Текст книги "Antologia De Cuentos"
Автор книги: Антон Чехов
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Классическая проза
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Es tiempo de acabar. Escribo este relato en la misma Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan para comer. Ahora le toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?
Las islas voladoras
Capítulo Primero: La Conferencia
—¡He terminado, caballeros! —dijo Mr. John Lund, joven miembro de la Real Sociedad Geográfica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sillón. La sala de asambleas resonó con grandes aplausos y gritos de ¡bravo! Uno tras otro, los caballeros asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano. Como prueba de su asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capitán de La Catástrofe, un yate de 100,000 toneladas.
—¡Caballeros! —dijo Mr. Lund, profundamente emocionado—. Considero mi más sagrada obligación el darles a ustedes las gracias por la asombrosa paciencia con la que han escuchado mi conferencia de una duración de 40 horas, 32 minutos y 14 segundos... ¡Tom Grouse! —exclamó, volviéndose hacia su viejo criado—. Despiértame dentro de cinco minutos. Dormiré, mientras los caballeros me disculpan por la descortesía de hacerlo.
—¡Sí, señor! —dijo el viejo Tom Grouse.
John Lund echó hacia atrás la cabeza, y estuvo dormido en un segundo.
John Lund era escocés de nacimiento. No había tenido una educación formal ni estudiado para obtener ningún grado, pero lo sabía todo. La suya era una de esas naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato conocimiento de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que había sido recibido su parlamento estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas había presentado un vasto proyecto a la consideración de los honorables caballeros, cuya realización llevaría a la consecución de gran fama para Inglaterra y probaría hasta qué alturas puede llegar en ocasiones la mente humana.
«La perforación de la Luna, de uno a otro lado, mediante una colosal barrena.» ¡Éste era el tema de la brillantemente pronunciada conferencia de Mr. Lund!
Capítulo II: El Misterioso Extraño
Sir Lund no durmió siquiera durante tres minutos. Una pesada mano descendió sobre su hombro y tuvo que despertarse. Ante él se alzaba un caballero de un metro, ocho decímetros, dos centímetros y siete milímetros de altura, flexible como un sauce y delgado como una serpiente disecada. Era completamente calvo. Enteramente vestido de negro, llevaba cuatro pares de anteojos sobre la nariz, un termómetro en el pecho y otro en la espalda.
—¡Sígame! —exclamó el calvo caballero con tono sepulcral.
—¿Dónde?
—¡Sígame, John Lund!
—¿Y qué pasará si no lo hago?
—¡Entonces me veré obligado a perforar a través de la Luna antes de que lo haga usted!
—En ese caso, caballero, estoy a su servicio.
—Su criado caminará detrás de nosotros.
Mr. Lund, el caballero calvo y Tom Grouse abandonaron la sala de asambleas, saliendo a las bien iluminadas calles de Londres. Caminaron durante largo tiempo.
—Señor —dijo Grouse a Mr. Lund—, si nuestro camino es tan largo como este caballero, de acuerdo con la ley de la fricción, ¡gastaremos nuestras suelas!
Los caballeros meditaron un momento. Diez minutos después, tras decidir que el comentario de Grouse tenía mucha gracia, rieron ruidosamente.
—¿Con quién tengo el honor de compartir mis risas, caballero? —preguntó Lund a su calvo acompañante.
—Tiene el honor de caminar, hablar y reír con un miembro de todas las sociedades geográficas, arqueológicas y etnográficas del mundo, con alguien que posee un grado magna cum laude en cada ciencia que ha existido y que existe en la actualidad, es miembro del Club de las Artes de Moscú, fideicomisario honorífico de la Escuela de Obstetricia Bovina de Southampton, suscriptor del The Illustrated Imp, profesor de magia amarillo-verdosa y gastronomía elemental en la futura Universidad de Nueva Zelanda, director del Observatorio sin Nombre, William Bolvanius. Lo estoy llevando, caballero, a...
(John Lund y Tom Grouse cayeron de rodillas ante el gran hombre, del que tanto habían oído, e inclinaron sus cabezas en señal de respeto.)
—...lo estoy llevando, caballero, a mi observatorio, a treinta y dos kilómetros de aquí. ¡Caballero! El silencio es una bella cualidad en un hombre. Necesito un compañero en mi empresa, la significación de la cual será capaz de comprender con tan sólo los dos hemisferios de su cerebro. Mi elección ha recaído en usted. Tras su conferencia de cuarenta horas, es muy improbable que desee entablar conversación conmigo, y yo, caballero, no amo a nada tanto como a mi telescopio y a un silencio prolongado. La lengua de su servidor, empero, será detenida a una orden suya. ¡Caballero, viva la pausa! Lo estoy llevando... Supongo que no tendrá nada en contra, ¿no es así?
—¡En absoluto, caballero! Tan sólo lamento que no seamos corredores y, por otra parte, el que estos zapatos que estamos usando valgan tanto dinero.
—Le compraré zapatos nuevos.
—Gracias, caballero.
Aquellos de mis lectores que estén sobre ascuas por el deseo de tener un mejor conocimiento del carácter de Mr. William Bolvanius pueden leer su asombrosa obra: ¿Existió la Luna antes del Diluvio?; y, si así fue, ¿por qué no se ahogó? A esta obra se le acostumbra a unir un opúsculo, posteriormente prohibido, publicado un año antes de su muerte y titulado: Cómo convertir el Universo en polvo y salir con vida al mismo tiempo. Estas dos obras reflejan la personalidad de este hombre, notable entre los notables, mejor que pudiera hacerlo cualquier otra cosa.
Incidentalmente, estas dos obras describen también cómo pasó dos años en los pantanos de Australia, subsistiendo enteramente a base de cangrejos, limo y huevos de cocodrilo, y sin hacer durante todo este tiempo ni un solo fuego. Mientras estaba en los pantanos, inventó un microscopio igual en todo a uno ordinario, y descubrió la espina dorsal en los peces de la especie «Riba». Al volver de su largo viaje, se estableció a unos kilómetros de Londres y se dedicó enteramente a la astronomía. Siendo como era un auténtico misógino (se casó tres veces y tuvo, como consecuencia, tres espléndidos y bien desarrollados pares de cuernos), y no sintiendo deseos ocasionales de aparecer en público, llevaba la vida de un esteta. Con su sutil y diplomática mente, consiguió que su observatorio y su trabajo astronómico tan sólo fuesen conocidos por él mismo. Para pesar y desgracia de todos los verdaderos ingleses, debemos hacer saber que este gran hombre ya no vive en nuestros días; murió hace algunos años, oscuramente, devorado por tres cocodrilos mientras nadaba en el Nilo.
Capítulo III: Los Puntos Misteriosos
El observatorio al que llevó a Lund y al viejo Tom Grouse... (sigue aquí una larga y tremendamente aburrida descripción del observatorio, que el traductor del francés al ruso ha creído mejor no traducir para ganar tiempo y espacio). Allí se alzaba el telescopio perfeccionado por Bolvanius. Mr. Lund se dirigió hacia el instrumento y comenzó a observar la Luna.
—¿Qué es lo que ve, caballero?
—La Luna, caballero.
—Pero, ¿qué es lo que ve cerca de la Luna, caballero?
—Tan sólo tengo el honor de ver la Luna, caballero.
—Pero, ¿no ve unos puntos pálidos moviéndose cerca de la Luna, caballero?
—¡Pardiez, caballero! ¡Veo los puntos! ¡Sería un asno si no los viera! ¿De qué clase de puntos se trata?
—Esos puntos tan sólo son visibles a través de mi telescopio. ¡Pero ya basta! ¡Deje de mirar a través del aparato! Mr. Lund y Tom Grouse, yo deseo saber, tengo que saber, qué son esos puntos. ¡Estaré allí pronto! ¡Voy a hacer un viaje para verlos! Y ustedes vendrán conmigo.
—¡Hurra! —gritaron a un tiempo John Lund y Tom Grouse—. ¡Vivan los puntos!
Capítulo IV: Catástrofe en el Firmamento
Media hora más tarde, Mr. William Bolvanius, John Lund y Tom Grouse estaban volando hacia los misteriosos puntos en el interior de un cubo que era elevado por dieciocho globos. Estaba sellado herméticamente y provisto de aire comprimido y de aparatos para la fabricación de oxígeno1. El inicio de este estupendo vuelo sin precedentes tuvo lugar la noche del 13 de marzo de 1870. El viento provenía del sudoeste. La aguja de la brújula señalaba oeste-noroeste. (Sigue una descripción, extremadamente aburrida, del cubo y de los dieciocho globos.) Un profundo silencio reinaba dentro del cubo. Los caballeros se arrebujaban en sus capas y fumaban cigarros. Tom Grouse, tendido en el suelo, dormía como si estuviera en su propia casa. El termómetro2 registraba bajo cero. En el curso de las primeras veinte horas, no se cruzó entre ellos ni una sola palabra ni ocurrió nada de particular. Los globos habían penetrado en la región de las nubes.
Algunos rayos comenzaron a perseguirles, pero no consiguieron darles alcance, como era natural esperar tratándose de ingleses. Al tercer día John Lund cayó enfermo de difteria y Tom Grouse tuvo un grave ataque en el bazo. El cubo colisionó con un aerolito y recibió un golpe terrible. El termómetro marcabaࢤ76°.
—¿Cómo se siente, caballero? —preguntó Bolvanius a Mr. Lund el quinto día, rompiendo finalmente el silencio.
—Gracias, caballero —replicó Lund, emocionado—; su interés me conmueve. Estoy en la agonía. Pero, ¿dónde está mi fiel Tom?
—Está sentado en un rincón, mascando tabaco y tratando de poner la misma cara que un hombre que se hubiera casado con diez mujeres al mismo tiempo.
—¡Ja, ja, ja, Mr. Bolvanius!
—Gracias, caballero.
Mr. Bolvanius no tuvo tiempo de estrechar su mano con la del joven Lund antes de que algo terrible ocurriese. Se oyó un terrorífico golpe. Algo explotó, se escucharon un millar de disparos de cañón, y un profundo y furioso silbido llenó el aire. El cubo de cobre, habiendo alcanzado la atmósfera rarificada y siendo incapaz de soportar la presión interna, había estallado, y sus fragmentos habían sido despedidos hacia el espacio sin fin.
¡Éste era un terrible momento, único en la historia del Universo!
Mr. Bolvanius agarró a Tom Grouse por las piernas, este último agarró a Mr. Lund por las suyas, y los tres fueron llevados como rayos hacia un misterioso abismo. Los globos se soltaron. Al no estar ya contrapesados, comenzaron a girar sobre sí mismos, explotando luego con gran ruido.
—¿Dónde estamos, caballero?
—En el éter.
—Hummm. Si estamos en el éter, ¿qué es lo que respiramos?
—¿Dónde está su fuerza de voluntad, Mr. Lund?
—¡Caballeros! —gritó Tom Grouse—. ¡Tengo el honor de informarles que, por alguna razón, estamos volando hacia abajo y no hacia arriba!
—¡Bendita sea mi alma, es cierto! Esto significa que ya no nos encontramos en la esfera de influencia de la gravedad. Nuestro camino nos lleva hacia la meta que nos habíamos propuesto. ¡Hurra! Mr. Lund, ¿qué tal se encuentra?
—Bien, gracias, caballero. ¡Puedo ver la Tierra encima, caballero!
—Eso no es la Tierra. Es uno de nuestros puntos. ¡Vamos a chocar con él en este mismo momento!
¡¡¡BOOOM!!!
Capítulo V: La Isla de Johann Goth
Tom Grouse fue el primero en recuperar el conocimiento. Se restregó los ojos y comenzó a examinar el territorio en el que Bolvanius, Lund y él yacían. Se despojó de uno de sus calcetines y comenzó a dar friegas con él a los dos caballeros. Éstos recobraron de inmediato el conocimiento.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lund.
—¡En una de las islas que forman el archipiélago de las Islas Voladoras! ¡Hurra!
—¡Hurra! ¡Mire allí, caballero! ¡Hemos superado a Colón!
Otras varias islas volaban por encima de la que les albergaba (sigue la descripción de un cuadro comprensible tan sólo para un inglés). Comenzaron a explorar la isla. Tenía... de largo y... de ancho (números, números, ¡una epidemia de números!). Tom Grouse consiguió un éxito al hallar un árbol cuya savia tenía exactamente el sabor del vodka ruso. Cosa extraña, los árboles eran más bajos que la hierba (?). La isla estaba desierta. Ninguna criatura viva había puesto el pie en ella.
—Vea, caballero, ¿qué es esto? —preguntó Mr. Lund a Bolvanius, recogiendo un manojo de papeles.
—Extraño... sorprendente... maravilloso... —murmuró Bolvanius.
Los papeles resultaron ser las notas tomadas por un hombre llamado Johann Goth, escritos en algún lenguaje bárbaro, creo que ruso.
—¡Maldición! —exclamó Mr. Bolvanius—. ¡Alguien ha estado aquí antes que nosotros! ¿Quién pudo haber sido? ¡Maldición! ¡Oh, rayos del cielo, machaquen mi potente cerebro! ¡Dejen que le eche las manos encima, tan sólo dejen que se las eche! ¡Me lo tragaré de un bocado!
El caballero Bolvanius, alzando los brazos, rió salvajemente. Una extraña luz brillaba en sus ojos.
Se había vuelto loco.
Capítulo VI: El Regreso
—¡Hurra! —gritaron los habitantes de El Havre, abarrotando cada centímetro del muelle. El aire vibraba con gritos jubilosos, campanas y música. La masa oscura que los había estado amenazando durante todo el día con una posible muerte estaba descendiendo sobre el puerto y no sobre la ciudad. Los barcos se hacían rápidamente a mar abierto. La masa negra que había ocultado el sol durante tantos días chapuzó pesadamente (pesamment), entre los gritos exultantes de la multitud y el tronar de la música, en las aguas del puerto, salpicando la totalidad de los muelles. Inmediatamente se hundió. Un minuto después había desaparecido toda traza de ella, exceptuando las olas que cruzaban la superficie en todas direcciones. Tres hombres flotaban en medio de las aguas: el enloquecido Bolvanius, John Lund y Tom Grouse. Fueron subidos rápidamente a bordo de unas barquichuelas.
—¡No hemos comido en cincuenta y siete días! —murmuró Mr. Lund, delgado como un artista hambriento. Y relató lo sucedido.
La isla de Johann Goth ya no existía. El peso de los tres bravos hombres la había hecho repentinamente más pesada.
Dejó la zona neutral de gravitación, fue atraída hacia la Tierra, y se hundió en el puerto de El Havre.
Conclusión
John Lund está ahora trabajando en el problema de perforar la Luna de lado a lado. Se acerca el momento en que la Luna se verá embellecida con un hermoso agujero. El agujero será propiedad de los ingleses.
Tom Grouse vive ahora en Irlanda y se dedica a la agricultura. Cría gallinas y da palizas a su única hija, a la que está educando al estilo espartano. Los problemas científicos todavía le preocupan: está furioso consigo mismo por no haber pensado en recoger ninguna semilla del árbol de la Isla Voladora cuya savia tenía el mismo, el mismísimo sabor que el vodka ruso.
Lo timó
En tiempos de antaño, en Inglaterra, los delincuentes condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma, aquéllos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, pescado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con él hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero al recibir el dinero él, de pronto, se empezó a carcajear...
—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.
—¡Usted me compró a mí, como un hombre que debe ser colgado —dijo el delincuente carcajeándose—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja-já!
Los extraviados
Es un lugar de veraneo. La oscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche. Cosiaokin y Lapkin, ambos algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia las casitas.
—¡Gracias a Dios que hemos llegado! —dice Cosiaokin—; es una hazaña venir andando los cinco kilómetros desde la estación, y en nuestro estado. Me encuentro rendido..., y como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche.
—¡Amigo Pedro! No puedo más...; si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero...
—¡En la cama! ¡Ni pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido...; mi mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo... Para compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el Tribunal de casación, la Sala de la Audiencia... ¡Una gloria! ¡Una delicia!
—Es que no puedo tirar más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!...
—Nada; ya hemos llegado; henos en casa.
Los amigos se acercan a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.
—Es una casita bonita —dice Cosiaokin—; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están oscuras... Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, se hallará inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.
Se quita el abrigo y lo echa dentro de la estancia, lo propio con su carpeta.
—¡Qué calor! Vamos a entonar una canción; la haremos reír. (Canta.) ¡Canta, Aliocha! Verotchka, ¿quieres oír la serenata de Schubert? (Canta, pero hace un gallo y tose.) ¡Verotchka, dile a María que abra la puerta! (Pausa.) Verotchka, no seas perezosa; levántate. (Sube por encima de una piedra y se asoma por la ventana.) Verotchka, rosita mía, angelito, mujercita mía incomparable. ¡Anda, levántate! ¡Dile a María que abra! ¡Bien sé que no duermes, gatita mía! No podemos soportar más bromas; estamos tan cansados que ya no tenemos fuerzas. Hemos llegado a pie desde la estación; ¿pero me oyes, o no?... (Intenta escalar la ventana, pero cae.) ¡Qué demonio! Ves; nuestro huésped está molesto. Noto que todavía eres una niña que no piensa más que en jugar...
—Escucha; tal vez tu esposa duerme de veras —dice Laef.
—¡No duerme; quiere que arme ruido; que despierte el vecindario! ¡Oye, Verotchka, me voy a enfadar! ¡Verás! ¡Qué diablo! Ayúdame, Aliocha, para que pueda subirme... Verotchka, no eres más que una chiquilla malcriada, una traviesa... ¡Amigo mío, empújame!...
Lapkin, jadeante, empuja a Cosiaokin; al fin éste alcanza la ventana, franquéala y desaparece en las tinieblas.
—¡Vera! —se oye al cabo de un rato—. ¿Dónde estás? ¡Demonio! Me he ensuciado la mano con algo. ¡Qué asco!
Estalla un bullicio, un aleteo y el cacareo desesperado de una gallina.
—¡Caramba! Escucha, Laef. ¿De dónde nos vienen estas gallinas? Pero, qué demonio; si hay una infinidad de ellas... ¡Y un cesto con una pava!... ¡Me ha picado la maldita!
Por la ventana salen volando las gallinas, y prorrumpiendo en chillidos agudos se precipitan a la calle.
—¡Aliocha, nos hemos equivocado!... —grita Cosiaokin con voz llorosa—. Aquí no hay más que gallinas. Por lo visto nos hemos extraviado... Pero malditas, ¿por qué no se están quietas?
—¡Sal pronto! ¿Qué haces? ¿No sabes tú que estoy muerto de sed?...
—Ahora mismo... Deja que encuentre el abrigo y la carpeta...
—¿Por qué no enciendes un fósforo?
—Es que están en el abrigo... ¡Quién demonio me habrá traído aquí!... Todas estas casas son iguales. Ni el diablo mismo las distinguiría en la oscuridad. ¡Oh! ¡La pava me dio un picotazo en la mejilla! ¡Maldita!
—¡Pero sal pronto, si no van a creer que estamos robando gallinas!
—Ahora mismo me es imposible dar con el abrigo. Hay tanto trapajo por el suelo que no puedo orientarme. Lánzame tus fósforos...
—Es que no los tengo.
—¡Estamos frescos! ¡No hay que decir!... ¡Valiente situación!... ¿Qué hago?... Yo no puedo, sin embargo, abandonar el abrigo y la carpeta. Necesito buscarlos.
—¡No concibo cómo es posible no reconocer su propia casa! —replica Laef, indignado—. ¡Casa de borracho!... ¡En mal hora vine contigo!... De ir solo, me hallaría ya en casa. Dormiría... en lugar de padecer aquí... ¡Estoy rendido!... ¡No puedo más!... ¡Siento vértigos!
—En seguida, en seguida; no te apures; no te morirás por esto.
Por encima de la cabeza de Laef pasa un gran gallo. Lapkin suspira desconsoladamente y se sienta en una piedra. Sus entrañas arden de sed, sus ojos se cierran, su cabeza tambalea... Pasan cinco minutos, diez, veinte... Cosiaokin está siempre enredado con las gallinas.
—¡Pedro! ¿Cuándo vienes?
—Ahora mismo. ¡Ya encontré la carpeta; pero volví a extraviarla!...
Lapkin apoya su cabeza en sus puños y cierra los ojos... Los cacareos aumentan... Las moradoras de la extraña vivienda salen volando y le parece que dan vueltas alrededor de su cabeza, como lechuzas... Le zumban los oídos y el terror se apodera de su alma... «¡Qué bestia! —piensa—. Me convidó, me prometió obsequiarme con vino y leche, y en vez de esto me obliga a venir aquí a pie y escuchar estas gallinas...» Lapkin está indignado; hunde la barba en el cuello, coloca la cabeza sobre su carpeta y se tranquiliza poco a poco... Vencido por el cansancio, empieza a dormirse.
—¡He encontrado la carpeta! —oye la exclamación de Cosiaokin triunfante—. No me falta sino encontrar el abrigo, y ¡a casa!
Pero en este momento se oyen ladridos de un perro, y de otro, y de un tercero... El ladrar de los perros acompañado del cacareo de gallinas forman una música salvaje. Un desconocido se acerca a Lapkin y le pregunta algo...; le parece que alguien pasa sobre él para saltar por la ventana...; gritan, pegan porrazos...; una mujer con delantal encarnado y un farol en la mano lo interroga...
—¡No tiene usted derecho a insultarme! —dice desde dentro Cosiaokin—. ¡Soy funcionario de la Audiencia! Aquí tiene usted mi tarjeta.
—¿Para qué quiero yo su tarjeta? —respondió una voz ronca—. Usted me ha dispersado las gallinas, pisoteado los huevos...; admiro su obra...; los pavitos tenían que salir del cascarón un día de estos, y usted los ha aplastado...; ¡qué me importa a mí su tarjeta!
—¿Usted se atreve a detenerme? ¡Eso yo no lo admitiré jamás!
«¡Qué sed tengo!...», piensa Lapkin esforzándose por abrir los ojos y sintiendo que otra vez alguien pasa por encima de él y sale por la ventana...
—¡Soy Cosiaokin; mi casa está al lado! ¡Todo el mundo me conoce!...
—¡No conocemos a ningún Cosiaokin!
—¿Qué me cuenta usted? ¡Que llamen al alcalde; él me conoce!
—¡No se acalore usted! Ahora mismo vendrá la policía; conocemos a todos los veraneantes del lugar; a usted no lo hemos visto nunca.
—Todos me conocen; cinco años ha, sin interrupción, que veraneo en los Grili-Viselki.
—¡Caramba!; pero esto no son los Grili-Viselki; esto, es Hilovo...; los Viselki están a la derecha, detrás de la fábrica de fósforos, a cuatro kilómetros de aquí.
—¡Que el demonio me lleve!... ¡Entonces he tomado otro camino!...
Los gritos humanos, el cacareo y los ladridos se confunden en una zarabanda por entre la cual de vez en cuando se oyen las exclamaciones de Cosiaokin: «¡Usted no tiene derecho...» «Me las pagará...» «Ya sabrá usted con quién trata!...» Por fin las vociferaciones se apaciguan, y Lapkin siente que le sacuden el hombro para despertarlo...
Los hombres que están de más
Son las siete de la noche. Un día caluroso del mes de junio. Del apeadero de Hilkobo, una multitud de personas que ha llegado en el tren se encamina a la estación veraniega. Casi todos los viajeros son padres de familia, cargados de paquetes, carpetas y sombrereras. Todos tienen aspecto cansado, hambriento y aburrido, como si para ellos no resplandeciera el sol y no creciera la hierba.
Entre los demás anda también Davel Ivanovitch Zaikin, miembro del Tribunal del distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una gorra desteñida.
—¿Vuelve usted todos los días a su casa? —le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.
—No; mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana —le contesta Zaikin con acento lúgubre—. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días y, además, el viaje me resulta caro.
—Tiene usted razón; es muy caro —suspira el de los pantalones rojos—. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos...; en el camino compra uno el periódico, toma una copita... Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo,... los idilios y el resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche... Sí... Yo, señor mío, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido, puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy, que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.
—En efecto; todo está mal —dice Zaikin después de una pequeña meditación—. ¿Quiere saber usted mi opinión? El veraneo ha sido inventado por las mujeres y el diablo. Al diablo lo guiaba su maldad y a las mujeres su ligereza. ¡Usted comprenderá que esto no es una vida! ¡Esto es un presidio! Hace calor, está uno sofocado, respira con dificultad y, no obstante, tiene que zarandearse como un alma en pena y carecer casi de albergue. Allá en la ciudad no quedan ni muebles ni servidumbre... Todo se lo llevaron al campo... Hay que alimentarse pésimamente. Imposible tomar el té, porque no se encuentra quién encienda el samovar. Yo no me lavo. Vengo aquí, al seno de la Naturaleza, y me cabe el gusto de andar a pie con este calor... ¡Una porquería! ¿Está usted casado?
—Sí... Tengo tres hijos... —responde el del pantalón rojo.
—¡Abominable!... Es asombroso. Parece increíble que aun estemos vivos.
Al fin, los veraneantes llegan hasta la aldea. Zaikin se despide del de los pantalones rojos y entra en su casa, donde reina un silencio mortal. Se oye solamente el zumbido de las moscas y de los mosquitos.
Delante de las ventanas cuelgan visillos de tul, ante los cuales se ven macetas con flores marchitas. En las paredes, de madera, al lado de las oleografías, dormitan las moscas. En la antesala, en la cocina, en el comedor, no hay alma viviente.
En la habitación, que sirve al mismo tiempo de sala y de recibidor, Zaikin encuentra a su hijo Petia, chicuelo de seis años. Petia está muy absorto en su trabajo. Recorta la sota de un naipe, avanza el labio inferior y sopla.
—¿Eres tú, papá? —le dice sin volver la cabeza—. ¡Buenos días!
—¡Buenos días!... ¿Dónde está tu madre?
—¿Mamá? Ha ido con Olga Cirilovna a un ensayo. Habrá representación pasado mañana. Me llevarán a mí también... ¿Y tú, irás?
—Hum... ¿No sabes cuándo volverá tu madre?
—Dijo que volvería al ser de noche.
—Y Natalia, ¿dónde está?
—Mamá se la llevó para que le ayudara a vestirse en los entreactos, y Alculina se fue a buscar setas al bosque. Papá, ¿por qué cuando los mosquitos pican, el vientre se les pone encarnado?
—No sé... Porque chupan la sangre. ¿De modo que no hay nadie en casa?
—Nadie. Yo sólo estoy en casa.
Zaikin se sienta en una butaca y mira como atontado por la ventana.
Transcurren algunos momentos.
—¿Quién nos servirá la comida? —pregunta.
—Hoy no han hecho comida. Mamá pensó que tú no vendrías y dispuso que no se guisara. Ella comerá con Olga Cirilovna después del ensayo.
—Muchas gracias. Y tú, ¿qué has comido?
—Tomé leche. Me compraron seis céntimos de leche. Papá, ¿por qué chupan la sangre los mosquitos?
Zaikin siente una pesadez que le encoge el hígado y lo aprieta.
Experimenta tal amargura y tal ofensa que quisiera saltar, tirar algo al suelo, gritar, reñir. Pero recordando que los médicos le prohibieron toda agitación hace un esfuerzo, y para calmarse se levanta silbando un aire de Los Hugonotes.
—Papá; ¿tú sabes...? —insiste Petia.
—¡Déjame en paz con tus tonterías! —responde Zaikin enfadado—. Me fastidias. Tienes seis años y eres siempre tan majadero como cuando tenías tres. ¡Eres un chiquillo tonto y malcriado! ¿Por qué estropeas los naipes? ¿Cómo te atreves a estropearlos?
—¡Estos naipes no son tuyos! Es Natalia la que me los dio —replica Petia sin levantar la vista.
—¡Mientes! ¡Mientes, mal muchacho! —exclama Zaikin—. Tú mientes siempre. ¡Hay que darte una paliza, gaznápiro! ¡Te arrancaré las orejas!
Petia salta, alarga el cuello y mira fijamente la cara purpúrea e irritada de su padre.
Sus grandes ojos están muy abiertos, luego se llenan de lágrimas y su boca se tuerce.
—¿Por qué me riñes? —chilla con voz aguda—. ¿Por qué me fastidias? ¡Estúpido! No hago nada malo, no soy travieso, obedezco lo que me ordenan y tú todavía gritas. Di, ¿por qué me riñes?
El niño habla con tanta convicción y llora tan amargamente que Zaikin se avergüenza.
—Tiene razón —piensa—; le busco las cosquillas. ¡Basta!... ¡Basta! —le dice golpeándolo en el hombro—. Anda, Petia, yo tengo la culpa; dispénsame. Tú eres un buen chico y te quiero mucho.
Petia se enjuga los ojos con la manga, vuelve a sentarse en su sitio y, con un suspiro, reanuda su tarea de recortar la sota. Zaikin se marcha a su gabinete, se extiende en el sofá y, colocándose las manos debajo de la cabeza, se pone a reflexionar. Las lágrimas del niño calmaron sus nervios, y el hígado se le alivió también. Pero el hambre y el cansancio lo acosan.
—¡Papá! —dice Petia detrás de la puerta—. ¿Quieres ver mi colección de insectos?
—Sí, tráela.
Petia entra y enseña a su padre una larga cajita verde. Zaikin oye de lejos un zumbido desesperado y el rascar de las patitas sobre las paredes de la caja.
Al levantar la tapadera ve una multitud de mariposas, escarabajos, grillos y moscas clavadas en el fondo con alfileres. Todos, a excepción de dos o tres mariposas, están vivos y se mueven.
—El grillo vive aun —dice con asombro Petia—; ayer lo cogimos y hasta ahora no se ha muerto.
—¿Quién te enseñó a clavarlos así? —le interroga Zaikin.
—Olga Cirilovna.
—Si la clavasen a ella misma así, ¿qué tal le parecería? —añade Zaikin con repugnancia—. ¡Llévatelos! ¡Es vergonzoso martirizar así a los animales! ¡Dios mío, qué mal criado está! —piensa cuando Petia desaparece.
Povel Matreievitch olvida su cansancio y hambre y no piensa sino en el porvenir de su hijo. Entretanto, la luz del día va extinguiéndose poco a poco...; se oye cómo los veraneantes tornan de los baños por grupos.