Текст книги "Antologia De Cuentos"
Автор книги: Антон Чехов
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Классическая проза
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—¡Ven, cállate! —dijo Gurov.
Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.
Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.
Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.
Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.
Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.
Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...
—No llores, querida —le dijo—. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.
Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
—¿Cómo? ¿Cómo? —se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos—. ¿Cómo?...
Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.
La tristeza
La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
—¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
—¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
—¡Ten cuidado! —grita otro cochero invisible, con cólera—. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
—¡Vaya un cochero! —dice el militar—. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.
—¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! —dice con tono irónico el militar—. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
—¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
—Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
—¿De veras?... ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
—No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
—¡A la derecha! —óyese de nuevo gritar furiosamente—. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
—¡A ver! —dice el militar—. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.
—¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
—¡Bueno; en marcha! —le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda—. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
—¡El señor está de buen humor! —dice Yona con risa forzada—. Mi gorro...
—¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
—Me duele la cabeza —dice uno de los jóvenes—. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
—¡Eso no es verdad! —responde el otro– Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
—¡Palabra de honor!
—¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.
—¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
—¡Vamos, vejestorio! —grita enojado el chepudo—. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
—Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
—¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo—. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
—Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo —le aconseja uno de sus camaradas.
—¿Oye, viejo, estás enfermo?-grita el chepudo—. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
—¡Ji, ji, ji! —ríe, sin ganas, Yona—. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
—Cochero, ¿eres casado? —pregunta uno de los clientes.
—¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
—¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
—¿Qué hora es? —le pregunta, melifluo.
—Van a dar las diez —contesta el otro—. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
—No puedo más —murmura—. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso —piensa– se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
—¿Quieres beber? —le pregunta Yona.
—Sí.
—Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.
—¿Comes? —le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo—. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...
Tras una corta pausa, Yona continúa:
—Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
La víspera de la Cuaresma
—¡Pawel Vasilevitch! —grita Pelagia Ivanova, despertando a su marido—. Pawel Vasilevitch, ayuda un poco a Stiopa, que está preparando sus lecciones y llora.
Pawel Vasilevitch, bostezando y haciendo la señal de la cruz delante de la boca, contesta bondadosamente:
—Ahora mismo, mi alma.
El gato, que dormía junto a él, levanta a su vez el rabo, arquea la espina dorsal y cierra los ojos. Todo está tranquilo. Se oye cómo detrás del papel que tapiza las paredes los ratones circulan. Pawel Vasilevitch se calza las botas, viste la bata y, medio dormido aún, pasa de la alcoba al comedor. Al verlo entrar, otro gato, que andaba husmeando una galantina de pescado sita al borde de la ventana, da un salto y se oculta detrás del armario.
—¿Quién te manda oler esto? —dice Pawel Vasilevitch al gato, mientras cubre el pescado con un periódico—. Eres un cochino y no un gato.
El comedor comunica directamente con la habitación de los niños.
Delante de una mesa manchada de tinta y arañada, se encuentra Stiopa, colegial de la segunda clase. Tiene los ojos llorosos. Está sentado; las rodillas levantadas a la altura de la barbilla, y se agita como un muñeco chino, fijos los ojos en su libro de problemas.
—¿Qué? ¿Estudias? —le pregunta Pawel Vasilevitch, sentándose junto a la mesa y bostezando siempre—. Sí, niño, sí, nos hemos dormido, nos hemos hartado de blinnis y mañana ayunaremos, haremos penitencia y luego a trabajar. Todo lo bueno se acaba. ¿Por qué tienes los ojos llorosos? Se ve que, después de los blinnis, el estudiar te coge cuesta arriba. Eso es..
—¿Qué es eso? ¿Te estás burlando del niño? —pregunta Pelagia Ivanova desde el aposento vecino—. Ayúdalo, en vez de mofarte de él. Si no, mañana ganará otro cero.
—¿Qué es lo que no comprendes? —añade Pawel Vasilevitch dirigiéndose a Stiopa.
—La división de los quebrados.
—¡Hum! Es extraño. Esto no tiene nada de particular. Coge la regla y léela atentamente. Ella te enseñará lo que has de hacer.
—La cuestión es saber cómo se debe hacer. Enséñaselo tú mismo.
—¿Que te diga cómo? Muy bien; dame tu lápiz. Imagínate que tenemos que dividir siete octavos por dos quintos... ¡Oye; el té! ¿Está listo? Me parece que ya es tiempo de tomarlo... Sigamos la operación. Imaginémonos que no son dos quintos, sino tres quintos. ¿Qué obtendremos?
—Siete por dieciséis —contesta Stiopa.
—Es así; perfectamente; pero el caso es que lo hemos hecho al revés. Ahora para corregir... ¡Me has trastornado la cabeza! Cuando yo frecuentaba el colegio, mi maestro, un polaco, me equivocaba cada vez que le daba la lección. Al empezar por explicar un teorema se ponía encarnado, corría por toda la clase como si lo persiguieran, tosía y acababa por llorar. Nosotros, generosos, hacíamos como si no lo comprendiéramos. ¿Qué tiene usted? ¿Le duelen acaso las muelas? —le preguntábamos—. Nuestra clase se componía de muchachos traviesos, sin duda; mas por nada en el mundo hubiéramos pecado de falta de generosidad. Alumnos como tú no los había; todos eran mocetones; por ejemplo, en la tercera clase había uno que se llamaba Mamajin. ¡Qué tronco, Dios mío!; su estatura era de más de dos metros. Sus puñetazos eran temibles. Al caminar hacía temblar el suelo. Pues esto mismo Mamajin...
Detrás de la puerta resuenan los pasos de Pelagia Ivanova. Pawel Vasilevitch guiña el ojo y dice a Stiopa:
—Tu madre viene. Sigamos... De modo que lo has comprendido bien —dice alzando la voz—. Para hacer esta operación se requiere...
Pelagia Ivanova exclama:
—El té está listo.
Pawel Vasilevitch arroja el libro y van a tomar el té. En el comedor se hallan ya, en torno de la mesa, Pelagia Ivanova, una tía que jamás despegaba los labios, otra tía que es sordomuda, la abuela y la comadrona.
El samovar canta y despide ondas de vapor que suben hasta el techo. De la antesala, las colas al aire, llegan los gatos, soñolientos y melancólicos.
—Bebe más té —dice Pelagia Ivanova a la comadrona—. Endúlzalo más; mañana es vigilia; hártate.
La comadrona toma una cucharadita de dulce, la acerca a sus labios con indecisión, pruébalo y su cara se ilumina.
—Muy bueno es este dulce. ¿Lo han hecho en casa?
—¡Naturalmente! Todo lo confecciono yo misma. Stiopa, hijito mío, ¿no es demasiado flojo tu té?... ¿Te lo has bebido ya?... Te voy a poner otra tacita.
Pawel Vasilevitch, dirigiéndose a Stiopa:
—Aquel Mamajin no podía soportar al maestro de francés. «Yo soy de noble estirpe», alegaba Mamajin. «Yo no he de permitir que un francés sea mi superior; nosotros vencimos a los franceses en 1812.» A Mamajin se le propinaban palizas; pero, en general, cuando él veía que lo iban a castigar, saltaba por la ventana y no se le veía más en cinco o seis días. Su madre acudía al director, suplicando que mandara a alguien en busca de su hijo y que lo reventara a palos. «Por Dios, señora, suplicaba el maestro, si hacen falta cinco auxiliares para sujetarlo.»
—¡Jesús, qué pillete! —murmura Pelagia Ivanova aterrorizada—. ¡Y qué madre más importuna!
Todos callan. Stiopa bosteza y contempla en la tetera la figura de chino que ya vio mil veces. Las dos tías y la comadrona beben el té que vertieron en los platillos. El calor que dan la estufa y el samovar es sofocante. En la fisonomía de todos se revela la pereza de quien tiene el estómago repleto y que, sin embargo, se cree dispuesto a comer todavía. El samovar está vacío; se retiran las tazas; mas la familia continúa en torno de la mesa. Pelagia Ivanova se levanta de cuando en cuando y se encamina a la cocina para entenderse con la cocinera respecto a la cena. Las dos tías permanecen inmóviles y dormitan sin cambiar de postura. La comadrona tiene hipo y a cada momento exclama:
—Se diría que apenas he comido y bebido.
Pawel Vasilevitch y Stiopa, sentados aparte, ojean un periódico ilustrado de 1878.
—«El monumento de Leonardo de Vinci, frente a la galería Víctor Manuel» —lee uno de ellos—. Vaya, parece un arco de triunfo. Un caballero y una señora. En perspectiva, hombrecitos.
—Aquel hombrecito —dice Stiopa– se parece a un colegial.
—Vuelve la hoja. «La trompa de una mosca vista al microscopio.» Valiente trompa. Valiente mosca. ¿Qué aspecto será el de una chinche vista al microscopio? ¡Qué feo es eso!
En el reloj suenan las diez. La cocinera entra y se prosterna a los pies de su amo:
—Perdóname, por Dios, Pawel Vasilevitch —dice ella levantándose en seguida.
—Y tú perdóname también —responde Pawel Vasilevitch con indiferencia.
La cocinera pide perdón en la misma forma a todos los presentes, excepto a la comadrona, que ella no considera digna de tal atención. Así transcurre otra media hora en toda calma.
El periódico ilustrado es relegado encima de un sofá, y Pawel Vasilevitch declama unos versos que aprendió en su niñez. Stiopa lo contempla, escucha sus frases incomprensibles, se frota los ojos y dice:
—Tengo sueño, me voy a acostar.
—¿Acostarte? No es posible. Si no has comido nada...
—No tengo hambre.
—No puede ser —insiste la madre asustada—. Mañana es vigilia...
Pawel Vasilevitch interviene.
—Es imposible...; hay que comer. Mañana comienza la Cuaresma...; es necesario que comas.
—¡Tengo mucho sueño!
—En tal caso, a comer en seguida —añade Pawel Vasilevitch con agitación...—. ¡Pronto! ¡A poner la mesa!
Pelagia Ivanova hace un gran gesto y corre hacia la cocina, como si se hubiese declarado en la misma un incendio.
—¡Pronto! ¡Pronto! Stiopa tiene sueño. ¡Dios mío! Hay que apresurarse.
A los cinco minutos, la mesa está puesta; los gatos vuelven al comedor con los rabos erguidos, y la familia empieza a cenar. Nadie tiene hambre. Los estómagos están repletos. Sin embargo, hay que comer.
La víspera del juicio
Memorias de un reo
—Disgusto tendremos, señorito —me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.
Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.
Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; me hallaba transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.
A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.
Lo cual le venía bien, porque lo dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.
Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.
—Hombre, qué mal huele aquí —le dije, colocando mi maleta en la mesa.
El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.
—Huele... como de costumbre —respondió sin dejar de rascarse—. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.
Dicho esto se fue sin añadir una palabra. Al quedarme solo me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenía que pasar la noche, era ancho como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente.
Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Me quité la chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme; mi nariz se acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió un pequeño incidente.
Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer —los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas– me contemplaba y se reía. Me quedé inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.
«¡Qué diablos! —pensé—. Habrá sido testigo de mis saltos... ¡Qué tonto soy!...»
Las facciones de la linda cara entrevista por mí acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha...; apliqué la mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.
—¡Abominable! —exclamó al mismo tiempo una vocecita de mujer—; estos malditos bichos me van a comer viva.
Me acordé de mi buena costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo proceder?
—¡Esto es terrible!
—Señora —le dije, empleando la voz más suave que pude haber—, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea...
—Hágame el favor.
—En seguida —repliqué con alegría—. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.
—No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted aquí.
—Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; no soy un cafre.
—¡Quién sabe! A los transeúntes nadie los conoce...
—Ea... ¿Por qué no me permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.
—¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?
—¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?
—Bueno, toda vez que es usted médico. Más, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido... ¡Teodorito!... ¡Despierta! ¡Rinoceronte! Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.
La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza.
Me sentí avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura que estuve a punto de pedir socorro.
Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbita gris y labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.
—Es usted muy amable —me dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo—. Muchas gracias. ¿El vendaval lo cogió a usted también en el camino?
—Sí, señor.
—Lo siento... ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz... Permíteme que te lo quite.
—Te lo permito —dijo riendo Zinita—. Pero ¿qué has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una chinche.
—¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes con bromas.
—¡Canallas! ¡No me dejan dormir! Pensé, sin saber por qué...
El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y traté de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y los oí murmurar:
—¡Es extraordinario! Estos animales no le temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.
Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de la cual yo no entiendo jota; de Edison...
—Zinita, no te avergüences; este señor es médico.
Después de la conversación sobre Edison cuchichearon.
Teodorito le dijo:
—No tengas reparo, interrógalo. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.
—Interrógalo tú —murmuró Zinita.
—¡Doctor! —gritó Teodorito dirigiéndose a mí—. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho... ¿De qué proviene esto?
—Difícil es definirlo. La explicación sería larga...
—¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir... Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezof, persona excelente, pero que me parece no entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos; no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico que tenga la amabilidad. Mientras usted la examina, yo iré a decirle al celador que nos prepare el té.
Teodorito salió arrastrando sus chanclas.
Me dirigí detrás del biombo. Zinita estaba recostada en un amplio sofá, en medio de una montaña de almohadones, y se cubría el escote con un cuello de encaje.
—A ver, muéstreme la lengua —dije sentándome al lado suyo y frunciendo las cejas.
Me enseñó la lengua y se echó a reír. Le lengua era rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle el pulso, y no me fue posible hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No me acuerdo qué otras preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente que al final de la consulta me había vuelto completamente idiota. Del diagnóstico que formulé no me acuerdo tampoco.
Al cabo de un rato me hallaba sentado en compañía de Teodorito y de su señora delante del samovar. Me veía obligado a ordenar algo y, para salir del paso, compuse una receta con sujeción a todas las reglas de la farmacopea:
Rp.
Sic transit.0,05
Gloria mundi1
Aquae destilatae0,1
Una cuchara cada dos horas.
Para la señora Selova.
Dr. Zaizef
A la mañana siguiente, cuando con mi maleta en la mano me despedía para siempre de mis nuevos amigos, Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublos.
—Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.
No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.
De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza vi centenares de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del fiscal, a... Teodorito. Al apercibirlo me acordé de las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el océano Ártico me inundara.
Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo; al principio no me reconoció; pero de ponto sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Se incorporó lentamente y clavó su mirada plomiza en mí. Me levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.
—Acusado, ¿cuál es su nombre, etcétera? —interrogó el presidente.
El fiscal se sentó y absorbió un vaso de agua; el sudor humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.
Todos los síntomas revelaban que el fiscal me quería perder. Con muestras visibles de irritación acosaba a preguntas a los testigos...