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Antologia De Cuentos
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Автор книги: Антон Чехов



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—Perfectamente, excelencia —replicó el sacristán inclinándose—; perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.

—¿Puedes hacerlo para mañana?

—Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.

—¿Cómo? —exclamó Navaguin pálido y estupefacto.

—Fedinkof.

—¿Tú eres Fedinkof? —preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los ojos.

—Así como suena: Fedinkof.

—¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?

—Era yo, en efecto —confesó el sacristán, confuso y avergonzado—. Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo acostumbro a firmar... Esto me complace en extremo... Vuecencia me censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza oculta me impulsa a ello.

Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos.

Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.

—Excelencia —dijo el secretario—, voy al correo para expedir el paquete.

Estas palabras llamaron de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró alternativamente al secretario y al sacristán; se acordó de todo; pataleó y gritó en tono agudo:

—¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?

El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete, mientras el consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:

—¡Déjenme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?...

El talento


El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.

Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!

Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.

La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.

La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.

Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.

Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:

—No puedo casarme.

—¿Pero por qué? —suspira ella.

—Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.

—¿Y no lo sería usted conmigo?

—No me refiero precisamente a este caso... Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.

—¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!... Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!

—¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?

Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.

—¡Yo debía irme al extranjero! —dice.

Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...

—¡Naturalmente! —contesta Katia—. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.

—¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? —grita, indignado, el pintor—. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?

En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.

—¡Puerca! —le grita a Katia la viuda del oficial– ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!

El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.

Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Se halla en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.

—¡Ese maldito samovar! —vocifera la viuda—. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!

Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.

—Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.

Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el oscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y lo llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.

—¡Tú por aquí! —exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama– ¿Cómo te va, muchacho?

Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...

—Habrás pintado cuadros muy interesantes —dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.

—Sí, he pintado algo... ¿y tú?

Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.

—Mira —contesta—. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.

En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.

Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.

—Sí, hay expresión —dice—. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.

No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.

Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.

—¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! —dice—. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.

Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.

A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.

Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...

—¿Qué haces ahí? —le pregunta, asombrado, el pintor– ¿En qué piensas?

—¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! —susurra ella—. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.

Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.

El trágico


Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.

La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.

Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.

Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!

—¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! —le decía a su padre cada vez que bajaba el telón—. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!

Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.

—¡Papá! —dijo en el último entreacto—. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.

Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.

—Vengan todos, excepto las mujeres —le dijo por lo bajo a Fenoguenov—. Mi hija es aún demasiado joven...

Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.

La comida fue aburridísima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo hablando de su estimación al jefe de policía y a todas las autoridades. De sobremesa, Vodolasov lució sus facultades cómicas imitando a los comerciantes borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos negros y frente severa, recitó el monólogo de Hamlet. Luego, el empresario contó, con lágrimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la provincia, el general Kaniuchin.

El jefe de policía escuchaba, se aburría y se sonreía bonachonamente. Estaba contento, a pesar de que Limonadov olía mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le venía ancho, y unas botas muy viejas. Placíanle a su hija, la divertían, y él no necesitaba más. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de admiración, sin quitarles ojo. ¡En su vida había visto hombres de tanto talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre.

Una semana después, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario policíaco. Y las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a ser casi diarias. La afición de Macha al arte teatral subió de punto, y no había función a la que no asistiese la joven.

La pobre muchacha acabó por enamorarse de Fenoguenov.

Una mañana, aprovechando la ausencia de su padre, que había ido a la estación a recibir al arzobispo, Macha se escapó con la compañía, y en el camino se casó con su ídolo Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta sentimental al jefe de policía. Todos tomaron parte en la composición de la epístola.

—¡Ante todo, exponle los motivos! —le decía Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento—. Y hazle presente nuestra estimación: ¡los burócratas se pagan mucho de estas cosas!... Añade algunas frases conmovedoras, que lo hagan llorar...

La respuesta del funcionario sorprendió dolorosamente a los artistas: el padre de Macha decía que renegaba de su hija, que no le perdonaría nunca el «haberse casado con un zascandil idiota, con un ser inútil y ocioso».

Al día siguiente, la joven le escribía a su padre:

«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos!»

Sí, Fenoguenov le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los lampistas. No le podía perdonar el chasco que se había llevado. Se había casado con ella, persuadido por los consejos de Limonadov.

—¡Sería tonto —le decía el empresario– dejar escapar una ocasión como ésta! Por ese dinero sería yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la noche a la mañana.

Y todos aquellos sueños habíanse trocado en humo: ¡el maldito padre renegaba de su hija y no le daba un cuarto!

Fenoguenov apretaba los puños y rugía:

—¡Si no me manda dinero le voy a pegar más palizas a la niña!...

La compañía intentó trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse así de ella. Los artistas estaban ya en el tren, que se disponía a partir, cuando llegó la pobre, jadeante, a la estación.

—He sido ofendido por su padre de usted —le declara Fenoguenov—, y todo ha concluido entre nosotros.

Pero, ella, sin preocuparse de la curiosidad que la escena había despertado entre los viajeros, se postró ante él y le tendió los brazos, gritándole:

—¡Lo amo a usted! ¡No me abandone! ¡No puedo vivir sin usted!

Los artistas, tras una corta deliberación, consintieron en llevarla con ellos en calidad de partiquina.

Empezó por representar papeles de criada y de paje; pero cuando la señora Beobajtova, orgullo de la compañía, se escapó, la reemplazó ella en el puesto de primera ingenua. Aunque ceceaba y era tímida, no tardó, habituada a la escena, en atraerse las simpatías del público. Fenoguenov, con todo, seguía considerándola una carga.

—¡Vaya una actriz! —decía—. No tiene figura ni maneras, y además es muy bestia.

Una noche la compañía representaba Los bandidos, de Schiller. Fenoguenov hacía de Franz y Macha de Amalia. Él gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel como un escolar su lección.

En la escena en que Franz le declara su pasión a Amalia, ella debía echar mano a la espada, rechazar a Franz y gritarle: «¡Vete!» En vez de eso, cuando Fenoguenov la estrechó entre sus brazos de hierro, se estremeció como un pajarito y no se movió.

—¡Tenga usted piedad de mí! —le susurró al oído—. ¡Soy tan desgraciada!

—¡No te sabes el papel! —le silbó colérico Fenoguenov– ¡Escucha al apuntador!

Terminada la función, el empresario y Fenoguenov sentáronse en la caja y se pusieron a charlar.

—¡Tu mujer no se sabe los papeles! —se lamentó Limonadov.

Fenoguenov suspiró y su mal humor subió de punto.

Al día siguiente, Macha, en una tiendecita de junto al teatro, le escribía a su padre:

«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos! Mándanos dinero.»

En el campo


I


A tres kilómetros de la aldea de Obruchanovo se construía un puente sobre el río.

Desde la aldea, situada en lo más eminente de la ribera alta, divisábanse las obras. En los días de invierno, el aspecto del fino armazón metálico del puente y del andamiaje, albos de nieve, era casi fantástico.

A veces, pasaba a través de la aldea, en un cochecillo, el ingeniero Kucherov, encargado de la construcción del puente. Era un hombre fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y tocado con una gorra, como un simple obrero.

De cuando en cuando aparecían en Obruchanovo algunos descamisados que trabajaban a las órdenes del ingeniero. Mendigaban, hacían rabiar a las mujeres y a veces robaban.

Pero, en general, los días se deslizaban en la aldea apacibles, tranquilos, y la construcción del puente no turbaba en lo más mínimo la vida de los aldeanos. Por la noche encendíanse hogueras alrededor del puente, y llegaban, en alas del viento, a Obruchanovo las canciones de los obreros. En los días de calma se oía, apagado por la distancia, el ruido de los trabajos.

Un día, el ingeniero Kucherov recibió la visita de su mujer.

Le encantaron las orillas del río y el bello panorama de la llanura verde salpicada de aldeas, de iglesias, de rebaños, y le suplicó a su marido que comprase allí un trocito de tierra para edificar una casa de campo. El ingeniero consintió. Compró veinte hectáreas de terreno y empezó a edificar la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que se asentaba la aldea, y en un paraje hasta entonces sólo frecuentado por las vacas, un hermoso edificio de dos pisos, con una terraza, balcones y una torre que coronaba un mástil metálico, al que se prendía los domingos una bandera.

La construcción estuvo pronto terminada: no duró más de tres meses. En el invierno se plantaron árboles en torno de la casa. Cuando llegó la primavera, todo verdeaba alrededor de la nueva finca. Partían en todas direcciones hermosas alamedas; el jardinero y dos jornaleros trabajaban en el jardín; una fontana sonaba melodiosa. Y una bola de cristal verde, colocada ante la puerta, brillaba bajo el Sol, de tal modo, que obligaba a cerrar los ojos.

Se bautizó la finca con el nombre de «Quinta Nueva».

Una mañana, a fines de mayo, llevaron a casa de Rodion Petrov, el herrador de la aldea, dos caballos de «Quinta Nueva» para que les cambiasen las herraduras. Los caballos eran blancos como la nieve, esbeltos, bien cuidados, y se parecían el uno al otro de un modo asombroso.

—¡Verdaderos cisnes! —dijo Rodion admirándolos.

Su mujer, Estefanía, sus hijos y sus nietos salieron también para admirar a los caballos, en torno de los cuales se fue aglomerando la gente. Acudieron los Zichkov, padre e hijo, ambos imberbes, mofletudos y destocados.

Acudió también Kozov, un viejo enjuto y alto, de luenga y estrecha barba, apoyado en un bastón. Guiñaba sin cesar los ojos astutos y se sonreía irónicamente, como si supiera muchas cosas que ignorase el resto de los hombres.

—Son blancos —dijo—; sí, son blancos; pero para el trabajo no valen gran cosa. Si yo mantuviese a mis caballos con avena, como mantienen a éstos, se pondrían no menos hermosos. Yo quisiera ver a estos cisnes arrastrando un arado y recibiendo algunos latigazos.

El cochero del ingeniero le dirigió a Kozov una mirada de desprecio; pero no dijo nada.

Mientras se encendía la fragua, el cochero les dio algunas noticias a los campesinos sobre la vida de sus amos. Fumando pitillo tras pitillo les contó que sus amos eran muy ricos; que la señora, Elena Ivanovna, antes de casarse, era institutriz en Moscú; que tenía muy buen corazón y gozaba socorriendo a los pobres. En la nueva finca, según decía el cochero, no se labraría ni se sembraría: se respiraría el aire del campo y nada más.

Cuando terminó y se encaminó con los caballos a «Quinta Nueva», siguióle una turba de chiquillos y perros. Los perros le ladraban furiosamente.

Kozov, mirándole alejarse, guiñaba los ojos con malicia.

—Vaya unos señores! —dijo con ironía malévola—. Han construido una casa, han comprado caballos; pero parece que no tienen qué comer...

Había sentido desde el primer momento un odio feroz contra «Quinta Nueva». Era un hombre solitario, viudo. Llevaba una vida aburridísima. Una enfermedad le impedía trabajar. Su hijo, dependiente de una confitería de Jarkov, le enviaba dinero para vivir; el viejo no hacía nada; vagaba días enteros por la orilla del río o a través de la aldea, y les daba conversación a los campesinos que estaban trabajando. Cuando veía a uno pescando solía decir que con aquel tiempo no había pesca posible; si el tiempo era seco, aseguraba que no llovería en todo el verano; si llovía, afirmaba que las lluvias durarían mucho y que la humedad pudriría el trigo. Todos sus pronósticos eran pesimistas. Y los hacía guiñando los ojos de un modo maligno, como si supiera algo que ignorase el resto de los hombres.

En «Quinta Nueva» algunas noches había fuegos artificiales. Los propietarios acostumbraban pasearse por el río en una barca iluminada con farolillos de colores.

Una mañana, Elena Ivanovna, la mujer del ingeniero, visitó la aldea con su niña. Llegaron en un coche de ruedas amarillas arrastrado por dos ponney. Llevaban sombreros de paja, de anchas alas, sujetos con cintas.

Los campesinos estaban ocupados en transportar estiércol al campo. El herrador Rodion, alto, enjuto, destocado, descalzo, con un bieldo al hombro, de pie ante su carro, rebosante de estiércol, miraba, boquiabierto, los bien cuidados caballitos. Se advertía que hasta entonces no había visto caballos semejantes.

—¡La señora! ¡La señora! —se oía murmurar.

Elena Ivanovna miraba las casas como eligiendo una; por fin, se detuvo a la puerta de la que le parecía más pobre y a cuyas ventanas se asomaban numerosas cabezas de niño, morenas, rubias, rojas.

Era precisamente la casa de Rodion.

Su mujer, Estefanía, una vieja gorda, apareció al punto en el umbral, mal cubierta la cabeza con una pañoleta. Miraba con asombro el elegante coche, confusa, sonriéndose estúpidamente.

—¡Para tus hijos! —le dijo Elena Ivanovna, dándole tres rublos.

Estefanía, sorprendida, feliz, se echó a llorar y saludó con gran humildad, inclinándose casi hasta el suelo.

Rodion saludó también muy humilde, enseñando su cráneo calvo.

Elena Ivanovna, azorada por aquellas humillaciones, se apresuró a volver a casa.

II


Los Ziclikov, padre e hijo, sorprendieron en un prado de su pertenencia a tres caballos —uno de ellos ponney– y un novillo, todos propiedad del ingeniero. Ayudados por el rojo Volodka, hijo del herrador Rodion, llevaron las bestias a la aldea. Se llamó al alcalde, que, en compañía de los Zichkov, de Volodka y de algunos testigos, encaminóse al prado para proceder a una información sobre los daños causados en él por las bestias.

Kozov, que era de la partida, parecía muy contento.

—¡Muy bien! —decía, guiñando con malicia los ojos—. ¡Que paguen! ¡Se les obligará a pagar! ¡Gracias a Dios, hay tribunales! Habrá que llamar a la policía e instruir un proceso verbal.

—¡Naturalmente, un proceso verbal! —confirmó Volodka.

—¡Si creen que voy a perdonarlos, se llevarán un chasco! —gritaba Zichkov hijo, con tal arrebato, que su imberbe faz se enrojecía—. ¡Ca! ¡No soy tan tonto! ¡Si se les deja, adiós prados! Afortunadamente aún somos amos de nuestros bienes, y también para los señores existen leyes...

—¡Sí, también para los señores existen leyes! —repitió Volodka.

—Hemos vivido hasta ahora sin puente —dijo con voz sombría Zichkov—, y podríamos pasarnos sin él. No lo hemos pedido. ¿Para qué demonios lo necesitamos? ¡Que se lo guarden!

—¡Hermanos cristianos, es preciso que nos paguen todos los perjuicios!

—¡Vaya! —apoyó, guiñando los ojos, Kozov—. ¡Ya verán! Hay que escarmentarlos.

Luego, volvieron todos a la aldea. Por el camino, Zichkov hijo se daba puñetazos en el pecho y gritaba; Volodka gritaba también, repitiendo sus palabras.

En la aldea se agolpó la gente alrededor de los caballos y el novillo, que parecía avergonzado y bajaba la cabeza; pero de pronto echó a correr soltando coces. Kozov, asustado, levantó su garrote, entre las risas de los campesinos.

Encerradas las bestias en una cuadra, la gente esperó.

Al obscurecer, el ingeniero le envió cinco rublos a Zichkov para resarcirle del daño causado en su propiedad. Los caballos y el novillo fueron devueltos, y tornaron a la finca cabizbajos, como sintiéndose culpables y temiendo un severo castigo.

Recibidos los cinco rublos, los Zichkov, padre e hijo, el alcalde y Volodka atravesaron en un bote el río y se dirigieron a la gran aldea de Kriakovo, donde había una taberna. Allí se juerguearon de lo lindo. Cantaron, gritaron, juraron. El que más gritaba era Zichkov hijo.

En Obruchanovo, sus familias no podían conciliar el sueño y estaban muy inquietas. Rodion daba vueltas en la cama y pensaba:

—Han hecho mal. El ingeniero se enfadará y querrá vengarse... Además, es injusto lo que han hecho con él... Ha estado muy mal.

Un día, cuando Rodion y otros campesinos volvían del bosque, se encontraron con el ingeniero. Llevaba una blusa roja y botas altas. Seguíale un perro de caza, con la purpúrea lengua fuera.

—¡Buenos días, amigos! —dijo.

Los campesinos se detuvieron y se quitaron la gorra.

—Hace tiempo que busco una ocasión para hablarles, amigos míos —continuó—. He aquí de lo que se trata: desde principios del verano el rebaño de ustedes se pasea por mi bosque y por mi jardín. Se come la hierba, estropea los árboles. Los cerdos me han puesto hechos una lástima el prado y la huerta. Les he rogado muchas veces a los pastores que tuvieran cuidado, pero no han hecho caso y me han contestado muy mal. Constantemente las vacas y los cerdos de ustedes me están perjudicando, y, sin embargo, no les reclamo nada; ni siquiera me quejo, mientras que ustedes me han hecho pagar cinco rublos porque mis bestias han pasado por el prado de ustedes. ¿Es eso justo? ¿Se portan así los buenos vecinos?

Hablaba con voz suave, sin cólera, esforzándose en convencerlos.

—No, las gentes honradas —prosiguió– no obran así. Hace una semana me robaron del bosque dos encinas jóvenes. ¿Por qué me hacen daño a cada paso? ¿Qué queja tienen de mí? ¡Díganme, en nombre de Dios! Yo y mi mujer hacemos cuanto nos es dable por sostener con ustedes buenas relaciones, ayudamos a los campesinos en la medida de nuestras fuerzas. Mi mujer es muy buena y nunca le niega nada a nadie. No piensa sino en serles útil a ustedes y a sus hijos, y ustedes nos devuelven mal por bien. ¡No, eso no es justo, amigos míos! ¡Considérenlo, se los ruego! Nosotros los tratamos de un modo muy humano, y es preciso que ustedes nos paguen en la misma moneda...

El ingeniero siguió su camino.

Los campesinos permanecieron algunos instantes parados. Luego se cubrieron y continuaron andando.

Rodion, que entendía lo que le decían, no como debía entenderse, sino a su manera, suspiró y dijo:

—Sí, habrá que pagar. ¿No han oído lo que dijo? «Es preciso que nos paguen en la misma moneda.»

Cuando llegó a su casa, Rodion rezó su oración ante el icono, se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando estaban en casa siempre estaban así: sentado el uno junto al otro; por la calle iban también juntos; juntos comían, bebían, dormían, y cuanto más viejos iban siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy cerrado, se veían por todas partes —en el suelo, en las ventanas, sobre la estufa– criaturas. A pesar de sus muchos años, Estefanía seguía pariendo, y ante tanto chiquillo no era fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion y los que eran de su hijo Volodka, casado hacía tiempo.

La mujer de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz de pájaro y ojos de buey, cocía pan; su marido estaba sentado en la estufa con las piernas colgando.

—Nos hemos topado en el camino —comenzó Rodion– al ingeniero con su perro...

Hizo una pausa y empezó a rascarse la cabeza y el seno. El relato suponía para él un no pequeño esfuerzo mental.

—Sí, con su perro... Pues bien: hay que pagar, lo ha dicho el señor ingeniero; hay que pagar en moneda... No hay más remedio... Debía hacerse una colecta, poniendo diez copecs cada vecino, y darle al ingeniero... Se queja de nosotros, y con razón... Le hacemos porquerías...

—Hasta ahora hemos vivido sin puente y podríamos seguir sin él —dijo Volodka con enojo—. No lo necesitamos...

—Es el Gobierno quien lo construye. Nuestra opinión...

—¡Al diablo el puente!

—Nadie te pregunta si lo quieres o no.

—¡Al diablo! —repitió, furioso, Volodka—. ¿Para qué servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca...

Alguien llamó a la puerta con tanta violencia, que toda la casa pareció estremecerse.

—¿Está ahí Volodka? —se oyó gritar a Zichkov hijo—. Ven, Volodka... Te espero.

Volodka saltó de la estufa y se puso a buscar la gorra.

—¡Más vale que no salgas! —le dijo con timidez su padre—. ¡No vayas con esa gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no aprenderás nada bueno. ¡No salgas!

—¡Sí, no vayas con ellos! —suplicó a su vez Estefanía, a punto de llorar—. De fijo irán a la taberna...

—¡A la taberna! —repitió Volodka, burlándose.

—¡Y vendrás otra vez como una cuba! —dijo Lukeria, mirándolo airada—. ¡Sinvergüenza!... ¡Gandul! ¡Que el maldito vodka te queme las entrañas! ¡Satanás sin rabo!

—¡Cállate! la amenazó Volodka.

—Me han casado con este idiota, con este imbécil... ¡Me han perdido, pobre huérfana! —exclamó Lukeria, llorando y secándose las lágrimas con la mano, llena de harina—. ¡No te puedo ver, puerco!


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