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Antologia De Cuentos
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Текст книги "Antologia De Cuentos"


Автор книги: Антон Чехов



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Anduvo casi un kilómetro a campo traviesa. El cementerio se dibujaba a lo lejos en una franja oscura, como un bosque o un jardín. Apareció el muro de piedra blanca, la entrada... Con la claridad de la luna en las puertas se podía leer: "Y llegará la hora". Stártsev atravesó la entrada y lo primero que vio fueron las cruces blancas y los monumentos funerarios a ambos lados de un ancho paseo, las sombras negras de aquellos y de los álamos. A su alrededor se extendían, hasta perderse a lo lejos, manchas claras y oscuras. Los árboles somnolientos inclinaban sus ramas sobre las superficies blancas. Parecía que aquí había más luz que en el campo; las hojas de los arces, como huellas de las manos, destacaban sobre la amarilla arena de los paseos y las lápidas. Las inscripciones se leían con claridad. En un primer momento, Stártsev quedó asombrado ante el espectáculo que se le presentaba por primera vez y que, probablemente, nunca más volvería a ver: un mundo que no se parecía a nada, un mundo en el que la luz lunar era suave y agradable, donde en cada oscuro álamo, en cada tumba, se percibe la presencia de un misterio que promete una vida calma, maravillosa, eterna. De las lápidas y las flores secas, junto al aroma otoñal de las hojas, llegaba un hálito de perdón, tristeza y paz.

Reinaba un mundo de silencio; desde el cielo miraban resignadas las estrellas, y los pasos de Stártsev sonaban rudos y desatinados. Sólo cuando en la iglesia sonaron las horas y él se imaginó muerto, enterrado aquí por los siglos de los siglos, sólo entonces le pareció que alguien lo observaba; pensó por un instante que esto no era paz, ni silencio, sino la muda angustia del no existir...

El monumento a Demetti era una capilla con un ángel en la cúspide. Cierta vez, en S. actuó de paso una compañía italiana de ópera; una de sus cantantes murió, aquí la enterraron y levantaron este monumento funerario. En la ciudad ya nadie se acordaba de ella, aunque la lamparilla sobre la entrada reflejaba la luz lunar y parecía arder.

...Esperó sentado junto al monumento una media hora, luego se paseó por los caminos colaterales, con el sombrero en la mano. Esperaba y pensaba en las mujeres y muchachas que yacían en estas tumbas. ¡Cuántos seres hermosos, encantadores, que amaron, ardieron con loca pasión en sus noches entregándose a las caricias! ¡Y realmente, qué malas pasadas gasta la madre naturaleza a los hombres, cuánto dolía reconocerlo! Así pensaba Stártsev. Al mismo tiempo, quería ponerse a gritar que él quiere, que él anhela desesperado el amor; ante él aparecían no ya pedazos de mármol, sino cuerpos maravillosos, veía formas que desaparecían vergonzosas entre las sombras de los árboles, percibía su calor y el tormento se hacía insoportable...

Como si bajara el telón, la luna se ocultó tras una nube y de pronto todo oscureció a su alrededor. Casi no podía encontrar la entrada —todo estaba a oscuras como en las noches de otoño—, luego anduvo cosa de una hora y media buscando el callejón donde había dejado el coche.

—Estoy cansado, casi no me tengo en pie —le dijo a Panteleimón.

Y sentándose con placer en el carruaje pensó: "¡Oh, no hay que engordar!"

III


Al día siguiente, por la tarde, se dirigió a casa de los Turkin con el fin de declararse. Pero le resultó incómodo hacerlo, porque Ekaterina Ivánovna estaba con el peluquero. Se estaba arreglando para ir al club, a una fiesta.

De nuevo se quedó largo rato esperando en el comedor, tomando té. Iván Petróvich, al ver que el invitado estaba pensativo y se aburría, sacó de un bolsillo de su chaleco unos papelitos y le leyó una carta divertida de su administrador alemán que le informaba de la marcha de sus propiedades, en un lenguaje pretendidamente culto y estrafalario.

"Seguro que la dote no será pequeña", pensaba Stártsev escuchando distraído.

Después de una noche en blanco se encontraba embotado, como si lo hubieran llenado de un somnífero; tenía el ánimo nebuloso pero alegre, cálido, aunque al mismo tiempo un fragmento frío y pesado, en su mente, repetía y volvía a repetir:

"¡Frénate antes de que sea tarde! ¿Qué pareja es para ti? Es una niña mimada, caprichosa, duerme hasta las dos; en cambio tú eres un hijo de diácono, un médico rural..."

"Bueno ¿y qué? —se contestaba—. ¿Qué más da?"

"Además, si te casas con ella —proseguía la parte fría de su ser—, su familia te obligará a dejar el trabajo en el campo y a vivir en la ciudad".

"Bueno ¿y qué? —pensaba—. Si hay que vivir en la ciudad que así sea. Con la dote nos instalamos como debe ser..."

Por fin entró Ekaterina Ivánovna. Llevaba un traje de gala, escotado; estaba graciosa, pulcra. Stártsev quedó prendado; tal fue su entusiasmo que no pudo pronunciar ni una sola palabra: tenía sus ojos clavados en ella y sonreía.

La muchacha se despidió y él —ya nada lo retenía allí– se levantó diciendo que era hora de irse pues lo esperaban los enfermos.

—Qué le vamos a hacer —dijo Iván Petróvich—, vaya usted, de paso lleve a Katia hasta el club.

Afuera caían algunas gotas, estaba muy oscuro, y sólo por la tos ronca de Panteleimón podía adivinarse dónde estaban los caballos. Levantaron la capota del coche. Se pusieron en marcha.

—Ayer estuve en el cementerio —empezó diciendo Stártsev—. Qué cruel y despiadado de su parte...

—¿Estuvo usted en el cementerio?

—Sí, estuve allí y la esperé casi hasta las dos. No sabe usted lo que sufrí...

—Pues sufra usted, si no entiende las bromas.

Ekaterina Ivánovna, satisfecha de la astuta broma que le había gastado a su enamorado y de lo mucho que se la quería, se puso a reír. Pero, de pronto, gritó del susto, pues en ese mismo instante los caballos hicieron un movimiento brusco hacia las puertas del club y el coche se ladeó. Stártsev abrazó a Ekaterina Ivánovna por el talle; ella, asustada, se apretó contra él, y Stártsev, que no pudo contenerse, la besó con pasión en los labios, en la barbilla y la abrazó con más fuerza.

—Basta —dijo la muchacha en tono cortante.

Y casi de inmediato ya no estaba en el coche. El guardia que se encontraba junto a la entrada iluminada del club gritó con voz repugnante al cochero Panteleimón:

—¿Qué haces ahí pasmado? ¡Sigue para adelante!

Stártsev se dirigió a casa, pero pronto volvió. Vestido con un frac que le habían prestado y una corbata blanca que quería escaparse del cuello, a medianoche se encontraba sentado en el salón del club y decía con pasión a Ekaterina Ivánovna:

—¡Oh, qué poco saben aquellos que nunca han amado! Creo que nadie todavía ha podido descubrir con fidelidad el amor, y difícilmente será posible describir este sentimiento sutil, feliz y atormentado. El que lo ha experimentado, aunque sea sólo una vez, no podrá expresarlo con palabras. ¿Para qué los prólogos, las explicaciones? ¿Para qué la inútil elocuencia? Mi amor no tiene límites... Le ruego, se lo imploro —logró por fin decir Stártsev—, ¡sea mi esposa!

—Dmitri Iónich —dijo después de pensar un momento Ekaterina Ivánovna en tono serio—, Dmitri Iónich, me siento profundamente agradecida por el honor que usted me concede, yo lo respeto, pero... —se levantó y prosiguió de pie—, pero, ruego que me disculpe, no puedo ser su mujer. Hablemos en serio. Dmitri Iónich, usted sabe que lo que más quiero en la vida es el arte; amo con locura, adoro la música, y a ella he consagrado mi vida. Quiero ser una artista, quiero alcanzar la gloria, grandes éxitos, la libertad. Y lo que usted pretende es que siga viviendo en esta ciudad, que continúe llevando esta vida vacía e inútil que ya no soporto más. Convertirme en esposa, ¡oh, no, discúlpeme! La persona debe aspirar a algo superior, esplendoroso; en cambio, la vida familiar me encadenaría para el resto de mi vida. Dmitri Iónich, es usted un hombre bueno, respetable, inteligente, es usted el mejor... —se le llenaron de lágrimas los ojos—, comprendo con toda mi alma sus sentimientos, pero entiéndame usted también a mí...

Y para no echarse a llorar, se dio vuelta y salió apresuradamente del salón.

El corazón de Stártsev latía violentamente. Al salir del club a la calle se arrancó el duro corbatín y respiró a pleno pulmón. Estaba avergonzado y se sentía ofendido en su orgullo; no esperaba la negativa y no podía hacerse a la idea de que todos sus sueños, sufrimientos y aspiraciones lo hubieran llevado a un final tan estúpido, igual que en una breve obra de aficionados. Y sentía pena de sus sentimientos, de su amor; tanta era la lástima, que tuvo ganas de ponerse a llorar o de dar un paraguazo con todas sus fuerzas en las espaldas de Panteleimón.

Durante tres días las cosas se le caían de las manos, no comía, no dormía. Pero cuando le llegó la noticia de que Ekaterina Ivánovna se había marchado a Moscú para ingresar en el conservatorio, se tranquilizó y su vida volvió a la normalidad.

Tiempo después, cuando a veces se acordaba de cómo se pasó media noche en el cementerio o de cómo se recorrió toda la ciudad en busca de un frac, se estiraba perezoso y se decía:

—¡Cuánta guerra me dio la muchacha!

IV


Pasaron cuatro años. Stártsev tenía ya una gran clientela. Cada mañana hacía rápido sus visitas en Diálizh y luego marchaba a ver a sus pacientes de la ciudad. Viajaba ya no en un par de caballos, sino en una troika con cascabeles; volvía a casa tarde por la noche. Estaba más grueso, había echado carnes, andaba lo menos que podía, pues padecía de asma. También Panteleimón estaba más gordo, y cuanto más crecía a lo ancho, con más tristeza suspiraba quejándose de su mala suerte: ¡estaba harto de pasar tanto tiempo en el pescante!

Stártsev visitaba muchas casas y personas, pero no intimaba con nadie. Los habitantes de la ciudad, con sus conversaciones, opiniones sobre la vida y hasta por sus caras lo irritaban. Poco a poco, la experiencia le enseñó que las personas, mientras uno juegue a las cartas o tome un trago con ellas, parecen gente pacífica, bondadosa y hasta inteligente, pero basta con tocar algún tema que no sea de comida, por ejemplo, de política o de ciencia, para que se metan en disquisiciones inútiles y desplieguen una filosofía tan torpe y malvada que a uno lo único que le queda es o echarse a llorar o irse por donde ha venido. Cuando Stártsev intentaba hablar incluso con personas de talante liberal, por ejemplo, de que, gracias a Dios, la humanidad avanza y que con el tiempo ésta prescindirá de los pasaportes y de la pena de muerte, el hombre se le quedaba mirando y preguntaba con desconfianza: "¿O sea que, entonces, todo el mundo podrá romperle la cabeza a quien le parezca?" Y cuando Stártsev decía en un grupo —durante alguna cena o un té– que hacía falta trabajar, que no se podía vivir sin trabajar, entonces todos se lo tomaban como una alusión personal, se enfadaban y se ponían a discutir agresivos. Por lo demás, la gente no hacía nada, decididamente nada, no se interesaba por nada y por mucho que se esforzara uno, no podía ingeniarse un tema de conversación con ella. Así que Stártsev evitaba conversar, sólo tomaba sus tragos y jugaba a las cartas. Y cuando lo invitaban a alguna fiesta de cumpleaños, el hombre se sentaba a la mesa y comía en silencio, mirando el plato; todo lo que se decía en ese rato no tenía interés alguno, era injusto, estúpido. Él se sentía irritado, perdía la calma, pero callaba. Por su hosco silencio y su mirada clavada en el plato, en la ciudad se le empezó a llamar "el polaco enfurruñado", aunque nunca había sido polaco.

Se abstenía de diversiones tales como el teatro o los conciertos, pero, en cambio, jugaba a las cartas cada día, unas tres horas, y lo hacía con placer. Tenía otra distracción a la que se acostumbró poco a poco, que era cada tarde sacar de sus bolsillos los papelitos de cuánto había ganado con sus clientes y sucedía que en un día estos papeles metidos en sus bolsillos —de colores amarillo y verde, que olían a perfume, vinagre, incienso o aceite de pescado– alcanzaban los setenta rublos, y cuando reunía varios cientos los llevaba a la Sociedad de Crédito y Préstamo y los ingresaba allí en una cuenta corriente.

En los cuatro años que pasaron desde la partida de Ekaterina Ivánovna sólo había estado dos veces en casa de los Turkin y fue por invitación de Vera Iósifovna, quien seguía curándose de los dolores de cabeza. Ekaterina Ivánovna venía cada verano a descansar con sus padres, pero no la vio ni una sola vez.

Pasaron cuatro años. En una mañana tranquila y tibia, le trajeron una carta. Vera Iósifovna le escribía a Dmitri Iónich que lo añoraba mucho; le rogaba que viviera sin falta a su casa y aligerara sus penas y que, por cierto, hoy era su cumpleaños. Abajo seguía la frase siguiente: "Yo también me sumo al ruego de mamá. E."

Stártsev se lo pensó y por la tarde se dirigió a casa de los Turkin.

—¡Oh, se le saluda! ¿Cómo está usted? —lo recibió Iván Petróvich sonriendo sólo con los ojos—. Que tenga un bonjour.

Vera Iósifovna, ya muy envejecida, con cabellos blancos, le estrechó la mano a Stártsev, suspiró con afectación y dijo:

—Querido doctor, no quiere usted hacerme la corte, nunca viene a vernos, ya soy vieja para usted. Pero, mire, ha vuelto la joven, a lo mejor ella tiene más suerte.

¿Y Katia? Estaba más delgada, más pálida, más hermosa y esbelta; pero ya era Ekaterina Ivánovna y no Katia; ya no se veía la frescura y la expresión de inocencia infantil de antes. En su mirada, en sus gestos, había algo nuevo, cierto aire culpable, como si en casa de los Turkin ya no se sintiera en la suya propia.

—¡Cuántos siglos sin verlo! —exclamó al tender la mano hacia Stártsev; se notaba que su corazón latía emocionado. Mirando fijamente y con curiosidad su rostro, prosiguió—: ¡Cómo ha engordado! Está más moreno, parece más hombre, pero en general ha cambiado poco.

También entonces le gustaba la muchacha, le gustaba mucho, aunque le faltaba algo, o le sobraba, no sabría decirlo, pero había algo que le impedía sentirse como antes. No le agradaba su palidez, la nueva expresión de su rostro, la débil sonrisa, la voz y, algo más tarde, no le gustó el vestido, el sillón en el que ella se sentaba; le disgustaba algo del pasado, de cuando estuvo a punto de casarse con ella. Recordó su amor, las ilusiones y esperanzas que lo dominaron hacía cuatro años, y se sintió molesto.

Tomaron té con un pastel dulce. Luego Vera Iósifovna leyó en voz alta una novela, narró algo que nunca ocurría en la vida. Stártsev escuchaba y miraba su cabeza canosa y bella, esperando que acabara.

"El inepto no es quien no sabe escribir novelas, sino el que las escribe y no sabe disimularlo" —pensaba Stártsev.

—No está mal, pero nada mal... —comentó Iván Petróvich.

Después, Ekaterina Ivánovna tocó el piano durante un buen rato y en forma ruidosa. Cuando acabó, los invitados la felicitaron por su ejecución.

"Hice bien en no casarme con ella" —pensó con alivio Stártsev.

Ella lo miraba y, al parecer, esperaba que él la invitara a salir al jardín, pero Stártsev permanecía en silencio.

—Charlemos un rato —dijo ella acercándose a él—. Cuénteme algo de su vida. ¿Cómo va todo? ¿Bien? Todos estos días he pensado en usted —prosiguió nerviosa—. Quería enviarle una carta, quería ir yo misma a Diálizh. Había decidido ir, aunque luego cambié de idea. Dios sabe qué pensará usted de mí ahora. ¡Lo esperaba hoy con tanta emoción! Se lo ruego, por favor, salgamos al jardín.

Salieron al jardín y se sentaron en el banco bajo el viejo arce, como cuatro años atrás. Estaba oscuro.

—¿Qué tal le va? —preguntó de pronto Ekaterina Ivánovna.

—Pues así, aquí estamos, vamos tirando —contestó Stártsev.

No se le ocurrió nada más. Callaron.

—Estoy muy emocionada —dijo Ekaterina Ivánovna, y se tapó el rostro con las manos—, pero usted no haga caso. Estoy tan bien en casa y tan contenta de verlos a todos que no puedo hacerme a la idea. ¡Cuántos recuerdos! Me parecía que íbamos a hablar sin parar hasta la madrugada.

Ahora veía de cerca su cara, sus ojos brillantes, aquí en la oscuridad parecía más joven que en la habitación y hasta daba la impresión de haber recobrado su expresión infantil de antes. En efecto, miraba con ingenua curiosidad el rostro del hombre, como si quisiera ver más de cerca y comprender al hombre que en otro tiempo la había amado con tanto ardor, tanta ternura y tan poca suerte. Sus ojos le agradecían aquel amor. Y él recordó todo lo sucedido, los más pequeños detalles, cómo anduvo por el cementerio, cómo después, al amanecer, regresó a casa, agotado; y de pronto sintió tristeza y lástima del pasado. En el alma se le encendió una pequeña llama.

—¿Se acuerda usted cuando la acompañé a la velada en el club? —dijo él—. Entonces llovía, estaba oscuro...

El fuego crecía en su alma, y ya tenía ganas de hablar, de quejarse de la vida...

—¡Hum! —exclamó en un suspiro—. Me pregunta usted por mi vida. ¿Cómo vivimos aquí? Pues de ninguna manera. Envejecemos, engordamos, vamos cayendo... Día tras día, noche tras noche, la vida pasa monótona, sin impresiones, sin ideas... Durante el día a ganarse el pan, por la tarde al club, una sociedad de jugadores de cartas, alcohólicos y groseros, a los que no puedo aguantar. ¿Qué hay de bueno en eso?

—Pero tiene usted el trabajo, un fin honrado en la vida. Antes le gustaba tanto hablar de su hospital. Yo entonces era una chica rara, me imaginaba una gran pianista. Ahora todas las señoritas tocan el piano, y yo también tocaba, como todas. No había en mí nada de particular: soy tan pianista como mi madre escritora. Y claro está, entonces yo no lo comprendía, pero en Moscú a menudo pensé en usted. Sólo pensaba en usted. ¡Qué felicidad ser médico rural, ayudar a los que sufren, servir al pueblo! ¡Qué felicidad! —volvió a decir Ekaterina Ivánovna con entusiasmo—. Cuando pensaba en usted en Moscú me lo imaginaba tan ideal, tan elevado...

Stártsev se acordó de los papelitos que por las tardes sacaba de los bolsillos con gran placer, y el fuego que ardía en su pecho se apagó.

Se levantó para marcharse a su casa. Ella lo sujetó del brazo y prosiguió:

—Usted es el mejor de los hombres que he conocido en mi vida. Nos veremos, charlaremos, ¿no es cierto? Prométamelo. Yo no soy pianista, en lo que a mí respecta no me engaño y en su presencia no tocaré ni hablaré de música.

Cuando entraron en la casa, Stártsev vio a la luz su rostro y sus ojos tristes, agradecidos e inquisitivos, dirigidos hacia él; se sintió intranquilo y pensó de nuevo: "Qué bien que no me casé con ella".

Comenzó a despedirse.

—No tiene usted ningún derecho de marcharse sin cenar —le decía Iván Petróvich al acompañarlo—. ¡A ver, tu representación! —dijo dirigiéndose en el recibidor a Pava.

Pava, que ya no era un chiquillo sino un joven con bigote, se estiró, alzó un brazo y exclamó con voz trágica:

—"¡Muere, desdichada!"

Estas cosas irritaban a Stártsev. Al sentarse en el coche y mirar hacia la oscura casa y el jardín que en un tiempo le resultaron tan agradables y queridos, se acordó de todo junto: las novelas de Vera Iósifovna, las ruidosas interpretaciones de Katia, las frases supuestamente ingeniosas de Iván Petróvich, la pose trágica de Pava, y pensó que si la gente más inteligente de toda la ciudad era tan mediocre, cómo tendría que ser el resto.

Al cabo de tres días, Pava le llevó una carta de Ekaterina Ivánovna.

"No viene usted a vernos. ¿Por qué? —escribía—. Me temo que haya cambiado de actitud hacia nosotros y me asusta tan sólo la idea de pensarlo. Deshaga mis temores, venga a vernos y diga que todo sigue bien.

Necesito hablar con usted. Su E.I."

Leyó la nota, pensó un momento y le dijo a Pava:

—Dile, querido Pava, que hoy no puedo ir, estoy muy ocupado. Di que iré dentro de unos tres días.

Pero transcurrieron tres días, luego una semana y seguía sin ir. En cierta ocasión, al pasar en coche junto a la casa de los Turkin, se acordó de que tenía que visitarlos aunque fuera sólo por un minuto, mas lo pensó... y no entró.

Y nunca más visitó a los Turkin.

V


Han pasado varios años más. Stártsev ha engordado más aún, está hecho una bola de grasa, respira con fuerza y al andar echa ya la cabeza atrás. Cuando con su aspecto rechoncho y rojo marcha en su troika con cascabeles y Panteleimón, también rechoncho y rojo, con un cuello carnoso, sentado en el pescante, lanza las manos hacia adelante, como si fueran de madera, y grita a los que vienen a su encuentro: "¡A la dereeecha!", el cuadro resulta imponente; parece que el que va allí no es un hombre sino algún dios mitológico. En la ciudad tiene una gran clientela, no le queda tiempo ni para respirar, y ya posee una hacienda y dos casas en la ciudad. Le tiene puesto el ojo a una tercera más rentable. Y cuando en la Sociedad de Crédito y Préstamo le hablan de alguna casa en venta, va a visitarla y sin ninguna clase de ceremonias, pasando por todas las habitaciones sin prestar atención a las mujeres desvestidas y los niños que lo miran con asombro y miedo, señala con un bastón en todas las puertas y suele decir:

—¿Esto es el despacho? ¿El dormitorio? ¿Y aquí qué hay?

Tiene una respiración forzada y se seca el sudor de la frente.

A pesar de su mucho trabajo no deja el cargo de médico rural: la avaricia es más fuerte que él, quiere poder con todo. En Diálizh y en la ciudad lo llaman simplemente Iónich. "¿Adónde irá Iónich?" o "¿Por qué no consultamos a Iónich?"

Seguramente por tener la garganta aprisionada por la grasa, se le ha cambiado la voz, la tiene ahora fina y aguda. También le ha cambiado el carácter... es más pesado e irritable. Al recibir a los enfermos por lo común se enfada, golpea impaciente con el bastón contra el suelo y grita con su voz desagradable:

—¡Limítese sólo a contestar a las preguntas! ¡Silencio!

Está solo. Su vida es aburrida, nada ni nadie le llega a interesar.

En todos esos años vividos en Diálizh, el amor por Katia ha sido su única alegría y seguramente la última. Por las tardes juega a las cartas en el club, después se sienta sólo a una gran mesa y cena. Le sirve Iván, el sirviente más viejo y respetado, y ya todos —los encargados del club, el cocinero y el sirviente– saben lo que le gusta y lo que no y se esfuerzan por satisfacer todos sus menores deseos. Porque no vaya a ser que se enfade y empiece a dar bastonazos contra el suelo.

Mientras cena, en ocasiones se da la vuelta e interviene en alguna conversación.

—¿De qué hablan? ¿Eh? ¿De quién?

Y cuando por casualidad en alguna mesa vecina se toca el tema de los Turkin, siempre pregunta:

—¿De qué Turkin hablan ustedes? ¿Esa gente que tiene una hija que toca el piano?

Esto es todo lo que se puede decir de él.

¿Y de los Turkin? Iván Petróvich no ha envejecido, no ha cambiado nada y como siempre dice frases ingeniosas y cuenta chistes; Vera Iósifovna lee sus novelas a los invitados con la misma solicitud y cordial sencillez. Katia toca el piano sus cuatro horas. Ha envejecido sensiblemente, tiene algún achaque y cada otoño se marcha con su madre a Crimea. Al despedirlas en la estación, cuando el tren se pone en marcha, Iván Petróvich se seca las lágrimas y grita:

—¡Hasta la vista, por favor! Y agita un pañuelo.

Iván Matveich


Son las cinco. Un renombrado sabio ruso (le diremos sencillamente sabio) está frente a su escritorio y se muerde las uñas.

—¡Esto es indignante! —dice a cada momento, consultando su reloj—. ¡Es una falta de respeto para con el tiempo y el trabajo ajenos!... ¡En Inglaterra, un sujeto semejante no ganaría ni un centavo y moriría de hambre!... ¡Ya verás la que te espera cuando vengas!

En su necesidad de descargar sobre alguien su enojo e impaciencia, el sabio se acerca a la habitación de su mujer y golpea en la puerta con los nudillos.

—¡Escucha, Katia! —dice indignado—. Cuando veas a Piotr Dnilich, comunícale que las personas decentes no actúan de esa manera. ¡Es un asco!... ¡Me recomienda a un escribiente, y no sabe lo que me recomienda!... ¡Ese jovenzuelo, con toda puntualidad, se retrasa todos los días dos o tres horas!... ¿Qué manera de portarse un escribiente es esa?... ¡Para mí, esas dos o tres horas son más preciosas que para cualquier otro dos o tres años!... ¡Cuando llegue pienso tratarlo como a un perro!... ¡No le pagaré y lo echaré de aquí! ¡Con semejantes personas no pueden gastarse ceremonias!

—Eso lo dices todos los días, pero él sigue viniendo y viniendo...

—¡Pues hoy lo he decidido! ¡Ya he perdido bastante por su culpa!... ¡Tendrás que perdonarme, pero pienso reñirle como se riñe a un cochero!...

He aquí que suena un timbre. El sabio pone cara seria, yergue su figura y, alzando la cabeza, se encamina al vestíbulo. En este, junto al perchero, se encuentra ya su escribiente. Iván Matveich, joven de unos dieciocho años, rostro ovalado, imberbe, cubierto con un abrigo raído y sin chanclos. Tiene el aliento entrecortado y, mientras se limpia con gran esmero los grandes y torpes zapatos en el felpudo, se esfuerza en ocultar a la doncella el agujero en uno de ellos, por el que asoma una media blanca. Al ver al sabio sonríe con esa larga, prolongada y un tanto bobalicona sonrisa con que solamente sonríen los niños o las personas muy ingenuas.

—¡Ah... buenas tardes! —dice, ofreciendo una mano grande y mojada—. Qué... ¿se le pasó lo de la garganta?

—¡Iván Matveich! —dice el sabio con voz temblorosa, retrocediendo, y enlazando los dedos—. ¡Iván Matveich! —luego, dando un salto hacia el escribiente lo agarra por un hombro y comienza a sacudirlo débilmente—. ¿Qué es lo que está usted haciendo conmigo... —prosigue con desesperación—, terrible y mala persona?... ¿Qué está usted haciendo? ¿Reírse?... ¿Se mofa usted, acaso de mí?... ¿Sí?...

El semblante ovalado de Iván Matveich (que, a juzgar por la sonrisa que todavía no ha acabado de deslizarse de su rostro, esperaba un recibimiento completamente distinto) se alarga aún más al ver al sabio respirando indignación y, lleno de asombro, abre la boca.

—¿Qué?... ¿Qué dice?... —pregunta.

—¡Con que además pregunta usted que qué digo! —exclama alzando las manos—. ¡Sabiendo como sabe usted lo precioso que me es el tiempo me viene con dos horas de retraso! ¡No tiene usted temor de Dios!

—Es que no vengo ahora de casa —balbucea Iván Matveich, desanudándose indeciso la bufanda—. Era el santo de mi tía, y fui a verla... Vive a unas seis verstas de aquí... ¡Si hubiera ido directamente desde mi casa... sería distinto!

—¡Reflexione usted, Iván Matveich!... ¿Existe lógica en su proceder?... ¡Aquí hay trabajo, asuntos urgentes..., y usted se va a felicitar a sus tías por sus santos!... ¡Oh!... ¡Desátese más de prisa esa absurda bufanda!... ¡En fin, que todo esto es intolerable!

Y el sabio se acerca de otro salto al escribiente y le ayuda a destrabar la bufanda.

—¡Es usted peor que una baba!... ¡Bueno! ¡Venga ya! ¡Más rápido, por favor!

Sonándose con un arrugado y sucio pañuelo y estirándose el saco gris, Iván Matveich, tras atravesar la sala y el salón, penetra en el despacho. En este hace tiempo que le ha sido preparado sitio, papel y hasta cigarrillos.

—¡Siéntese! ¡Siéntese! —le mete prisa el sabio, frotándose las manos impacientemente—. ¡Hombre insoportable! ¡Sabe usted lo apremiante que es el trabajo y se retrasa de esta manera! ¡Sin querer, tiene uno que regañar! Bueno, ¡escriba!... ¿Dónde quedamos?

Iván Matveich se atusa los cabellos, duros como crines, desigualmente cortados, y toma la lapicera. El sabio, paseándose de un lado a otro y reconcentrándose, comienza a dictar:

"Es el hecho (coma) que algunas de las que podríamos llamar formas fundamentales... (¿Ha escrito usted formas?...) sólo se condicionan según el sentido de aquellos principios (coma) que en sí mismos encuentran su expresión y sólo en ellos pueden encarnarse. (Aparte. Ahí punto, como es natural). Las más independientes son..., son aquellas formas que presentan un carácter no tanto político (coma) como social."

—Ahora los colegiales llevan otro uniforme. El de ahora es gris —dice Iván Matveich—. Cuando yo estudiaba era diferente.

—¡Ah!... ¡Escriba, por favor! —se enoja el sabio—. ¿Ha escrito usted social?... "En cuanto no se refiere a regularización, sino a perfeccionamiento de las funciones de estado (coma), no puede decirse que estas se distinguen sólo por las características de sus formas... ¡Eso!... Sí..." Las tres últimas palabras van entrecomilladas... ¿Qué me decía usted antes del colegio?

—Que en mis tiempos llevábamos otro uniforme.

—¡Ah... sí! Y usted... ¿hace mucho que ha dejado el colegio?

—Sí, se lo decía ayer. Hace tres años que no estudio... Lo dejé en cuarto año.

—¿Y por qué dejó usted el colegio? – pregunta el sabio, echando una mirada sobre lo escrito por Iván Matveich.

—Pues porque sí... Por cuestiones absolutamente particulares.

—¡Otra vez tengo que volvérselo a decir: Iván Matveich!... ¿Cuándo dejará usted de alargar tanto los renglones?... ¡No debe haber más de cuarenta letras en cada renglón!

—¿Cree usted, acaso, que lo hago a propósito? —se ofende Iván Matveich—. ¡Otros, en cambio, llevan menos de cuarenta! ¡Cuéntelas! ¡Si le parece que lo hago adrede, puede quitármelo de la paga!

—¡Ah!... ¡No se trata de eso!... ¡Qué poca delicadeza tiene usted! ¡Enseguida se pone a hablar de dinero!... ¡El esmero es lo que importa, Iván Matveich!... ¡Lo que importa es el esmero!... ¡Tiene usted que acostumbrarse al esmero!

La doncella entra en el despacho, trayendo una bandeja que contiene dos vasos de té y una cestita con tostadas secas... Iván Matveich toma torpemente su vaso con ambas manos y empieza de inmediato a bebérselo. El té está demasiado caliente y, para no quemarse los labios, Iván Matveich lo bebe a sorbitos. Se come primero una tostada; luego otra; después una tercera, y, turbado y mirando de reojo al sabio, tiende la mano hacia la cuarta. Sus ruidosos sorbos, su glotona manera de mascar y la expresión de codicia hambrienta de sus cejas alzadas irritan al sabio.

—¡Dese prisa! ¡El tiempo es precioso!

—Siga dictándome. Puedo beber y escribir al mismo tiempo... Le confieso que tenía hambre.

—¿Vendrá usted a pie seguramente?

—Sí... ¡Y qué mal tiempo hace!... Por este tiempo, en mi tierra, huele ya a primavera... En todas partes hay charcos de la nieve que se derrite...


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