Текст книги "Antologia De Cuentos"
Автор книги: Антон Чехов
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 18 (всего у книги 22 страниц)
—¡El que yo y mi hermana nos paseemos en bicicleta no le importa a nadie más que a nosotros! —dijo Kovalenko, rojo de cólera– ¡Y si alguien se permite intervenir en nuestros asuntos, lo enviaré a todos los diablos! ¿Ha comprenclido usted?
Belikov palideció y se levantó.
—Si me habla usted en ese tono, no puedo continuar la conversación —dijo—. Además, le suplico que no hable así nunca, en mi presencia, de las autoridades. ¡Debe usted respetar a las autoridades!
—¡Pero si no he dicho una palabra de ellas! —exclamó Kovalenko—. ¡Déjeme usted en paz! ¡Soy un hombre honrado y me molesta hablar con un señor como usted. Detesto a los espías.
Belikov empezó, con mano nerviosa, a abotonarse. En su faz se pintaba el horror. Era la primera vez que se le decían cosas semejantes.
—Puede usted decir lo que le dé la gana —contestó, saliendo—. Pero debo prevenirle: alguien puede haber oído nuestra conversación, y para que no la interprete mal y no haya consecuencias enojosas que lamentar, creo mi deber contárselo todo al señor director.
—¿Quieres denunciarme, canalla? ¡Muy bien, largo!
Hablando así, Kovalenko asió a Belikov por la nuca, y lo empujó con tanta fuerza, que lo hizo caer y rodar por las escaleras. Como eran altas y muy pinas, el pobre profesor de Griego llegó abajo molido. Lo primero que hizo al levantarse fue echarse mano a las narices para convencerse de que no se le habían roto las gafas. Luego, de pronto, vio al pie de la escalera a Varenka con otras dos damas; lo habían visto rodar, lo cual era para él lo más terrible: hubiera preferido descalabrarse o romperse ambas piernas a la perspectiva de ser objeto de las zumbas de toda la ciudad. ¡Todo el mundo se enteraría de que Kovalenko lo había tirado por las escaleras! Todos lo sabrían: el director, las autoridades. Se le haría otra caricatura, la gente se burlaría de él. Aquello acabaría muy mal: se vería obligado a dimitir. ¡Qué desgracia, Señor!
Varenka, viéndolo mohino, la ropa en desorden, lo miraba sin comprender lo que había sucedido. Creyendo que su caída había obedecido a un traspiés, prorrumpió en carcajadas alegres y sonoras:
—¡Ja, ja, ja!
Aquella hilaridad ruidosa fue el remate de todo: de los proyectos matrimoniales de Belikov y de la propia existencia del profesor.
Belikov ya no oyó ni vio nada.
Llegó a su casa, quitó de encima de la mesa el retrato de Varenka, se acostó y no volvió a levantarse.
Tres días después vino a mi casa su criado Afanasy y me dijo que era necesario ir a buscar un médico pues su amo parecía gravemente enfermo.
Fui a ver a Belikov. Estaba acostado bajo el baldaquino, tapado con la colcha, y guardaba silencio. Todos mis intentos de hacerle hablar fueron vanos: sólo contestaba con síes o noes. Afanasy, junto a la cama, suspiraba sin cesar y exhalaba un fuerte olor a vodka.
Un mes después Belikov falleció.
Le hicimos un entierro solemne. Formaban el cortejo fúnebre escolares de todas las escuelas de la ciudad. En el ataúd, la expresión de su faz era suave, casi alegre: diríase que le complacía verse, al cabo, metido en un estuche del que ya no saldría nunca. ¡Había realizado su ideal!
Como para halagarle, el tiempo, el día del entierro, fue sombrío, lluvioso, y llevábamos todos chanclos y paraguas.
Varenka asistió al entierro; cuando se colocó el ataúd en la tumba vertió algunas lágrimas. Mirándola, me percaté de que las mujeres ucranias, o ríen como locas, o lloran: su humor nunca es tranquilo, sereno.
Confieso que enterrar a gente como Belikov constituye un gran placer. Aunque al volver del cementerio se pintaba en nuestros semblantes la tristeza, como es de rigor en ocasiones semejantes, aquello era una máscara que ocultaba nuestro contento; todos nos sentíamos muy felices, como en nuestra infancia, cuando las personas mayores se ausentaban y nos dejaban por algunas horas o por algunos días en plena libertad. ¡Ah, la libertad! ¡Qué tesoro! Sólo una ligera alusión a la libertad, la vaga esperanza de ser libres, da alas a nuestra alma.
Sí; volvimos del cementerio de muy buen humor, esforzándonos en ocultarlo.
Los días se deslizaron. La vida siguió su curso habitual: aquella vida severa, fatigosa, estúpida, entorpecida por toda suerte de prohibiciones, privada de libertad. La muerte de Belikov no la hizo más fácil; Belikov había muerto; pero ¡cuántos hombres enfundados existían aún sobre la Tierra y habían de existir durante mucho tiempo!
—Es verdad —dijo Iván Ivanovich—. Sobre todo, entre nosotros no faltan.
—¡Y no será fácil desembarazarse de ellos!
Burkin salió de la porchada. Era un hombrecillo grueso, completamente calvo, con una gran barba negra que le llegaba hasta cerca de la cintura. Dos perros de caza salieron tras él.
—¡Qué Luna! —dijo mirando al cielo.
Era ya media noche. A la derecha, bajo la blancura lunar, se extendía la aldea; la calle, de cerca de cinco kilómetros, se perdía en la distancia. Todo estaba sumido en un sueño dulce y profundo. Nada se movía, no se oía el menor ruido. Parecía increíble que un silencio tal pudiera existir en la Naturaleza.
Cuando en una noche de luna se contempla la ancha calle aldeana con sus casas y sus montones de trigo, una gran serenidad envuelve el alma. En su reposo, hundida en la noche, la aldea, olvidadas sus penas, cuidados y dolores, se reviste de un suave encanto melancólico; las estrellas la miran con cariño; diríase, en tales momentos, que no existe el mal sobre la tierra, que todo es en ella bienandanza.
A la izquierda, al extremo de la aldea, comenzaba el campo, cuya amplitud se dilataba hasta el horizonte. Y todo aquel enorme espacio, inundado de luna, yacía también en silencio, tranquilo, sumido en un sueño profundo.
—Sí, el pobre Belikov —dijo Iván Ivanovich– era un hombre enfundado... Pero nosotros, que vivimos en esa abominable ciudad, en sucias y estrechas casas, entre papeles inútiles y, con frecuencia, estúpidos, que jugamos a las cartas, ¿no estamos también enfundados? Nosotros, que pasamos la vida entre gandules y parásitos, entre gentes ruines y mujeres ociosas y necias, ¿estamos más al aire libre?... Si quiere usted, le contaré una historia muy interesante a este respecto...
—No, es hora de dormir —contestó Burkin– ¡Hasta mañana!
Entraron en el porche y se acostaron sobre el heno.
—¡No es nada feliz nuestra vida! —suspiró Iván Ivanovich, volviéndole la espalda a Burkin—. Sólo vemos en torno nuestro embusteros e hipócritas, y hay que soportar todo eso; no hay bastante valor para decirle a un idiota que lo es ni para decirle que miente a un embustero; no nos atrevemos a declarar abiertamente que toda nuestra simpatía la merecen los hombres honrados y libres, que, a pesar de todo, en alguna parte han de existir. Mentimos, nos humillamos, sonreímos, cuando de buena gana maldeciríamos, y todo por tener un pedazo de pan, una vivienda, lo que se llama, en fin, una posición. ¡Verdaderamente esta vida es una porquería!
—Eso es ya alta filosofía —repuso, Burkin—. Más vale dormir...
Momentos después roncaba.
Iván Ivanovich no podía dormir. Habiendo intentado en vano conciliar el sueño, se levantó, salió de la porchada y, sentándose en el umbral de la puerta, encendió la pipa.
Un hombre irascible
Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.
Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de...»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:
Te acuerdas de este cantar apasionado.
Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:
—Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera...
Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.
—Nicolás Andreievitch —añade—, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.
¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Narinka o Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a una señora o a una señorita me siento como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o Varinka tiene un temperamento apasionado —entre paréntesis, su abuelo era armenio—. Ella sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por delante de la casa de los Karenin veo al perro y me acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.
—¿Por qué suspira usted? —me pregunta Narinka o Varinka. Y ella a su vez suspira.
Aquí debo dar una explicación: Narinka o Varinka —de repente me doy cuenta de que se llama Masdinka– se figura que estoy enamorado de ella, y se le antoja un deber de humanidad compadecerme y curar la herida de mi corazón.
—Escuche —me dice—, yo sé por qué suspira usted. Usted ama, ¿no es verdad? Le prevengo que la joven por usted amada tiene por usted un profundo respeto. Ella no puede corresponderle con su amor; mas no es suya la culpa, porque su corazón pertenece a otro, tiempo ha.
La nariz de Masdinka se enrojece y se hincha; las lágrimas afluyen a sus ojos. Ella espera que yo le conteste; pero, felizmente, hemos llegado. En la terraza se encuentra la mamá de Masdinka, una persona excelente, aunque llena de supersticiones. La dama contempla el rostro de su hija; y luego se fija en mi, detenidamente, suspirando, como si quisiera exclamar: «¡Oh, juventud, que no sabe disimular sus sentimientos!»
Además de la mamá están sentadas en la terraza señoritas de matices diversos y un oficial retirado, herido en la última guerra en la sien derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería, como yo, consagrar el verano a la redacción de una obra intitulada Memorias de un militar. Al igual que yo, aplicase todas las mañanas a la redacción de su libro; pero apenas escribe la frase «Nací en tal año...», aparece bajo su balcón alguna Varinka o Masdinka, que está allí como de centinela. Cuantos se hallan en la terraza se ocupan en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas. Saludo y me dispongo a marchar; pero las señoritas de diversos matices esconden mi sombrero y me incitan a que no me vaya. Tomo asiento. Me dan un plato con fruta y una horquilla, a fin de que proceda, como los demás, a la operación de extraer el hueso. Las señoritas hablan de sus cortejadores; fulano es guapo; mengano lo es también, pero no es simpático; zutano es feo, aunque simpático; perengano no está mal del todo, pero su nariz semeja un dedal, etc.
—Y usted, Nicolás —me dice la mamá de Masdinka—, no tiene nada de guapo; pero le sobra simpatía; en usted hay un no sé qué... La verdad es —añade suspirando– que para un hombre lo que vale no es la hermosura, sino el talento.
Las jóvenes me miran y en seguida bajan los ojos. Ellas están, sin duda, de acuerdo en que para un hombre lo más importante no es la hermosura, sino el talento. ME observo, a hurtadillas, en el espejo para ver si, realmente, soy simpático. Veo a un hombre de tupida melena, barba y bigote poblados, cejas densas, vello en la mejilla, vello debajo de los ojos, todo un conjunto velludo, en medio del cual descuella, como una torre sólida, su nariz.
—No me parezco mal del todo...
—Pero en usted, Nicolás, son las cualidades morales las que llevan ventaja —replica la mamá de Masdinka.
Narinka sufre por mí; pero al propio tiempo, la idea de que un hombre está enamorado de ella la colma de gozo. Ahora charlan del amor. Una de las señoritas se levanta y se va; todas las demás empiezan a hablar mal de ella. Todas, todas la hallan tonta, insoportable, fea, con un hombro más bajo que otro. Por fin aparece mi sirvienta, que mi madre envió para llamarme a comer. Puedo, gracias a Dios, abandonar esta sociedad estrambótica y entregarme nuevamente a mi trabajo. Me levanto y saludo. Pero la mamá de Narinka y las señoritas de diversos matices me rodean y me declaran que no me asiste el derecho de marcharme porque ayer les prometí comer con ellas y después de la comida ir a buscar setas en el bosque. Saludo y vuelvo a tomar asiento... En mi alma hierve la irritación. Presiento que voy a estallar; pero la delicadeza y el temor de faltar a las conveniencias sociales me obligan a obedecer a las señoras, y obedezco. Nos sentamos a comer. El oficial retirado, que por efecto de su herida en la sien tiene calambres en las mandíbulas, come a la manera de un caballo provisto de su bocado. Hago bolitas de pan, pienso en la contribución sobre los perros, y, consciente de mi irascibilidad, me callo. Narinka me observa con lástima. Okroschka, lengua con guisantes, gallina cocida, compota. Me falta apetito; pero engullo por delicadeza. Después de comer voy a la terraza para fumar; en esto se me acerca la mamá de Masdinka y me dice con voz entrecortada:
—No desespere usted, Nicolás... Su corazón es de... Vamos al bosque.
Varinka se cuelga de mi brazo y establece el contacto. Sufro inmensamente; pero me aguanto.
—Dígame, señor Nicolás —murmura Narinka—, ¿por qué está usted tan triste, tan taciturno?
¡Extraña muchacha! ¿Qué se le debe responder? ¡Nada tengo que decirle!
—Hábleme algo —añade la joven.
En vano busco algo vulgar, accesible a su intelecto. A fuerza de buscar, lo encuentro, y me decido a romper el silencio.
—La destrucción de los bosques es una cosa perjudicial a Rusia.
—Nicolás —suspira Varinka, mientras su nariz se colorea—, usted rehuye una conversación franca... Usted quiere asesinarme con su reserva... Usted se empeña en sufrir solo...
Me coge de la mano, y advierto que su nariz se hincha; ella añade:
—¿Qué diría usted si la joven que usted quiere le ofreciera una amistad eterna?
Yo balbuceo algo incomprensible, porque, en verdad, no sé qué contestarle; en primer lugar, no quiero a ninguna muchacha; en segundo lugar, ¿qué falta me hace una amistad eterna? En tercer lugar, soy muy irritable. Masdinka o Varinka se cubre el rostro con las manos y dice a media voz, como hablando consigo misma: «Se calla...; veo que desea mi sacrificio. ¿Pero cómo lo he de querer, si todavía quiero al otro?... Lo pensaré, sí, lo pensaré; reuniré todas las fuerzas de mi alma, y, a costa de mi felicidad, libraré a este hombre de sus angustias».
No comprendo nada. Es un asunto cabalístico. Seguimos el paseo silencioso. La fisonomía de Narinka denota una lucha interior. Se oye el ladrido de los perros. Esto me hace pensar en mi disertación, y suspiro de nuevo. A lo lejos, a través de los árboles, descubro al oficial inválido, que cojea atrozmente, tambaleándose de derecha a izquierda, porque del lado derecho tiene el muslo herido, y del lado izquierdo tiene colgada de su brazo a una señorita. Su cara refleja resignación. Regresamos del bosque a casa, tomamos el té, jugamos al croquet y escuchamos cómo una de las jóvenes canta:
Tú no me amas, no...
Al pronunciar la palabra «no», tuerce la boca hasta la oreja.
Charmant, charmant, gimen en francés las otras jóvenes. Ya llega la noche. Por detrás de los matorrales asoma una luna lamentable. Todo está en silencio. S e percibe un olor repugnante de heno cortado. Tomo mi sombrero y me voy a marchar.
—Tengo que comunicarle algo interesante —murmura Masdinka a mi oído.
Abrigo el presentimiento de que algo malo me va a suceder, y, por delicadeza, me quedo. Masdinka me coge del brazo y me arrastra hacia una avenida. Toda su fisonomía expresa una lucha. Está pálida, respira con dificultad; diríase que piensa arrancarme el brazo derecho. «¿Qué tendrá?», pienso yo.
—Escuche usted; no puedo...
Quiere decir algo; pero no se atreve. Veo por su cara que, al fin, se decide. Me lanza una ojeada, y con la nariz, que va hinchándose gradualmente, me dice a quema ropa:
—Nicolás, yo soy suya. No lo puedo amar; pero le prometo fidelidad.
Se aprieta contra mi pecho y retrocede poco después.
—Alguien viene, adiós; mañana a las once me hallaré en la glorieta.
Desaparece. Yo no comprendo nada. El corazón me late. Regreso a mi casa. El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros me aguarda; pero trabajar me es imposible. Estoy rabioso. Me siento terriblemente irritado. Yo no permito que se me trate como a un chiquillo. Soy irascible, y es peligroso bromear conmigo. Cuando la sirvienta me anuncia que la cena está lista, la despido brutalmente:
—¡Váyase en mal hora!
Una irritabilidad semejante nada bueno promete. Al otro día, por la mañana, el tiempo es el habitual en el campo. La temperatura fría, bajo cero. El viento frío; lluvia, fango y suciedad. Todo huele a naftalina, porque mi mamá saca a relucir su traje de invierno. Es el día 7 de agosto de 1887, día del eclipse de sol. Hay que advertir que cada uno de nosotros, aun sin ser astrónomo, puede ser de utilidad en esta circunstancia. Por ejemplo: cada uno puede, primero, marcar el diámetro del sol con respecto al de la luna; segundo, dibujar la corona del sol; tercero, marcar la temperatura; cuarto, fijar en el momento del eclipse la situación de los animales y de las plantas; quinto, determinar sus propias impresiones, etcétera. Todo esto es tan importante, que por el momento resuelvo dejar aislado el impuesto sobre los perros. Me propongo observar el eclipse. Todos nos hemos levantado muy temprano. Reparto el trabajo en la forma siguiente: yo calcularé el diámetro del sol y de la luna; el oficial herido dibujará la corona. Lo demás correrá a cargo de Masdinka y de las señoritas de diversos matices.
—¿De qué proceden los eclipses? —pregunta Masdinka.
Yo contesto:
—Los eclipses proceden de que la luna, recorriendo la elíptica, se coloca en la línea sobre la cual coinciden el sol y la tierra.
—¿Y qué es la elíptica?
Yo se lo explico. Masdinka me escucha con atención, y me pregunta:
—¿No es posible ver, mediante un vidrio ahumado, la línea que junta los centros del sol y de la tierra?
—Es una línea imaginaria —le contesto.
—Pero si es imaginaria —replica Masdinka—, ¿cómo es posible que la luna se sitúe en ella?
No le contesto. Siento, sin embargo, que, a consecuencia de esta pregunta ingenua, mi hígado se agranda.
—Esas son tonterías —añade la mamá de Masdinka—; nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá. Y, además, usted no estuvo jamás en el cielo. ¿Cómo puede saber lo que acontece a la luna y al sol? Todo ello son puras fantasías.
Es cierto; la mancha negra empieza a extenderse sobre el sol. Todos parecen asustados; las vacas, los caballos, los carneros con los rabos levantados, corren por el campo mugiendo. Los perros aúllan. Las chinches creen que es de noche y salen de sus agujeros, con el objeto de picar a los que hallen a su alcance. El vicario llega en este momento con su carro de pepinos, se asusta, abandona el vehículo y se oculta debajo del puente; el caballo penetra en su patio, donde los cerdos se comen los pepinos. El empleado de las contribuciones, que había pernoctado en la casa vecina, sale en paños menores y grita con voz de trueno: «¡Sálvese quien pueda!» Muchos veraneantes, incluso algunas bonitas jóvenes, se lanzan a la calle descalzos. Otra cosa ocurre que no me atrevo a referir.
—¡Qué miedo! ¡Esto es horrible! —chillan las señoritas de diversos matices.
—Señora, observe bien, el tiempo es precioso. Yo mismo calculo el diámetro.
Me acuerdo de la corona, y busco al oficial herido, quien está parado, inmóvil.
—¿Qué diablos hace usted? ¿Y la corona?
El oficial se encoge de hombros, y con la mirada me indica sus dos brazos. En cada uno de ellos permanece colgada una señorita, las cuales, asidas fuertemente a él, le impiden el trabajo. Tomo el lápiz y anoto los minutos y los segundos: esto es muy importante. Marco la situación geográfica del punto de observación: esto es también muy importante. Quiero calcular el diámetro, pero Masdinka me coge de la mano y me dice:
—No se olvide usted: hoy, a las once.
Me desprendo de ella, porque los momentos son preciosos y yo tengo empeño en continuar mis observaciones. Varinka se apodera de mi otro brazo y no me suelta. El lápiz, el vidrio ahumado, los dibujos, todo se cae al suelo. ¡Diantre! Hora es de que esta joven sepa que yo soy irascible, y cuando yo me irrito, no respondo de mí. En vano pretendo seguir. El eclipse se acabó.
—¿Por qué no me mira usted? —me susurra tiernamente al oído.
Esto es ya más que una burla. No es posible jugar con la paciencia humana. Si algo terrible sobreviene, no será por culpa mía. ¡Yo no permito que nadie se mofe de mí! ¡Qué diablo! En mis instantes de irritación no aconsejo a nadie que se acerque a mí. Yo soy capaz de todo. Una de las señoritas nota en mi semblante que estoy irritado y trata de calmarme.
—Nicolás Andreievitch, yo he seguido fielmente sus indicaciones, observé a los mamíferos y apunté cómo, ante el eclipse, el perro gris persiguió al gato, después de lo cual quedó por algún tiempo meneando la cola.
Nada resulta, pues, de mis observaciones. Me voy a casa. Llueve, y no me asomo al balconcito. El oficial herido se arriesga a salir a su balcón, y hasta escribió: «He nacido en...» Pero desde mi ventana veo cómo una de las señoritas de marras lo llama, con el fin de que vaya a su casa. Trabajar me es imposible. El corazón me late con violencia. No iré a la cita de la glorieta. Es evidente que cuando llueve yo no puedo salir a la calle. A las doce recibo una esquelita de Masdinka, la cual me reprende, y exige que me persone en la glorieta, tuteándome. A la una recibo una segunda misiva, y a las dos una tercera. Hay que ir, no cabe duda. Empero, antes de ir, debo pensar qué es lo que habré de decirle. Me comportaré como un caballero. En primer lugar, le declararé que es inútil que cuente con mi amor; no, semejante cosa no se le dice a las mujeres; decir a una mujer «yo no la amo», es como decir a un escritor: «usted escribe mal». Le expondrá sencillamente mi opinión acerca del matrimonio. Me pongo, pues, el abrigo de invierno, empuño el paraguas y me dirijo a la glorieta. Conocedor como soy de mi carácter irritable, temo cometer alguna barbaridad. Me las arreglaré para refrenarme. En la glorieta, Masdinka me espera. Narinka está pálida y solloza. Al verme prorrumpe en una exclamación de alegría y se agarra a mi cuello.
—Por fin; ya abusas de mi paciencia. No he podido cerrar los ojos en toda la noche. He pensado durante la noche, y a fuerza de pensar, saqué en consecuencia que cuando te conozca mejor te podré amar.
Me siento a su lado; le expongo mi opinión acerca del matrimonio. Por no alejarme del tema y abreviarlo hago sencillamente un resumen histórico. Hablo del casamiento entre los egipcios; paso a los tiempos modernos; intercalo algunas ideas de Schopenhauer. Masdinka me presta atención, pero luego, sin transición, me dice:
—Nicolás, dame un beso.
Estoy molesto. No sé qué hacer. Ella insiste. ¿Qué hacer? Me levanto y le beso su larga cara. Ello me produce la misma sensación que experimenté cuando, siendo niño, me obligaron a besar el cadáver de mi abuela. Varinka no parece satisfecha. Salta y me abraza. En el mismo momento, la mamá de Masdinka aparece en el umbral de la puerta. Hace un gesto de espanto; dice a alguien: «¡spch», y desaparece como Mefistófeles, por escotillón. Incomodado, me encamino nuevamente a mi casa. En ella me encuentro a la mamá de Varinka, que abraza, con lágrimas en los ojos, a mi mamá. Ésta llora y exclama: «Yo misma lo deseaba». A renglón seguido: «¿Qué les parece a ustedes?» La mamá de Varinka se acerca a mí, me abraza y me dice: «¡Que Dios te bendiga! Tú has de amarla. No olvides jamás que ella se sacrifica por ti.»
He aquí que me casan. Mientras esto escribo, los testigos del matrimonio se encuentran cerca de mí y me dan prisa. Decididamente esta gente no conoce mi irascibilidad. Soy terrible. No respondo de mi. ¡Por vida de!... Ustedes adivinarán lo que puede ocurrir. Casar a un hombre irritado, rabioso, es igual que meter la mano en la jaula de un tigre. Veremos cuál será el desenlace final...
Estoy casado... Todos me felicitan. Varinka se apoya contra mí y me dice:
—Ahora si que eres mío. Sé que me amas, ¡dilo!
Su nariz se hincha. Me entero por los testigos de que el oficial retirado fue bastante hábil para esquivar el casamiento. A una de las señoritas le exhibió un certificado médico según el cual, a causa de su herida en la sien, no tiene sano juicio, y, por tanto, le está prohibido contraer matrimonio. ¡Qué idea! Yo también pude presentar un certificado. Uno de mis tíos fue borracho. Otro era distraído. En cierta ocasión, en lugar de una gorra, se cubrió la cabeza con un manguito de señora. Una tía mía era muy aficionada al piano, y sacaba la lengua al tropezar con un hombre. Además, mi carácter extremadamente irritable induce a sospechas. ¿Por qué las buenas ideas acuden a la mente siempre demasiado tarde?...
Un niño maligno
Iván Ivanich Liapkin, joven de exterior agradable, y Anna Semionovna Samblitzkaia, muchacha de nariz respingada, bajaron por la pendiente orilla y se sentaron en un banquito. El banquito se encontraba al lado mismo del agua, entre los espesos arbustos de jóvenes sauces. ¡Qué maravilloso lugar era aquel! Allí sentado se estaba resguardado de todo el mundo. Sólo los peces y las arañas flotantes, al pasar cual relámpago sobre el agua, podían ver a uno. Los jóvenes iban provistos de cañas, frascos de gusanos y demás atributos de pesca. Una vez sentados se pusieron en seguida a pescar.
—Estoy contento de que por fin estemos solos —dijo Liapkin mirando a su alrededor—. Tengo mucho que decirle, Anna Semionovna..., ¡mucho!... Cuando la vi por primera vez... ¡están mordiendo el anzuelo!..., comprendí entonces la razón de mi existencia... Comprendí quién era el ídolo al que había de dedicar mi honrada y laboriosa vida... ¡Debe de ser un pez grande! ¡Está mordiendo!... Al verla..., la amé. Amé por primera vez y apasionadamente... ¡Espere! ¡No tire todavía! ¡Deje que muerda bien!... Dígame, amada mía... se lo suplico..., ¿puedo esperar que me corresponda?... ¡No! ¡Ya sé que no valgo nada! ¡No sé ni cómo me atrevo siquiera a pensar en ello!... ¿Puedo esperar que?... ¡Tire ahora!
Anna Semionovna alzó la mano que sostenía la caña y lanzó un grito. En el aire brilló un pececillo de color verdoso plateado.
—¡Dios mío! ¡Es una pértiga!... ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Pronto!... ¡Se soltó!
La pértiga se desprendió del anzuelo, dio unos saltos en dirección a su elemento familiar y se hundió en el agua. Persiguiendo al pez, Liapkin, en lugar de éste, cogió sin querer la mano de Anna Semionovna, y sin querer se la llevó a los labios. Ella la retiró, pero ya era tarde. Sus bocas se unieron sin querer en un beso. Todo fue sin querer. A este beso siguió otro, luego vinieron los juramentos, las promesas de amor... ¡Felices instantes!... Dicho sea de paso, en esta terrible vida no hay nada absolutamente feliz. Por lo general, o bien la felicidad lleva dentro de sí un veneno o se envenena con algo que le viene de afuera. Así ocurrió esta vez. Al besarse los jóvenes se oyó una risa. Miraron al río y quedaron petrificados. Dentro del agua, y metido en ella hasta la cintura, había un chiquillo desnudo. Era Kolia, el colegial hermano de Anna Semionovna. Desde el agua miraba a los jóvenes y se sonreía con picardía.
—¡Ah!... ¿Conque se besaron?... ¡Muy bien! ¡Ya se lo diré a mamá!
—Espero que usted..., como caballero... —balbució Liapkin, poniéndose colorado—. Acechar es una villanía, y acusar a otros es bajo, feo y asqueroso... Creo que usted..., como persona honorable...
—Si me da un rublo no diré nada, pero si no me lo da, lo contaré todo.
Liapkin sacó un rublo del bolsillo y se lo dio a Kolia. Éste lo encerró en su puño mojado, silbó y se alejó nadando. Los jóvenes ya no se volvieron a besar. Al día siguiente, Liapkin trajo a Kolia de la ciudad pinturas y un balón, mientras la hermana le regalaba todas las cajitas de píldoras que tenía guardadas. Luego hubo que regalarle unos gemelos que representaban unos morritos de perro. Por lo visto, al niño le gustaba todo mucho. Para conseguir aún más, se puso al acecho. Allá donde iban Liapkin y Anna Semionovna, iba él también. ¡Ni un minuto los dejaba solos!
—¡Canalla! —decía entre dientes Liapkin—. ¡ Tan pequeño todavía y ya un canalla tan grande! ¿Cómo será el día de mañana?
En todo el mes de junio, Kolia no dejó en paz a los jóvenes enamorados. Los amenazaba con delatarlos, vigilaba, exigía regalos... Pareciéndole todo poco, habló, por último, de un reloj de bolsillo... ¿Qué hacer? No hubo más remedio que prometerle el reloj.
Un día, durante la hora de la comida y mientras se servía de postre un pastel, de pronto se echó a reír, y guiñando un ojo a Liapkin, le preguntó: «¿Se lo digo?... ¿Eh...?»
Liapkin enrojeció terriblemente, y en lugar del pastel masticó la servilleta. Anna Semionovna se levantó de un salto de la mesa y se fue corriendo a otra habitación.
En tal situación se encontraron los jóvenes hasta el final del mes de agosto..., hasta el preciso día en que, por fin, Liapkin pudo pedir la mano de Anna Semionovna. ¡Oh, qué día tan dichoso aquel!... Después de hablar con los padres de la novia y de recibir su consentimiento, lo primero que hizo Liapkin fue salir a todo correr al jardín en busca de Kolia. Casi sollozó de gozo cuando encontró al maligno chiquillo y pudo agarrarlo por una oreja. Anna Semionovna, que llegaba también corriendo, lo cogió por la otra, y era de ver el deleite que expresaban los rostros de los enamorados oyendo a Kolia llorar y suplicar...