy vestidos de boda, él más, yo menos, aunque había sido civil, una boda civil tan sólo. Ranz encendió un cigarrillo delgado, de los que solía fumar cuando estaba en público sin tragarse el humo. Levantó las cejas enormemente, se le hicieron picudas, sonrió divertido y centró la mirada del fervor en mi rostro, en aquel instante más elevado que el suyo. Y me dijo:

–Bueno, ya te has casado. ¿Y ahora qué? Fue él el primero en hacer esa pregunta, o mejor dicho, en formular esa pregunta que yo me venía haciendo desde por la mañana, desde la ceremonia y aun antes, desde la víspera. Había pasado la noche con sueno superficial y agitado, probablemente durmiendo pero creyéndome insomne, soñando que no dormía, despertándome de veras a ratos. Hacia las cinco de la madrugada había dudado si encender la luz, pues al ser primavera ya veía el anuncio del alba que alcanzaba la calle por la persiana subida, y podía discernir mis objetos y los muebles, los de mi alcoba. 'Ya no dormiré más solo, más que ocasionalmente o de viaje', había pensado mientras dudaba si encender la luz o ver avanzar el alba por encima de los edificios y sobre los árboles. 'A partir de mañana, y es de suponer que durante muchos años, no podré tener el deseo de ver a Luisa, porque la estaré ya viendo en cuanto abra los ojos. No podré preguntarme qué cara tendrá hoy ni cómo se aparecerá vestida, porque le estaré viendo la cara desde el inicio del hoy y tal vez la veré vestirse, puede que incluso se vista como yo le indique, si le digo mis preferencias. A partir de mañana no habrá las pequeñas incógnitas que durante casi un año han llenado mis días, o han hecho que los días fueran vividos de la mejor manera posible, que es en estado de vaga espera y de vaga ignorancia. Sabré demasiado, sabré más de lo que quiero saber acerca de Luisa, tendré ante mí lo que me interesa de ella y lo que no me interesa, ya no habrá selección ni elección, la tenue o mínima elección diaria que suponía llamarse, establecer una cita, encontrarse con los ojos buscando a la puerta de un cine o entre las mesas de un restaurante, o bien arreglarse y ponerse en camino para visitarse. No veré el resultado, sino el proceso, que quizá no me interesa. No sé si quiero ver cómo se pone las medias y las ajusta a la cintura y las ingles ni saber cuánto tiempo pasa en el cuarto de baño por la mañana, si se pone cremas para dormir o qué humor tiene cuando se despierta y nieve a su lado. Creo que a la noche no quiero encontrármela bajo las sábanas en camisón o pijama, sino desnudarla desde su vestido de calle, privarla de la apariencia que ha tenido durante la jornada, no de la que acaba de adquirir ante mí, a solas en nuestro dormitorio, tal vez dándome la espalda. Creo que no quiero esa fase intermedia, como tampoco, probablemente, saber demasiado bien cuáles son sus defectos, ni estar al tanto obligadamente de los que le vayan surgiendo al pasar de los meses y de los años, que ignorarán las otras personas que la vean, nos vean. Creo que tampoco quiero hablar de nosotros, decir hemos ido o vamos a comprar un piano o vamos a tener un hijo o tenemos un gato. Puede que tengamos hijos y no sé si quiero, aunque no me opondría. Sé que me interesa, en cambio, verla dormir, ver su rostro cuando esté sin conciencia o esté en letargo, conocer su expresión dulce o dura, atormentada o plácida, aniñada o envejecida mientras no piensa en nada o no sabe que piensa, mientras no actúa, mientras no se comporta de manera estudiada, como hacemos todos en uno u otro grado ante cualquier testigo, aunque el testigo no nos importe y sea nuestro propio padre o nuestra mujer o marido. La he visto dormir ya algunas noches, pero no las bastantes para reconocerla en su sueño, en el que por fin a veces dejamos de parecemos a nosotros mismos. Por eso me caso mañana seguramente, el día a día es la causa, también porque es lógico y porque nunca lo he hecho, las cosas más decisivas se hacen por lógica y para probarlas, o lo que es lo mismo, porque resultan irremediables. Los pasos que uno da una noche al azar y sin consecuencia acaban llevando a una situación irremediable al cabo del tiempo o del futuro abstracto, y ante esa situación llegada nos preguntamos a veces con ilusión incrédula: "¿Y si no hubiera entrado en ese bar? ¿Y si no hubiera acudido a esa fiesta? ¿Y si no hubiera respondido al teléfono un martes? ¿Y si no hubiera aceptado el trabajo aquel lunes?". Nos lo preguntamos ingenuamente, creyendo por un instante (pero sólo un instante) que en ese caso no habríamos conocido a Luisa y no estaríamos al borde de una situación irremediable y lógica, que justamente por serlo ya no podemos saber si queremos o nos aterra, no podemos saber si queremos lo que nos pareció que queríamos hasta hoy mismo. Pero siempre conocernos a Luisa, es ingenuo preguntarse nada porque todo es así, nacer depende de un movimiento azaroso, una frase pronunciada, por un desconocido en el otro extremo del mundo, un interpretado gesto, una mano en el hombro y un susurro que pudo no ser susurrado. Cada paso dado y cada palabra dicha por cualquier persona en cualquier circunstancia (en la vacilación o el convencimiento, en la sinceridad o el engaño) tienen repercusiones inimaginables que afectan a quien no nos conoce ni lo pretende, a quien no ha nacido o ignora que podrá padecernos, y se convierten literalmente en asunto de vida o muerte, tantas vidas y muertes tienen su enigmático origen en lo que nadie advierte ni nadie recuerda, en la cerveza que decidimos tomarnos tras haber dudado si nos daba tiempo, en el buen humor que nos hizo mostrarnos simpáticos con quien acababan de presentarnos sin saber que venía de gritar o de hacer daño a alguien, en la tarta que nos detuvimos a comprar camino de un almuerzo en casa de nuestros padres y por fin no compramos, en el afán de escuchar una voz aunque no nos importara mucho lo que dijera, en la aventurada llamada que hicimos por tanto, en nuestro deseo de permanecer en casa que no cumplimos. Salir, y hablar, y hacer, moverse, mirar y oír y ser percibidos nos pone en constante riesgo, ni siquiera encerrarse y callar y quedarse quieto nos salva de sus consecuencias, de las situaciones lógicas e irremediables, de lo que es hoy inminente y era tan inesperado hace ya casi un año, o hace cuatro, o diez, o cien, o incluso ayer mismo.

Estoy pensando que mañana me caso con Luisa, pero son las cinco y es hoy ya cuando me caso. La noche pertenece al día anterior en nuestro sentimiento, pero no en los relojes, el mío sobre la mesilla marca las cinco y cuarto, el despertador las cinco y catorce, ambos discrepan de la sensación que aún tengo, la sensación de ayer y no de hoy todavía. Dentro de siete horas. Quizá Luisa no duerma tampoco, desvelada en su habitación a las cinco y cuarto, sin encender la luz, a solas, podría llamarla, tan a solas como yo pero la asustaría, por última vez a solas salvo en ocasiones excepcionales y viajes, los dos viajamos mucho, habrá que cambiarlo, quizá creyera que la llamaba para cancelarlo todo en mitad de la noche, para echarme atrás y contravenir lo que es lógico y poner remedio a lo irremediable. Nadie puede estar seguro de nadie en ningún instante, nadie puede fiarse, y estará pensando " ¿Y ahora qué, ahora qué?", o estará pensando que no está segura de querer verme afeitarme a diario, hace ruido la máquina y en la barba me salen algunas canas, parezco más viejo cuando no me afeito y por eso me afeito a diario con ruido, lo haré al levantarme, es tarde y no estoy durmiendo y mañana debería tener buen aspecto, dentro de siete horas diré ante testigos, ante mi propio padre, que voy a quedarme al lado de Luisa, ante sus padres, que esa es mi intención, lo diré legalmente y en voz alta, y se tomará registro, y quedará constancia.'

–Eso digo yo —contesté a mi padre—. Y ahora qué.

Ranz sonrió aún más y dejó bailando en el aire una aparatosa nube de humo no tragado.

Siempre fumaba así, ornamentalmente. I

–Esa chica me gusta mucho —dijo—. Me gusta más que ninguna de las que me has traído a lo largo de todos estos años de picaflor absurdo, no, no protestes, picaflor. Me divierto con ella, lo cual no es frecuente entre personas tan alejadas de edad, aunque no sé si hasta ahora me ha hecho tanto caso porque iba a casarse contigo, o porque no sabía si iba a hacerlo, como tú habrás sido amable con esos idiotas de padres suyos y dejarás de serlo al cabo de unos meses, supongo. El matrimonio lo cambia todo, el menor detalle, incluso en estos tiempos en que creéis que no. Lo que ha habido entre vosotros hasta ahora no tendrá demasiado que ver con lo que habrá en los próximos años, lo verás ya un poco a partir de mañana mismo. A lo sumo os quedarán viejas bromas gastadas de entonces, sombras, que no siempre os será fácil recuperar. Y el afecto profundo, claro. Echaréis de menos estos meses pasados en que hacíais alianzas contra los demás, contra cualquiera, pequeñas burlas compartidas quiero decir dentro de unos años las únicas alianzas serán contra el uno el otro. Bien, nada grave, no te preocupes, los resentimientos inevitables de la vida en común prolongada, un fastidio soportable y al que en todo caso no se suele querer renunciar. Hablaba pausadamente, como solía, buscando algunas palabras con mucho cuidado (picaflor, alianzas, sombras) no tanto para ser preciso cuanto para causar efecto y asegurarse de ser escuchado con atención. Obligaba a estar alerta, incluso si uno había oído mil veces lo que estuviera diciendo. Sin embargo esto no lo había dicho nunca, que yo recordara, y me sorprendió el tono ambiguo que empleaba, irónico como de costumbre pero menos afable que de costumbre: sus comentarios rozaban los del aguafiestas, por mucho que en algunos momentos yo hubiera pensado parecidas y peores cosas desde que Luisa y yo habíamos fijado la fecha de aquel día que ya era hoy. También las había pensado mejores, no es lo mismo escucharlas.

–Bien me lo pones —le dije—. Bien me animas, no esperaba esto de ti; fuera te he visto más contento.

–Oh, lo estoy, lo estoy, créeme, lo estoy muchísimo, pregúntale a cualquiera, llevo todo el día celebrándolo, desde antes de la ceremonia. A solas en casa, antes de salir, brindé por vosotros ante el espejo con una copa de vino del Rhin, un Riessling, abrí la botella sólo por eso, se echará a perder el resto. Ya ves cómo me alegro, echar a perder una buena botella por un pequeño brindis solitario y matinal.

Y después de decir esto levantó las cejas con expresión inocente, la inocencia esta vez compuesta por una mezcla de ufanía y fingido asombro.

–¿Qué es lo que me quieres decir, entonces?

–Nada de particular, nada de particular. Quería quedarme contigo a solas unos minutos, no nos echarán de menos, después de la ceremonia ya no tenemos ninguna importancia, las fiestas de boda pertenecen a los invitados, no a los que se casan y las organizan. Ha sido buena idea venir aquí, ¿verdad? Sólo quería preguntarte lo que te he preguntado, ¿y ahora qué? Pero tú no me contestas. —Ahora nada —dije yo. Estaba levemente irritado por su actitud, y también tenía ganas de regresar al lado de Luisa y de mis amigos, la compañía de Ranz no me aliviaba en la medida en que necesitaba de algún alivio. En un sentido era propio de mi padre retenerme aparte en el momento más inoportuno, en otro era impropio. Era un poco impropio que no se hubiera limitado a darme una palmada en el hombro y a desearme ventura, aunque hubiera sido retóricamente y durante varios minutos. Se estiró las medias de sport por encima del pantalón antes de cruzar parsimoniosamente las largas piernas.

–¿Nada? ¿Cómo nada? Vamos, así no se puede empezar, algo se te ocurrirá, has tardado en casarte y por fin lo has hecho, quizá no te das cuenta. Si lo que temes es hacerme abuelo no te preocupes, creo no tener una edad inadecuada para tal tarea.

–¿Te referías a eso, ahora qué?

Ranz se tocó su pelo polar con un poco de presunción, como hacía a veces sin proponérselo. Se lo colocaba mejor o más bien hacía ademán de colocárselo, apenas si se lo rozaba con las yemas de los dedos, como si su intención inconsciente fuera arreglárselo pero el contacto le diera temor y le hiciera tomar conciencia. Llevaba peine pero no lo usaba ante testigos, aunque el testigo fuera su hijo, el niño que ya no lo era o a sus ojos seguía siéndolo pese a haber consumido la mitad de su vida.

–Ah, no, en absoluto, y no tengo ninguna prisa, ni debéis tenerla vosotros, no es que quiera inmiscuirme pero es mi parecer. Sólo quiero saber cómo afrontas esta situación nueva, justo ahora, cuando llega. Eso es todo, curiosidad.

Y abrió las manos alzándolas ante mí, como quien muestra que va desarmado.

–No lo sé, no la afronto de ninguna manera, te lo diré más adelante. Eso es lo esperable, creo yo, que en el día de hoy no me pregunte.

Estaba apoyado en la mesa, sobre ella habían quedado las firmas inútiles de los testigos tardíos. Me incorporé un poco la primera señal de que daba la conversación por concluida y quería volver a la fiesta; pero él no acompañó mi gesto apagando a su vez el cigarrillo o descruzando las piernas. Para él la charla debía proseguir un poco más. Pensé que quería decirme algo concreto pero no sabía cómo o no estaba convencido de querer decírmelo. Eso sí era enteramente propio de Ranz, que en muchas ocasiones obligaba a otros a contestar a I preguntas que él no formulaba, o a sacar algún tema por él no mencionado, aunque fuera ese tema lo único que rondara su llamativa cabeza de polvos de talco. Yo lo conocía demasiado para facilitárselo.

–Lo esperable —dijo—. No creo que haya nada esperable. Yo, por ejemplo, no esperaba ya que te casaras. Hace sólo un año habría apostado en contra, bueno, lo hice contra Custardoy, y contra Rylands por carta, y he perdido algún dinero, ves. El mundo está lleno de sorpresas, también de secretos. Creemos que vamos conociendo a quienes están cerca, pero el tiempo trae consigo mucho más ignorado de lo que trae sabido, cada vez se conoce menos comparativamente, I cada vez hay más zona de sombra. Aunque también haya más iluminada, siempre son más las sombras. Luisa y tú tendréis secretos, supongo. —Se quedó callado unos segundos, y al ver que yo no respondía añadió—; Pero claro, tú no podrás saber más que los tuyos, si no los suyos no lo serían.

Ranz seguía sonriendo con sus labios tan dibujados y tan idénticos a los míos, aunque en él hubieran perdido color y estuvieran invadidos por las arrugas verticales que nacían de su barbilla y del lugar del bigote, que había llevado de joven según las fotos de entonces pero yo no había llegado a verle. Sus palabras parecían algo malévolas (en el primer momento pensé que sabía algo de Luisa y que había esperado hasta después de la boda para comunicármelo), pero no lo era el tono ahora, ni siquiera ambiguo. Si no fuera mucho decir, diría que era un tono desamparado. Era como si se hubiera extraviado al poco de echarse a hablar y ya no supiera cómo encaminarse hacia donde quería. Yo podía ayudarle, o bien no. Sonreía amistosamente con el cigarrillo delgado en la mano, estaba ya consumido, con más ceniza que filtro, hacía rato que no la sacudía, probablemente no lo apagaba para no aumentar su desvalimiento. Cogí el cenicero y se lo acerqué aún más y se lo sostuve, y entonces depositó la colilla, se frotó los dedos, olía mal el filtro quemado. Enlazó sus manos, grandes como todo su cuerpo y su harinosa cabeza, en ellas se veían su edad algo más, un poco más, no mucho, tenían arrugas pero no manchas. Sonreía con afabilidad ahora, como era su costumbre, casi con piedad, sin guasa, sus ojos miraban con limpieza, sus ojos como gruesas gotas de licor o vinagre, estábamos más bien en sombra. No era un viejo, nunca lo fue, como he dicho, pero en aquellos momentos lo vi envejecido, esto es, con miedo. Hay un escritor llamado Clerk o Lewis que escribió sobre sí mismo tras la muerte de su mujer, y empezó diciendo: 'Nadie me dijo nunca que la pena fuera una sensación tan parecida al miedo'. Quizá era pena lo que se traslucía en la sonrisa de Ranz, mi padre. Es sabido que las madres lloran y sienten algo semejante a pena cuando se casan sus vástagos, quizá mi padre sentía su propio contento y también la pena que habría sentido mi madre, muerta. Una pena vicaria, un miedo vicario, una pena y un miedo que venían de otra persona cuyo rostro habíamos olvidado ya un poco ambos, es curioso cómo se difuminan las facciones de los que ya no nos ven ni vemos, por enfado o ausencia o agotamiento, o cómo las usurpan sus fotografías siempre quietas en un solo día, mi madre ha quedado sin gafas, sin sus gafas de vista cansada que se acostumbró a llevar demasiado en los últimos tiempos, ha quedado fijada en el retrato que yo he elegido de sus veintiocho años, una mujer más joven de lo que soy yo ahora, con una expresión reposada y unos ojos levemente resignados que no tenía, creo yo, normalmente, sino que eran risueños como los de mi abuela habanera, su madre, las dos reían entre sí, reían a menudo juntas, pero es verdad que en las dos había también a veces una prolongada mirada de pena o de miedo mi abuela interrumpía a veces el mecerse de la mecedora y se quedaba con la vista perdida, los ojos secos y sin pestañeos, como de alguien recién despertado y que aún no comprende, a veces se quedaba mirando las fotos o el cuadro de su hija desaparecida del mundo antes de que yo naciera, la miraba durante un minuto o tal vez más, seguramente sin reflexionar, sin recordar siquiera, sintiendo pena o retrospectivo miedo. Y mi madre también la miraba así a veces, a su alejada hermana, interrumpía la lectura y se quitaba las gafas de vista cansada, con un dedo meado en el libro para no perder la página y las gafas en la otra mano se quedaba mirando a veces hacia ninguna parte y a veces hacia los muertos, caras que se vio crecer pero no envejecer, caras con volumen que se hicieron planas, caras en movimiento que nos acostumbramos de pronto a ver en reposo, no a ellas sino a su imagen, el rostro vivo de mí madre se detenía a mirarlas, sus ojos melancolizados acaso por la música de organillo que a todas horas subía desde la calle en Madrid durante mi infancia y que al comenzar hacía pararse un instante a cuantos había en la casa, las madres y los niños perezosos o enfermos y las criadas, que alzaban la vista e incluso se asomaban al balcón o a la ventana para volver a ver lo que era igual a sí mismo siempre, un hombre atezado con un sombrero y un organillo, un hombre mecánico que interrumpía los tarareos de las mujeres o los encauzaba y hacía melancolizar la mirada de los moradores durante un instante o a mi madre durante más que un instante, la pena y el miedo no son fugaces. Las madres y los niños y las criadas reaccionaban siempre a ese sonido alzando la vista, irguiendo el cuello como animales, y también reaccionaban del mismo modo ante el silbido curvo de los afiladores, las mujeres pensando por un momento si los cuchillos que había en la casa cortaban como es debido o había que bajar con ellos a la calle corriendo, haciendo un alto en sus tareas o en su indolencia para recordar y pensar en filos, o quizá absorbiéndose en sus secretos repentinamente, los secretos guardados y los padecidos, es decir, los que conocían y no conocían. Y era entonces a veces, al levantar la cabeza para hacer caso a la mecánica música o a un silbido que se repetía y venía avanzando por la calle entera, cuando su vista caía sobre los retratos de los ausentes, media vida echando vistazos a fotografías o cuadros siempre enigmáticos con ojos inmóviles o sonrisa boba, y otra vida más, o media, la del otro, el hijo, o la hermana, el viudo, recibiendo esos mismos vistazos bobos e inmóviles en la fotografía que no siempre el que mira recuerda cuándo nos hicieron: mi abuela echando vistazos a su hija muerta y mi madre a su hermana muerta, y sustituida; mi padre y yo mirándola a ella y yo me voy preparando para mirarle a él, Ranz, mi padre; y mi querida Luisa, recién casada en el salón de al lado, sin saber que las fotos que hoy nos han hecho serán un día objeto de sus vistazos, cuando ya no tenga por delante ni siquiera su media vida y la mía esté acabada. Pero nadie sabe el orden de los muertos ni el de los vivos a quiénes les tocará primero la pena o primero el miedo. Acaso Ranz encarnaba ahora la pena y el miedo que volvían a estar allí, en su expresión sonriente y compasiva y apaciguada, en sus manos ya sin cigarrillo y enlazadas y ociosas, en sus medias de sport bien subidas para que no se le viera nunca un pedazo de pierna, un trozo de carne vieja como la carne de Verum-Verum, carne de fotografía, en su historiada corbata un poco ancha para estos tiempos y de colores tan bien combinados, un poco ancho su nudo tan pulcro. Se lo veía cómodo allí sentado, como si fuera el dueño del Casino de Madrid mientras lo tenía alquilado, también se lo veía incómodo, y0 no estaba ayudándole a decirme lo que le rondaba, lo que había decidido comunicarme —o aún no lo había hecho– el día de mi boda cuando me retuvo en aquel cuarto contiguo a la fiesta con la mano en el hombro. Ahora lo vi claro: no es que no supiera cómo, sino que era una superstición lo que lo paralizaba, no saber qué puede dar suerte o traerla mala, hablar o callar, no callar o no hablar, dejar que las cosas sigan su curso sin invocarlas ni conjurarlas o intervenir verbalmente para condicionar ese curso, verbalizarlas o no hacer advertencias poner en guardia o bien no dar ideas, a veces nos dan ideas quienes nos previenen contra esas ideas, nos las dan porque nos previenen, y hacen que se nos ocurra lo que nunca habríamos concebido.

–¿Secretos? ¿De qué me estás hablando? —le dije.

Ranz se sonrojó un poco o eso me pareció, como culminación y término de su momentáneo desvalimiento; pero en seguida borró el rubor de las mejillas que las personas mayores rara vez consienten, y también con ello su expresión sonriente y un poco boba de pena o miedo o de ambos. Se levantó, los dos somos ahora de estatura pareja, y volvió a ponerme la gran mano en el hombro, pero me la puso de frente y me miró muy de cerca, con intensidad pero sin trascendencia, su mano sobre mi hombro fue casi el golpe de la espada plana que armaba caballero a quien no lo era: había optado por el término medio o la insinuación, no se había resuelto, o quizá era un aplazamiento. Habló con seriedad y con calma, ya sin sonrisa, su brevísima frase fue dicha sin la sonrisa que casi siempre asomaba a sus labios carnosos como los míos y que una vez dicha la frase le volvió al instante. Luego saco otro cigarrillo delgado de su pitillera anticuada y abrió la puerta. Entró el ruido de la fiesta y a lo lejos vi a Luisa hablando con dos amigas y un antiguo novio al que tengo antipatía, pero miraba hacia nuestra puerta hasta entonces cerrada. Ranz me hizo un gesto con la mano, de despedida o advertencia o aliento (como si dijera "A más ver" o "Ánimo" o "Ten cuidado") y salió de la habitación, él antes que yo. Lo vi atolondrarse inmediatamente, ponerse a hacer bromas y a soltar carcajadas con una señora que no sé quién era, sin duda venía de la mitad de Luisa, la mitad de los invitados a mi propia boda a los que jamás había visto ni volvería a ver, seguramente. O tal vez era una invitada de mi propio padre, ahora que lo pienso: él siempre ha tenido amistades raras, o que yo mal conozco.


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