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Antologia De Cuentos
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 00:22

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Автор книги: Антон Чехов



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Volodka le dio, al pasar, un puñetazo en las narices, y salió a la calle.

III


Elena Ivanovna y su hijita fueron a la aldea a pie. Un hermoso paseo para ellas.

Era domingo y casi todas las mujeres y las muchachas de la aldea estaban en la calle, ataviadas con trajes de colores chillones.

Rodion y su mujer, sentados el uno junto el otro, en un poyo, a la puerta de su casa, saludaron y sonrieron a Elena Ivanovna y a su niña como antiguos amigos. Más de una docena de niños las miraban por las ventanas con asombro y curiosidad.

—¡La señora! ¡La señora! —murmuraban.

—¡Buenos días! —dijo, deteniéndose, Elena Ivanovna.

Calló un instante y añadió:

—¿Cómo les va a ustedes?

—¡Así, así, señora, a Dios gracias! —contestó Rodion—. Vamos tirando...

—¡Figúrese usted nuestra vida! —dijo sonriendo Estefanía—. Ya sabe usted, buena señora, lo pobres que somos. Hay catorce bocas en casa y sólo dos hombres para ganar el pan. Aunque mi marido es herrero, el oficio le produce poco: muchas veces ni tiene carbón para encender la fragua... ¡Es dura nuestra vida, muy dura!

Y se echó a reír, como si lo que decía fuera donosisímo.

Elena Ivanovna se sentó junto a ellos, abrazó a su hijita y se quedó meditabunda. En la faz de la niña también se pintaba la tristeza y se advertía que ingratos pensamientos torturaban su cabecita. Jugaba con la rica sombrilla de encajes que su madre tenía en la mano.

—Sí, vivimos en la miseria —dijo Rodion—. Siempre angustiados... Trabaja uno como un negro, y, sin embargo... Este verano el tiempo es seco, no llueve y la cosecha será mala. La vida es dura, señora...

—Pero, en cambio, serán felices en la otra —dijo Elena Ivanovna para consolarles.

Rodion no comprendió el sentido de estas palabras, y en vez de contestar, carraspeó.

—No le dé usted vueltas, señora —dijo Estefanía—; hasta en el otro mundo los ricos serán más felices que nosotros. Los ricos mandan decir misas, les ponen velas a los santos, les dan limosna a los mendigos, y Dios, a quien tienen contento, les recompensará en la otra vida; mientras que nosotros, los pobres campesinos, ni siquiera tenemos tiempo para rezar, además de no tener dinero para velas, misas ni limosnas. Luego, nuestra pobreza nos hace pecar... Reñimos, juramos... Y Dios no nos perdonará. No, querida señora, nosotros, los campesinos, no seremos felices ni en este mundo ni en el otro. Toda la felicidad es para los ricos...

Hablaba con acento alegre, regocijado, como si contase algo muy gracioso. Estaba acostumbrada, desde hacía tiempo, a hablar de su vida triste y penosa.

Rodion sonreía también; le enorgullecía tener una mujer tan lista y elocuente.

—Es un error creer fácil la vida de los ricos —dijo Elena Ivanovna—. Cada cual tiene sus penas. Nosotros, por ejemplo... Yo y mi marido no somos pobres; pero ¿cree usted que somos felices? Aunque soy joven todavía, tengo ya cuatro hijos, que casi siempre están enfermos. Yo también lo estoy y necesito cuidarme mucho.

—¿Qué enfermedad padece usted? —preguntó Rodion.

—Una enfermedad de mujer. No puedo dormir y me dan unos dolores de cabeza horribles. Ahora, por ejemplo... Estoy aquí sentada, hablando con ustedes, y siento una gran pesadez de cabeza y un desmadejamiento... Preferiría el trabajo más duro a sufrir así. Luego, mi alma tampoco descansa. Siempre estoy inquieta por mi marido, por mis hijos... Toda familia tiene su cruz. Nosotros también la tenemos. Yo no soy de origen noble. Mi abuelo era un simple campesino, mi padre era también un pobre humilde y tenía una tiendecita en Moscú. Pero mi marido es de una familia muy noble y muy rica. Sus padres se oponían a nuestro matrimonio y él no les hizo caso y rompió con su familia para casarse conmigo. Sus padres no lo han perdonado todavía. Esto lo inquieta, no lo deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo padezco. Vivo en un constante desasosiego...

Ante la casa de Rodion se fueron reuniendo campesinos y campesinas, que escuchaban atentamente lo que decía Elena Ivanovna. Uno de los primeros que se aproximaron fue Kozov. Sacudía su estrecha y larga barba. Acercáronse luego los Zichkov, padre e hijo...

—Además —prosiguió Elena Ivanovna—, no puede ser feliz el que no está en su puesto. Ustedes lo están. Cada uno de ustedes tiene su trocito de tierra, trabaja y sabe para qué. Mi marido trabaja también, construye puentes. Pero yo no hago nada. Yo no tengo ningún trabajo y no puedo sentirme en mi centro. Les digo todo esto para que no juzguen por las apariencias. El que un hombre vaya bien vestido y tenga dinero no significa que sea feliz ni mucho menos.

Se levantó y cogió de la mano a su hijita.

—La paso muy bien entre ustedes —dijo sonriendo.

Se advertía en su sonrisa tímida que, efectivamente, estaba enferma. En su rostro, joven y bello, de cejas y pestañas negras y cabellos rubios, había una delgadez y una palidez mórbidas. La niña se parecía mucho a su madre, incluso en lo delgada y pálida. Ambas olían a perfumes.

—Sí, todo me gusta aquí: el bosque, la aldea. Viviría aquí siempre. Creo que aquí me curaría y encontraría mi verdadero puesto en el mundo. Tengo un gran deseo, un deseo ardiente de ayudarlos, de serles útil, de acercarme a ustedes. Conozco sus penas, sus sufrimientos... Lo que no conozco lo adivino. Estoy enferma, sin fuerzas, y ya no me es posible cambiar de vida, como quisiera; pero tengo hijos y procuraré educarlos en el cariño a ustedes. Procuraré hacerles comprender que su vida no les pertenece a ellos, sino a ustedes. Pero les ruego que confíen en nosotros, que vivan con nosotros como buenos vecinos. Mi marido es un hombre honrado y de buen corazón. No lo irriten. Cualquier pequeñez le llega al alma. Ayer, por ejemplo, el rebaño de ustedes ha pasado por nuestro jardín; alguno de ustedes ha estropeado la cerca de nuestra colmena. Mi marido se desespera... ¡Les ruego...!

Hablaba con voz suplicante, cruzadas las manos sobre el pecho.

—Les ruego que vivan en paz con nosotros. No dice el proverbio a humo de pajas que una mala paz es mejor que una buena riña, y que antes de comprar una casa debe uno enterarse de la condición de los vecinos. Les repito que mi marido es hombre de buen corazón. Si se conducen con nosotros como buenos vecinos, les aseguro que no les pesará: haremos por ustedes cuanto esté en nuestra mano; arreglaremos los caminos, edificaremos una escuela para sus hijos. Lo prometo.

—Está muy bien lo que usted dice —arguyó Zichkov, padre, bajando los ojos—. Ustedes son gente instruida y saben lo que hablan. Pero, ¿qué quiere usted?, en la aldea de Eresnevo, Voronov, un rico propietario, prometió también, entre otras muchas cosas, edificar una escuela. Pues bien: sólo edificó el armazón, y no quiso seguir las obras. Los campesinos, obligados por las autoridades, tuvieron que seguirlas y se gastaron en ellas mil rublos. ¿Qué le parece a usted?... A mí me parece una acción que no tiene perdón de Dios.

—Muy bien! —aprobó Kozov, con una sonrisa maligna—. ¡Muy bien!

—¡No tenemos necesidad de su escuela! —dijo Volodka, ásperamente—. Nuestros hijos van a la escuela de la aldea vecina. Que sigan yendo. ¡No queremos escuela!

Elena Ivanovna perdió de pronto todo aplomo. Pálida, abatida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza, se fue sin decir una palabra. Marchaba presurosa, sin mirar atrás.

—¡Señora! —gritó Rodion siguiéndola—. Espere usted, óigame...

La seguía tenaz, descubierto, hablándole en un tono humilde, como si pidiese limosna.

—Señora, espere... escúcheme.

Cuando estaban ya fuera de la aldea, Elena Ivanovna se detuvo a la sombra de un viejo tilo.

—¡No se enfade, señora! —dijo Rodion—. No vale la pena. Hay que tener un poco de paciencia. Tenga paciencia un año, dos. Nuestros campesinos, en el fondo, son buena gente... Se lo juro a usted. No hay que hacer caso de las palabras de Kozov, de Zichkov ni de mi hijo Volodka. Mi hijo es un infeliz y no hace más que repetir lo que les oye a los demás. Le aseguro a usted que los campesinos no son malos. Los hay nada tontos, pero que no se atreven a hablar... o, mejor dicho, que no pueden, porque no saben decir lo que piensan. Somos gente oscura, sin instrucción, ignorante... No hay que enfadarse. Lo mejor es tener paciencia...

Elena Ivanovna miraba, meditabunda, al ancho río tranquilo, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Aquellas lágrimas turbaban de tal modo a Rodion que el pobre hombre estaba a punto de llorar también.

—No se apure —decía, tratando de tranquilizar a la dama—. Todo se arreglará. Se edificará la escuela, se pondrán en buen estado los caminos. Pero todo a su debido tiempo, por sus pasos contados. Para sembrar trigo en esta colina hay que empezar por quitar la piedra, hay que labrar... Sólo después de preparar el terreno se podrá sembrar. Lo mismo sucede con nuestros campesinos: hay que preparar el terreno..., y eso requiere tiempo...

En aquel momento vieron venir hacia ellos un grupo de campesinos. Cantaban y se acompañaban con un acordeón.

—¡Mamá, vámonos! —dijo la niñita, asustada, apretándose contra su madre y temblando de pies a cabeza—. ¡Vámonos, mamá! No quiero seguir aquí...

—¿Y adónde quieres que nos vayamos?

—¡A Moscú! En seguida, mamá, en seguida...

La niñita se echó a llorar.

Su llanto aumentó la turbación de Rodion, que empezó a sudar, y sacando del bolsillo un pepino, corvo como una hoz, se lo alargó a la criatura.

—Tómalo... para ti... No llores. Mamá te pegará y se lo contará a papá. Torna el pepino, cómetelo...

Elena Ivanovna y su hija siguieron andando. Rodion fue tras ellas largo trecho, intentando decirles algo afectuoso y convincente. Pero al fin se dio cuenta de que, ensimismadas, taciturnas, no le hacían caso, y se detuvo.

Siguiólas largo rato con la mirada, haciéndose sombra con la mano en los ojos. Y no se decidió a tornar a la aldea hasta que desaparecieron en el bosque.

IV


El ingeniero estaba cada día más nervioso, más irritable, y en cualquier pequeñez veía un robo, un atentado. Hasta durante el día la puerta de la finca estaba cerrada con candado. De noche la guardaban dos centinelas. El ingeniero se negó categóricamente a emplear en ningún trabajo a los campesinos de Obruchanovo.

El mal humor del señor Kucheroy subió de punto con motivo de algunas raterías. Un día, un campesino —o acaso un obrero de los que trabajaban en la construcción del puente– colocó en el coche unas ruedas viejas y se llevó las nuevas; algún tiempo después desaparecieron algunas guarniciones.

Hasta la gente de la aldea estaba indignada. Y cuando pidió que se procediese a un registro en casa de los Zichkov y en casa de Volodka, los objetos robados fueron encontrados en el jardín del ingeniero; no cabía duda de que el ladrón, temeroso del registro solicitado, los había llevado allí.

Una tarde, unos campesinos que volvían del bosque tornaron a encontrarse con el ingeniero. El señor Kucherov se detuvo, sin saludarles, y mirando severamente tan pronto a uno como a otro, habló de esta manera:

—Les he rogado que no cojan setas en mi parque, y, no obstante, sus mujeres vienen al salir el Sol y se las llevan todas; de modo que no queda ninguna para mi mujer y mis hijos. No hacen ningún caso de mis ruegos. Las súplicas y las reflexiones son inútiles con ustedes.

Claváronse sus airados ojos en Rodion, y añadió:

—Yo y mi mujer los hemos tratado humanamente, como a hermanos, y ustedes, en cambio... Pero ¿para qué gastar saliva?... No habrá más remedio que romper con ustedes toda clase de relaciones.

Y haciendo visibles esfuerzos para no dejarse arrastrar por la cólera, les volvió la espalda a los campesinos y se fue.

Cuando llegó a casa, Rodion oró ante el icono; se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer.

—Sí... —dijo tras un corto silencio—. Acabamos de toparnos con el ingeniero... Ha visto al salir el Sol a las mujeres de la aldea... Y está enfadado porque no les llevan setas a su mujer y a sus hijos... Luego me ha mirado y me ha dicho no sé qué de relaciones... Sin duda quieren ayudarnos... Como están enterados de nuestra miseria... ¡Dios se lo pague!

Estefanía se persignó y suspiró.

—Son unos señores muy buenos... Ven nuestra pobreza y quieren hacer algo por nosotros. La Santísima Virgen nos envía ese auxilio para nuestra vejez...

El 14 de septiembre era la fiesta del Patrón de la aldea. Los Zichkov, padre e hijo, atravesaron el río muy de mañana, se metieron en la taberna y volvieron por la tarde borrachos perdidos. Paseáronse un rato por la aldea, cantando y jurando; se pegaron luego, y, por último, corrieron a la finca del ingeniero para querellarse uno contra otro.

Entró delante Zichkov padre con un garrote en la mano. En el patio se detuvo tímidamente y se quitó la gorra. En aquel momento el ingeniero y su familia tomaban el té en la terraza.

—¿Qué se te ofrece? —le gritó el ingeniero.

—¡Excelencia! ¡Noble señor! —clamó Zichkov, echándose a llorar—. ¡Apiádese de un pobre viejo!... Mi hijo es un bruto; no puedo ya sufrirle... Me ha arruinado, y ahora me pega...

En esto entró en el jardín Zichkov hijo, destocado y, como su padre, con un garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada estúpida, de beodo, a la terraza.

—No tengo que ver con sus riñas —dijo el ingeniero—. Vayan a ver al juez o al jefe del distrito.

—¡Ya he estado en todas partes! —contestó el viejo sollozando—. Ni siquiera me escuchan. ¿Qué recurso me queda?... ¡Mi propio hijo puede pegarme... y matarme si quiere! Matar a su padre... ¡A su propio padre!

Levantó el garrote y le asestó a su hijo un palo en la cabeza. El otro descargó sobre el cráneo calvo del viejo un garrotazo tal que por poco se lo abre. Zichkov padre ni siquiera se tambaleó. Su garrote volvió a levantarse y a contundir la testa filial.

Durante un rato, uno frente a otro, apaleáronse la cabeza metódicamente. Diríase que la contienda era un juego en que cada uno guardaba su turno.

Desde el otro lado de la verja contemplaban la escena otros habitantes de la aldea: hombres, mujeres, niños. Contemplábanla como un espectáculo al que estuviesen habituados desde hacía tiempo. Habían venido a saludar al ingeniero con motivo de la fiesta; pero al ver a los Ziclikov pegarse no se atrevieron a entrar.

A la mañana siguiente, Elena Ivanovna se fue con los niños a Moscú.

Se corrió la voz de que el ingeniero vendía «Quinta Nueva».

V


Todo el mundo se ha acostumbrado al puente, y les es ya difícil a los aldeanos imaginarse sin puente el río en aquel sitio.

Su construcción terminó hace tiempo. Se oye con gran frecuencia el ruido sordo del tren que por él pasa.

«Quinta Nueva» fue puesta en venta y la compró un alto empleado público, que la visita con su familia los días de fiesta, toma té en la terraza y regresa a la ciudad. El indicado personaje les impone a los campesinos un gran respeto, hasta por su manera prócer de hablar y de toser, y cuando lo saludan quitándose la gorra ni siquiera se digna a contestar al saludo.

En la aldea ha envejecido todo el mundo. Kozov se murió. En casa de Rodion ha aumentado el número de niños; Volodka tiene ahora una larga barba roja. La familia sigue muy pobre.

A principios de la primavera, los campesinos suelen tener trabajo en la estación del ferrocarril, donde sierran y cepillan madera. Terminada la faena vuelven a sus casas, tardo el paso, en la faz la luz del Sol poniente. En las frondas de junto al río cantan los ruiseñores. Al pasar por delante de «Quinta Nueva» los campesinos miran prolongadamente a la casa, toda en silencio y como muerta, sobre cuyos tejados vuelan, doradas por el Sol, las palomas.

Rodion, las Zichkov, padre e hijo, Volodka y los demás recuerdan los caballos blancos del ingeniero, los cohetes, los farolillos de colores de la barca, los ponneys; y piensan en Elena Ivanovna, bella, elegante, que iba con frecuencia a la aldea y les hablaba con tanto cariño. Nada de aquello existe ya: todo se ha evaporado como un sueño o un cuento de hadas.

Siguen caminando, unos juntos a otros, cansados, ensimismados, taciturnos.

Los aldeanos —piensan– son, al fin y al cabo, gente buena, temerosa de Dios; Elena Ivanovna era bonísima, muy cariñosa, inspiraba afecto y confianza, y, sin embargo... Sin embargo, no pudieron ponerse de acuerdo y se separaron como enemigos. ¿Por qué? ¿Porque todas aquellas mezquinas naderías —la intrusión de unos caballos en un prado, el hurto de unas guarniciones...– lo echaron todo a perder? ¿Y por qué la gente de la aldea vive bien avenida con el nuevo propietario, que ni siquiera les contesta el saludo?

No saben qué contestar a estas preguntas.

Sólo Volodka murmura algo.

—¿Qué dices? —le pregunta Rodion.

—Digo que maldita la falta que nos hacía el puente —contesta con hosca aspereza—, y que podíamos seguir sin él.

Ningún campesino le responde. Continúan andando en silencio, encorvados, cabizbajos.

En el landó


Las hijas del consejero civil activo Brindin, Kitty y Zina, paseaban por la Nievskii en un landó1. Con ellas paseaba su prima Marfusha, una pequeña provinciana-hacendada de dieciséis años, que había venido en esos días a Peter, a visitar a la parentela ilustre y echar un vistazo a las "curiosidades". Junto a ella estaba sentado el barón Drunkel, un hombrecito recién aseado y visiblemente cepillado, con un paletó azul y un sombrero azul. Las hermanas paseaban y miraban de soslayo a su prima. La prima las divertía y las comprometía. La inocente muchachita, que desde su nacimiento nunca había ido en landó, ni oído el ruido capitalino, examinaba con curiosidad la tapicería del carruaje, el sombrero con galones del lacayo, gritaba a cada encuentro con el vagón ferroviario de caballos... Y sus preguntas eran aún más inocentes y ridículas...

—¿Cuánto recibe de salario vuestro Porfirii? —preguntó ella entre tanto, señalando con la cabeza al lacayo.

—Al parecer, cuarenta al mes...

—¡¿Es po-si-ble?! ¡Mi hermano Seriozha, el maestro, recibe sólo treinta! ¿Es posible que aquí en Petersburgo se valora tanto el trabajo?

—No haga, Marfusha, esas preguntas —dijo Zina—, y no mire a los lados. Eso es indecente. Y mire allá, mire de soslayo, si no es indecente, ¡qué oficial tan ridículo! ¡Ja-ja! ¡Como si hubiera tomado vinagre! Usted, barón, se pone así cuando corteja a Amfiladova.

—A ustedes, mesdames, le es ridículo y divertido, pero a mí me remuerde la conciencia —dijo el barón—. Hoy, nuestros empleados tienen una misa de réquiem a Turguéniev, y yo por vuestra gracia no fui. Es incómodo, saben... Una comedia, pero de todas formas convenía haber ido, mostrar mi simpatía... por las ideas... Mesdames, díganme con franqueza, con la mano puesta en el corazón, ¿a ustedes les gusta Turguéniev?

—¡Oh sí... se entiende! Turguéniev pues...

—Y vaya pues... A todo el que le pregunto le gusta, y a mí... ¡no entiendo! ¡O yo no tengo cerebro o soy un escéptico incorregible, pero todo ese galimatías que levantan por Turguéniev me parece no sólo exagerado, sino ridículo! Es un escritor, no me pondré a negarlo, bueno... Escribe llano, el estilo por momentos es incluso ágil, tiene humor, pero... nada particular... Escribe como todos los escritorzuelos rusos... Como Grigorevich, como Kraevskii... Ayer saqué a propósito de la biblioteca Las notas de un cazador, las leí de cabo a rabo, y no encontré resueltamente nada particular... Ni autoconciencia, ni de la libertad de prensa... ¡ninguna idea! Y de la caza así, y no hay nada del todo. ¡Está escrito, por lo demás, no mal!

—¡En nada mal! ¡Él es muy buen escritor! ¡Y cómo escribía del amor! —suspiró Kitty—. ¡Mejor que todos!

—Escribía bien del amor, pero los hay mejores. Jean Richepin, por ejemplo. ¡Qué clase de encanto! ¿Usted leyó su Pegajoso? ¡Otro asunto! ¡Usted lee, y siente cómo todo eso existe en la realidad! ¿Y Turguéniev... qué escribió? Todo ideas... ¿pero qué ideas hay en Rusia? ¡Todo de tierras extranjeras! ¡Nada original, nada autóctono!

—¡Y la naturaleza cómo la describía él!

—A mí no me gusta leer las descripciones de la naturaleza. Se extienden, se extienden... "El sol se puso... los pájaros cantaron... el bosque susurra..." Yo siempre me paso esos encantos. Turguéniev es un buen escritor, no lo niego, pero yo no le reconozco esa capacidad de crear maravillas, como dicen de él. Le dio, al parecer, un empujón a la autoconciencia, y cierta vergüenza política ahí en el pueblo ruso, la pellizcó por lo vivo... No veo todo eso... No entiendo...

—¿Y usted leyó su Oblomov? —preguntó Zina—. ¡Ahí él está en contra del régimen de servidumbre!

—Cierto... ¡Pero es que yo estoy en contra del régimen de servidumbre! ¿Y gritan así por mí?

—¡Ruéguenle que se calle! ¡Por Dios! —le susurró Marfusha a Zina.

Zina, con asombro, miró a la inocente, tímida muchachita. Los ojos de la provinciana recorrían inquietos el landó, de un rostro al otro, brillaban con un sentimiento no bueno y, al parecer, buscaban sobre quién derramar su odio y desprecio. Sus labios temblaban de ira.

—¡Es indecente, Marfusha! —susurró Zina—. ¡Usted tiene lágrimas!

—Dicen asimismo que él tuvo una gran influencia en el desarrollo de nuestra sociedad —continuó el barón—. ¿Dónde se ve eso? Yo no veo esa influencia, hombre pecador. En mí, por lo menos, él no tuvo ni la mínima influencia.

El landó se detuvo junto a la entrada de los Brindin.

En el paseo de Sokólniki


El día 1 de mayo se inclinaba al anochecer. El susurro de los pinos de Sokólniki y el canto de los pájaros son ahogados por el ruido de los carruajes, el vocerío y la música. El paseo está en pleno. En una de las mesas de té del Viejo Paseo está sentada una parejita: el hombre con un cilindro grasoso y la dama con un sombrerito azul claro. Ante ellos, en la mesa, hay un samovar hirviendo, una botella de vodka vacía, tacitas, copitas, un salchichón cortado, cáscaras de naranja y demás. El hombre está brutalmente borracho... Mira absorto la cáscara de naranja y sonríe sin sentido.

—¡Te hartaste, ídolo! —balbucea la dama enojada, mirando confundida alrededor—. Si tú, antes de beber, lo pensaras, tus ojos son impúdicos. Es poco lo que a la gente le repugna verte, te arruinaste a ti mismo todo el placer. Tomas por ejemplo té, ¿y a qué te sabe ahora? Para ti ahora la mermelada, el salchichón es lo mismo... Y yo me esforcé pues, tomé lo mejor que había...

La sonrisa sin sentido en el rostro del hombre se convierte en una expresión de agudo pesar.

—M-masha, ¿a dónde llevan a la gente?

—No la llevan a ningún lugar, sino pasea por su cuenta.

—¿Y para qué va el alguacil?

—¿El alguacil? Para el orden, y acaso y pasea... ¡Epa, hasta donde bebió, ya no entiende nada!

—Yo... no estoy mal... Yo soy un pintor... de género...

—¡Cállate! Te hartaste, bueno y cállate... Tú, en lugar de balbucear, piensa mejor... Alrededor hay árboles verdes, hierbita, pajaritos de voces diversas... Y tú sin atención, como si no estuvieras ahí... Miras, y como en la niebla... Los pintores se empeñan ahora en reparar en la naturaleza, y tú como un curda...

—La naturaleza... —dice el hombre y mueve la cabeza—. La na-naturaleza... Los pajaritos cantan... los cocodrilos se arrastran... los leones... los tigres...

—Delira, delira... Toda la gente va como gente... pasea de la manita, escucha la música, sólo tú estás en el escándalo. ¿Y cuándo alcanzaste eso? ¿Cómo yo no lo advertí?

—M-masha —balbucea el cilindro, palideciendo—. Pronto...

—¿Qué te pasa?

—Deseo ir a casa... Pronto...

—Espera... Cuando oscurezca, entonces nos iremos, pero ahora es una vergüenza ir: te vas a tambalear... La gente empezará a reírse... Siéntate y espera...

—¡N-no puedo! Yo... yo a casa...

El hombre se levanta rápido y, tambaleándose, sale de la mesa. El público, sentado en las otras mesas, empieza a burlarse... La dama se confunde...

—Que me mate Dios si vengo contigo una vez más —balbucea ésta, apoyando al hombre—. Es sólo una deshonra... Bueno sería si fuera legítimo, pero así pues... por gusto.

—M-masha, ¿dónde estamos?

—¡Cállate! Si te avergonzaras, toda la gente te señala con el dedo. ¿Para ti es pues, "como el que oye llover", pero para mí cómo es? Bueno sería si fuera legítimo, pero así... pues... Me da un rublo y me reprocha un mes: "¡Yo te alimento! ¡Yo te mantengo!" ¡Mucha falta me hace! ¡Y a mí no me importaba tu dinero! Voy a agarrar y me voy a ir con Pavel Ivanich...

—M-masha... a casa... Alquila a un cochero...

—Bueno, ve... Camina por la alameda derecho, y yo iré por el ladito... Me da vergüenza ir contigo... ¡Ve derecho!

La dama pone a su "ilegítimo" de cara a la salida y le da un ligero empujón por la espalda. El hombre se abalanza adelante y, tambaleándose, tropezando con los transeúntes y con los bancos, se apresura adelante... La dama va detrás y vigila sus movimientos. Está confundida y alarmada.

—¿Un palito, señor, no desea? —se dirige al hombre que camina una persona con un hatillo de palos y cañas. —Los mejores... de guindilla... de bambú...

El hombre mira atontado al vendedor de palos, después se vuelve atrás y corre en dirección opuesta. En su rostro hay una expresión de horror.

—¿A dónde diablos vas? —lo detiene la dama, cogiéndolo por la manga—. Bueno, ¿a dónde?

—¿Dónde está Masha?.. M-masha se fue...

—¿Y yo quién soy?

La dama toma al hombre de la mano y lo lleva a la salida. Le da vergüenza.

—Que me mate Dios si vengo contigo una vez más... —balbucea ésta, toda roja de la vergüenza—. Por última vez soporto esta deshonra... Que me castigue Dios... ¡Mañana mismo me voy con Pavel Ivanich!

La dama, con timidez, levanta los ojos hacia la gente, en espera de ver en los rostros sonrisas burlonas. Pero sólo ve rostros de borrachos. Todos se tambalean y dan cabezadas. Y se siente más aliviada.

En la administración de correos


La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador.

Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!– porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —le preguntó el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?

—Muy sencillas. Yo divulgaba por el pueblo ciertos rumores. Ustedes mismos los conocen muy bien. Yo decía a todo el mundo: «Mi mujer, Alona, sostiene relaciones con el jefe de Policía Zran Alexientch Zalijuatski». Con esto bastaba. Nadie se atrevía a cortejar a Alona, por miedo al jefe de Policía. Los pretendientes apenas la veían echaban a correr, por temor de que Zalijuatski no fuera a imaginarse algo. ¡Ja! ¡Ja!... Cualquiera iba a enredarse con ese diablo. El polizonte era capaz de anonadarlo, a fuerza de denuncias. Por ejemplo, vería a tu gato vagabundeando y te denunciaría por dejar tus animales errantes...; por ejemplo...

—¡Cómo! ¿Tu mujer no estaba en relaciones con el jefe de Policía? —exclaman todos con asombro.

—Era una astucia mía. ¡Ja! ¡Ja!... ¡Con qué habilidad los llamé a engaño!

Transcurrieron algunos momentos sin que nadie turbara el silencio.

Nos callábamos por sentirnos ofendidos al advertir que este viejo gordo y de nariz encarnada se había mofado de nosotros.

—Espera un poco. Cásate por segunda vez. Yo te aseguro que no nos volverás a coger —murmuró alguien.

En la oscuridad


Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar. Gaguin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gaguin, María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.

Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distinguían más que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la vecindad de los veraneantes de la capital.

Fue María Michailovna quien rompió el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente los contornos de un ser humano.


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