Текст книги "Antologia De Cuentos"
Автор книги: Антон Чехов
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Классическая проза
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—¡No! —contestó con voz firme y resuelta la muchacha, llena de indignación—. ¡Le ruego que me deje en paz!
—¡Qué vamos a hacerle! —suspiró el borrachín, sentándose junto a la maleta—. Me place que haya aún quien se indigne, quien se ofenda, quien defienda su honor... No me cansaría nunca de admirar ese gesto de indignación... ¿No quiere usted, pues, seguir aquí?... Lo comprendo... ¡Quién estuviera en su lugar!... Usted se irá, y yo..., ¡yo no podré nunca dejar esta casa! Hubiera podido retirarme al campo, a alguna de las fincas que heredé de mi padre; pero mi mujer ha colocado en ellas de administradores, de agrónomos y de capataces a una taifa de bribones, ¡el diablo se los lleve!, que me hubieran hecho la vida imposible...
—¡Nicolás Sergueyevich! —gritó por el pasillo la señora Kuchkin—. ¿Dónde se ha metido?
—¿Conque no quiere usted quedarse? —preguntó el amo, levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Lo mejor sería que se quedase... Yo vendría todas las noches a charlar un rato con usted... Si se va usted seré aún más desgraciado. Usted es en la casa la única persona que tiene cara humana. ¡Es terrible!
Y miraba a la institutriz con ojos suplicantes; pero ella movió negativamente la cabeza. El señor Kuchkin salió del aposento, pintada en el rostro la desesperación.
Media hora después Macha Pavletskaya se disponía a tomar el tren.
Un hombre conocido
La encantadora Vanda (o según según su pasaporte, la honorable ciudadana Nastasia Kanavkina) al salir del hospital se encontró en una situación como jamás se había encontrado antes. Sin casa y sin un céntimo. ¿Qué hacer?...
Lo primero que se le ocurrió fue dirigirse a la casa de préstamos y empeñar su sortija de turquesas, su única alhaja. Le dieron por ella un rublo, pero... ¿qué se puede comprar con un rublo? Por ese dinero no se puede comprar una chaquetita corta a la moda..., ni un sombrero..., ni unos zapatos de color bronce... y sin esas cosas ella se sentía como desnuda. Le parecía que no sólo la gente, sino hasta los caballos y los perros, la miraban y se reían de la sencillez de su vestido. Lo único que le preocupaba era el vestido. La cuestión de cómo iba a comer o de dónde iba a pasar la noche no la inquietaba lo más mínimo.
—¡Si al menos me encontrara con algún conocido!..., le pediría dinero... Ninguno me lo rehusaría.
Pero los hombres conocidos no aparecían por ninguna parte. No sería difícil encontrarlos por la noche en el Renaissance, pero en el Renaissance no se dejaba entrar a nadie vestido tan sencillamente y sin sombrero. ¿Qué hacer entonces?... Después de una larga indecisión y cuando ya se sentía harta de andar, de estar sentada y de pensar, Vanda resolvió emplear un último recurso... Iría a casa de uno de sus conocidos y le pediría dinero.
"¿A quién podré dirigirme? —meditaba—. A casa de Mischa no es posible. Tiene familia. En cuanto al viejo del pelo rojo..., estará a estas horas ocupado en su despacho..."
Vanda se acordó de pronto del dentista Finkel, un judío converso que hacía unos tres meses le había regalado una pulsera y al que una vez, cenando en el Círculo alemán, había echado un vaso de cerveza por la cabeza.
El recuerdo de este Finkel la alegró muchísimo.
"Estoy segura de que me dará dinero. Lo importante es encontrarlo —pensaba camino de su casa—. Si no me da nada, le romperé todas las lámparas."
Al acercarse a la casa del dentista llevaba ya su plan preparado. Riendo subiría la escalera a toda prisa, entraría volando en su consulta y con tono exigente le pediría veinticinco rublos. Este plan, sin embargo, cuando puso la mano sobre la campanilla pareció salírsele solo de la cabeza. Empezó de repente a sentir miedo, a ponerse nerviosa y a acobardarse; cosa que antes nunca le ocurría. Únicamente entre gente borracha era valiente y descarada; pero así... con un vestido sencillo y en un papel de vulgar solicitante al que se puede no recibir, se sentía tímida e insignificante.
"Puede que ya no se acuerde de mí —pensaba, sin decidirse a tirar del cordón de la campanilla—. Y ¿cómo voy a entrar en su casa con este vestido? ¿Como una mendiga o una pequeña burguesa?..."
Y llamó muy indecisa. Al otro lado de la puerta sonaron pasos. Era el portero.
—¿Está en casa el doctor? —preguntó.
Ahora le hubiera gustado mucho más que el portero la dijera que no; pero éste, en lugar de darle tal contestación, la hizo pasar al recibimiento y le ayudó a quitarse el abrigo. La escalera le pareció lujosa y magnífica; pero de todo aquel lujo lo que más la llamó la atención fue el gran espejo, en el que vio reflejada a una figura deslucida, sin sombrero alto, sin chaquetón a la moda y sin zapatos color bronce. Encontraba extraño que ahora, por estar vestida pobremente y parecer una costurerita o una lavandera, se despertara dentro de ella aquel sentimiento de vergüenza; se sintiera sin animo y sin valentía y ya no se llamara a sí misma con el pensamiento Vanda, sino como antes, Nastía Kanavkina.
—Tenga la bondad de entrar —dijo la doncella acompañándola hasta la consulta—. El doctor viene en seguida...
Vanda tomó asiento en la mullida butaca.
"Esto es lo que le diré... Haga el favor de prestarme... La cosa es correcta, puesto que me conoce... ¡Si siquiera se marchara la doncella!... ¡Delante de ella es molesto!... ¿Para qué estará aquí?"
Al cabo de cinco minutos la puerta se abrió, y entró Finkel, un judío converso de alta estatura, moreno, con grasientas mejillas y ojos saltones. Las mejillas, los ojos, el vientre, las gruesas caderas..., todo en él respiraba satisfacción y era asqueroso y severo. En el Rcnaissance y en el Círculo alemán solía ser algo bebedor, gastaba mucho con las mujeres y soportaba con paciencia sus bromas. (Por ejemplo cuando Vanda le echó aquella cerveza por la cabeza, lo único que hizo fue sonreír y amenazarla con el dedo.) En cambio ahora, tenía un aspecto taciturno y soñoliento, y su mirada, mientras masticaba algo, era importante y fría, como la de un jefe.
—¿Qué desea? —preguntó sin mirar a Vanda.
Vanda vio el rostro serio de la doncella, el aire satisfecho de Finkel, que al parecer no la había reconocido, y enrojeció.
—¿Qué desea usted? —repitió él, comenzando a impacientarse.
—Me... duelen las muelas... —murmuró Vanda.
—¡Hum!... ¿Qué muelas?... ¿Dónde?
Vanda se acordó de que tenía una carie en una de ellas.
—Abajo..., a la derecha.
—¡Hum!... ¡Abra la boca!
Finkel frunció el entrecejo, retuvo la respiración y se puso a examinar con detenimiento la muela enferma.
—¿Duele? —preguntó hurgando en ella con un hierrecito.
—Duele —mintió Vanda.
"Si le digo algo..., con seguridad me reconocerá en seguida —pensó—; pero... y la doncella, ¿para qué estará ahí?"
Finkel, de pronto, soplé como una locomotora directamente sobre su boca y dijo:
—No le aconsejo que se la empaste... ¡Ya no le va a servir de nada!
Después de hurgar un poco más en ella y de manchar los labios y las encías de Vanda con sus dedos sucios de tabaco, volvió a retener la respiración y le metió en la boca algún objeto frío. Vanda sintió de repente un terrible dolor, lanzó un grito y agarró la mano de Finkel.
—No es nada..., no es nada... No se asuste —masculló éste—. ¡Esa muela ya no le iba a servir para nada!... ¡Hay que ser valiente!
Y los dedos sucios de tabaco, ensangrentados, presentaron la muela ante sus ojos, mientras la doncella le acercaba a la boca una taza.
—Enjuáguese con agua fría para que deje de sangrar.
Su actitud era la del hombre que esperaba que se marchara pronto y le dejara tranquilo.
—Adiós —dijo Vanda dirigiéndose a la puerta.
—¡Hum!... Y ¿quién va a pagarme el trabajo? —dijo Finkel en tono risueño.
—Ah, sí!... —recordó Vanda, enrojeciendo.
Y dio al dentista el rublo recibido por la sortija de turquesa.
Cuando salió a la calle se sentía aún más avergonzada que antes; pero ya no era su pobreza lo que le avergonzaba..., ya no pensaba en que no llevaba un sombrero alto ni una chaquetita a la moda. Iba por la calle escupiendo sangre, y cada uno de aquellos esputos rojos le hablaba de su vida, de su mala y penosa vida, de las ofensas que había soportado y de las que soportaría mañana, dentro de una semana, dentro de un año, toda su vida y hasta la misma muerte.
"¡Oh, qué miedo de todo esto! ¡Qué horrible, Dios mío!"
Al día siguiente, sin embargo, estaba ya bailando en el Renaissance. Llevaba un nuevo, bonito y enorme sombrero, una nueva chaquetita a la moda y unos zapatos de color bronce. La obsequiaba con aquella cena un joven comerciante recién llegado de Kasañ.
Un hombre enfundado
I
En un extremo de la aldea Mironositsky, en la porchada del alcalde Prokofy, se habían instalado para pasar la noche dos cazadores llegados al pueblo mucho después de anochecer: el veterinario Iván Ivanovich y el maestro de escuela Burkin.
Iván Ivanovich tenía un donoso apellido: Chimcha-Guimalaysky, cuya pomposidad estaba en contradicción con la modestia de su persona. En toda la comarca se le llamaba, sencillamente, Iván Ivanovich. Vivía no lejos de la ciudad, en una hermosa finca, donde se dedicaba a la cura de las enfermedades equinas. Aquel día había salido de casa para airearse un poco.
Burkin vivía en la ciudad; pero pasaba todas las vacaciones de verano en la finca del conde P..., y era también muy conocido en la comarca.
Ni uno ni otro podían dormirse.
Iván Ivanovich, alto, enjuto, entrado en años, canoso, bigotudo, fumaba su pipa sentado junto a la puerta abierta de la porchada. La luz de la Luna le daba de lleno en el rostro. Burkin yacía sobre un montón de heno, en el fondo del aposento, sumergido en la oscuridad.
Hablaban de la alcaldesa, Mavra, una mujer fuerte y despejada, que no había salido en toda su vida de la aldea y no había visto nunca la ciudad ni el ferrocarril. Hacía algunos años que sólo salía a la calle por la noche.
—No tiene nada de extraño —dijo Burkin—. Hay entre nosotros mucha gente que ama la soledad y que se complace en permanecer siempre en su concha, como los caracoles. Acaso se trate de un atavismo, de un retorno a la época en que nuestros ascendientes aún no eran animales sociables y vivían aislados en sus cavernas. Quizás sea ésa una de tantas variedades de la naturaleza humana. ¡Quién sabe! Yo no me dedico al estudio de las Ciencias Naturales, y no tengo la pretensión de resolver tales problemas. Quiero decir tan sólo que hay mucha gente como esa pobre Mavra. Hará unos dos meses murió en la ciudad un tal Belikov, compañero mío de profesorado en el Liceo, donde explicaba griego. Habrá usted oído hablar de él. Llegó a adquirir, por sus costumbres, cierta celebridad. Siempre, aunque hiciera un tiempo espléndido, llevaba chanclos, paraguas y un abrigo con forro de algodón. Se diría que todas sus cosas estaban enfundadas: cubría su paraguas una funda gris, llevaba el cortaplumas en un estuchito, hasta su rostro, que ocultaba casi por entero el cuello de su abrigo, parecía enfundado también. Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de franela y unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un coche hacía al cochero levantar la capota. En fin, procuraba siempre envolverse en algo que le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse, separarse del mundo entero, defenderse de las influencias exteriores. Era esto en él una tendencia apasionada, irresistible. La vida real lo irritaba, lo asustaba, le inspiraba una angustia constante. Quizás para justificar este odio, este miedo a cuanto lo rodeaba, siempre estaba haciéndose lenguas de las excelencias del pasado, encomiando las cosas que no existían en realidad. El griego que explicaba era para él también como unos chanclos o un paraguas con que se defendía de la vida real. «¡Qué sonora, qué melodiosa es la lengua griega!» —decía con voz suave.
Y en apoyo de su afirmación guiñaba un ojo, levantaba el dedo y pronunciaba: «¡Antropos!»
Belikov procuraba enfundar asimismo su pensamiento. Lo único comprensible y claro para él eran las circulares gubernativas en que se prohibía algo y los artículos periodísticos en que se aplaudían las prohibiciones. Cuando una circular prohibía a los colegiales salir a la calle después de las nueve de la noche o cuando un artículo periodístico tronaba contra la ligereza de las costumbres, la cosa para él era clara, indiscutible: ¡Está prohibido, y se acabó! Pero cuando leía que se autorizaba esto o lo otro, veía en ello algo sospecho y extraño. Si las autoridades de la ciudad concedían autorización para abrir un círculo de artistas-aficionados, una biblioteca, un «club», sacudía tristemente la cabeza y decía:
—Claro, todo eso está muy bien; pero... temo las consecuencias.
Toda infracción de las reglas establecidas; toda desviación del camino trazado por las circulares, lo ponían triste y perplejo, aunque se tratase de asuntos en los que él no tuviese para qué inmiscuirse. Si alguno de sus colegas llegaba con retraso a misa o no se conducía en absoluta conformidad con las reglas establecidas; si alguna profesora se paseaba de noche en compañía de un joven, Belikov parecía presa de profunda angustia y le decía a todo el mundo, con trágico acento, que aquello acabaría mal. En los consejos pedagógicos aburría a sus colegas con sus interminables temores y aprensiones, con su prudencia exagerada, con sus lamentaciones acerca de la juventad escolar, que, según él, se conducía muy mal, hacía demasiado ruido.
—Eso puede tener consecuencias enojosas —decía lleno de espanto—. Si las autoridades se enteran de la mala conducta de los colegiales..., ¿comprenden ustedes?... Acaso conviniera expulsar del colegio a Petrov y a Egorov, para que no contaminasen con su mal ejemplo a los demás...
Parecerá inverosímil; pero sus suspiros constantes, sus lamentaciones, sus gafas oscuras sobre el rostro menudo y pálido de animalejo espantado ejercían una influencia deprimente en sus colegas, que acababan por dejarse convencer: se castigaba a Petrov y a Egorov, y, a la postre, se los expulsaba.
Belikov visitaba con frecuencia a sus colegas. Llegaba, se sentaba y, sin decir palabra, miraba alrededor como buscando algo sospechoso. Permanecía así una o dos horas, y se iba. A aquello lo llamaba «mantener buenas relaciones con sus compañeros». Se advertía que tales visitas le desagradaban; pero las consideraba un deber. Sus colegas le tenían miedo. Hasta el director del colegio se lo tenía. La mayoría de los profesores eran personas inteligentes, honorables, de ideas progresivas, de espíritu cultivado por la lectura de los mejores escritores, y, sin embargo, aunque parezca absurdo, aquel hombrecillo, que siempre llevaba chanclos y paraguas, ejercía un gran influjo sobre ellos, y durante quince años fue el amo absoluto del colegio. ¡Y no solo del colegio, de toda la ciudad! Las señoras no se atrevían a celebrar en su casa funciones teatrales las vísperas de fiesta, por temor a Belikov; los curas no se atrevían a jugar a la baraja delante de él. Bajo su influjo, los habitantes de la ciudad no se atrevían a nada. Todo les daba miedo. Les daba miedo hablar en voz alta, escribir cartas, trabar nuevas relaciones, leer libros, socorrer a los pobres, enseñarles las primeras letras a los analfabetos.
II
Burkin tosió, hizo una corta pausa, encendió su pipa apagada, miró a la Luna y continuó:
—Sí, todos éramos personas instruidas, inteligentes, que habíamos leído a Turguenef, a Tolstoi, a Bucles, etc., y, sin embargo, nos inclinábamos ante Belikov. Hay cosas extrañas... Vivía en la misma casa que yo y en el mismo piso. Nos veíamos con frecuencia, y yo conocía su vida íntima. En su casa se mantenía igualmente fiel a sus costumbres. Vestía siempre una bata y se tocaba con un gorro. No abría nunca los postigos de las ventanas, y tenía las puertas cerradas con innumerables cerrojos. Y él mismo sometíase a restricciones, a prohibiciones, temeroso de consecuencias enojosas. Los días de ayuno no comía nada de lo prohibido por la Iglesia y se contentaba con pescado; no tenía criada, por temor a que le achacasen relaciones íntimas con ella; un viejo sesentón, borracho y tímido, le guisaba y le hacía todos los servicios domésticos. Se llamaba Afanasy. Solía permanecer horas y horas a la puerta de la habitación de Belikov cruzadas las manos sobre el pecho y murmurando cosas como la siguiente:
—¡Dios mío, cuánta gente sospechosa hay!
Y al decir esto lanzaba un gran suspiro.
La alcoba de Belikov era pequeñísima, y el profesor parecía en ella guardado en una caja. Cuando se acostaba tapábase hasta la cabeza con la sábana. Hacía calor; silbaba fuera el viento; se oía en la cocina gruñir y suspirar a Afanasy. Y Belikov, bajo la sábana, tenía miedo. Tenía miedo de Afanasy, a quien se le podía ocurrir la idea de matarle; tenía miedo de los ladrones. Toda la noche lo atormentaban pesadillas. Por la mañana llegaba al colegio, sombrío y pálido. El colegio, con sus centenares de alumnos y sus numerosos profesores, le daba miedo: hubiera preferido continuar solo, encerrado en su concha.
—¡Dios mío, qué ruido! —decía para justificar su mal humor—. ¡Esto es abominable!
Cosa asombrosa, inverosímil: ¡aquel hombre enfundado estuvo una vez a punto de casarse!
Burkin hizo una nueva pausa, se envolvió en una nube de humo y prosiguió:
—¡Sí, como lo oye usted, a punto de casarse!
—¡No, usted bromea! —contestó Iván Ivanovich.
—¡Palabra de honor! Mire usted cómo fue. Un día llegó a la ciudad un nuevo profesor de Geografía e Historia, un tal Mijail Savich Kovalenko. Lo acompañaba su hermana, llamada Vasia. Eran de origen ucranio; el hermano era un mocetón, joven aún, muy moreno, con unas manos enormes; sólo con mirarle se adivinaba que tenía voz de bajo, y, en efecto, cuando hablaba, su voz parecía salir de un tonel vacío: «bu-bu-bu...» La hermana era mayor, de unos treinta años, también muy alta, morena, de ojos negros, de mejillas sonrosadas; en fin, una muchacha muy apetitosa. Hablaba por los codos, era muy risueña, cantaba canciones ucranias. Daba gusto oír su risa franca y alegre: ¡ja, ja, ja!
Conocimos a los Kovalenko en un baile que dio el director del colegio con motivo de su cumpleaños. Entre los profesores de aspecto severo, que se conducían incluso en los bailes como si cumpliesen un penoso deber, aquella señorita parecía una Afrodita, surgida de las espumas del mar. Reía, bailaba, animaba el salón con la música de su voz sonora. Nos cantó algunas canciones ucranias. En fin, nos encantó a todos, sin exceptuar a Belikov. El profesor se sentó junto a ella y le dijo, con una sonrisa suave:
—La lengua ucrania, por su sonoridad y su melodía, se parece a la lengua griega.
Aquello halagó a Varenka, que empezó a hablarle,con énfasis y entusiasmo, de su casa en Ucrania; de su madre, que vivía allí; de las sandías, de los pepinos y de otras exquisiteces que se criaban en su huerto. No se criaban por aquí cosas tan exquisitas.
—¡Y si viera usted qué magnífica sopa de legumbres comemos en nuestra bella Ucrania!
Oyendo su conversación se nos ocurrió a todos, de pronto, la misma idea:
—¡Y si los casáramos! —me dijo, por lo bajo, la mujer del director.
Diríase que hasta aquella noche no habíamos parado mientes en el celibato de Belikov. Estábamos asombrados de no haber pensado hasta entonces en aquel aspecto de su vida íntima. ¿Qué opinión tendría de la mujer? ¿Cómo resolvería tan grave problema? Hasta aquel momento no nos habíamos hecho tales preguntas, acaso creyendo imposible que un hombre que llevaba en todo tiempo clanclas y se ocultaba temeroso en su concha pudiera enamorarse.
—Hace mucho tiempo que él ha pasado de los cuarenta; ella tiene treinta años —añadió la directora—. Creo que se casaría con él muy gustosa.
¡Dios mío, cuántas tonterías, cuántas estupideces se hacen en provincias sólo para pasar el rato; cuántas cosas inútiles, y a veces absurdas, se inventan sin otra razón que no tener qué hacer! ¿Cómo demonios se nos ocurrió la idea de casar a Belikov, a quien ni siquiera se podía uno imaginar en el papel de marido, de padre de familia? Y no obstante, todo el mundo se aplicó con ardor a la realización del proyecto. La directora, la inspectora y las mujeres de los profesores se animaron de pronto, y hasta se embellecieron, como si hubieran encontrado súbitamente un ideal que llenase su vida.
Algunos días después la directora tomó un palco en el teatro e invitó a Belikov y a Varenka. Varenka, haciéndose aire con el abanico, parecía feliz, alegre; él estaba tan abatido y asustado, que diríase que acababa de ser sacado de su casa a tirones.
Transcurridas algunos días más las señoras se empeñaron en que yo diese un baile en mi casa e invitase a Belikov y a Varia.
Habíamos adquirido la certidumbre de que Varenka se casaría gustosísima con Belikov, con tanto más motivo cuanto que no era muy feliz en casa de su hermano, que era un buen muchacho, pero tenía la manía de discutir acerca de todo. Hermano y hermana se pasaban la vida entregados a acaloradas discusiones, que ni en la calle interrumpían. He aquí, por ejemplo, una escena: Kovalenko, el mocetón robusto, engalanado con una camisa ucrania bordada, desbordante bajo el sombrero la espesa cabellera, marchaba junto a su hermana, en una mano un paquete de libros, en la otra un grueso bastón, espanto de los perros. Ella también llevaba en la mano unos libros.
—Pero, Miguelito, estoy segura de que no has leído ese libro. ¡Te juro que no lo has leído! —decía ella en voz tan alta, que se le oía desde la otra acera.
—¡Y yo te digo que lo he leído! —gritaba el hermano, golpeando el suelo con el bastón.
—¡Dios mío, no comprendo por qué te enfadas, Miguel! No es una discusión de principios, y debías oírme con calma.
—¡Pero si estoy diciéndote que no he leído ese libro y tú te emperras en lo contrario!...
En casa ocurría lo mismo: disputaban, gritaban, se enfadaban, sin que la presencia de personas extrañas los contuviese.
Era muy natural que a Varia la aburriese una vida así. Soñaba con fundar un hogar propio. Además, como ya no era joven, casi había perdido la esperanza de casarse, y aceptaría el matrimonio con cualquiera, aunque fuera con Belikov.
Lo cierto es que se mostraba propicia a nuestro proyecto, y dejaba hacer...
Belikov no cambiaba. Visitaba de cuando en cuando a Kovalenko, como a todos sus demás colegas. Se pasaba horas enteras sin decir esta boca es mía. Varenka le cantaba canciones ucranias, lo miraba soñadoramente con sus grandes ojos negros, y a veces prorrumpía en alegres carcajadas:
—¡Ja, ja, ja!
En empeños de amor, sobre todo cuando hay en ellos miras matrimoniales, la sugestión juega un gran papel. Todos los profesores y las señoras dieron en la flor de asegurarle a Belikov que debía casarse, que no le quedaba otro refugio que el matrimonio; lo felicitábamos, le hablábamos de la necesidad de crear un hogar. Además, Varenka era bastante guapa, inteligente, de buena familia; poseía en Ucrania una finquita. Luego, era la primera mujer que le había manifestado algún cariño, lo que lo conmovió, le hizo perder la cabeza y lo decidió a casarse.
—Aquél era el momento indicado para despojarle de los chanclos y el paraguas —dijo Iván Ivanovich.
—Eso era imposible, como va usted a ver. Pero déjeme contárselo todo... Pues bien: Belikov colocó sobre su mesa el retrato de Varenka. Solía visitarme para hablar de ella, de la vida de familia, de la extrema importancia del matrimonio. Casi diariamente iba a casa de los hermanos Kovalenko; pero no cambió en nada sus costumbres. Por el contrario, su decisión de casarse ejerció sobre él una influencia funesta. Se puso más delgado y más pálido y parecía aún más metido en su funda.
—Bárbara Savichna me gusta —me decía con su leve sonrisa enfermiza—. Harto se me alcanza que todo hombre debe casarse; pero..., mire usted, todo esto es para mí una gran sorpresa; todo ha sucedido de un modo tan inesperado... Hay que pensarlo mucho antes de dar ese paso decisivo...
—¿Para qué pensarlo? —le respondía yo– ¡Cásese usted, y asunto concluido!
—No; el matrimonio es un acto demasiado grave. Ante todo, hay que pesar bien todos los deberes que lleva consigo, todas las responsabilidades... De lo contrario, son de temer consecuencias enojosas... Esto me inquieta de tal modo, que casi no duermo... Además, se lo confieso a usted, tengo un poco de miedo. Ella y su hermano son de una manera de pensar especial... Basta oír sus discusiones... Son demasiado vivas, demasiado violentas... Si me caso con ella, tal vez tenga disgustos. ¡Quién sabe!
Y no se declaraba a Varenka, demorando la declaración todos los días, lo que enojaba mucho a la directora y a nuestras señoras. Seguía siempre reflexionando, sobre los deberes y las responsabilidades que lleva consigo el matrimonio. Sin embargo, se paseaba todos los días con Varenka, acaso considerándolo un deber en su situación. Y todos los días venía a mi casa para hablar más y más de la iniportancia del paso que se disponía a dar. Probablemente hubiese acabado por decidirse y se hubiera declarado a Varenka, contrayendo uno de esos matrimonios estúpidos, insensatos, ¡que son tan frecuentes!, si no hubiera sobrevenido un escándalo colosal, como dicen los alemanes.
Conviene advertir que el hermano, Kovalenko, aborrecía a Belikov desde que le fue presentado. «No concibo —decíanos, encogiéndose de hombros– cómo pueden ustedes soportar a este espía, a este tipo repugnante. Es más: no comprendo cómo pueden ustedes vivir en esta madriguera, respirando esta atmósfera densa, maloliente. Este colegio no es una institución de instrucción pública; más bien parece un puesto de policía... No; yo no puedo continuar aquí. Tendré paciencia una temporada y luego me marcharé a mi Ucrania, donde pescaré con caña y les enseñaré a leer y a escribir a los hijos de los campesinos, dejándolos a ustedes aquí en compañía de Judas Belikov. ¡Dios mío, qué tipo!
Algunas veces me preguntaba con tono de enojo: «¿Quiere usted decirme a qué viene a mi casa? ¿Qué se le ha perdido allí? Llega, se sienta y permanece horas enteras mirando en torno suyo y sin decir palabra. ¡Es una cosa insoportable!»
Naturalmente, evitábamos hablarle del matrinionio que su hermana se disponía a contraer con Belikov. Y cuando la directora le insinuó que convendría casar a su hermana con un hombre tan serio y respetable como Belikov, frunció las cejas y gruñó: «Eso no me incumbe. Que se case, si quiere, con una serpiente. No me gusta meterme en lo que no me importa.»
Y mire usted lo que pasó. Un caricaturista misterioso hizo la siguiente caricatura: Belikov, con chanclos, los pantalones remangados y el paraguas en la mano, se pasaba del brazo de la señorita Kovalenko; debajo había una leyenda que decía: «Antropos, enamorado.» Era un dibujo muy bien hecho, y el retrato de Belikov había salido admirablemente. El caricaturista envió a todos los profesores del colegio y del Liceo de señoritas y a no pocos empleados del Estado sendos ejemplares de su obra, para la que debió de trabajar muchas noches.
Naturalmente, Belikov recibió también un ejemplar. La caricatura le produjo malísima impresión.
Era el día 1º de mayo, y domingo. Habíamos organizado una excursión de todo el colegio al bosque vecino. Estábamos todos citados a la puerta del centro docente. Salí de casa en compañía de Belikov, que estaba lívido, abatido, sombrío, como una nube de otoño.
—¡Qué gente más mala hay! —me dijo.
Sus labios temblaban de cólera. Lo miré y me dio lástima.
Seguimos nuestro camino y vimos de pronto aparecer, montados en bicicleta, a Kovalenko y a su hermana. Varenka avanzaba risueña, la faz enrojecida.
—¡Nos dirigimos directamente al bosque! —nos gritó. ¡Qué hermoso día!, ¿eh? ¡Qué delicia!
Momentos después se habían perdido de vista.
Belikov se había puesto como un tomate y parecía petrificado de asombro. Se había detenido y me miraba fijamente.
—¿Qué significa esto? —me preguntó—. ¿Acaso los ojos me han engañado? ¿Es propio de un profesor y de una mujer pasearse en bicicleta?
—¿Por qué no? —le dije—. Si les gusta...
—¡Cómo! —gritó asombrado de mi tranquilidad—. ¿Qué dice usted?
Estaba tan dolorosamente sorprendido, que no quiso tomar parte en la excursión y se volvió a su casa.
Al día siguiente no hacía más que frotarse las manos nerviosamente y temblar. Se advertía que no estaba bueno. Se fue del colegio sin acabar de dar sus lecciones, cosa que no había hecho en su vida.
Ni siquiera comió aquel día. Al atardecer se vistió muy de invierno, aunque hacía buen tiempo, y se fue a casa de Kovalenko.
Varenka no estaba en casa, y lo recibió el hermano.
—Siéntese usted —lo invitó Kovalenko, frunciendo las cejas.
Acababa de levantarse de dormir la siesta, y estaba de mal humor.
Belikov se sentó. Durante diez minutos uno y otro guardaron silencio. Al cabo, Belikov se decidió a hablar:
—Vengo a verlos a ustedes —dijo, —para desahogar un poco mi corazón. Sufro mucho. Un señor sin decoro acaba de hacer una caricatura contra mí y contra una persona que nos interesa a ambos. Le aseguro a usted que yo no he hecho nada que justifique esa abominable caricatura. Me he conducido siempre, por el contrario, como debe conducirse un hombre bien educado...
Kovalenko no respondía. Seguía malhumorado, y no manifestaba el menor deseo de sostener la conversación.
Tras una corta pausa continuó Belikov, con voz débil y triste:
—Quiero, además, decirle a usted otra cosa... Yo hace tiempo que estoy al servicio del Estado como pedagogo, mientras que usted acaba de empezar su servicio. Y creo de mi deber, en calidad de colega más viejo, hacerle a usted una advertencia: usted se pasea en bicicleta, y eso no es nada propio de un educador de la juventud...
—¿Por qué razón?
—¿Acaso hacen falta razones? Me parece que es una cosa harto comprensible. Si un profesor se pasea en bicicleta, ¿qué no podrán hacer los discípulos? ¡Podrán andar cabeza abajo! Además, puesto que no está permitido por las circulares, no se debe hacer... Ayer me horroricé al verle a usted en bicicleta..., y, sobre todo, al ver a su hermana de usted. Una mujer o una muchacha, en bicicleta, es un horror, un verdadero horror...
—Bueno, ¿y qué quiere usted?
—Sólo quiero advertirle. Es usted joven todavía y debe pensar en su porvenir. Debe usted conducirse con suma prudencia, y, sin embargo, hace usted cosas... Lleva usted camisa bordada en vez de plastrón, se le ve siempre por la calle cargado de libros... Ahora esa bicicleta... El señor director se enterará de que usted y su señora hermana se pasean en bicicleta, y después se sabrá, de seguro, en el ministerio... Son de temer consecuencias muy enojosas...