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Antologia De Cuentos
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Автор книги: Антон Чехов



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—¡Queriditos!... ¡Preciositos míos!... ¡No lo volveré a hacer! ¡Ay, ay, ay!... ¡Perdónenme...!

Más tarde ambos se confesaban que jamás, durante todo el tiempo de enamoramiento, habían experimentado una felicidad..., una beatitud tan grande... como en aquellos minutos, mientras tiraban de las orejas al niño maligno.

Un padre de familia


Lo que voy a referir sucede generalmente después de una pérdida al juego o una borrachera o un ataque de catarro estomacal. Stefan Stefanovitch Gilin se despierta de muy mal humor. Refunfuña, frunce las cejas, se le eriza el pelo; su rostro es cetrino; diríase que lo han ofendido o que algo le inspira repugnancia. Se viste despacio, bebe su agua de Vichy y va de una habitación a otra.

—Quisiera yo saber quién es el animal que nos cierra las puertas. ¡Que quiten de ahí ese papel! Tenemos veinte criados, y hay menos orden que en una taberna. ¿Quién llama? ¡Que el demonio se lleve a quien viene!

Su mujer le advierte:

—Pero si es la comadrona que cuidaba a nuestra Fedia.

—¿A qué ha venido? ¿A comer de balde?

—No hay modo de comprenderte, Stefan Stefanovitch; tú mismo la invitaste, y ahora te enfadas.

—Yo no me enfado; me limito a hacerlo constar. Y tú, ¿por qué no te ocupas en algo? Es imposible estar sentado, con las manos cruzadas y disputando. Estas mujeres son incomprensibles. ¿Cómo pueden pasar días enteros en la ociosidad? El marido trabaja como un buey, como una bestia de carga, y la mujer, la compañera de la vida, permanece sentada como una muñequita; no se dedica a nada; sólo busca la ocasión de querellarse con su marido. Es ya tiempo de que dejes esos hábitos de señorita; tú no eres una señorita; tú eres una esposa, una madre. ¡Ah! ¿Vuelves la cabeza? ¿Te duele oír las verdades amargas?

—Es extraordinario. Esas verdades amargas las dices sólo cuando te duele el hígado.

—¿Quieres buscarme las cosquillas?

—¿Dónde estuviste anoche? ¿Fuiste a jugar a casa de algún amigo?

—Aunque fuera así, nadie tiene nada que ver con ello. Yo no debo rendir cuentas a quienquiera que sea. Si pierdo, no pierdo más que mi dinero. Lo que se gasta en esta casa y lo que yo gasto a mí pertenecen. ¿Lo entiende usted?, me pertenece.

En el mismo tono prosigue incansablemente. Pero nunca Stefan Stefanovitch aparece tan severo, tan justo y tan virtuoso como durante la comida, cuando toda la familia está en derredor suyo. Cierta actitud se inicia desde la sopa. Traga la primera cucharada, hace una mueca y cesa de comer.

—¡Es horroroso! —murmura—; tendré que comer en el restaurante.

—¿Qué hay? —pregunta su mujercita—. La sopa, ¿no está buena?

—No. Hace falta tener paladar de perro para tragar esta sopa. Está salada. Huele a trapo. Las cebollas flotan deshechas en trozos diminutos semejantes a insectos... Es increíble. Amfisa Ivanova —exclamó dirigiéndose a la comadrona—. Diariamente doy una buena cantidad de dinero para los víveres; me privo de todo, y vea cómo se me alimenta. Seguramente hay el propósito de que deje mi empleo y que yo mismo me meta a guisar.

—La sopa está hoy muy sabrosa —hace notar la institutriz.

—¿Sí? ¿Le parece a usted? —replica Gilin, mirándola fijamente—. Después de todo, cada uno tiene su gusto particular; y debo advertir que nuestros gustos son completamente diferentes. A usted, por ejemplo, ¿le gustan los modales de este mozuelo?

Gilin, con un gesto dramático, señala a su hijo y añade:

—Usted se halla encantada con él, y yo simplemente me indigno.

Fedia, niño de siete años, pálido, enfermizo, cesa de comer y abate los ojos. Su cara se pone lívida.

—Usted —agrega Stefan Stefanovitch– está encantada; mas yo me indigno de veras. Quién lleva la casa lo ignoro; mas me atrevo a pensar que yo, como padre que soy, conozco mejor a mi hijo que usted. Observe usted, observe cómo se sienta. ¿Son esos los modales de un niño bien criado? ¡Siéntate bien!

Fedia levanta la cabeza, estira el cuello y se figura estar más derecho. Sus ojos se inundan de lágrimas.

—¡Come! ¡Toma la cuchara como te han enseñado. ¡Espera! Yo te enseñaré lo que has de hacer, mal muchacho. No te atreves a mirar. ¡Mírame de frente!

Fedia procura mirarlo de frente; pero sus facciones tiemblan y las lágrimas afluyen a sus ojos con mayor abundancia.

—¡Vas a llorar! ¿Eres culpable y aun lloras? Colócate en un rincón, ¡bruto!

—¡Déjale, al menos, que acabe de comer! – interrumpe la esposa.

—¡Que se quede sin comida! Gaznápiros de esta especie no tienen derecho a comer.

Fedia, convulso y tembloroso, abandona su asiento, y se sitúa en el ángulo de la pieza.

—Más te castigaré todavía. Si nadie quiere ocuparse de tu educación, soy yo quien se encargará de educarte. Conmigo no te permitirás travesuras, llorar durante la comida, ¡bestia! Hay que trabajar; tu padre trabaja; tú no has de ser más que tu padre. Nadie tiene derecho a comer de balde. Hay que ser un hombre.

—¡Acaba, por Dios! —implora su mujer, hablando en francés—. No nos avergüences ante los extraños. La vieja lo escucha todo y va a referirlo a toda la vecindad.

—Poco me importa lo que digan los extraños —replica Gilin en ruso—. Amfisa Ivanova comprende bien que mis palabras son justas. ¿Te parece a ti que ese ganapán me dé muchos motivos de contentamiento? Oye, pillete, ¿sabes tú cuánto me cuestas? ¿Te imaginas que yo fabrico el dinero, o que me lo dan de balde? ¡No llores! ¡Cállate ya! ¿Me escuchas, o no? ¿Quieres que te dé de palos? ¡Granuja!...

Fedia lanza un chillido y solloza.

—Esto es ya imposible —exclama la madre, levantándose de la mesa y arrojando la servilleta—. No podemos comer tranquilamente. Los manjares se me atragantan.

Se cubre los ojos con un pañuelo y sale del comedor.

—¡Ah!, la señora se ofendió —dice Gilin sonriendo malévolamente—. Es delicada, en verdad, lo es demasiado. ¡Ya lo creo, Amfisa Ivanova! No le gusta a la gente oír las verdades. ¡Seré yo quien acabe por tener la culpa de todo!

Transcurren algunos minutos en completo silencio. Gilin advierte que nadie ha tocado aún la sopa; suspira, se fija en la cara descompuesta y colorada de la institutriz, y le pregunta:

—¿Por qué no come usted, Bárbara Vasiliena? ¡Usted también se habrá ofendido, seguramente! ¿La verdad no es de su agrado? Le pido mil perdones. Yo soy así. Me es imposible mentir. Yo no puedo ser hipócrita. Siempre digo la verdad lisa y llana. Pero noto que aquí mi presencia es desagradable. Cuando yo me hallo presente, nadie se atreve a comer ni a hablar. ¿Por qué no me lo hacen saber? Me marcharé...; me voy...

Gilin se pone en pie, y con aire importante se dirige a la puerta. Al pasar frente a Fedia, que sigue llorando, se detiene, echando atrás la cabeza con arrogancia, y pronuncia estas frases:

—Después de lo ocurrido, puede usted recobrar su libertad. No me interesaré más por su educación. Me lavo las manos. Le pido perdón si, ansiando con toda mi alma su bien, le he molestado, así como a sus educadores. Al mismo tiempo declino para siempre mi responsabilidad por su porvenir.

Fedia solloza con más fuerza. Gilin, cada vez más importante, vuelve la espalda y se retira a una habitación.

Dormido que hubo la siesta, los remordimientos lo asaltan. Se avergüenza de haberse comportado así ante su mujer, ante su hijo, ante Amfisa Ivanova, y hasta teme acordarse de la escena acaecida poco antes. Pero tiene demasiado amor propio y le falta valor para mostrarse sincero, limitándose a refunfuñar.

Al despertar, al día siguiente, se siente muy bien y de buen humor; se lava silbando alegremente. Al entrar en el comedor para desayunarse ve a Fedia, que se levanta y mira a su padre con recelo.

—¿Qué tal, joven? —pregunta Gilin, sentándose—. ¿Qué novedades hay, joven? ¿Todo anda bien?... Ven, chiquitín, besa a tu padre.

Fedia, pálido, serio, se acerca y pone sus labios en la mejilla de su padre. Luego retrocede y torna silencioso a su sitio.

Un portero inteligente


De pie, en el centro de la cocina, el portero moralizaba. Sus oyentes eran los lacayos, el cochero, dos doncellas, el cocinero, la cocinera y dos pinches, sus hijos. Todas las mañanas moralizaba sobre algo, siendo en aquella el tema de su discurso la instrucción.

—¡Todos ustedes —decía, sosteniendo con las manos un gorro con insignia de metal– viven cochinamente!... ¡Se pasan el tiempo ahí sentados y no se les ve más que ignorancia!... ¡No se les ve civilización!... ¡Mischka, jugando al ajedrez! ¡Matriona, cascando nueces!... ¡Nikifor, siempre a vueltas con sus chuflas!... ¿Es eso acaso inteligencia?... ¡Eso no es inteligencia!... ¡Eso es pura tontería!... ¡Ustedes no tienen ni una chispa de inteligencia!... ¿Y por qué?

—¡Desde luego, Filipp Nikandrich —observó el cocinero—, ya se sabe!... ¿Qué inteligencia va a tener uno?... ¡La del mujik!1... ¿Qué va uno a comprender?

—¿Y por qué les falta inteligencia?... ¡Porque no arrancan de un verdadero punto!... ¡No leen libros, y para lo tocante a lo escrito, no tienen ningún sentido!... ¡Si al menos cogieran un librejo, se sentaran y leyeran!... ¡Seguro que son alfabetos y que comprenderían lo que está impreso!... ¡Tú, por ejemplo, Mischka, si cogieras un libro y leyeras..., sería un gran provecho para ti y de mucho gusto para los demás!... ¡En lo libros, sobre todo, hay una extensión muy grande!... Allí verás que te hablan de la Naturaleza, de lo divino, de los países terrestres!... ¡De que si esto se hace de lo otro... de las diversas gentes que hay... de los idiomas que hay!... También del paganismo... ¡Sobre todas las cosas encontrarás tema en los libros... sólo hay que tener ganas de buscarlas!... Pero ustedes... ahí se están sentados junto a la estufa sin hacer más que zampar y beber!... ¡Exactamente como las bestias!... ¡Pfú!...

—Ya es hora de que se vaya a la guardia, Nikandrich —observó la cocinera.

—¡Lo sé!... ¡No eres tú la que tiene que hacerme observaciones!... ¡Esto, por ejemplo!... ¡Digamos, yo!... ¿En qué puedo yo ocuparme a mi edad?... ¿Con qué puede uno satisfacer el alma?... ¡Para eso no hay cosa mejor que un libro o un periódico! Ahora me voy a la guardia... Me estaré tres horas junto a la puerta cochera..., pero ustedes pensarán que me voy a pasar el tiempo bostezando o charlando con las babas. ¡Nada de eso! ¡Yo no soy así!... Cogeré un librito y me pondré a leer muy a gusto. ¡Eso es!

Y Filipp, sacándose del gorro un libro deteriorado, lo deslizó entre sus ropas.

—¡Así es mi ocupación! Desde que era un crío me acostumbré a que "la sabiduría es luz y la ignorancia tinieblas..." ¿Con seguridad han oído eso?... ¡Así es!

Después Filipp se caló el gorro, y mascullando abandonó la cocina. Una vez fuera, con nublado semblante, tomó asiento junto al portalón.

—¡No son personas!... ¡Son unos químicos cochinos! —masculló con el pensamiento siempre en la gente de la cocina. Luego, apaciguándose, sacó un libro, lanzó un suspiro con mucha dignidad y se puso a leer.

"¡Tan bien escrito está que no cabe cosa mejor!", pensó, moviendo la cabeza al terminar la lectura de la primera página. "¡Cuánta sapiencia ha concedido el Señor!"

El libro, de edición moscovita, era un buen libro: El cultivo de las hortalizas. ¿Tenemos o no necesidad de la calabaza?... Después de leídas las dos primeras hojas, el portero movió la cabeza con un gesto lleno de significación, y tosió:

—¡Todo está muy bien dicho!

Terminada la lectura de la tercera página, Filipp quedó pensativo; sentía deseos de meditar sobre la educación y, sin saber por qué, sobre los franceses. Reclinó la cabeza en el pecho y apoyó los codos en las rodillas. Sus ojos se entornaron.

Y Filipp tuvo un sueño. Vio cómo todo había cambiado: la tierra era la misma, las casas las mismas, el portalón el mismo, y, sin embargo, la gente completamente distinta. ¡Todos eran muy sabios! No había ningún tonto, y por las calles andaban franceses y más franceses. Hasta el propio aguador reflexionaba de este modo: "He de confesar que no me siento nada satisfecho del clima. Voy a consultar el termómetro". Mientras esto decía, sostenía un grueso libro entre las manos.

"Lo que tiene que hacer es leer el calendario" —le contestaba Filipp.

La cocinera, aunque necia, también se mezclaba en las conversaciones inteligentes y se permitía observaciones. Filipp se dirigió a la Comisaría a hacer la inscripción de inquilinos, y por extraño que parezca, incluso en este severo lugar sólo se hablaba de temas inteligentes. Por todas partes, por encima de las mesas, se veían libros... He aquí, sin embargo, que alguien se acercaba al lacayo Mischa y, dándole un empellón, le gritaba:

—¿Te has dormido?... ¿Te pregunto si te has dormido?

—¡Te duermes estando de guardia, estúpido! —oye decir Filipp a una voz tronante—. ¿Duermes, canalla?... ¿Bestia?

Filipp se levanta de un salto y se restriega los ojos. Ante él se encuentra el ayudante del jefe de Policía del distrito.

—¡Jum!... ¿Conque estabas dormido?... ¡Buena multa voy a ponerte, bestia! ¡Ya te enseñaré yo a dormirte mientras estás de guardia!

Dos horas después, el portero es reclamado en la Comisaría. Luego vuelve a la cocina. Todos aquí, impresionados por sus sermones, se hallaban sentados alrededor de la mesa, escuchando a Mischa deletrear algo.

Filipp, con el rostro nublando, rojo, se acercó a Mischa, y dando con la manopla de su guante un golpe sobre el libro, dijo sombríamente:

—¡Déjate de todo eso!

Un viaje de novios


Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Se abre la portezuela y penetra un individuo alto, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo se ddetiene en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí... ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible...; no, no es éste el coche».

Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:

—¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?

Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.

—¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!

—¿Y cómo va su salud?

—No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.

Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies, y ríe constantemente. Luego añade:

—La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?

—Noto que está usted un poco alegre —dice Petro Petrovitch—. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.

—No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!

—No sea usted tonto, no vaya a caerse al pasar de un vagón a otro; siéntese, y al llegar a la estación próxima buscará usted su coche.

Iván Alexievitch permanece indeciso; al fin suspira y toma asiento enfrente de Petro Petrovitch. Se halla agitado y se encuentra como sobre alfileres.

—¿Adónde va usted, Iván Alexievitch?

—Yo, al fin del mundo... Mi cabeza es una olla de grillos. Yo mismo ignoro adónde voy. El Destino me sonríe, y viajo... Querido amigo, ¿ha visto usted jamás algún idiota que sea feliz? Pues aquí, delante de usted, se halla el más feliz de estos mortales. ¿Nota usted algo extraordinario en mi cara?

—Noto solamente que está un poquito...

—Seguramente, la expresión de mi cara no vale nada en este momento. Lástima que no haya por ahí un espejo. Quisiera contemplarme. Palabra de honor, me convierto en un idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Figúrese usted que en este momento hago mi viaje de boda. ¿Qué le parece?

—¿Cómo? ¿Usted se ha casado?

—Hoy mismo he contraído matrimonio. Terminada la ceremonia nupcial, me fui derecho al tren.

Todos los viajeros lo felicitan y le dirigen mil preguntas.

—¡Enhorabuena! —añade Petro Petrovitch—. Por eso está usted tan elegante.

—Naturalmente. Para que la ilusión fuese completa, hasta me perfumé. Me he dejado arrastrar. No tengo ideas ni preocupaciones. Sólo me domina un sentimiento de beatitud. Desde que vine al mundo, nunca me sentí feliz.

Iván Alexievitch cierra los ojos y mueve la cabeza. Luego prorrumpe:

—Soy feliz hasta lo absurdo. Ahora mismo entraré en mi coche. En un rincón del mismo está sentado un ser humano que se consagra a mí con toda su alma. ¡Querida mía! ¡Ángel mío! ¡Capullito mío! ¡Filoxera de mi alma! ¡Qué piececitos los suyos! Son tan menudos, tan diminutos, que resultan como alegóricos. Quisiera comérmelos. Usted no comprende estas cosas; usted es un materialista que lo analiza todo; son ustedes unos solterones a secas; al casarse, ya se acordarán de mí. Entonces se preguntarán: ¿Dónde está aquel Iván Alexievitch? Dentro de pocos minutos entraré en mi coche. Sé que ella me espera impaciente y que me acogerá con fruición, con una sonrisa encantadora. Me sentaré al lado suyo y le acariciaré el rostro...

Iván Alexievitch menea la cabeza y se ríe a carcajadas.

—Pondré mi frente en su hombro y pasaré mis brazos en torno de su talle. Todo estará tranquilo. Una luz poética nos alumbrará. En momentos semejantes habría que abrazar al universo entero. Petro Petrovitch, permítame que lo abrace.

—Como usted guste.

Los dos amigos se abrazan, en medio del regocijo de los presentes. El feliz recién casado prosigue:

—Y para mayor ilusión beberé un par de copitas más. Lo que ocurrirá entonces en mi cabeza y en mi pecho es imposible de explicar. Yo, que soy una persona débil e insignificante, en ocasiones tales me convierto en un ser sin límites; abarco el universo entero.

Los viajeros, al oír la charla del recién casado, cesan de dormitar. Iván Alexievitch se vuelve de un lado para otro, gesticula, ríe a carcajadas, y todos ríen con él. Su alegría es francamente comunicativa.

—Sobre todo, señor, no hay que analizar tanto. ¿Quieres beber? ¡Bebe! Inútil filosofar sobre si esto es sano o malsano. ¡Al diablo con las psicologías!

En esto, el conductor pasa.

—Amigo mío —le dice el recién casado—, cuando atraviese usted por el coche doscientos nueve verá una señora con sombrero gris, sobre el cual campea un pájaro blanco. Dígale que estoy aquí sin novedad.

—Perfectamente —contesta el conductor—. Lo que hay es que en este tren no se encuentra un vagón doscientos nueve, sino uno que lleva el número doscientos diecinueve.

—Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el doscientos diecinueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y salvo.

Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos y dice:

—Marido..., señora. ¿Desde cuándo?... Marido, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Mereces azotes... ¡Qué idiota!... Ella, ayer, todavía era una niña...

—En nuestro tiempo es extraordinario ver a un hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.

—¿Pero quién tiene la culpa de eso? —replica Iván Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos—. Si alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no quieren serlo; ello está en sus manos, sin embargo. Testarudamente huyen de su felicidad.

—¿Y de qué manera? —exclaman en coro los demás.

—Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante, debe amar con todas sus fuerzas. Pero ustedes no quieren obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre esperan alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir al buffet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una gran virtud.

—Usted asegura que el hombre es el creador de su propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ése, si basta un dolor de muelas o una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de otro modo.

—¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al año. Yo no temo al azar. No vale la pena hablar de ello. Me parece que nos aproximamos a la estación...

—¿Adónde va usted? —interroga Petro Petrovitch—. ¿A Moscú, o más al Sur?

—¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a Moscú, o más al Sur?

—El caso es que Moscú no se halla en el Norte.

—Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo —dice Iván Alexievitch.

—No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscú.

—¿Cómo? ¿A Moscú? ¡Es extraordinario!

—¿Para dónde tomó usted el billete?

—Para Petersburgo.

—En tal caso lo felicito. Usted se equivocó de tren.

Transcurre medio minuto en silencio. El recién casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.

—Sí, sí —explica Petro Petrovitch—. En Balagore usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al tren que cruzaba con el suyo.

Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de gran agitación.

—¡Qué imbécil soy! ¡Qué indigno! ¡Que los demonios me lleven! ¿Qué he de hacer? En aquel tren está mi mujer, sola, mi pobre mujer, que me espera. ¡Qué animal soy!

El recién casado, que se había puesto en pie, se desploma sobre el sofá y se revuelve cual si le hubieran pisado un callo.

—¡Qué desgraciado soy! ¡Qué voy a hacer ahora!...

—Nada —dicen los pasajeros para tranquilizarlo—. Procure usted telegrafiar a su mujer en alguna estación, y de este modo la alcanzará usted.

—El tren rápido —dice el recién casado—. ¿Pero dónde tomaré el dinero, toda vez que es mi mujer quien lo lleva consigo?

Los pasajeros, riendo, hacen una colecta, y facilitan al hombre feliz los medios de continuar el viaje.

Una noche de espanto


Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:

—Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883, regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido...

"¡Declina tu existencia!... ¡Arrepiéntete!", había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado.

Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: "Esta noche".

No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente.

No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele.

Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:

—Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera.

Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido...¡brr!... ¡Qué horror!... Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease.

"Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta", pensé.

No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí...

Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.

En medio del cuarto había un ataúd.

Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura.

Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio... No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!

O es un milagro, o un crimen.

Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un anticipo.

Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd?

No creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera.

Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?

La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando... Sentía frío... No podía quedarme allí. Pero ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo.

Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato:

—Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar... En la habitación de mi amigo vi un ataúd... ¡De doble tamaño que el otro!

El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación... Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.

Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza.

"Me vuelvo loco", pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. "¡Dios mío! ¿Cómo remediarlo?"

Sentía vértigos... Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta...

Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande.

Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida... Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: "¡Socorro, socorro! ¡Portero!"

Momentos después veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.

—¡Pagostof! —exclamé, al reconocer a mi amigo el médico—. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?

Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos...

—¿Es usted, Panihidin? —me preguntó con voz ronca—. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto... ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!...

—Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre? —pregunté lívido.

—¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted qué se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!

No lo pude creer, y le pedí que lo repitiera.

—¡Un ataúd, un ataúd de veras! —dijo el médico cayendo extenuado en la escalera—. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista...

Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.


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