Текст книги "Antologia De Cuentos"
Автор книги: Антон Чехов
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Классическая проза
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Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en la estufa.
Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la oscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.
—¡Enciendan luz! —dice.
—¡Bu-bu-bu! —responde Efim, rechinando los dientes.
La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.
—¡Espere un instante, señor doctor! —dice la madre.
Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.
Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.
—¿Qué es eso, muchacho? —le pregunta el médico, inclinándose sobre él—. ¿Hace mucho que estás enfermo?
¡Me ha llegado la hora, excelencia! —contesta, con mucho trabajo, Efim—. No me hago ilusiones...
—¡Vamos, no digas tonterías! Verás cómo te curas...
—Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella...
El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:
—Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarlo al hospital para que lo operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!
—Señor doctor, ¿y cómo va a ir? —dice la madre—. No tenemos caballo.
—No importa; hablaré a los señores y les dejarán uno.
El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.
—Bu-bu-bu-bu...
Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.
Pasa, al cabo, la noche y sale el sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue el marido.
Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:
«Duerme niño bonito...»
A Varka le parece su propia voz la voz que canta.
Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice:
—¡Acaban de operarlo, pero ha muerto! ¡Santa gloria haya!... El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.
Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:
—¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!
Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sueño irresistible, y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.
El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.
De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace dormida en tierra. Vorka quiere acostarse también; pero su madre, que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.
—¡Una limosnita, por el amor de Dios! —implora la madre a los caminantes—. ¡Compasión, buenos cristianos!
—¡Dame el niño! —grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka—. ¡Otra vez dormida, mala pécora!
Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.
Mientras el niño mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.
—¡Toma al niño! —ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa—. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!
Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerlo. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna y balancea el cuerpo al par que el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso plúmbeo.
—¡Varka, enciende la estufa! —grita el ama, al otro lado de la puerta.
Es de día. Hay que comenzar el trabajo.
Varka deja la cuna y corre por leña a la porchada. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentado.
Lleva leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.
—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.
Varka empieza a encender astillas, mas su ama la interrumpe con una nueva orden:
—¡Varka, límpiale los chanclos al amo!
Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, en evitación de que los chismes que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.
—¡Varka, ve a lavar la escalera! —ordena el ama, a voces—. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!
Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.
Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, mondando papas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las papas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir...
Transcurre así el día. Llega la noche.
Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.
Hay aquella noche una visita.
—¡Varka, enciende el samovar! —grita el ama.
El samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar té hay que encenderlo cinco veces.
Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.
—¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!
Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.
—¡Varka, abraza al niño! —es la última orden que oye.
Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse ante los ojos medio cerrados de Varka y a envolverle el cerebro en una niebla.
«Duerme, niño bonito...» canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta.
El niño grita como un condenado. Está a dos dedos de encanarse.
Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes del talego, con su madre, con su padre moribundo. No puede darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, le impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es ésa, y no saca nada en limpio. Sin alientos ya, mira el círculo verde, las sombras... En este momento oye gritar al niño y se dice: «Ese es el enemigo que me impide vivir.»
El enemigo es el niño.
Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?
Completamente absorbida por tal idea se levanta, y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse al punto del niño enemigo. Lo matará y podrá dormir lo que quiera.
Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con tácitos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.
Le atenaza con ambas manos el cuello. El niño se pone azul, y a los pocos instantes muere.
Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda al punto dormida con un sueño profundo.
Un drama
—Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! —dijo el criado—. Hace una hora que espera.
Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:
—¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!
—Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.
—Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.
Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.
Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.
—Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? —comenzó con acento en extremo turbado—. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.
—¡Ah, sí!... Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle útil?
—Mire usted, yo... , yo —balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún —. Usted no se acuerda de mí... Soy, la señora Murachkin... Soy gran admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí, leo sus artículos con mucho placer... Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero... no he dejado de contribuir algo..., he publicado tres novelitas para niños... Naturalmente, usted no las habrá leído... He trabajado también en traducciones... Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado.
—Sí, sí... ¿Y en qué puedo serle útil a usted?
—Verá usted... – y bajó los ojos, poniéndose aún más colorada —. Conozco su talento y sus opiniones. Y quisiera saber lo que piensa... o, más bien, quisiera que me aconsejase... En fin, he escrito un drama, y antes de enviarlo a la censura quisiera que usted me dijese...
Con mano trémula sacó un voluminoso cuaderno.
Pavel Vasilich no gustaba sino de sus propios artículos; los ajenos, cuando se veía obligado a escucharlos, le producían la impresión de un cañón a cuyos disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno se llenó de terror y dijo:
—Bueno..., déjeme el drama, y lo leeré.
—Pavel Vasilich! —suplicó la señora, con voz suspirante y juntando las manos—. Ya sé que está usted muy ocupado y no puede perder ni un minuto. Tampoco se me oculta que en este momento está usted enviándome a todos los diablos, pero..., tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora, y le quedaré obligadísima.
—Tendría un gran placer, señora, en complacer a usted; pero... no tengo tiempo. Iba a salir.
—Pavel Vasilich —rogó la visitante, con lágrimas en los ojos—. Le pido a usted un sacrificio. Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea usted generoso! Mañana me voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión. ¡Sacrifíqueme usted media hora... sólo media hora!
Pavel Vasilich no era hombre de gran voluntad y no sabía negarse. Cuando vio a la señora disponerse a llorar y a prosternarse ante él, balbuceó:
—Bueno, acepto... Si no es más que media hora...
La señora Murachkin lanzó un grito de triunfo, se quitó el sombrero, se sentó, y empezó a leer.
Leyó primeramente cómo el criado y la criada hablaban largo y tendido de la señorita Ana Sergeyevna, que ha hecho edificar en la aldea una escuela y un hospital. Después del diálogo con el criado la criada recita un monólogo conmovedor sobre la utilidad de la instrucción; luego vuelve el criado y refiere que su señor, el general, mira con malos ojos la actividad de su hija Ana Sergeyevna; quiere casarla un oficial, y considera un lujo inútil la instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan y entra Ana Sergeyevna en persona. Hace saber al público que se ha pasado en claro la noche pensando en Valentín Ivanovich, hijo de un pobre preceptor y mozo de nobles sentimientos, que mantiene a su padre enfermo. Valentín es un hombre instruidísimo, pero en extremo pesimista. No cree ni en el amor ni en la amistad, encuentra estúpida la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está decidida a salvarlo.
Pavel Vasilich escuchaba y pensaba en su diván, en el que tenía la costumbre de descansar un poco después del almuerzo. De vez en cuando lanzaba a la señora Murachkin una mirada llena de odio.
—¡Que el diablo te lleve! —pensaba—. ¿Qué culpa tengo yo de que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué cuaderno, Dios mío! ¡No se acaba nunca!
Miró el retrato de su mujer, colgado en la pared, y recordó que aquélla le había encargado que comprase y llevara a la casa de campo cinco metros de cinta, una libra de queso y unos polvos para los dientes.
—¿Dónde he puesto yo la muestra de la cinta? —pensaba—. Creo que está en el bolsillo de la chaqueta... Con tal que no se pierda... Las malditas moscas han manchado el retrato. Le tendré que decir a Olga que lo limpie... Esta endemoniada está leyendo ya la escena octava; el primer acto está, probablemente, tocando a su fin... Pobre señora, está muy gruesa para tener inspiración. Qué idea más graciosa la de meterse a escribir dramas! Mas valía que hiciera medias o que cuidase a las gallinas...
—¿No le parece a usted este monólogo demasiado largo? —preguntó de pronto la señora Murachkin, levantando los ojos del cuaderno.
Él no había oído palabra de dicho monólogo, y ante la pregunta inesperada manifestó gran confusión.
—¡Nada de eso! Al contrario, me gusta mucho.
La señora Murachkin puso una cara gozosísima, radiante de dicha, y continuó leyendo:
«Ana. Te entregas con exceso al análisis psicológico. Olvidas demasiado el corazón y atribuyes a la razón excesiva importancia. Valentín. ¿Y qué es el corazón? Es un concepto anatómico, un término convencional, sin sentido alguno para mí. Ana (Turbada.) ¿Y el amor? ¿Dirás también acaso que no es sino el producto de la asociación de ideas?... Valentín (Con amargura.) ¡No abramos las viejas heridas! (Una pausa.) ¿En qué piensas?. Ana. Sospecho que no eres feliz.»
Durante la lectura de la escena diez y seis, Pavel Vasilich bostezó de un modo en absoluto inesperado, y él mismo se asustó de su poca galantería. Para disimularla se apresuró a dar a su rostro la expresión de un hombre que escucha con gran interés.
—La escena diez y siete —se dijo– y el primer acto aun no se ha acabado. ¡Dios mío! Si esto se prolonga diez minutos más, no sé qué voy a hacer... ¡Es insoportable!
Al fin la dramaturga leyó con voz triunfante:
«¡Telón!»
Pavel Vasilich lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a levantarse; pero la señora Murachkin volvió la página y, sin haberle dado tiempo para respirar, continuó leyendo:
«Acto segundo. La escena representa una calle de la aldea. A la derecha, la escuela; a la izquierda, el hospital. En la escalinata del hospital están sentadas unas campesinas.»
—¡Perdóneme! —interrumpió Pavel Vasilich—. ¿Cuántos actos son?
—¡Cinco! —respondió rápida la señora Murachkin; y, como si temiera que echase a correr, continuó a toda prisa:
«En la ventana de la escuela se encuentra Valentín. En el fondo se ve a los campesinos salir y entrar en la taberna.»
Como un condenado a muerte que hubiera perdido toda esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se hizo ya ilusiones, y se resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos abiertos y de conservar en el rostro una expresión atenta. El momento dichoso de su porvenir en que aquella señora acabase la lectura del drama y se fuera le parecía muy lejano.
—Rim, run, run... run, run, run —zumbaba sin tregua en su oído la voz de la señora Murachkin.
—Se me había olvidado tomar bicarbonato —pensaba—. Tengo que cuidarme el estómago... Antes de marcharme iré a ver a Smírrov... ¡Calla, un pajarito se ha parado en la ventana! Debe de ser un gorrión.
Sus párpados parecían de plomo, y hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a la señora, que tomó ante sus ojos soñolientos formas fantásticas; comenzó a oscilar, y se convirtió en un ser tricéfalo, que llegaba al techo. La señora leía:
«Valentín. No, permíteme que me vaya. Ana Asustada ¿Por qué? Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto pálida! (A ella.) No, no me obligues a que te diga las verdaderas razones. ¡Prefiero morir a decírtelas! Ana (Tras una corta pausa.) ¡No, no puedes partir!...»
La señora Murachkin empezó a inflarse, a inflarse. No tardó en parecerle a Pavel Vasilich una enorme montaña que llenaba toda la estancia; luego, súbitamente, se hizo muy pequeñita cómo una botella, y desapareció después con la mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:
«Valentín (Sosteniendo en sus brazos a Ana.) ¡Tú me has resucitado! ¡Tú me has enseñado el sentido de la vida! ¡Has sido para mi alma seca como una lluvia bienhechora! Pero, ¡ay!, es demasiado tarde. Soy una víctima de una enfermedad incurable.»
Pavel Vasilich se estremeció y fijó una mirada vaga, estúpida, en la señora Murachkin. Durante un minuto la miró así, sin comprender nada, perdido en absoluto el sentido de la realidad.
«Escena undécima. Los mismos; después, el barón y el oficial de policía. Valentín. ¡Deténganme! Ana ¡Y a mí también, le pertenezco! La amo más que a mi vida. El barón Ana Sergeyevna, olvidas el daño que tu conducta causará a tu noble padre...»
La señora Murachkin empezó nuevamente a inflarse, se hizo grande como una montaña, llenó toda la estancia. Entonces Pavel Vasilich, dirigiendo en torno suyo miradas salvajes, lanzó un alarido de terror, tomó de la mesa un pesado pisapapeles, y con todas sus fuerzas lo descargó sobre la cabeza de la señora Murachkin.
—¡Deténganme, la he matado! —dijo momentos después, cuando acudió la servidumbre.
El jurado dictó un veredicto de inculpabilidad.
Un escándalo
Macha Pavletskaya, una muchachita que acababa de terminar sus estudios en el Instituto y ejercía el cargo de institutriz en casa del señor Kuchkin, se dijo, al volver del paseo con los niños: «¿Qué habrá pasado aquí?» El criado que le abrió la puerta estaba colorado como un cangrejo y visiblemente alterado. Se oía en las habitaciones interiores un trajín insólito. «Acaso la señora —siguió pensando la muchacha– esté con uno de sus ataques o le haya armado un escándalo a su marido.»
En el pasillo se cruzó con dos doncellas, una de las cuales iba llorando. Ya cerca de su habitación vio salir de ella, presuroso, al señor Kuchkin, un hombrecillo calvo y marchito, aunque no muy viejo.
—¡Es terrible! ¡Qué falta de tacto! ¡Esto es estúpido, abominable, salvaje! —iba diciendo, con el rostro bermejo y los brazos en alto.
Y pasó, sin verla, por delante de Macha, que entró en su habitación.
Por primera vez en su vida la joven sintió ese bochorno que tanto conocen las gentes dedicadas a servir a los ricos. Se estaba efectuando un registro en su cuarto. El ama de la casa, Teodosia Vasilievna, una señora gruesa, de hombros anchos, cejas negras y espesas, manos rojas y boca un tanto bigotuda —una señora, en fin, con aspecto de cocinera—, colocaba apresuradamente dentro del cajón de la mesa carretes, retales, papeles...
Sorprendida por la aparición inesperada de la institutriz, se turbó, y balbuceó:
—Perdón..., he tropezado..., se ha caído todo esto... y estaba poniéndolo en su sitio.
Al ver la cara pálida, asombrada, de la muchacha, balbuceó algunas excusas más y se alejó, con un sonoro frufrú de sayas ricas.
Macha contemplaba el aposento, presa el alma de un terror vago y de una angustia dolorosa. ¿Qué buscaba el ama en su cajón? ¿Por qué el señor Kuchkin salía de allí tan alterado? ¿Por qué su mesa, sus libros, sus papeles, sus ropas, estaban en desorden?... Allí acababa, a todas luces, de efectuarse un registro en regla. Pero ¿con qué motivo?, ¿en busca de qué?...
La visible turbación del criado, el trajín que reinaba en la casa, el llanto de la doncella, se relacionaban, sin duda, con el registro. ¿Se le suponía, quizás, autora de algún delito?
Macha se puso aún más pálida de lo que estaba, las piernas le flaquearon y se sentó en un cesto de ropa blanca.
Entró una doncella.
—Lisa, ¿podría usted decirme por qué se ha hecho en mi habitación... un registro? —preguntó la institutriz.
—Se ha perdido un broche de la señora..., un broche que vale dos mil rublos...
—Bien; pero ¿por qué se ha registrado mi habitación?
—¡Se ha registrado todo, señorita! A mí me han registrado de pies a cabeza, aunque, se lo juro a usted, no he tocado en mi vida ese maldito broche. Incluso he procurado siempre acercarme lo menos posible al tocador de la señora.
—Sí, sí, bien...; pero no comprendo...
—Ya le digo a usted que han robado el broche. La señora nos ha registrado, con sus propias manos, a todos, hasta a Mijailc, el portero... ¡Es terrible! El señor parece muy disgustado; pero la deja hacer mangas y capirotes... Usted, señorita, no debe ponerse así. Como no han encontrado nada en su habitación, no tiene nada que temer. Usted no ha cogido la alhaja, ¿verdad?, pues no sea tonta y no se apure...
—Pero ¡es que clama al cielo —dijo Macha, ahogándose de cólera– lo humillante, lo ofensivo, lo bajo, lo vil del proceder de la señora! ¿Que derecho tiene ella a sospechar de mí y a registrar mi cuarto?
—Usted, señorita —suspiró Lisa—, depende de ella... Aunque es usted la institutriz, la considera al fin y al cabo —perdóneme usted– una criada... Usted come su pan, y ella se cree con derecho a todo y no se para en barras.
Macha se dejó caer en la cama y rompió a llorar amargamente. Nunca había sido humillada, insultada, ultrajada de tal manera. ¡Ella, una muchacha bien educada, sentimental, hija de un profesor, considerada autora posible de un robo y registrada como una vagabunda!
Al pensar en el sesgo que podía tomar el asunto, la institutriz se horrorizó. Si se le había podido suponer autora del robo, ¿quién le garantizaba que no se podía incluso detenerla?... Quizás la desnudaran, delante de todos, para ver si ocultaba la alhaja, y la llevaran a la cárcel, a través de las calles llenas de gente. ¿Quién iba a defenderla? Nadie. Sus padres vivían en un apartado rincón de provincias y su situación económica no les permitía emprender un viaje a la capital, donde ella no tenía parientes ni amigos y estaba como en un desierto. Podían, por lo tanto, hacer de ella lo que quisieran.
«Iré a ver a los jueces, a los abogados —se dijo, llorando– y lo explicaré todo; les juraré que soy inocente. Acabarán por convencerse de que no soy una ladrona.»
De pronto recordó que guardaba en el cesto de la ropa blanca algunas golosinas: fiel a sus costumbres de colegiala, solía meterse en el bolsillo, cuando estaba comiendo, algún pastelillo, algún melocotón, y llevárselos a su cuarto.
La idea de que el ama lo habría descubierto la hizo ponerse colorada y sentir como una ola cálida por todo el cuerpo. ¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!
El corazón empezó a latirle con violencia y las fuerzas la abandonaron.
—¡La comida está servida! —le anunció la doncella—. La esperan a usted.
¿Debía ir a comer?... Se alisó el pelo, se pasó por la cara una toalla mojada y se dirigió al comedor.
Habían ya empezado a comer. A un extremo de la mesa se sentaba la señora Kuchkin, grave y reservada; al otro extremo su marido; a ambos lados los niños y algunos convidados. Servían dos criados, de frac y guante blanco. Reinaba el silencio. La desgracia de la señora ataba todas las lenguas. Sólo se oía el ruido de los platos.
El silencio fue interrumpido por el ama de la casa.
—¿Qué hay de tercer plato? —le preguntó con voz de mártir a un criado.
—Esturión a la rusa —contestó el sirviente.
—Lo he pedido yo, querida —se apresuró a decir el señor Kuchkin—. Hace mucho tiempo que no hemos comido pescado. Pero si no te gusta, diré que no lo sirvan... Yo creía...
A la señora no le gustaban los platos que no había ella pedido, y se sintió tan ofendida, que sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Vamos, querida señora, cálmese! —le dijo el doctor Mamikov, que se sentaba junto a ella.
Su voz era suave, acariciadora, y su sonrisa, al dar su mano unos golpecitos sedativos en la de la dama, era no menos dulce.
—¡Vamos, querida señora! Tiene usted que cuidar esos nervios. ¡Olvide ese maldito broche! La salud vale más de dos mil rublos...
—No se trata de los dos mil rublos —dijo la dama con voz casi moribunda, secándose una lágrima—. Es el hecho lo que me subleva. ¡No puedo tolerar ladrones en mi casa! ¡No soy avara; pero no puedo permitir que me roben! ¡Qué ingratitud! ¡Así pagan mi bondad!
Todos los comensales tenían la cabeza baja y miraban al plato; pero a Macha le pareció que habían levantado la cabeza y la miraban a ella. Se le hizo un nudo en la garganta. Apresurándose a cubrirse la faz con el pañuelo, balbuceó:
—¡Perdón! No puedo más... Tengo una jaqueca horrorosa...
Se levantó con tanta precipitación que por poco tira la silla, y, en extremo confusa, salió del comedor.
—¡Qué enojoso es todo esto, Dios mío! —murmuró el señor Kuchkir—. No se ha debido registrar su cuarto... Ha sido un abuso...
—Yo no afirmo —replicó la señora– que sea ella quien ha robado el broche; pero ¿pondrías tú la mano en el fuego?... Yo confieso que estas... institutrices... me inspiran muy poca confianza.
—Sí, pero —contestó el amo de la casa con cierta timidez– ese registro..., ese registro..., perdóname, querida..., no creo que tuvieras, con arreglo a la ley, derecho a efectuarlo.
—Yo no sé de leyes. Lo que sé es que me han robado el broche, ¡y lo he de encontrar!
La dama dio un enérgico cuchillazo en el plato, y sus ojos lanzaron temerosos rayos de cólera.
—¡Y le ruego a usted —añadió dirigiéndose a su marido– que no se mezcle en mis asuntos!
El señor Kuchkin bajó los ojos y exhaló un suspiro.
Macha, cuando llegó a su cuarto, se dejó caer de nuevo en la cama. No sentía ya temor ni vergüenza; lo único que sentía era un deseo violento de volver al comedor y darle un par de bofetadas a aquella señora grosera, malévola, altiva, pagada de sí. ¡Oh, si ella pudiera comprar un broche costosísimo y tirárselo a la cara a la innoble mujer! ¡Oh, si la señora Kuchkin se arruinase y llegara a conocer todas las miserias y todas las humillaciones y se viera un día forzada a pedirle limosna! ¡Con qué placer se la daría ella, Macha Pavletskaya! ¡Oh, si ella heredase una gran fortuna! ¡Qué delicia pasar en un hermoso coche, con insolente estrépito, por delante de las ventanas de la señora Kuchkin!
Pero todo aquello era pura fantasía, sueños. Había que pensar en las cosas reales. Ella no podía continuar allí ni una hora. Era triste, en verdad, el perder la colocación y tener que volver a la casa paterna, tan pobre; pero era preciso. No podía ver a la señora, y el cuarto se le caía encima. Se ahogaba entre aquellas paredes. La señora Kuchkin, con sus enfermedades imaginarias y sus pujos de dama prócer, le inspiraba profunda repulsión. Sólo el oír su voz le crispaba los nervios. ¡Sí, había que marcharse en seguida de aquella casa!
Macha saltó del lecho y se puso a hacer el equipaje.
—¿Se puede? —preguntó detrás de la puerta la voz del señor Kuchkir.
—¡Adelante!
El amo entró y se detuvo a pocos pasos del umbral. Su mirada era turbia y brillaba su nariz roja. Se tambaleaban un poco. Tenía la costumbre de beber cerveza en abundancia después de comer.
—¿Qué hace usted? —preguntó, mirando las maletas abiertas.
—El equipaje para irme. No puedo continuar aquí. Ese registro ha sido para mí un insulto intolerable.
—Comprendo su indignación de usted...; pero hace usted mal en tomarlo tan por la tremenda. La cosa, al cabo, no es tan grave...
La muchacha no contestó y siguió entregada a sus preparativos.
El señor Kuchkin se retorció el bigote, la miró en silencio unos instantes y añadió:
—Comprendo su indignación, señorita; pero... hay que ser indulgente. Ya sabe usted que mi mujer es muy nerviosa y está un poco tocada... No se le debe juzgar demasiado severamente.
Macha siguió callada.
—Si usted se considera ofendida hasta tal punto, yo estoy dispuesto a pedirle perdón. ¡Perdón, señorita!
La institutriz no despegó los labios. Sabía que aquel hombre, casi siempre borracho, sin voluntad, sin energía, era un cero a la izquierda en la casa. Hasta la servidumbre lo trataba con muy poco respeto. Sus excusas no tenían valor alguno.
—¿No contesta usted? ¿No le basta que yo le pida perdón? Se lo pediré entonces en nombre de mi mujer... Como caballero, debo reconocer su falta de tacto...
El señor Kuchkin dio algunos pasos por el cuarto, suspiró y prosiguió:
—¿Quiere usted, pues, que la conciencia me remuerda toda la vida, señorita? ¿Quiere usted que yo sea el más desgraciado de los hombres?...
—Ya sé yo, Nicolás Sergueyevich —le contestó Macha, volviendo hacia él sus grandes ojos arrasados en lágrimas—, ya sé yo que no tiene usted la culpa. Puede usted tener la conciencia tranquila.
—Sí, pero... ¡Se lo ruego, no se vaya usted!
Macha movió negativamente la cabeza.
Nicolás Sergueyevich se detuvo junto a la ventana y se puso a tamborilear con los dedos en los cristales.
—¡Si supiera usted —dijo– lo bochornoso que es todo esto para mí! ¿Qué quiere usted? ¿Que le pida perdón de rodillas? Usted ha sido herida en su orgullo, en su amor propio; pero yo también tengo amor propio, y usted lo pisotea... ¿Me obligará usted a decirle una cosa que ni al confesor se la diría a la hora de mi muerte?
Macha no contestó.
—Bueno; ya que se empeña usted, se lo diré todo. ¡Soy yo quien ha robado el broche de mi mujer!... ¿Está usted contenta?... Yo he sido, yo... Naturalmente, cuento con su discreción de usted, y espero que no se lo dirá a nadie... Ni una palabra, ni la menor alusión, ¿eh?
Macha, estupefacta, aterrada, seguía haciendo el equipaje. Con mano nerviosa echaba a la maleta su ropa blanca, sus vestidos. La pasmosa confesión del señor Kuchkin aumentaba su prisa de irse. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo entre aquella gente?
—¿Está usted asombrada? —preguntó, tras un corto silencio, Nicolás Sergueyevich. ¡Es una historia muy sencilla, una historia vulgar! Yo necesito dinero y mi mujer no me lo da. Esta casa y cuanto hay en ella eran de mi padre. Todo esto es mío. Mío es también el broche. Lo heredé de mi madre. Y, sin embargo, ya ve usted, mi mujer lo ha acaparado todo, se ha apoderado de todo... Comprenderá usted que no voy a llevar el asunto a los tribunales... Le ruego, señorita, que no me juzgue con demasiada severidad. Perdóneme y quédese. Comprender es perdonar... ¿Se queda usted?