Текст книги "Antologia De Cuentos"
Автор книги: Антон Чехов
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Классическая проза
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"Los médicos no me hicieron sino daño, metieron mi enfermedad para dentro; eso sí, la metieron hacia dentro; mas no acertaron a sacarla fuera; su ciencia no pasó de ahí. ¡Bandidos; no miran más que el dinero! ¡El enfermo les tiene sin cuidado! Recetan alguna droga y nos obligan a beberla! ¡Asesinos! Si no fuera por usted, ángel mío, hace tiempo que estaría en el cementerio. Aquel martes, cuando regresé a mi casa después de visitarla, saqué los globulitos que me dio y pensé: «¿Qué provecho me darán? ¿Cómo estos granitos, apenas invisibles, podrán curar mi enorme padecimiento, extinguir mi dolencia inveterada?» Así lo pensé; me sonreí; no obstante, tomé el granito y momentáneamente me sentí como si no hubiera estado jamás enfermo; ¡aquello fue una hechicería! Mi mujer me miró con los ojos muy abiertos y no lo creía. «¿Eres tú, Kolia?», me preguntó. «Soy yo», y nos pusimos los dos de rodillas delante de la Virgen Santa y suplicamos por usted, ángel nuestro: «Dale, Virgen Santa, todo el bien que nosotros deseamos»."
Zamucrichin se seca los ojos con su manga, se levanta e intenta arrodillarse de nuevo; pero la generala no lo admite y lo hace sentar.
—¡No me dé usted las gracias! ¡A mí, no! —y se fija con admiración en el retrato del padre Aristarco—. Yo no soy más que un instrumento obediente... Usted tiene razón, ¡es un milagro! ¡Un reuma de ocho años, un reuma inveterado y curado de un solo globulito de escrofuloso!
—Me hizo usted el favor de tres globulitos. Uno lo tomé en la comida y su efecto fue instantáneo, otro por la noche, el tercero al otro día, y desde entonces no siento nada. Estoy sano como un niño recién nacido. ¡Ni una punzada! ¡Y yo que me había preparado a morir y tenía una carta escrita para mi hijo, que reside en Moscú, rogándole que viniera! ¡Es Dios quien la iluminó con esa ciencia! Ahora me parece que estoy en el Paraíso... El martes pasado, cuando vine a verle, cojeaba. Hoy me siento en condiciones de correr como una liebre... Viviré unos cien años. ¡Lástima que seamos tan pobres! Estoy sano; pero de qué me sirve la salud si no tengo de qué vivir. La miseria es peor que la enfermedad. Ahora, por ejemplo, es tiempo de sembrar la avena, ¿y cómo sembrarla si carezco de semillas? Hay que comprar... y no tengo dinero...
—Yo le daré semillas, Kuzma Kuzmitch... ¡No se levante, no se levante! Me ha dado usted una satisfacción tal, una alegría tan grande, que soy yo, no usted, quien ha de dar las gracias.
—¡Santa mía! ¡Qué bondad es ésta! ¡Regocíjese, regocíjese usted, alma pura, contemplando sus obras de caridad! Nosotros sí que no tenemos de qué alegrarnos... Somos gente pequeña..., inútil, acobardada... No somos cultos más que de nombre; en el fondo somos peor que los campesinos... Poseemos una casa de mampostería que es una ilusión, pues el techo está lleno de goteras... Nos falta dinero para comprar tejas...
—Le daré tejas, Kuzma Kuzmitch.
Zamucrichin obtiene además una vaca, una carta de recomendación para su hija, que quiere hacer ingresar en una pensión. Todo enternecido por los obsequios de la generala rompe en llanto y saca de su bolsillo el pañuelo. A la par que extrae el pañuelo deja caer en el suelo un papelito encarnado.
—No lo olvidaré siglos enteros; mis hijos y mis nietos rezarán por usted... De generación a generación pasará... «Vean, hijos, les diré, la que me salvó de la muerte, es la...» Después de haber despachado a su cliente, la generala contempla algunos momentos, con los ojos llenos de lágrimas, el retrato del padre Aristarco; luego sus miradas se detienen con cariño en todos los objetos familiares de su gabinete: el botiquín, los libros de medicina, la mesa, los cuentos, la butaca donde estaba sentado hace un momento el hombre salvado de la muerte, y acaba por fijarse en el papelito perdido por el paciente. La generala lo recoge, lo despliega y ve los mismos tres granitos que dio a Zamucrichin el martes pasado.
—Son los mismos... —se dice con perplejidad– hasta el papel es el mismo. ¡Ni siquiera lo abrió! En tal caso, ¿qué es lo que ha tomado? ¡Es extraordinario! No creo que me engañe...
En el pecho de la generala penetra por primera vez durante sus diez años de práctica la duda... Hace entrar los otros pacientes, e interrogándolos acerca de sus enfermedades nota lo que antes le pasaba inadvertido. Los enfermos, todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empiezan por halagarla, ensalzando sus curas milagrosas; están encantados de su sabiduría médica; reniegan de los alópatas, y cuando se pone roja de alegría, le explican sus necesidades. Uno pide un terrenito, otro leña, el tercero solicita el permiso de cazar en sus bosques, etc. Levanta sus ojos hacia la faz ancha y bondadosa del padre Aristarco, que le enseñó los senderos de la verdad, y una nueva verdad entra en su corazón... Una verdad mala y penosa... ¡Qué astuto es el hombre!
Poquita cosa
Hace unos día invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.
—Siéntese, Yulia Vasilievna —le dije—. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma... Veamos... Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes...
—En cuarenta...
—No. En treinta... Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos... Veamos... Ha estado usted con nosotros dos meses...
—Dos meses y cinco días...
—Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos... Pero hay que descontarle nueve domingos... pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado... más tres días de fiesta...
A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero... ¡ni palabra!
—Tres días de fiesta... Por consiguiente descontamos doce rublos... Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases... usted se las dio sólo a Varia... Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida... Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de... hum... de cuarenta y un rublos... ¿no es cierto?
El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo vi empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero... ¡ni palabra!
—En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos... Claro que la taza vale más... es una reliquia de la familia... pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya! Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita... Le descontamos diez... También por su descuido, la camarera le robó a Varia los botines... Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted recibe sueldo... Así que le descontamos cinco más... El diez de enero usted tomó prestados diez rublos.
—No los tomé —musitó Yulia Vasilievna.
—¡Pero si lo tengo apuntado!
—Bueno, sea así, está bien.
—A cuarenta y uno le restamos veintisiete, nos queda un saldo de catorce...
Sus dos ojos se le llenaron de lágrimas...
Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron gotas de sudor. ¡Pobre muchacha!
—Sólo una vez tomé —dijo con voz trémula—... le pedí prestados a su esposa tres rublos... Nunca más lo hice...
—¿Qué me dice? ¡Y yo que no los tenía apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de once... ¡He aquí su dinero, muchacha! Tres... tres... uno y uno... ¡sírvase!
Y le tendí once rublos... Ella los cogió con dedos temblorosos y se los metió en el bolsillo.
—Merci —murmuró.
Yo pegué un salto y me eché a caminar por el cuarto. No podía contener mi indignación.
—¿Por qué me da las gracias? —le pregunté.
—Por el dinero.
—¡Pero si la he desplumado! ¡Demonios! ¡La he asaltado! ¡La he robado! ¿Por qué merci?
—En otros sitios ni siquiera me daban...
—¿No le daban? ¡Pues no es extraño! Yo he bromeado con usted... le he dado una cruel lección... ¡Le daré sus ochenta rublos enteritos! ¡Ahí están preparados en un sobre para usted! ¿Pero es que se puede ser tan tímida? ¿Por qué no protesta usted? ¿Por qué calla? ¿Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los dientes? ¿Es que se puede ser tan poquita cosa?
Ella sonrió débilmente y en su rostro leí: "¡Se puede!"
Le pedí disculpas por la cruel lección y le entregué, para su gran asombro, los ochenta rublos. Tímidamente balbuceó su merci y salió... La seguí con la mirada y pensé: ¡Qué fácil es en este mundo ser fuerte!
¡Qué público!
—¡Basta! ¡Ya no vuelvo a beber!... Por nada del mundo. Tiempo es de ponerme al trabajo... ¿Te gusta recibir tu sueldo? Pues trabaja honradamente, con celo, sin tregua ni reposo. Acaba de una vez con las granujerías... Te has acostumbrado a cobrar tu paga en balde, y esto es malo...; esto no es honrado...
Luego de haberse hecho tales razonamientos, el jefe del tren, Podtiaguin, siente un deseo invencible de trabajar. Son casi las dos de la madrugada, mas, a pesar de lo temprano de la hora, despierta a los conductores y va con ellos por los vagones para revisar los billetes.
—¡Los billetes! —exclama alegremente, haciendo sonar el taladro.
Los viajeros, dormidos en la penumbra de la luz atenuada, se sobresaltan y le pasan los billetes.
—¡El billete! —dice Podtiaguin dirigiéndose a un pasajero de segunda clase, hombre flaco, venoso, envuelto en una manta y pelliza y rodeado de almohadas.
—¡El billete!
El hombre flaco no contesta; duerme profundamente. El jefe del tren lo golpea en el hombro y repite con impaciencia:
—¡El billete!
El pasajero, asustado, abre los ojos y se fija con pavor en Podtiaguin.
—¿Qué? ¿Quién?
—¿No me ha oído usted? ¡El billete! ¡Tenga la bondad de dármelo!
—¡Dios mío ! —gime el hombre flaco, mostrando una faz lamentable—. ¡Dios mío! ¡Padezco de reuma! Tres noches ha que no he podido conciliar el sueño... He tomado morfina para dormirme y me sale usted... con los billetes. ¡Es inhumano! ¡Es cruel! Si supiera usted lo que me cuesta conseguir el sueño, no vendría usted a molestarme con esas majaderías... ¡Esto es tonto y cruel! ¿Para qué le hace a usted falta mi billete? Esto es inepto.
Podtiaguin reflexiona si tiene que ofenderse o no; decide ofenderse.
—¡No grite usted aquí! ¿Estamos acaso en una taberna?
—En una taberna la gente es más humana —contesta el pasajero tosiendo—. ¿Cuándo podré dormirme otra vez? Viajé por todos los países extranjeros sin que nadie me pidiera el billete, y aquí es como si el diablo me persiguiera a cada momento: «El billete. El billete».
—En tal caso lárguese usted al extranjero, que le agrada tanto.
—¡Lo que me dice usted es una estupidez! ¡No basta con que uno tenga que soportar el calor y las corrientes de aire, hay que soportar también ese formulismo!... ¿Para qué diablos necesita usted los billetes? ¡Qué celo! Lo cual no impide que la mitad de los pasajeros vayan de balde.
—Oiga usted, caballero —exclama Podtiaguin—; si no acaba de gritar y molestar a los demás pasajeros, me veré obligado a hacerle bajar en la primera estación y a levantar acta.
—¡Es abominable! —murmuran los demás pasajeros—. Eso de no dejar en paz a un hombre enfermo... ¡Acabe de una vez, en fin!
—Pero si es el caballero, que me insulta —replica Podtiaguin—. ¡Está bien; que se guarde el billete! Pero yo cumplía con mi deber, ya lo sabe usted...; si no fuera mi deber... Pueden ustedes informarse..., preguntar al jefe de estación...
Podtiaguin encoge los hombros y se aleja del enfermo. Al principio sentíase ofendido y maltratado; pero después de haber recorrido dos o tres vagones, su alma de jefe de tren experimenta cierta intranquilidad y algo como un remordimiento.
"Tienen razón; yo no tenía para qué despertar al enfermo. Pero no es culpa mía. Ellos creen que lo hago por mi gusto; no saben que tal es mi obligación. Si no me creen, pueden informarse cerca del jefe de estación."
La estación. Parada de cinco minutos. En el coche de segunda clase entra Podtiaguin, y detrás de él, con su gorra encarnada, aparece el jefe de estación.
—Este caballero pretende que no tengo derecho a pedirle el billete, y hasta se ha enfadado. Le ruego, señor jefe, que le aclare si procedo por obligación o por pasar el rato. ¡Caballero! —prosigue Podtiaguin dirigiéndose al hombre flaco—. ¡Caballero!, si usted no me cree puede interrogar al jefe de estación...
El enfermo salta como picado por una avispa, abre los ojos y muestra una cara compungida y se apoya en los cojines.
—¡Dios mío! ¡He tomado el segundo polvo de morfina, que me calmó; iba a coger el sueño, y otra vez!... ¡Otra vez el billete!... ¡Le suplico tenga compasión de mí!
—Interrogue al señor jefe, y verá usted entonces si tengo derecho, o no, a pedir los billetes.
—¡Esto es insoportable! ¡Tome usted su billete! ¡Le compraré, si quiere todavía, otros cinco; pero déjeme que me muera en paz! ¿Es posible que no haya sufrido usted alguna vez? ¡Qué gente tan insensible!
—¡Es una mofa! —dice indignado un señor que viste uniforme militar—. ¡No puedo explicarme de otro modo tamaña insistencia!
—Déjelo —le dice el jefe de estación, frunciendo el ceño y tirándole a Podtiaguin de la manga.
Podtiaguin se encoge de hombros y camina lentamente detrás del jefe.
—¿De qué sirve el ser complaciente? —añade con perplejidad—. Sólo para que el viajero se tranquilice le he llamado al jefe, y en lugar de agradecérmelo me regaña.
Otra estación. Parada de diez minutos.
Podtiaguin se va a la cantina a tomar un vaso de agua de Seltz. Se le acercan dos caballeros de uniforme y le dicen:
—¡Oiga usted, jefe del tren! Su proceder con el pasajero enfermo indigna a todos los que lo hemos presenciado. Yo soy ingeniero y este señor es coronel; le declaro que si no presenta usted sus excusas, formularemos una queja contra usted a su jefe de línea, que es conocido nuestro.
—¡Pero, caballeros, es que yo..., es que él!...
—No queremos explicaciones; le advertimos que si no presenta usted sus excusas, tomaremos al enfermo bajo nuestra protección.
—¡Está bien!... Perfectamente... le daré mis excusas..., si ustedes lo desean.
Media hora más tarde, Podtiaguin prepara su frase de excusas para contentar al pasajero y no rebajar demasiado su dignidad. Hele aquí de nuevo en el coche de segunda.
—¡Caballero! —le dice—. ¡Caballero, escúcheme!
El enfermo se estremece y salta.
—¿Qué?
—Es que yo quiero..., ¿cómo decirlo?..., ¿cómo explicarle?... No se ofenda usted...
—¡Ah!... ¡Agua!... —grita el enfermo, llevándose la mano al corazón—. He tomado el tercer polvo de morfina..., me dormía, y otra vez... Dios mío, ¿cuándo se acabará esta tortura?
—Pero es que yo...; dispénseme...
—Basta...; hágame bajar en la primera estación... No puedo soportarlo más... Me... muero...
—¡Esto es abominable —exclaman voces desde el público—; váyase de aquí! ¡Tendrá usted que responder de sus insolencias! ¡Váyase usted!
Podtiaguin suspira hondamente y se marcha del vagón. En el coche de los empleados se sienta rendido al lado de la mesa y prorrumpe en quejas.
—¡Qué público! ¡Sea usted complaciente, conténtelos! ¿Cómo podrá uno trabajar? Así sucede que uno lo abandona todo y se entrega a la bebida... Cuando uno no hace nada, se enojan con él; si trabaja, igualmente se enfadan con él... Beberé una copita...
Podtiaguin absorbe de un golpe media botella de vodka, y no reflexiona ya más ni en el trabajo, ni en su obligación, ni en la honradez
Réquiem
En la iglesia de la Virgen de Odigitrievskaia, situada en el pueblo de Verknie-Saprudi, acaba de terminar la misa. La gente se pone en movimiento y sale de la iglesia. El único que no se mueve es el comerciante de coloniales Andrei Andreich, el inteligente de Verknie-Saprudi, antiguo vecino de la localidad. Permanece apoyado contra la balaustrada del lugar destinado al coro y espera. Su rostro, afeitado, grasiento, de piel que los granos volvieron desigual, expresa ahora dos sentimientos contradictorios: sumisión a los misterios religiosos y un desdén embotado y sin limites hacia los campesinos y campesinas que con sus pañuelos de abigarrados colores pasan ante él. Por ser domingo, va vestido como un petimetre: abrigo de paño con botones de hueso, amarillos, pantalones azul marino y sólidos chanclos; esos chanclos que sólo calzan las gentes reposadas, razonables y de profundas convicciones religiosas. Sus ojos perezosos se dirigen a las imágenes. Contempla la faz, ha largo tiempo conocida, de los santos; ve al guardián Matvei inflando las mejillas para apagar las velas, a los sombríos portacirios, a la rosada alfombra, al sacristán Lopujov, que pasa apresurado junto al altar llevando pan bendito... Hace mucho tiempo que todo esto ha sido tan visto y requetevisto por él como sus propios cinco dedos... En realidad, lo único que resulta extraño y desacostumbrado es la presencia del padre Grigorii junto a la puerta norte del altar, todavía revestido y dirigiendo a alguien gestos enojados con las espesas cejas.
"¿Para quién serán esos gestos?..., ¡y que Dios le conserve la salud! —piensa el tendero—. ¡Ahora llama con el dedo!... ¡Y golpea con el pie!... ¡Vaya!... ¿Qué pasa, Virgen Santísima?... ¿A quién hará eso?"
Andrei Andreich vuelve la cabeza y ve una iglesia completamente vacía. Junto a la puerta se agrupan todavía unas diez personas, pero ya de espaldas al altar.
—¡Ven cuando te llamen!... ¿Qué haces ahí parado como una estatua? —oye decir a la voz enfadada del padre Grigorii—. ¡Es a ti a quien estoy llamando!
El tendero mira el rostro rojo e irritado del padre Grigorii, y sólo entonces se le ocurre pensar que el fruncimiento de cejas y la señal del dedo pudieran haberle sido dirigidos. Estremeciéndose abandona la balaustrada, e indeciso, metiendo ruido con los macizos chanclos, se dirige al altar.
—¡Andrei Andreich!, ¿eres tú el que ha enviado una nota con este nombre, María, para que sea encomendada en la invocación por los difuntos? —pregunta el sacerdote mirando con ojos enfadados su grasiento y sudoroso rostro.
—Sí, señor.
—Entonces, ¿fuiste tú quien escribió esto? ¿Lo escribiste tú?...
Y el padre Grigorii, muy enfadado, acerca un papelito a sus ojos. En este, que Andrei Andreich entregara y que contiene el nombre de la difunta a quien desea encomendar, aparece escrito: "Por el eterno descanso de la sierva de Dios y fornicadora María."
—En efecto, señor; yo fui el que lo escribió —contesta el tendero.
—¿Y cómo te atreviste a escribir una cosa así? —pronuncia en un murmullo el padre Grigorii alargando las sílabas; murmullo que revela a la vez enfado y miedo.
El tendero lo contempla con expresión de embotado asombro, queda perplejo y se asusta a su vez. ¡Jamás en su vida el padre Grigorii empleó este tono con los inteligentes de Verknie-Saprudj!... Ambos guardan silencio y, por espacio de un minuto, se miran el uno al otro a los ojos. La perplejidad del tendero es tal que su grasiento rostro parece desparramarse en todas direcciones, como una masa que se derrite.
—¿Cómo te atreviste? —repite el cura.
—Yo..., ¿a qué?... —se asombra Andrei Andreich.
—Pero ¿no lo comprendes? —murmura con un gesto sorprendido el padre Grigorii retrocediendo un paso—. ¿Se puede saber qué es lo que llevas sobre los hombros? ¿Es una cabeza lo que llevas o un objeto cualquiera?... ¡Entregas una nota para el altar y escribes en ella unas palabras que ni siquiera en la calle sería conveniente pronunciar!... ¿Qué haces ahí mirándome con esos ojos tan espantados?... ¿Ignoras acaso el significado de esas palabras?...
—¿Se refiere usted a lo de fornicadora?... —balbucea el tendero, poniéndose encarnado y parpadeando—. ¡Sin embargo, Nuestro Señor..., en su bondad..., perdonó a la pecadora!... ¡La llevó a su lado!... ¡Y en el libro de Santa María Egipciaca se ve el sentido en que se emplean esas palabras..., con perdón de usted!
El tendero intenta aportar en su defensa un nuevo argumento, pero se embarulla y se seca los labios con la manga.
—¡Ah!... ¿Es esa la manera que tienes entonces de comprenderlo?... —exclama el padre Grigorii—. ¡Nuestro Señor lo que hizo fue perdonar!..., ¿comprendes?... mientras que tú acusas..., ¿comprendes?... ¡Designas con una fea palabra..., ¿y a quién, además?... ¡A tu propia hija, que en paz descanse!... ¡No ya en los libros religiosos..., ni en los libros profanos podría encontrarse un pecado semejante!... ¡Te lo repito, Andrei!... ¡No te las eches de sabio!... ¡Sí, hermano!... ¡No tienes que dártelas de sabio!... ¡Aunque Dios te haya dado una inteligencia despejada..., si no la sabes conducir..., mejor será que no intentes profundizar en nada!... ¡No profundices y cállate!
—Pero es que ella..., con perdón de usted..., ¡fue actriz! —pronunció confuso Andrei.
—¡Una actriz!... ¡Fuera lo que fuera, después de su muerte debes olvidarlo todo y no escribir en una nota una cosa así!...
—Cierto... —concede el tendero.
—¡Lo que habría que haber hecho contigo era imponerte alguna penitencia! —dice desde el fondo, junto al altar, la voz de bajo del diácono, que mira con desprecio el rostro turbado de Andrei Andreich—. ¡Así es como hubieras dejado de echártelas de inteligente!... ¡Tu hija fue una actriz célebre!... ¡En ocasión de su fallecimiento, todos los periódicos hablaron de ella!... ¡Vaya filósofo que estás hecho!
—¡Claro que sí!... ¡Cierto!... —balbucea el tendero—. ¡Esas palabras no serán adecuadas..., pero yo no lo hice como censura, padre Grigorii!... Lo hice con fines espirituales..., ¡para que viera usted más claramente a quién tenía que encomendar!... En esas notas se designa a los difuntos de muchas maneras..., como, por ejemplo: "El tierno infante Iona..." "Pelagueia la ahogada..." "Egor el guerrero..." "El interfecto Pavel..." ¡También yo quise!...
—¡No es juicioso, Andrei!... ¡Que Dios te perdone, pero otra vez ten cuidado! Y, sobre todo, ¡no te las eches de sabio!... ¡Para pensar, toma ejemplo de los demás!... ¡Bueno!... ¡Haz diez genuflexiones y vete!
—Lo que usted diga —responde el tendero, alegrándose de que hubieran terminado de amonestarlo e imprimiendo de nuevo a su semblante un aire de importancia y gravedad—. ¿Diez genuflexiones?... Muy bien. Comprendo perfectamente... ¡Ahora, señor cura, permítame un ruego!... ¡Como de todas maneras soy su padre, como usted sabe, y ella..., fuera lo que fuera, de todas maneras es mi hija...; yo..., y usted perdone..., quisiera que se dijera un Réquiem por su alma!... ¡También me permito pedírselo a usted, padre diácono!...
—Eso está bien —dice el padre Grigorii, despojándose de sus vestiduras—. ¡Eso te lo alabo!... Se dirá... Retírate ahora, que saldremos en seguida.
El guardián Matvei hace los preparativos para el Réquiem, que no tarda en empezar.
Con paso mesurado se aleja Andrei Andreich del altar, y rojo y con cara de Réquiem, se coloca en el centro de la iglesia.
Reina el silencio. Sólo se escucha el sonido metálico que hace el incensario al moverse y las notas largas del canto... Junto a Andrei Andreich está el guardián Matvei, la portera Makarievna y su hijito Mitka, el del brazo seco. Nadie más. El sacristán canta mal, con desagradable voz de bajo, y el tema y las palabras del canto son tan tristes que el tendero va perdiendo poco a poco su continente grave y sumergiéndose en la triteza... ¡Recuerda a su Maschutka!... ¡Recuerda que nació mientras él prestaba servicio de lacayo en la casa de los señores de Verknie-Saprudi! En medio del trajín de su trabajo de lacayo no reparaba en cómo crecía su niña. El largo período de la transformación de ésta en una graciosa criatura de cabellos rubios, ojos pensativos y grandes, como kopekas..., le pasó inadvertido... Se educaba ella como suelen educarse los hijos de los lacayos preferidos, en blancos pañales al lado de las señoritas. Los señores, por no tener otra cosa que hacer, le enseñaron a leer, a escribir, a bailar..., no teniendo él, por tanto, que intervenir en su educación. Si acaso, a veces..., cuando se encontraba con ella casualmente en las proximidades del portalón o en el descansillo de la escalera, recordando que era su hija, aprovechaba los ratos libres para enseñarle oraciones e Historia Sagrada. ¡Oh!... ¡Él ya era entonces famoso por sus conocimientos de Doctrina e Historia Sagrada!... La niña, aunque el semblante de su padre era grave y sombrío, lo escuchaba con gusto. Repetía perezosamente las oraciones; pero cuando él, tartamudeando en su esfuerzo por expresarse con más rebuscamiento, se ponía a contarle la Historia Sagrada, se hacía toda oídos. El plato de lentejas de Esaú, la destrucción de Sodoma, las penalidades sufridas por el pequeño José, eran causa de que palideciera y se abrieran muy grandes sus ojos azules. Más tarde, cuando dejó de ser lacayo y pudo adquirir con el dinero ahorrado una tiendecita en el pueblo, Maschutka se fue con los señores a Moscú. Tres años antes de su muerte vino a visitar a su padre. Éste apenas la reconoció. Era una mujer esbelta y joven, con los ademanes de una dama y vestida como se visten las damas. Hablaba de una manera inteligente, como si estuviera leyendo en un libro, y dormía hasta el mediodía. Cuando Andrei Andreich le preguntó en qué se ocupaba, mirándolo valientemente a los ojos, anunció: "Soy actriz". Aquella sinceridad se le antojó al ex lacayo el colmo del cinismo. Maschutka se dispuso a hacer valer sus éxitos ya referir la vida de los actores; pero al ver. que su padre se limitaba a ponerse encarnado y a hacer gestos de desconcierto, guardó silencio. Y así, callados, sin mirarse el uno al otro, vivieron las dos semanas que transcurrieron hasta su partida. La víspera de la marcha suplicó a su padre que diera con ella un paseo por la orilla del río. A pesar de su temor a presentarse en pleno día ante las gentes con su hija actriz, cedió a sus ruegos.
—¡Qué sitios tan maravillosos tienen aquí! —se admiraba ella durante el paseo—. ¡Qué despeñaderos y qué pantanos!... ¡Dios mío!... ¡Qué hermosa es mi tierra!...
Y se echó a llorar.
"¡Son cosas que no hacen más que ocupar sitio! —pensaba Andrei Andreich fijando una mirada obtusa en los despeñaderos, y sin comprender el entusiasmo de su hija—. ¡Se sacaría de ellos tanto provecho como leche de un cordero!..."
Ella lloraba, lloraba. Su pecho aspiraba el aire con ansia..., ¡como si presintiera que no le quedaría mucho tiempo de aspirarlo!...
Igual que el caballo que recibe un picotazo, Andrei Andreich sacude la cabeza y, para amortiguar la pesadez del recuerdo, empieza apresuradamente a santiguarse...
"¡Perdona, Señor, a tu sierva María, que en paz descanse! ¡A esa fornicadora!... ¡Perdónale sus pecados voluntarios e involuntarios!..."
Las impropias palabras vuelven a salir de su lengua, pero él no repara en ello... ¡Lo que tan arraigado está en la conciencia no pueden arrancarlo ni las amonestaciones del padre Grigorii ni el martillo!
Makarievna suspira, murmura alguna cosa y respira hondamente. Mitka, el del brazo seco, queda pensativo...
—¡...y dale, Señor, el descanso eterno!.. .-retumba la voz del diácono, apoyando la mejilla en su mano derecha.
Del incensario fluye un humito azulado que flota en el ancho rayo de sol que atraviesa oblicuamente el vacío sombrío y quieto de la iglesia. Y diríase que con el humo vuela también, por el rayo de sol, el alma de la propia difunta. Los pequeños ramalazos de humo, semejantes a los rizos de un niño, revolotean, ascienden volando hacia la ventana, como si se alejaran del dolor de esta pobre alma...
Un asesinato
Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:
«Duerme, niño bonito, que viene el coco...»
Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.
La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.
El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.
Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.
«Duerme, niño bonito...», balbucea.
Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.
La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.
La muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.
—¿Para qué hacen eso? —les pregunta Varka.
—¡Para dormir! —contestan—. Queremos dormir.
Y se duermen como lirones.
Cuervos y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en despertarlos.
«Duerme, niño bonito...», canturrea entre sueños Varka.
Momentos después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no lo ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto —atacado de no se sabe qué dolencia—, que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.
—Bu-bu-bu-bu...
La madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.