Текст книги "Antologia De Cuentos"
Автор книги: Антон Чехов
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Классическая проза
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—Y bien, ¿se marcharán ustedes o no? —preguntó después de un minuto de silencio.
Los intelectuales, sin decir una palabra, salieron andando de puntillas y Piatigórov cerró tras ellos la puerta.
—Pero ¡si tú sabías que ése era Piatigórov! —decía un minuto más tarde Evstrat Spiridónovich con voz ronca, sacudiendo al camarero, que llevaba más vino a la biblioteca—. ¿Por qué no dijiste nada?
—Me lo había prohibido.
—Te lo había prohibido... Si te encierro, maldito, por un mes, entonces sabrás lo que es prohibido. ¡Fuera!... Y ustedes, señores, también son buenos —dirigióse a los intelectuales—. ¡Armar un motín! ¿No podían acaso salir del salón de lectura por diez minutos? Ahora, sufran las consecuencias. ¡Eh, señores, señores...! No me gusta nada, palabra de honor.
Los intelectuales, abatidos, cabizbajos y perplejos, con aire culpable, andaban por el club como si presintiesen algo malo.
Sus esposas e hijas, al saber que Piatigórov había sido ofendido y que estaba enfadado, perdieron la animación y comenzaron a dispersarse hacia sus casas.
A las dos de la madrugada salió Piatigórov de la sala de lectura. Estaba borracho y se tambaleaba. Entró en el salón de baile, se sentó al lado de la orquesta y se quedó dormido a los sones de la música; después inclinó tristemente la cabeza y se puso a roncar.
—¡No toquen! —ordenaron los organizadores del baile a los músicos, haciendo grandes aspavientos—. ¡Silencio!... Egor Nílich duerme...
—¿Desea usted que lo acompañe a casa, Egor Nílich? —preguntó Belebujin, inclinándose al oído del millonario.
Piatigórov movió los labios, como si quisiera alejar una mosca de su mejilla.
—¿Me permite acompañarle a su casa? —repitió Belebujin– o aviso que le envíen el coche?
—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué quieres?
—Acompañarle a su casa... Es hora de dormir.
—Bueno. Acompaña...
Belebujin resplandeció de placer y comenzó a levantar a Platigórov. Los otros intelectuales se acercaron corriendo y, sonriendo agradablemente, levantaron al benemérito ciudadano y lo condujeron con todo cuidado al coche.
—Sólo un artista, un genio, puede tomar así el pelo a todo un grupo de gente —decía Yestiakov en tono alegre, ayudándolo a sentarse—. Estoy sorprendido de verdad. Hasta ahora no puedo dejar de reír. ¡Ja, ja! Créame que ni en los teatros nunca he reído tanto. ¡Toda la vida recordaré esta noche inolvidable!
Después de haber acompañado a Platigórov, los intelectuales recobraron la alegría y se tranquilizaron.
—A mí me dio la mano al despedirse —dijo Yestiakov muy contento—. Luego ya no está enfadado.
—¡Dios te oiga! —suspiró Evstrat Spiridónovich—. Es un canalla, un hombre vil, pero es un benefactor. No se le puede contrariar.
La muerte de un funcionario público
El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y se sentía del todo feliz..., cuando, de repente... —en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de improvisos—, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo..., apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y... ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.
Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan..., a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.
—Le he salpicado probablemente —pensó Tcherviakof—; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio...; hay que excusarse.
Tcherviakof tosió, se echó hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:
—Dispénseme, excelencia, le he salpicado...; fue involuntariamente...
—No es nada..., no es nada...
—¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo...; yo no me lo esperaba...
—Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!
Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:
—Excelencia, le he salpicado... Hágame el favor de perdonarme... Fue involuntariamente.
—¡No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo —contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros.
"Lo ha olvidado; mas en sus ojos se lee la molestia —pensó Tcherviakof mirando al general con desconfianza—; no quiere ni hablarme... Hay que explicarle que fue involuntariamente..., que es la ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que escupí. ¡Si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún día!..."
Al volver a casa, Tcherviakof refirió a su mujer su descortesía. Mas le pareció que su esposa tomó el acontecimiento con demasiada ligereza; desde luego, ella se asustó; pero cuando supo que Brischalof no era su «jefe», se calmó y dijo:
—Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no conoces el trato social.
—¡Precisamente! Yo le pedí perdón; pero lo acogió de un modo tan extraño...; no dijo ni una palabra razonable...; es que, en realidad, no había ni tiempo para ello.
Al día siguiente, Tcherviakof vistió su nuevo uniforme, se cortó el pelo y se fue a casa de Brischalof a disculparse de lo ocurrido. Entrando en la sala de espera, vio muchos solicitantes y al propio consejero que personalmente recibía las peticiones. Después de haber interrogado a varios de los visitantes, se acercó a Tcherviakof.
—Usted recordará, excelencia, que ayer en el teatro de la Arcadia... —así empezó su relación el alguacil —yo estornudé y le salpiqué involuntariamente. Dispen...
—¡Qué sandez!... ¡Esto es increíble!... ¿Qué desea usted?
Y dicho esto, el consejero se volvió hacia la persona siguiente.
"¡No quiere hablarme! —pensó Tcherviakof palideciendo—. Es señal de que está enfadado... Esto no puede quedar así...; tengo que explicarle..."
Cuando el general acabó su recepción y pasó a su gabinete, Tcherviakof se adelantó otra vez y balbuceó:
—¡Excelencia! Me atrevo a molestarle otra vez; crea usted que me arrepiento infinito... No lo hice adrede; usted mismo lo comprenderá...
El consejero torció el gesto y con impaciencia añadió:
—¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío!
Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.
"Burlarme yo? —pensó Tcherviakof, completamente aturdido—. ¿Dónde está la burla? ¡Con su consejero del Estado; no lo comprende aún! Si lo toma así, no pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que el demonio se lo lleve! Le escribiré una carta, pero yo mismo no iré más! ¡Le juro que no iré a su casa!"
A tales reflexiones se entregaba tornando a su casa. Pero, a pesar de su decisión, no le escribió carta alguna al consejero. Por más que lo pensaba, no lograba redactarla a su satisfacción, y al otro día juzgó que tenía que ir personalmente de nuevo a darle explicaciones.
—Ayer vine a molestarle a vuecencia —balbuceó mientras el consejero dirigía hacia él una mirada interrogativa—; ayer vine, no en son de burla, como lo quiso vuecencia suponer. Me excusé porque estornudando hube de salpicarle... No fue por burla, créame... Y, además, ¿qué derecho tengo yo a burlarme de vuecencia? Si nos vamos a burlar todos, los unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración... No habrá...
—¡Fuera! ¡Vete ya! —gritó el consejero temblando de ira.
—¿Qué significa eso? —murmuró Tcherviakof inmóvil de terror.
—¡Fuera! ¡Te digo que te vayas! —repitió el consejero, pataleando de ira.
Tcherviakof sintió como si en el vientre algo se le estremeciera. Sin ver ni entender, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y volvió lentamente a su casa... Entrando, pasó maquinalmente a su cuarto, se acostó en el sofá, sin quitarse el uniforme, y... murió.
La mujer del boticario
La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Sólo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.
Hace tiempo que todo duerme. Tan sólo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué...? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente... Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!
La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.
"Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento", piensa la mujer del boticario.
Poco después, en efecto, surgen dos figuras vestidas de uniforme militar blanco. Una es grande y gruesa; otra, más pequeña y delgada. Con un andar perezoso y acompasado, pasan despacio junto a la verja, conversando en voz alta sobre algo. Al acercarse a la botica, ambas figuras retrasan aún más el paso y miran a las ventanas.
—Huele a botica —dice el oficial delgado—. ¡Claro..., como que es una botica...! ¡Ah...! ¡Ahora que me acuerdo... la semana pasada estuve aquí a comprar aceite de ricino! Aquí es donde hay un boticario con una cara agria y una quijada de asno. ¡Vaya quijada...! Con una como ésa, exactamente, venció Sansón a los filisteos.
—Si... —dice con voz de bajo el gordo—. Ahora la botica está dormida... La boticaria estará también dormida... Aquí, Obtesov, hay una boticaria muy guapa.
—La he visto. Me gusta mucho. Diga, doctor: ¿podrá querer a ese de la quijada? ¿Será posible?
—No. Seguramente no lo quiere —suspira el doctor con expresión de lástima hacia el boticario—. ¡Ahora, guapita..., estarás dormida detrás de esa ventana...! ¿No crees, Obtesov? Estará con la boquita entreabierta, tendrá calor y sacará un piececito. Seguro que el tonto boticario no entiende de belleza. Para él, probablemente, una mujer y una botella de lejía es lo mismo.
—Oiga, doctor... —dice el oficial, parándose– ¿Y si entráramos en la botica a comprar algo? Puede que viéramos a la boticaria.
—¡Qué ocurrencia! ¿Por la noche?
—¿Y qué...? También por la noche tienen obligación de despachar. Anda, amigo... Vamos.
—Como quieras.
La boticaria, escondida tras los visillos, oye un fuerte campanillazo y, con una mirada a su marido, que continúa roncando y sonriendo dulcemente, se echa encima un vestido, mete los pies desnudos en los zapatos y corre a la botica.
A través de la puerta de cristal, se distinguen dos sombras. La boticaria aviva la luz de la lámpara y corre hacia la puerta para abrirla. Ya no se siente aburrida ni desazonada, ya no tiene ganas de llorar, y sólo el corazón le late con fuerza. El médico, gordiflón, y el delgado Obtesov entran en la botica. Ahora ya puede verlos bien. El gordo y tripudo médico tiene la tez tostada y es barbudo y torpe de movimientos. Al más pequeño de éstos le cruje su uniforme y le brota el sudor en el rostro. El oficial es de tez rosada y sin bigote, afeminado y flexible como una fusta inglesa.
—¿Qué desean ustedes? —pregunta la boticaria, ajustándose el vestido.
—Denos... quince kopeks de pastillas de menta.
La boticaria, sin apresurarse, coge del estante un frasco de cristal y empieza a pesar las pastillas. Los compradores, sin pestañear, miran su espalda. El médico entorna los ojos como un gato satisfecho, mientras el teniente permanece muy serio.
—Es la primera vez que veo a una señora despachando en una botica —dice el médico.
—¡Qué tiene de particular! —contesta la boticaria mirando de soslayo el rosado rostro de Obtesov—. Mi marido no tiene ayudantes, por lo que siempre lo ayudo yo.
—¡Claro...! Tiene usted una botiquita muy bonita... ¡Y qué cantidad de frascos distintos..! ¿No le da miedo moverse entre venenos...? ¡ Brrr...!
La boticaria pega el paquetito y se lo entrega al médico. Obtesov saca los quince kopeks. Trascurre medio minuto en silencio... Los dos hombres se miran, dan un paso hacia la puerta y se miran otra vez.
—Deme diez kopeks de sosa —dice el médico.
La boticaria, otra vez con gesto perezoso y sin vida, extiende la mano hacia el estante.
—¿No tendría usted aquí, en la botica, algo...? —masculla Obtesov haciendo un movimiento con los dedos—. Algo... que resultara como un símbolo de algún líquido vivificante...? Por ejemplo, agua de seltz. ¿Tiene usted agua de seltz?
—Si, tengo —contesta la boticaria.
—¡Bravo...! ¡No es usted una mujer! ¡Es usted un hada...! ¿Podría darnos tres botellas...?
—La boticaria pega apresurada el paquete de sosa y desaparece en la oscuridad, tras de la puerta.
—¡Un fruto como éste no se encontraría ni en la isla de Madeira! ¿No le parece? Pero escuche... ¿no oye usted un ronquido? Es el propio señor boticario, que duerme.
Pasa un minuto, la boticaria vuelve y deposita cinco botellas sobre el mostrador. Como acaba de bajar a la cueva, está encendida y algo agitada.
—¡Chis! —dice Obtesov cuando al abrir las botellas deja caer el sacacorchos—. No haga tanto ruido, que se va a despertar su marido.
—¿Y qué importa que se despierte?
—Es que estará dormido tan tranquilamente... soñando con usted... ¡A su salud! ¡Bah...! —dice con su voz de bajo el médico, después de eructar y de beber agua de seltz—. ¡Eso de los maridos es una historia tan aburrida...! Lo mejor que podrían hacer es estar siempre dormidos. ¡Oh, si a esta agua se le hubiera podido añadir un poco de vino tinto!
—¡Qué cosas tiene! —ríe la boticaria.
—Sería magnífico. ¡Qué lástima que en las boticas no se venda nada basado en alcohol! Deberían, sin embargo, vender el vino como medicamento. Y vinum gallicum rubrum..., ¿tiene usted?
—Sí, lo tenemos.
—Muy bien; pues tráiganoslo, ¡qué diablo...! ¡Tráigalo!
—¿Cuánto quieren?
—¡Cuantum satis! Empecemos por echar una onza de él en el agua, y luego veremos. ¿No es verdad? Primero con agua, y después, per se.
—El médico y Obtesov se sientan al lado del mostrador, se quitan los gorros y se ponen a beber vino tinto.
—¡Hay que confesar que es malísimo! ¡Que es un vinum malissimum!
—Pero con una presencia así... parece un néctar.
—¡Es usted maravillosa, señora! Le beso la mano con el pensamiento.
—Yo hubiera dado mucho por poder hacerlo no con el pensamiento —dice Obtesov—. ¡Palabra de honor que hubiera dado la vida!
—¡Déjese de tonterías! —dice la señora Chernomordik, sofocándose y poniendo cara seria.
—Pero ¡qué coqueta es usted...! —ríe despacio el médico, mirándola con picardía—. Sus ojitos disparan ¡pif!, ¡paf!, y tenemos que felicitarla por su victoria, porque nosotros somos los conquistados.
La boticaria mira los rostros sonrosados, escucha su charla y no tarda en animarse a su vez. ¡Oh...! Ya está alegre, ya toma parte en la conversación, ríe y coquetea, y por fin después de hacerse rogar mucho de los compradores, bebe dos onzas de vino tinto.
—Ustedes, señores oficiales, deberían venir más a menudo a la ciudad desde el campamento —dice—, porque esto, si no, es de un aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de aburrimiento!
—Lo creo —se espanta el médico—. ¡Una niña tan bonita! ¡Una maravilla así de la naturaleza, y en un rincón tan recóndito! ¡Qué maravillosamente bien lo dijo Griboedov! "¡Al rincón recóndito! ¡Al Saratov...!" Ya es hora, sin embargo, de que nos marchemos. Encantados de haberla conocido..., encantadísimos... ¿Qué le debemos?
La boticaria alza los ojos al techo y mueve los labios durante largo rato.
—Doce rublos y cuarenta y ocho kopeks —dice.
Obtesov saca del bolsillo una gruesa cartera, revuelve durante largo tiempo un fajo de billetes y paga.
—Su marido estará durmiendo tranquilamente... estará soñando... —balbucea al despedirse, mientras estrecha la mano de la boticaria.
—No me gusta oír tonterías.
—¿Tonterías? Al contrario... Éstas no son tonterías... Hasta el mismo Shakespeare decía: "Bienaventurado aquel que de joven fue joven..."
—¡Suelte mi mano!
Por fin, los compradores, tras larga charla, besan la mano de la boticaria e indecisos, como si se dejaran algo olvidado, salen de la botica. Ella corre a su dormitorio y se sienta junto a la ventana. Ve cómo el teniente y el doctor, al salir de la botica, recorren perezosamente unos veinte pasos. Los ve pararse y ponerse a hablar de algo en voz baja. ¿De qué? Su corazón late, le laten las sienes también... ¿Por qué...? Ella misma no lo sabe. Su corazón palpita fuertemente, como si lo que hablaran aquellos dos en voz baja fuera a decidir su suerte. Al cabo de unos minutos el médico se separa de Obtesov y se aleja, mientras que Obtesov vuelve. Una y otra vez pasa por delante de la botica... Tan pronto se detiene junto a la puerta como echa a andar otra vez. Por fin, suena el discreto tintineo de la campanilla.
La boticaria oye de pronto la voz de su marido, que dice:
—¿Qué...? ¿Quién está ahí? Están llamando. ¿Es que no oyes...? ¡Qué desorden!
Se levanta, se pone la bata y, tambaleándose todavía de sueño y con las zapatillas en chancletas, se dirige a la botica.
—¿Qué es? ¿Qué quiere usted? pregunta a Obtesov.
—Deme..., deme quince kopeks de pastillas de menta.
Respirando ruidosamente, bostezando, quedándose dormido al andar y dándose con las rodillas en el mostrador, el boticario se empina hacia el estante y coge el frasco...
Unos minutos después la boticaria ve salir a Obtesov de la botica, le ve dar algunos pasos y arrojar al camino lleno de polvo las pastillas de menta. Desde una esquina, el doctor le sale al encuentro. Al encontrarse, ambos gesticulan y desaparecen en la bruma matinal.
—¡Oh, qué desgraciada soy! —dice la boticaria, mirando con enojo a su marido, que se desviste rápidamente para volver a echar a dormir—. ¡Que desgraciada soy! —repite.
Y de repente rompe a llorar con amargas lágrimas Y nadie... nadie sabe...
—Me he dejado olvidados quince kopeks en el mostrador —masculla el boticario, arropándose en la manta—. Haz el favor de guardarlos en la mesa.
Y al punto se queda dormido.
La obra de arte
Sacha Smirnov, hijo único, entró con mustio semblante en la consulta del doctor Kochelkov. Debajo del brazo llevaba un paquete envuelto en el número 223 de Las noticias de la Bolsa.
—¡Hola, jovencito! ¿Qué tal nos encontramos? ¿Qué se cuenta de bueno? —le preguntó, afectuosamente, el médico.
Sacha empezó a parpadear y, llevándose la mano al corazón, dijo con voz temblorosa y agitada:
—Mi madre, Iván Nikolaevich, me rogó que lo saludara en su nombre y le diera las gracias... Yo soy su único hijo, y usted me salvó la vida..., me curó de una enfermedad peligrosa..., y ninguno de los dos sabemos cómo agradecérselo.
—Está bien, está bien, joven —lo interrumpió el médico, derritiéndose de satisfacción—. Sólo hice lo que cualquiera hubiese hecho en mi lugar.
—Soy el único hijo de mi madre... Somos gente pobre y, naturalmente, no podemos pagarle el trabajo que se ha tomado, pero... por eso mismo estamos muy avergonzados... y le rogamos encarecidamente se digne aceptar, en señal de nuestro agradecimiento, esto que... Es un objeto muy valioso, de bronce antiguo..., una verdadera obra de arte, muy rara...
—¡Para qué se ha molestado! No hacía falta —dijo el médico frunciendo el ceño.
—No, por favor, no lo rechace —prosiguió murmurando Sacha, mientras desenvolvía el paquete—. Si lo hace, nos ofenderá a mi madre y a mí. Es un objeto muy hermoso..., de bronce antiguo... Pertenecía a mi difunto padre y lo guardábamos como un recuerdo, casi como una reliquia... Mi padre se dedicaba a comprar objetos de bronce antiguos para venderlos a los aficionados. Ahora mi madre y yo seguiremos ocupándonos en lo mismo.
Sacha acabó de desenvolver el paquete y colocó triunfalmente sobre la mesa el objeto en cuestión. Era un candelabro, no muy grande, pero efectivamente de bronce antiguo y de admirable labor artística. Un pedestal sostenía un grupo de figuras femeninas ataviadas como Eva, y en tales posturas que me encuentro incapaz de describirlas, tanto por falta de valor como del necesario temperamento. Las figuritas sonreían con coquetería, y todo en ellas atestiguaba claramente que, a no ser por la obligación que tenían de sostener una palmatoria, de buena gana habrían saltado del pedestal y organizado una juerga de tal categoría que sólo pensar en ella avergonzaría al lector.
El médico contemplaba el regalo con aire preocupado, rascándose la oreja, y por fin emitió un sonido inarticulado, sonándose con gesto inseguro.
—Sí; es un objeto realmente hermoso —consiguió murmurar—, pero verá usted, no es del todo correcto... Eso no es precisamente un escote... Bueno, Dios sabe lo que es.
—Pero ¿por qué lo considera usted de ese modo?
—Porque ni el mismo diablo podía haber inventado nada peor... Colocar encima de mi mesa este objeto sería echar a perder la respetabilidad de la casa.
—Qué manera tan rara tiene usted de considerar el arte, doctor —exclamó Sacha, ofendido—. Pero mírelo usted bien. Se trata de una verdadera obra de arte. Hay en ella tal belleza y gracia que eleva nuestra alma y hace acudir lágrimas a nuestros ojos. ¡Fíjese qué movimiento, qué ligereza, cuánta expresión!
—Lo comprendo muy bien, querido —lo interrumpió el médico—. Pero debe darse cuenta de que yo soy padre de familia, mis hijitos andan de un lado para otro y vienen señoras a verme.
—Claro, mirándolo desde el punto de vista del vulgo —dijo Sacha—, este objeto de tanto valor artístico resulta completamente distinto... Pero usted, doctor, se halla tan por encima de la masa. Además, si lo rehúsa, nos apenará profundamente. Usted me salvó la vida..., y lo único que siento es no tener la pareja de este candelabro.
—Gracias, buen muchacho; le estoy muy agradecido. Salude a su madre, pero hágase cargo, palabra de honor, que por aquí andan mis niños y vienen señoras... ¡Bueno, qué se le va a hacer! ¡Déjelo! De todos modos no lograré hacerle comprender mi situación.
—No hay más que hablar —dijo Sacha muy alegre—: el candelabro se pondrá aquí, al lado de este jarrón. ¡La lástima es que no tenga la pareja! ¡Sí, es una verdadera pena! Bueno... ¡Adiós, doctor!
Cuando se fue Sacha, el médico permaneció un buen rato rascándose la nuca con aire pensativo.
"Es indiscutible que se trata de un objeto de arte —decía para sí—, y sería una pena tirarlo. Sin embargo, es imposible tenerlo en casa... ¡Vaya problema! ¿A quién podría regalarlo o qué favor podría pagar con él?"
Después de muchas cavilaciones recordó a su buen amigo el abogado Ujov, con quien se sentía en deuda por un asunto que le arregló.
"Perfectamente —decidió el médico—; como es un gran amigo no me aceptará dinero y será necesario hacerle un regalo. Voy a .llevarle este condenado candelabro. Precisamente es soltero y algo calavera."
Y, sin esperar más, se vistió rápidamente, cogió el candelabro y se fue a ver a Ujov, a quien encontró casualmente en casa.
—¡Hola, amigo! —exclamó al entrar—. Vine para darte las gracias por las molestias que te tomaste conmigo, y como no quieres aceptar mi dinero, al menos acepta este objeto. Sí, querido amigo, se trata de un objeto valiosísimo...
Al ver el candelabro, el abogado prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo.
—¡Vaya un objeto! —exclamó el abogado, echándose a reír—. ¡Ni el mismo demonio sería capaz de inventar algo mejor! ¡Es estupendo! ¡Magnífico! ¿Dónde encontraste esta preciosidad?
Después de exteriorizar así su entusiasmo, echó una mirada temerosa a la puerta, y dijo:
—Sólo que, hermano, por favor guarda tu regalo. No lo quiero.
—¿Por qué? —inquirió el médico, asustado.
—Pues porque... a mi casa suele venir mi madre y también los clientes... Incluso delante de la criada resultará algo molesto...
—¡Ni hablar! ¡No te atreverás a hacerme este desaire! —exclamó, gesticulando, el galeno—. Esto sería un feo por tu parte. Además, tratándose de una obra de arte..., y fíjate qué movimiento..., cuánta expresión. ¡No digas nada más o me enfado!
—Si al menos llevasen unas hojitas...
Pero el médico no lo dejó continuar y empezó a hablar con gran vehemencia, gesticulando. Finalmente pudo irse contento a su casa por haberse deshecho del regalo.
En cuanto se marchó el doctor, el abogado se quedó contemplando el candelabro, le dio vueltas y más vueltas, palpándolo por todos lados, e, igual que su anterior dueño, estuvo cavilando sobre la misma cuestión. ¿Qué iba a hacer con aquel regalo?
"Es una obra magnífica —pensaba—. Sería lástima tirarla, pero tampoco es posible guardarla. Lo mejor será regalarlo a alguien... ¿Y si lo llevara esta noche al cómico Schaschkin. A este sinvergüenza le gustan objetos de esta clase y, además, hoy tiene un festival benéfico..."
Y dicho y hecho, por la noche envolvió el candelabro en un papel y lo envió al cómico Schaschkin.
El camerino del artista estuvo lleno toda la tarde; a cada momento entraban hombres a contemplar el regalo: allí sólo se oía un rumor mezcla de exclamaciones y de risas, algo así como un relinchar. Cuando alguna de las artistas se acercaba a la puerta y preguntaba si podía entrar, en seguida se oía la voz ronca del cómico que gritaba:
—No chica, no. Estoy sin vestir.
Después de aquel espectáculo, el cómico, alzando sus brazos y gesticulando, decía todo preocupado:
—Bueno, ¿y dónde meteré yo esta porquería de candelabro? Tengo un piso particular, pero es imposible llevarlo allí. Vienen a verme artistas, y esto no es una fotografía que se pueda esconder en el cajón de la mesa.
—Puede venderlo, señor —le aconsejó el peluquero, consolándolo—. No muy lejos de aquí vive una vieja que compra antigüedades... Pregunte por la Smirnova. Todo el mundo la conoce.
El cómico siguió este consejo...
Dos días más tarde, cuando el médico Kochelkov estaba sentado en su gabinete con la cabeza entre las manos y pensando en los ácidos biliares, se abrió la puerta de repente y entró en la habitación Sacha Smirnov. Sonreía resplandeciente de felicidad. Llevaba en las manos algo envuelto en un papel de periódico.
—¡Doctor! —exclamó todo sofocado—. ¡Figúrese qué alegría! Ha sido una suerte enorme para usted. Hemos encontrado la pareja de su candelabro... Mi madre está tan contenta... Usted me salvó la vida.
Y Sacha, cuya voz temblaba de emoción, colocó delante del médico el candelabro. El médico abrió la boca, intentó decir algo, pero no pudo: su lengua estaba paralizada.
La señora del perrito
UNO
Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.
Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».
«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.
Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo —le fue infiel bastante a menudo—, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú —siempre lentos e irresolutos para todo—, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.