Текст книги "Antologia De Cuentos"
Автор книги: Антон Чехов
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Классическая проза
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—¿Es usted del Sur?
—Soy de la región del Don... En el mes de marzo ya es enteramente primavera. Aquí, en cambio, no hay más que hielo y nieve; todo el mundo va con un abrigo... Allí, hierbita fresca... Como por todas partes está seco, hasta se pueden agarrar tarántulas.
—¿Y por qué agarrar tarántulas?
—¡Porque sí!... ¡Por hacer algo! —dice suspirando Iván Matveich—. Es divertido agarrarlas. Se pone en una hebra de hilo un pedacito de resina, se mete en el nido y se la golpea en el caparazón. La muy maldita, entonces, se enoja y toma la resina con las patitas; pero se queda pegada... ¡Qué no habremos hecho con ellas! A veces llenábamos una palangana hasta arriba y soltábamos dentro una bijorka.
—¿Qué es una bijorka?
—¡Una araña que se llama así!... Pertenece a una especie parecida a la de las tarántulas. ¡Ella sola, peleando, puede con muchas tarántulas!
—¿Sí?... Pero, bueno... tenemos que escribir... ¿Dónde nos detuvimos?
El sabio dicta otros cuarenta renglones, luego se sienta y se sumerge en la meditación.
Desde su asiento, Iván espera lo que van a decirle, estira el cuello y se esfuerza en poner orden en el cuello de su camisa. La corbata no cae mal, pero como se le ha soltado el pasador, el cuello se le abre a cada momento.
—¡Sí!... dice el sabio– ¡Así es!... qué ¿todavía no ha encontrado usted un trabajo, Iván Matveich?
—No... ¿Dónde va uno a encontrarlo?... ¿Sabe... yo?... Pienso sentar plaza en un regimiento... Mi padre me aconseja que me haga dependiente de botica.
—Sí... Pero ¿no sería mejor que ingresara usted en la Universidad?... El examen es difícil, pero con paciencia y un trabajo perseverante se puede llegar a aprobar. ¡Estudie usted!... ¡Lea usted más! ¡Lea mucho!
—La verdad es que... tengo que confesar que leo poco —dice Iván Matveich, encendiendo un cigarrillo.
—¿Ha leído a Turgueniev?
—No.
—¿Y a Gogol?
—¿A Gogol?... ¡Jum!... ¿A Gogol?... No; no lo he leído.
—¡Iván Matveich! ¿No le da vergüenza?... ¡Ay, ay, ay, ay!... ¡Cómo un muchacho tan bueno!... ¡Con tanta originalidad como hay en usted, y que resulte que ni siquiera ha leído a Gogol!... ¡Tiene que leerlo! ¡Yo se lo daré! ¡Léalo sin falta! ¡Si no lo lee, pelearemos!
De nuevo se produce un silencio. Medio tumbado en un cómodo diván, medita el sabio, mientras Iván Matveich, dejando al fin tranquilo su cuello, pone toda su atención en sus zapatos. No se había dado cuenta de que bajo sus pies, a causa de la nieve derretida, se habían formado dos grandes charcos. Se siente avergonzado.
—¡Me parece, Iván Matveich, que también es usted aficionado a cazar jilgueros!
—¡Eso en otoño!... ¡Aquí no cazo, pero allí, en mi casa, solía cazar!
—¿Sí?... Bien... Pero, bueno, de todos modos, tenemos que escribir.
El sabio se levanta decidido y empieza a dictar, pero después de escritos los diez primeros renglones, se vuelve a sentar en el diván.
—No... Tendremos que dejarlo ya hasta mañana por la mañana —dice—. Venga usted mañana por la mañana. Pero ¡eso sí..., temprano! Sobre las nueve... ¡Dios lo libre de retrasarse!
Iván Matveich deja la pluma, se levanta de la mesa y va a sentarse en otra silla. Cuando han pasado unos cinco minutos en silencio, empieza a sentir que ya le ha llegado la hora de marcharse, que ya está allí de más...; pero ¡el despacho del sabio es tan agradable..., tan luminoso y templado!... ¡El efecto de las tostadas secas y del té dulce está todavía tan reciente..., que su corazón se estremece sólo al pensar en su casa!... En su casa hay pobreza, hambre, frío, un padre gruñón... ¡Echan en cara lo que dan..., mientras que aquí hay tanta tranquilidad!... ¡Y hasta quien se interesa por las tarántulas y los jilgueros!...
El sabio consulta la hora y toma el libro.
—¿Me dará usted a Gogol, entonces? —pregunta, levantándose, Iván Matveich.
—Sí, sí...; se lo daré. Pero ¿por qué tiene usted tanta prisa, amigo mío? ¡Quédese! ¡Cuénteme algo!
Iván Matveich se sienta y sonríe con franqueza. Casi todas las tardes se la pasa sentado en este despacho, percibiendo cada vez en la voz y en la mirada del sabio algo verdaderamente afable, conmovido..., algo que le parece suyo. Hasta hay veces, segundos, en los que le parece que el sabio está ligado a él; se ha habituado tanto a su persona, que si le riñe por sus retrasos es sólo porque se aburre sin su charla, sin sus tarántulas y sin todo aquello relacionado con el modo de cazar jilgueros en la región del Don.
La colección
Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov.1 Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.
—Yo sin pan no tomo —dije—. ¡Vamos por el pan!
—¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.
—Es extraño... ¿Por qué, pues?
—Y mira por qué... ¡Ven acá!
Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:
—¡Mira!
Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.
—No veo nada... Unos trastos... Unos clavos, trapitos, colitas...
—¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.
Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.
—¿Ves este cerillo quemado? —dijo, mostrándome un ordinario, ligeramente carbonizado cerillo—. Este es un cerillo interesante. El año pasado lo encontré en una rosca, comprada en la panadería de Sevastianov. Casi me atraganté. Mi esposa, gracias, estaba en casa y me golpeó por la espalda, si no se me hubiera quedado en la garganta este cerillo. ¿Ves esta uña? Hace tres años fue encontrada en un bizcocho, comprado en la panadería de Filippov. El bizcocho, como ves, estaba sin manos, sin pies, pero con uñas. ¡El juego de la naturaleza! Este trapito verde hace cinco años habitaba en un salchichón, comprado en uno de los mejores almacenes moscovitas. Esa cucaracha reseca se bañaba alguna vez en una sopa, que yo tomé en el bufete de una estación ferroviaria, y este clavo en una albóndiga, en la misma estación. Esta colita de rata y pedacito de cordobán fueron encontrados ambos en un mismo pan de Filippov. El boquerón, del que quedan ahora sólo las espinas, mi esposa lo encontró en una torta, que le fue obsequiada el día del santo. Esta fiera, llamada chinche, me fue obsequiada en una jarra de cerveza en un tugurio alemán... Y ahí, ese pedacito de guano casi no me lo tragué, comiéndome una empanada en una taberna... Y por el estilo, querido.
—¡Admirable colección!
—Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo que yo, por descuido, alcancé a tragarme y digerir. Y me he tragado yo, probablemente, unas cinco, seis libras...
Misha tomó con cuidado la hoja de periódico, contempló por un minuto la colección y la vertió de vuelta en la gaveta. Yo tomé en la mano el vaso, empecé a tomar té, pero ya no rogué mandar por el pan.
La corista
En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
—Será el cartero, o una amiga —dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.
—¿Qué desea? —preguntó Pasha.
La señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
—¿Está aquí mi marido? —preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
—¿Qué marido? —murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los pies y las manos—. ¿Qué marido? – repitió, empezando a temblar.
—Mi marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.
—No... no, señora... Yo... no sé de quién me habla.
Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
—¿Dice que no está aquí? – preguntó la señora, ya con voz firme y una extraña sonrisa.
—Yo... no sé por quién pregunta.
—Usted es una miserable, una infame... —balbuceó la desconocida, mirando a Pasha con odio y repugnancia—. Sí, sí... es una miserable. Celebro mucho, muchísimo, que, por fin, se lo haya podido decir.
Pasha comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo, habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella señora desconocida y misteriosa.
—¿Dónde está mi marido? —prosiguió la señora—. Aunque es lo mismo que esté aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
La señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
—Hoy mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel —siguió la señora, que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento ofendido y el despecho—. Sé quién le ha llevado hasta esta espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura repugnante que se vende al primero que llega! —Los labios de la señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz con asco. —Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo, saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño. ¡Entonces se acordará de mí!
De nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
—Yo, señora, no sé nada —articuló, y de pronto rompió a llorar.
—¡Miente! —gritó la señora, mirándola colérica—. Lo sé todo. Hace ya mucho que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los días.
—Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
—¡Y yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted. Escúcheme —añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose ante Pasha—: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay, sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
—¿A qué novecientos rublos se refiere? —preguntó Pasha en voz baja—. Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...
—No le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi marido!
—Señora, él no me ha regalado nada —elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender.
—¿Dónde está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno. ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero, si es capaz de sentir piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las joyas.
—Hum... —empezó Pasha, encogiéndose de hombros—. Se las daría con mucho gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada, puede creerme. Aunque tiene razón —se turbó la cantante—: en cierta ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...
Pasha abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillo de poco precio con un rubí.
—Aquí tiene —dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
—¿Qué es lo que me da? —preguntó—. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
—Es usted muy extraña... —dijo Pasha, que empezaba a enfadarse—. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.
—Pasteles... —sonrió irónicamente la desconocida—. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?
Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.
«¿Qué podría hacer ahora? —se dijo—. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.
—Se lo ruego —se oía a través de sus sollozos—: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?
Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle y que lloraban de hambre. Ella misma rompió en sollozos.
—¿Qué puedo hacer, señora? —dijo—. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
—¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
—Está bien, le daré las joyas —dijo Pasha, limpiándose los ojos—. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
—Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! —siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas—. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
—Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
—Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
—¿Qué joyas me ha regalado usted? —se arrojó sobre él Pasha—. ¿Cuándo lo hizo, dígame?
—Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! – replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza—. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...
—¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! —gritó Pasha.
—Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
—No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! —gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas—. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.
La cronología viviente
El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.
Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.
—Antes, nuestro pueblo era más alegre —decía Charamúkin contemplando el fuego de la chimenea con ojos amables—; ningún invierno transcurría sin que viniera alguna celebridad teatral. Llegaban artistas famosos, cantantes de primer orden, y ahora, que el diablo se los lleve, no se ven más que saltimbanquis y tocadores de organillo. No tenemos ninguna distracción estética. Vivimos como en un bosque. ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico italiano?... ¿Cómo se llamaba? Un hombre alto, moreno... ¿Cuál era su nombre? ¡Ah! ¡Me acuerdo! Luigi Ernesto de Ruggiero. Fue un gran talento. ¡Qué fuerza la suya! Con una sola palabra ponía en conmoción todo el teatro. Mi Anita se interesaba mucho en su talento. Ella le procuró el teatro de balde y se encargó de venderle los billetes por diez representaciones. En señal de gratitud la enseñaba declamación y música. Era un hombre de corazón. Estuvo aquí, si no me equivoco, doce años ha..., me equivoco, diez años. ¡Anita! ¿Qué edad tiene nuestra Nina?
—¡Nueve! —gritó Ana Pavlovna desde su gabinete—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, mamaíta... Teníamos también cantantes muy buenos. ¿Recuerda usted el tenore di grazia Prilipchin?... ¡Qué alma tan elevada! ¡Qué aspecto! Rubio, la cara expresiva, modales parisienses, ¡y qué voz! Adolecía, sin embargo, de un defecto. Daba notas de estómago, y otras de falsete. Por lo demás, su voz era espléndida. Su maestro, a lo que él decía, fue Tamberlick. Nosotros, con Anita, le procuramos la sala grande del Casino de la Nobleza, en agradecimiento de lo cual solía venir a casa, y nos cantaba trozos de su repertorio durante días y noches. Daba a Anita lecciones de canto. Vino, me acuerdo muy bien, en tiempo de Cuaresma, hace unos doce años; no, más. Flaca es mi memoria. ¡Dios mío! Anita, ¿cuántos años tiene nuestra Nadia?
—¡Doce!
—Doce; si le añadimos diez meses, serán trece. Eso es, trece años. En general, la vida de nuestra población era antaño más animada. Por ejemplo: ¡qué hermosas veladas benéficas les di entonces! ¡Qué delicia! Música, canto, declamación... Recuerdo que, después de la guerra, cuando estaban los prisioneros turcos, Anita organizó una representación a beneficio de los heridos que produjo mil cien rublos. La voz de Anita trastornaba el seso de los oficiales turcos. Éstos no cesaban de besarle la mano. ¡Ja! ¡Ja! Aunque asiáticos, son agradecidos. Aquella velada tuvo tanta resonancia que hasta la anoté en mi libro de memorias. Esto ocurrió, me acuerdo como si fuera ayer, en el año 76..., no, 77...; tampoco; oiga usted, ¿en qué año estaban aquí los turcos?... Anita, ¿qué edad tiene nuestra Kola?
—Tengo siete años, papá —replicó Kola, niña de tez parda, pelo y ojos negros como el carbón.
—Sí; hemos envejecido; perdimos nuestra energía —dice Lobnief suspirando—. He ahí la causa de todo: la vejez; nos faltan los hombres de iniciativa, y los que la tenían son viejos. No arde el mismo fuego. En mi juventud no me gustaba que la sociedad se aburriera. Siempre fui el mejor cooperador de Ana Pavlovna. En todo lo que ella llevaba a cabo, veladas de beneficencia, loterías, protección a tal o cual artista de mérito, yo la secundaba con asiduidad, dejando a un lado mis otras ocupaciones. En cierto invierno, tanto me moví, tanto me agité, que hasta me puse enfermo. No olvidaré jamás aquella temporada. ¿No se acuerda usted del espectáculo que arreglamos a beneficio de las víctimas de un incendio?
—¿En qué año fue?
—No ha mucho...; me parece que en el 80.
—Díganme, ¿qué edad tiene Vania?
—¡Cinco años! —grita desde su gabinete Ana Pavlovna.
—Como quiera que sea, ya se han ido seis años. ¡Amigo mío! Ya no arde el mismo fuego.
Lobnief y Charamúkin permanecen pensativos. Los tizones de la chimenea lanzan un postrer destello y se cubren de ceniza.
La máscara
En el club social de la ciudad de X se celebraba, con fines benéficos, un baile de máscaras o, como le llamaban las señoritas de la localidad, "un baile de parejas".
Era ya medianoche. Unos cuantos intelectuales sin antifaz, que no bailaban —en total eran cinco—, estaban sentados en la sala de lectura, alrededor de una gran mesa, y ocultas sus narices y barbas detrás del periódico, leían, dormitaban o, según la expresión del cronista local de los periódicos de la capital, meditaban.
Desde el salón del baile llegaban los sones de una contradanza. Por delante de la puerta corrían en un ir y venir incesante los camareros, pisando con fuerza; mas en la sala de lectura reinaba un profundo silencio.
—Creo que aquí estaremos más cómodos —se oyó de pronto una voz de bajo, que parecía salir de una caverna. ¡Por acá, muchachas, vengan acá!
La puerta se abrió y al salón de lectura penetró un hombre ancho y robusto, disfrazado de cochero, con el sombrero adornado de plumas de pavo real y con antifaz puesto. Le seguían dos damas, también con antifaz, y un camarero, que llevaba una bandeja con unas botellas de vino tinto, otra de licor y varios vasos.
—¡Aquí estaremos muy frescos! —dijo el individuo robusto—. Pon la bandeja sobre la mesa... Siéntense, damiselas. ¡Ye vu pri a la trimontran! Y ustedes, señores, hagan sitio. No tienen por qué ocupar la mesa.
El individuo se tambaleó y con una mano tiró al suelo varias revistas.
—¡Pon la bandeja acá! Vamos, señores lectores, apártense. Basta de periódicos y de política.
—Le agradecería a usted que no armase tanto alboroto —dijo uno de los intelectuales, mirando al disfrazado por encima de sus gafas—. Estamos en la sala de lectura y no en un buffet... No es un lugar para beber.
—¿Por qué no es un lugar para beber? ¿Acaso la mesa se tambalea, o el techo amenaza derrumbarse? Es extraño. Pero no tengo tiempo para charlas... Dejen los periódicos. Ya han leído bastante, demasiado inteligentes se han puesto; además, es perjudicial para la vista y lo principal es que yo no lo quiero y con esto basta.
El camarero colocó la bandeja sobre la mesa y, con la servilleta encima del brazo, se quedó de pie junto a la puerta. Las damas la emprendieron inmediatamente con el vino tinto.
—¿Cómo es posible que haya gente tan inteligente que prefiera los periódicos a estas bebidas? —comenzó a decir el individuo de las plumas de pavo real, sirviéndose licor—. Según mi opinión, respetables señores, prefieren ustedes la lectura porque no tienen dinero para beber. ¿Tengo razón? ¡Ja, ja...! Pasan ustedes todo el tiempo leyendo. Y ¿qué es lo que está ahí escrito? Señor de las gafas, ¿qué acontecimientos ha leído usted? Bueno, deja de darte importancia. Mejor bebe.
El individuo de las plumas de pavo real se levantó y arrancó el periódico de las manos del señor de las gafas. Éste palideció primero, se sonrojó después y miró con asombro a los demás intelectuales, que a su vez le miraron.
—¡Usted se extralimita, señor! —estalló el ofendido—. Usted convierte un salón de lectura en una taberna; se permite toda clase de excesos, me arranca el periódico de las manos. ¡No puedo tolerarlo! ¡Usted no sabe con quién trata, señor mío! Soy el director del Banco, Yestiakov.
—Me importa un comino que seas Yestiakov. Y en lo que se refiere a tu periódico mira... El individuo levantó el periódico y lo hizo pedazos.
—Señores, pero ¿qué es esto? —balbuceó Yestiakov estupefacto—. Esto es extraño, esto sobrepasa ya lo normal...
—¡Se ha enfadado! —echóse a reír el disfrazado—. ¡Uf! ¡Qué susto me dio! ¡Hasta tiemblo de miedo! Escúchenme, respetables señores. Bromas aparte, no tengo deseos de entrar en conversación con ustedes... Y como quiero quedarme aquí a solas con las damiselas y deseo pasar un buen rato, les ruego que no me contradigan y se vayan... ¡Vamos! Señor Belebujin, ¡márchate a todos los diablos! ¿Por qué están frunciendo el ceño? Si te lo digo, debes irte. Y de prisita, no vaya a ser que en hora mala te largue algún pescozón.
—Pero ¿cómo es eso? —dijo Belebujin, el tesorero de la Junta de los Huérfanos, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera puedo comprenderlo... ¡Un insolente irrumpe aquí y... de pronto ocurren semejantes cosas!
—¿Qué palabra es ésa de insolente? —gritó enfadado el individuo de las plumas de pavo real, y golpeó con el puño la mesa con tanta fuerza que los vasos saltaron en la bandeja—. ¿A quién hablas? ¿Te crees que como estoy disfrazado puedes decirme toda clase de impertinencias? ¡Atrevido! ¡Lárgate de aquí, mientras estés sano y salvo! ¡Que se vayan todos, que ningún bribón se quede aquí! ¡Al diablo!
—¡Bueno, ahora veremos! —dijo Yestiakov, y hasta sus gafas se le habían humedecido de emoción. ¡Ya le enseñaré! ¡A ver, llamen al encargado!
Un minuto más tarde entraba el encargado, un hombrecito pelirrojo, con una cintita azul en el ojal. Estaba sofocado a consecuencia del baile.
—Le ruego que salga —comenzó—. Aquí no se puede beber. ¡Haga el favor de ir al buffet!
—Y tú ¿de dónde sales? —preguntó el disfrazado—. ¿Acaso te he llamado? —Le ruego que no me tutee y que salga inmediatamente.
—Óyeme, amigo, te doy un minuto de plazo... Como eres la persona responsable, haz el favor de sacar de aquí a estos artistas. A mis damiselas no les gusta que haya nadie aquí... Se azoran y yo, pagando mi dinero, voy a tener el gusto de que estén al natural.
—Por lo visto, este imbécil no comprende que no está en una cuadra —gritó Yestiakov—. Llamen a Evstrat Spiridónovich.
Evstrat Spiridónovich, un anciano con uniforme de policía, no tardó en presentarse.
—¡Le ruego que salga de aquí! —dijo con voz ronca, con ojos desorbitados y moviendo sus bigotes teñidos.
—¡Ay, qué susto! —pronunció el individuo, y se echó a reír a su gusto—. ¡Me he asustado, palabra de honor! ¡Qué espanto! Bigotes como los de un gato, los ojos desorbitados... ¡Je, je, je!
—¡Le ruego que no discuta! —gritó con todas sus fuerzas Evstrat Spiridónovich, temblando de ira—. ¡Sal de aquí! ¡Mandaré que te echen de aquí!
En la sala de lectura se armó un alboroto indescriptible.
Evstrat Spiridónovich, rojo como un cangrejo, gritaba, pataleaba.
Yestiakov chillaba, Belebujin vociferaba. Todos los intelectuales gritaban, pero sus voces eran sofocadas por la voz de bajo, ahogada y espesa, del disfrazado. A causa del tumulto general se interrumpió el baile y el público se abalanzó hacia la sala de lectura.
Evstrat Spiridónovich, a fin de inspirar más respeto, hizo venir a todos los policías que se encontraban en el club y se sentó a levantar acta.
—Escribe, escribe —decía la máscara, metiendo un dedo bajo la pluma—. ¿Qué es lo que me ocurrirá ahora? ¡Pobre de mí! ¿Por qué quieren perder al pobre huerfanito que soy? ¡Ja, ja! Bueno. ¿Ya está el acta? ¿Han firmado todos? ¡Pues ahora, miren!
Uno... dos... ¡tres!
El individuo se irguió cuan alto era y se arrancó el antifaz.
Después de haber descubierto su cara de borracho y de admirar el efecto producido, se dejó caer en el sillón, riéndose alegremente. En realidad, la impresión que produjo fue extraordinaria. Los intelectuales palidecieron y se miraron perplejos, algunos se rascaron la nuca. Evstrat Spiridónovich carraspeo como alguien que sin querer ha cometido una tontería imperdonable.
Todos reconocieron en el camorrista al industrial millonario de la ciudad, ciudadano benemérito, el mismo Piatigórov, famoso por sus escándalos, por sus donaciones y, como más de una vez se dijo en el periódico de la localidad, por su amor a la cultura.