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Lo Que Debe Hacerse
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Автор книги: Leon Tolstoi



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VII


Los seres racionales han distinguido siempre el bien del mal, desde que el mundo existe; aprovechándose de los esfuerzos de sus predecesores; luchando contra el mal; buscando el camino más recto y mejor, y avanzando por dicho camino. Y siempre encontraron ante sí, cerrándoles el paso, a los factores de la mentira con la pretensión de demostrarles que es preciso tomar la vida tal como ella es. Los seres racionales, a costa de esfuerzos y de luchas, se han ido emancipando de la mentira poco a poco, cuando he aquí que un nuevo personaje, el peor de todos, les intercepta el camino: ese personaje es la mentira científica.

Esa nueva mentira es, en el fondo, lo mismo que las antiguas: su objeto esencial es reemplazar la actividad de la razón y de la conciencia, que es la nuestra y la de nuestros antepasados, por otra cosa externa denominada observación, en la mentira científica.

El lazo de esta ciencia consiste en que, después de haber mostrado a los hombres las alteraciones más groseras de la actividad de la razón y de la conciencia, tiende a destruir en ellos la creencia en la razón y en la conciencia misma y a persuadirles que todo lo que se dicen a sí mismos, como todo lo que decían a los espíritus más privilegiados, la razón y la conciencia desde que el mundo existe, todo ello es condicional y subjetivo.

—Es preciso desechar todo eso, —dicen. —Por medio de la razón no se puede llegar al conocimiento de la verdad sin correr el riesgo de engañarse: hay otro camino más seguro de llegar a él, medio casi mecánico, y es el de estudiar los hechos.

Mas para estudiar los hechos es necesario tomar por base la filosofía científica; es decir, una doble hipótesis sin fundamento: el positivismo y la evolución que se dan por verdades indubitables. Y la ciencia reinante declara, con solemnidad engañosa, que no es posible la solución de los problemas de la vida sino por medio del estudio de la naturaleza, y especialmente del de los organismos. Y la juventud crédula, seducida por la novedad de este dogma, que la crítica no ha destruido ni siquiera tocado aún, se apresura a estudiar esos fenómenos en las ciencias naturales por ese único camino que según la ciencia reinante, puede conducir al esclarecimiento de los problemas de la vida. Pero cuanto más avanzan los jóvenes en ese estudio, más y más lejos de ellos retrocede la posibilidad y hasta el deseo de resolver aquellos problemas; y cuanto más se acostumbran, no tanto a observar como a creer bajo la fe de su palabra en las observaciones de otro, en las células, en los protoplasmas, en la cuarta existencia de los cuerpos, etc., más oculto queda el fondo tras de la forma, y tanto más pierden la conciencia del bien y del mal y la facultad de comprender esas expresiones y determinaciones del 108


bien y del mal que el género humano ha elaborado en el curso de su vida entera. Cuanto más se asimilan esa jerga especial científica y esos términos condicionales que no tienen sentido alguno general y humano; cuanto más se enredan en el laberinto de observaciones que nada esclarecen, tanto más pierden la facultad de pensar independientemente y la de comprender el pensamiento de otro, humano y espontáneo, que se encuentra fuera de su talmud. Pero lo peor es que pasan sus mejores años en desacostumbrarse de la vida, es decir, del trabajo; en habituarse a considerar como legítima su situación; en convertirse en parásitos incapaces de un esfuerzo físico cualquiera; en dislocarse el cerebro, y en acabar por ser los eunucos del pensamiento. Y a medida que acrece su estupidez, adquieren tal confianza en sí mismos que los aleja de toda posibilidad de reintegrarse a la simple vida del trabajo, al pensamiento sencillo, claro y humano. La división del trabajo existe, y existirá siempre, sin duda alguna, en la sociedad humana; pero la cuestión, para nosotros, no es el saber si existe y existirá, sino el saber cómo hacer que sea justa.

Tomar por criterio la observación es, por ese mismo hecho, rechazar todo criterio: cualquier distribución de trabajo que veamos y que nos parezca justa, la encontraremos justa, en efecto; que es a lo que conduce la filosofía científica preponderante. ¡La división del trabajo!

Los unos están dedicados al trabajo intelectual y espiritual; los otros, al trabajo físico muscular... ¡Con qué seguridad afirman esto!... Ellos prefieren pensar y creen que con ello realizan un cambio de servicios absolutamente justo.

Pero tanto hemos perdido de vista el deber por efecto de nuestra ceguera, que hasta hemos olvidado a nombre de qué realizamos nuestro trabajo, y que hemos hecho de ese mismo pueblo, a quien quisiéramos servir, el objeto de nuestra actividad científica y artística. Lo estudiamos y lo describimos por gusto y para distracción nuestra y nos hemos olvidado de que no lo debemos estudiar y describir, sino servir. Todos hemos perdido de vista el deber que nos incumbe: tampoco hemos observado que lo que intentábamos hacer en el dominio de las ciencias y de las artes, lo han hecho ya otros, y que nuestro lugar estaba ocupado. Sí: mientras que disputábamos, bien sobre la generación espontánea de los organismos, bien sobre el espiritismo; ahora sobre la forma de los átomos, luego sobre la pangénesis, después sobre el protoplasma, etc., el pueblo reclamaba su alimento espiritual, y los frutos secos de la ciencia y del arte, bajo la dirección de especuladores a quienes no guiaba más que el incentivo de la ganancia, suministraron y suministran al pueblo ese alimento espiritual.

Ved ahí que, desde hace cuarenta años en Europa y unos diez en Rusia, se deslizan por millones los libros, los cuadros y las canciones; que se abren librerías y que el pueblo mira, canta y recibe un alimento espiritual que no 109


procede de nosotros a quienes correspondía dárselo; y nosotros que de tal modo justificamos nuestra ociosidad, lo presenciamos cruzados de brazos.

Pero no debemos seguir con los brazos cruzados, porque va a faltarnos la última justificación. Somos especialistas: cada uno de nosotros tiene su función particular: somos el cerebro del pueblo: él nos sostiene y nosotros le enseñamos; pero ¿qué le hemos enseñado y qué seguimos enseñándole? Él ha estado esperando años y décadas y siglos, y nosotros discutíamos, nos instruíamos el uno al otro, y nos divertíamos olvidando completamente al pueblo; y tanto lo habíamos olvidado, que otros han debido enseñarle y distraerle sin que ni siquiera en esto fijáramos la atención. Hemos hablado tan inconsideradamente de la distribución del trabajo, que hemos dado, sin reparo alguno, como única excusa, los pretendidos servicios que hemos prestado a nuestro pueblo.


VIII


La ciencia y el arte se han reservado el derecho a la ociosidad y al goce de los trabajos de otro, y han fracasado en su misión. Y el fracaso proviene tan sólo de que sus adeptos, apoyándose en el principio falsamente extendido de la división del trabajo, se han arrogado el derecho de usurpar el trabajo de otro: han perdido el sentimiento de su misión al proponerse como objetivo, no el interés del pueblo, sino el interés de la ciencia y del arte, y se han dejado arrastrar a la ociosidad y a una depravación menos sensual que intelectual.

Dicen: —La ciencia y las artes han prestado grandes servicios al género humano.

Es cierto; pero no porque los adeptos a la ciencia y al arte vivan a costa del pueblo trabajador amparados por la división del trabajo, sino a pesar de eso.

La república romana no fue poderosa porque sus ciudadanos tuviesen la facultad de no hacer nada, sino porque había en ella muchos valientes, y lo mismo pasa con la ciencia y con las artes. Si la ciencia y las artes han prestado grandes servicios al género humano, no es porque sus adeptos antes y ahora hayan tenido la posibilidad de emanciparse del trabajo, sino porque ha habido genios que, sin usar de esa facultad, han hecho progresar al género humano.

La clase de sabios y de artistas que, apoyándose en una falsa distribución del trabajo, reclama el derecho de usurpar el trabajo de otro, no puede asegurar la expansión de la verdadera ciencia ni del arte verdadero, porque la mentira no puede producir la verdad.


Tal es la idea que tenemos formada de nuestros representantes favoritos, debilitados en el trabajo intelectual, que nos admira y extraña la idea de ver a un sabio o a un artista labrando las tierras o acarreando estiércol. Nos parece que todo se habría perdido; que toda su ciencia quedaría sepultada en el terruño; que las grandes imágenes artísticas que en el cerebro lleva concebidas, olerían a estercolero, y tan acostumbrados estamos a eso, que no nos parece extraño ver al servidor de la ciencia, es decir, al servidor y maestro de la verdad, obligar a que los demás hagan para él lo que él pudiera hacer por sí mismo y pasarse él la mitad de su tiempo en comer bien, en fumar, en hablar, en murmurar del liberalismo, en leer periódicos y novelas, y en frecuentar los teatros: no nos parece extraño ver a nuestro filósofo en el café, en la comedia, en el baile, ni encontrarlo en compañía de esos artistas que dulcifican y ennoblecen nuestras almas, y que pasan su vida en beber, en jugar a las cartas, en frecuentar las casas de trato, o en otras cosas peores.

Las ciencias y las artes son cosas muy bellas; pero, justamente porque son bellas, es preciso no afearlas aliándolas de un modo forzado a la depravación, es decir, emancipándolas del deber que tiene todo hombre de subvenir con el trabajo de su vida a la vida de otro.

—La ciencia y las artes hacen progresar al género humano.

Sí; pero no porque los adeptos a la ciencia y a las artes se libren, al amparo de la división del trabajo, del deber humano más necesario y más indubitable: el de trabajar con sus propias manos en la lucha común del género humano con la naturaleza.

—Pues precisamente esa división del trabajo que libra a los sabios y a los artistas del cuidado de preparar sus alimentos, es lo que ha hecho posible ese maravilloso progreso de las ciencias, que vemos en nuestro tiempo,—objetarán algunos.—Si todos hubiéramos de arar la tierra, no hubiéramos obtenido esos grandiososresultados que obtiene nuestra época; esos progresos milagrososque han aumentado de tal modo el poder del hombre sobre la naturaleza; esos descubrimientos que cautivan de tal modo el espíritu humanoy aseguran la navegación: no habría ni vapores, ni caminos de hierro, ni puentes admirables, ni túneles, ni motores de vapor, ni telégrafo, ni fotografía, ni teléfono, ni máquinas de coser, ni fonógrafos, ni electricidad, ni teléfonos, ni telescopios, ni espectroscopios, ni microscopios, ni cloroformo, ni cura de Lissner ni ácido fénico.

No enumero todo aquello de que se enorgullece nuestro siglo. Esa enumeración y esos transportes de entusiasmo ante sí mismo y ante las propias proezas se los encuentra en casi todos los periódicos y en todos los libros populares. Esos transportes se reproducen con tanta frecuencia, que estamos todos convencidos de que la ciencia y las artes no han florecido 111


nunca tanto como hoy; y todas esas maravillas se las debemos a la división del trabajo; ¿a qué negarlo?

Supongamos que el progreso de nuestro siglo sea en verdad grandioso, admirable, milagroso: supongamos que somos unos mortales tan felices, que vivimos en época extraordinaria; pero tratemos de evaluar esos progresos, no según el entusiasmo que nos producen, sino según el principio que busca su justificación en dichos progresos: el de la división del trabajo.

Confesamos que todos esos progresos son admirables; pero, por una casualidad desgraciada, que los mismos sabios hacen constar, esos progresos no han mejorado hasta hoy, antes bien han empeorado, la situación del mayor número, esto es, la del pueblo trabajador.

Si el trabajador puede ir en camino de hierro en vez de ir a pie, ese camino de hierro le incendió su monte, le quitó su trigo en sus barbas y lo sumió en un estado parecido a la esclavitud, supeditándolo al capitalista.

Si, gracias a los motores de vapor y a las máquinas, puede adquirir el trabajador por módico precio una indiana algo fuerte, esos motores y esas máquinas le han quitado el dinero ganado con su trabajo, y lo han reducido a la esclavitud absoluta, supeditándolo al fabricante.

Si tiene teléfonos, telescopios, versos, novelas, teatros, bailes, sinfonías, óperas, galerías de cuadros, etc., no ha mejorado por eso la vida del trabajador, porque todo lo enunciado resulta inasequible para él, por efecto de esa misma desgraciada casualidad.

Así es que, hasta el presente, y los hombres de ciencia convienen en ello, todos esos progresos extraordinarios, todas esas maravillas de la ciencia y del arte, en nada han mejorado la vida del trabajador y tal vez la hayan empeorado., Ahora bien: si medimos la realidad de los progresos obtenidos por las ciencias y las artes, no por el entusiasmo que nos inspiran, sino por el principio en que se apoya la división del trabajo, o sea el interés del pueblo trabajador, veremos que carece de fundamento sólido ese entusiasmo que sentimos y a que voluntariamente nos entregamos.

El mujik tomará el camino de hierro; la mujer comprará la indiana; se tendrá en la isba una lámpara en vez de una tea y el mujik encenderá la pipa con una cerilla, todo lo cual es más cómodo, pero ¿con qué derecho he de decir que el ferrocarril y las fábricas han prestado un servicio al pueblo?

Si el mujik toma la vía férrea, compra la lámpara, la indiana y los fósforos, es únicamente porque nadie se lo impide; pero todos sabemos que la construcción de los caminos de hierro y de las fábricas no ha tenido nunca por objeto el interés del pueblo. ¿Por qué, pues, aducir como pruebas de 112


servicios hechos al pueblo por esos establecimientos las comodidades accidentales de que puede hacer uso el trabajador?

No hay mal que no produzca algún bien. Tras un incendio, puede uno calentarse y encender la pipa con un tizón; pero ¿se deberá decir por eso que el incendio es útil?


IX


Los amigos de la ciencia y del arte podrían decir que su actividad es útil al pueblo, si se propusieran servir a éste en vez de servir, como lo hacen, al gobierno y a los capitalistas. También podríamos decirlo nosotros, si tuviesen por objetivo el interés del pueblo; pero no sucede así. Todos los sabios están abstraídos ejerciendo de sacrificadores: descubren los protoplasmas, las análisis espectrales de los astros, etc.; pero ¿qué hacha es la mejor hacha? ¿Qué hoz es la más cómoda? ¿Cómo se amasa mejor el pan? ¿Con qué clase de harina? ¿Dónde encontrarla? ¿Cómo calentar el horno? ¿Cómo construir las cocinas? ¿Qué alimentos, qué bebidas tomar?

¿Qué vajilla es la más cómoda y la más económica en condiciones determinadas? ¿Qué setas se pueden comer y cómo cultivarlas? ¿Cómo prepararlas más fácilmente? De nada de eso se cuida la ciencia, y sin embargo, ése es su objeto.

Sé que, por esencia, la ciencia debe ser inútil, es decir, sólo la ciencia para la ciencia; pero ese es un efugio evidente. El objeto de la ciencia es servir a los hombres. Hemos inventado el telégrafo, el teléfono y el fonógrafo; pero ¿qué hemos mejorado en la vida, en el trabajo del pueblo?

Hemos contado dos millones de pequeños escarabajos. ¿Hemos domesticado un solo animal desde los tiempos bíblicos en que nuestras especies estaban domesticadas hacía ya mucho tiempo? El alce, el ciervo, la perdiz, el estornino y la ortega de los bosques aún siguen en estado salvaje.

Los botánicos han encontrado la célula, y en las células el protoplasma, y en el protoplasma algo, y en este algo otra cosa todavía. Estos descubrimientos es evidente que no terminarán pronto porque no tienen fin, y por eso carecen de tiempo los sabios para ocuparse en cosas de utilidad para el pueblo. De ahí que, desde los tiempos del antiguo Egipto y de la Judea, en que se cultivaban el trigo y las lentejas, hasta nuestros días, no se haya descubierto ninguna planta nueva, excepto la patata, que haya venido a aumentar la alimentación del pueblo, y la patata no la debemos a la ciencia.

Se han inventado los torpedos, los aparatos do-simétricos, etc.; pero la rueca, el bastidor para tejer, el torno para hilar, la carreta, el hacha, el trillo, el rastrillo, la aportadera, la garrucha del pozo, siguen lo mismo que en los tiempos de Rurik, y si algo ha sufrido ligera modificación, no se la debe a los hombres de ciencia.

Lo mismo ocurre con el arte.


Hemos elevado una multitud de personas al rango de grandes escritores, y los hemos pasado por el tamiz, y hemos amontonado las críticas sobre sus trabajos, y los críticos sobre las críticas, y las críticas sobre las críticas de críticas: hemos reunido galerías de cuadros, y hemos estudiado minuciosamente las diversas escuelas del arte, y tantas y tales son las sinfonías y las óperas, que nos es difícil ya recordarlas; pero ¿qué hemos añadido a nuestras leyendas populares, a nuestros cuentos y a nuestras canciones? ¿Qué cuadros le hemos dado al pueblo? ¿Qué música? En Nikolskoya se publican libros y se hacen cuadros para el pueblo y en Tula harmónicas; pero ni aquí ni allá hemos contribuido a nada.

Lo más chocante y más evidente es la falsedad de la tendencia de nuestra ciencia y de nuestras artes, especialmente en esos dominios en que, por su objeto mismo, ciencia y artes parece que deberían ser de utilidad al pueblo, y en que, por efecto de su falsa tendencia, se muestran más bien perjudiciales que útiles. El ingeniero, el médico, el profesor, el pintor, el escritor, por su misma especialidad, parece que deberían servir al pueblo; pero ¿en qué? Gracias a la tendencia actual, únicamente pueden causarle perjuicios.

El ingeniero y el mecánico necesitan del capital para trabajar. Sin capital nada pueden hacer. Sus conocimientos son de tal índole que, para aplicarlos, les es necesario capital, en grandes cantidades, y la explotación del trabajador, y esto sin contar con que ellos están acostumbrados a gastar de mil quinientos a dos mil rublos al año, por lo menos, y que no pueden ir, por consiguiente, a un pueblo donde nadie tiene medios para remunerarlos de ese modo: la naturaleza misma de su ciencia los hace imposibles para servir al pueblo. El ingeniero puede determinar por cálculos matemáticos el arco de un puente; calcular la potencia de un motor, etc.; pero, ante las simples necesidades del trabajador, se halla a obscuras. ¿Cómo mejorar las condiciones del arado y de la carreta? ¿Cómo atravesar un arroyo? Todo eso corresponde a las condiciones de existencia del trabajador, y de todo eso el ingeniero no entiende una palabra, ni lo comprende siquiera: el último mujik sabe más que él de semejantes cosas. Dadle talleres con muchos operarios, haced venid máquinas del extranjero, y entonces él dará instrucciones; pero, dadas las condiciones de un trabajo común a millones de personas, encontrar los medios de facilitar el trabajo, eso ni lo sabe ni puede saberlo, porque sus estudios, sus costumbres y sus necesidades lo separan de tal misión.

Peor aun es la situación del médico. Toda su ciencia está combinada de modo que no pueda tratar sino a las personas que no hagan nada. Necesita un número considerable de cosas caras, de instrumentos, de medicinas, de condiciones higiénicas. Ha estudiado con los profesores eminentes de la capital, cuyos clientes pueden cuidarse en la clínica o adquirir las máquinas 114


necesarias para servirse de ellas en su casa: pueden dejar en cualquier momento el norte por el mediodía, o ir a tal o cual establecimiento balneario. Su ciencia es tal, que cualquier médico de distrito se queja de la carencia de recursos para atender al pueblo trabajador, demasiado pobre para asegurar al enfermo condiciones higiénicas; y ese mismo médico declara con sentimiento que carece de hospitales y que no puede obtener buenos resultados, falto como está de practicantes. ¿Y qué prueba todo esto? Prueba que la mayor desgracia del pueblo, en el que se engendran, propagan y perpetúan las enfermedades, es la falta de recursos necesarios a la vida. Y he ahí como la ciencia, bajo la bandera de la división del trabajo, llama a sus combatientes en socorro del pueblo.

La ciencia médica ha concentrado todos sus esfuerzos en las clases ricas: se ha impuesto por tarea asistir a las personas que pueden procurárselo todo, y pretende cuidar, por los mismos medios, alas que carecen de todo; pero faltan los recursos y ¿de dónde tomarlos? Del pueblo que está enfermizo, contaminado y exhausto. Y los defensores de la medicina popular van diciendo que el desarrollo del mal es menor ahora. Es evidente que se desarrolla menos porque si, lo que no quiera Dios, hubiese veinte médicos, comadronas y practicantes por distrito, como ellos quieren, en vez de dos, la mitad del distrito sucumbiría bajo el peso del cuerpo médico que habría que sostener, y pronto no quedaría nadie a quien asistir.

La adaptación de la ciencia al pueblo, de que hablan los defensores de aquélla, ha de verificarse de una manera muy distinta, y esa adaptación, tal como debe ser, no ha empezado todavía: empezará cuando el hombre de ciencia, ingeniero o médico, cese de considerar legítimo exigir por sus honorarios, no ya cientos de miles de rublos, sino mil o quinientos rublos; cuando viva en medio de los trabajadores, en las mismas condiciones de existencia que éstos y aplique su saber a las cuestiones de mecánica, higiene y medicina populares.

Pero hoy la ciencia, que se nutre a expensas del pueblo trabajador, ha olvidado por completo las condiciones de existencia de ese pueblo o las ignora, y se irrita al ver que sus conocimientos especulativos no tienen aplicación en el pueblo.

El dominio de la medicina, como el de la higiene, se halla aún inexplorado.

Las cuestiones relativas a la mejor manera de vestir, de calzar, de resistir la humedad, el frío, de lavarse, de alimentar a los niños y de fajarlos o envolverlos, etc., conforme a las condiciones de existencia del pueblo trabajador, aún no han sido planteadas ni resueltas.

Lo mismo sucede con la pedagogía. Hoy, como antes, la ciencia ha arreglado las cosas de manera que no pueden adquirir instrucción más que 115


los ricos, y que el profesor, como el ingeniero y como el médico, se fija involuntariamente en el dinero.

Y no puede ser de otro modo, porque una escuela modelo (por regla general, cuanto mejor organizada para enseñar está una escuela, más cara resulta), con bancos atornillados, esferas amulares, mapas, biblioteca, métodos para los discípulos, profesores y pasantes, exige tal gasto, que para hacer frente a él sería necesario duplicar los impuestos. Eso es lo que la ciencia pide.

El pueblo tiene necesidad de dinero para atender a sus trabajos, y tanto más lo necesita cuanto más pobre es.

Dicen los defensores de la ciencia: —La pedagogía presta ya grandes servicios al pueblo y con el tiempo se desarrollará y los prestará mejores.

Sí; y cuando se desarrolle y en vez de veinte escuelas por distrito haya ciento, todas ellas científicas, y el pueblo tenga que pagarlas, se empobrecerá más aún, y necesitará todavía más del trabajo de sus hijos.

—¿Qué hacer entonces?—preguntan.

El gobierno fundará escuelas; decretará la enseñanza obligatoria como en Europa; pero los recursos los tendrá que facilitar el pueblo, como en todas partes; y el pueblo sufrirá cada vez más, y descansará menos, y la instrucción forzosa no será verdadera instrucción. Hay un verdadero camino de salvación: que el profesor viva en las mismas condiciones que el trabajador y enseñe en cambio de la retribución que se le dé libre y espontáneamente.


X


Tal es la tendencia falsa de la ciencia que la desvía de su misión, que consiste en servir al pueblo.

Pero esa falsa tendencia no se evidencia en nada tan visiblemente como en la actividad del arte que, por su índole, debiera ser accesible para el pueblo. La ciencia puede invocar aún la excusa estúpida de que trabaja para sí misma y que, cuando los sabios la hayan desarrollado, se hará accesible al pueblo; pero el arte debe ser accesible para todos, y más aun para aquellos en cuyo nombre se ejerce. Y nuestro arte, tal como es, acusa gravemente a sus adeptos de que no saben, ni pueden, ni quieren servir al pueblo.

El pintor, para la ejecución de sus grandes obras, tiene necesidad de un estudio o taller en que cabrían cuarenta zapateros o carpinteros, cómodamente, en tanto que hoy lo hacen en malas cuevas, helados de frío 116


o ahogados de calor. Pero no es eso todo: necesita el auxilio de la naturaleza, de la indumentaria y de los viajes. Se derrochan millones para dar impulso a las artes, y los productos de esas artes no son asequibles ni necesarios al pueblo.

Los músicos, para expresar sus grandes ideas, necesitan reunir doscientos hombres esmeradamente vestidos y luciendo corbatas blancas, y el vestuario y atrezzo de una ópera cuentan centenares de miles de rublos. Y las producciones de este arte no pueden provocar en el pueblo, suponiendo que alguna vez alcance a gozar de ellas, más que inquietud y fastidio.

Los escritores y los autores parece que no debieran necesitar ni talleres ni naturaleza, ni orquesta ni cantores; pero el escritor, el autor, aparte de una habitación confortable y de las delicias de la vida, necesita para la ejecución de sus grandes obras hacer viajes, ver palacios, estudiar gabinetes, frecuentar bibliotecas, gozar del arte, hacer visitas, concurrir a teatros y a conciertos, tomar baños, etc., etc, Si no ganan por si mismos el dinero necesario para atender a sus gastos, se les pensiona para que escriban mejor. Y luego, esas obras que tan caras resultan, siembran el hambre entre el pueblo y no le sirven de nada.

Pero ¿qué sucedería si, como dicen los amigos de las ciencias y de las artes, se multiplicasen los productores del alimento espiritual y fuese necesario crear en cada pueblo talleres, organizar orquestas, mantener a los escritores en las condiciones de existencia que los adeptos del arte juzgan precisas? Creo que los trabajadores prescindirían pronto y para siempre de las sinfonías, de los versos y de las novelas, con tal de no tener que mantener a tanto ocioso.

Y después de todo, ¿qué necesidad tienen los pueblos de semejantes artistas? No hay isba que no tenga sus esculturas y sus imágenes: no hay mujik ni mujer que no cante: muchos poseen una harmónica: todos cuentan historias y recitan versos, y la mayor parte leen.

¿Cómo, pues, se ha establecido tal desacuerdo entre dos cosas hechas la una para la otra, tan complementarias como la cerraja para la llave, y que no se vea la posibilidad de unirlas?

Decid a un pintor que pinte cuadros de cinco kopeks, prescindiendo de tener estudio, ni indumentaria, ni contemplar la naturaleza, y os contestará que prefiere renunciar al arte, tal como él lo comprende. Decidles al poeta y al escritor que prescindan de componer poemas y de escribir novelas y que se concreten a coleccionar cantos populares, leyendas y cuentos accesibles a la gente indocta, y os contestarán que estáis loco.

El pueblo se utilizará de las ciencias y de las artes cuando los hombres de ciencia y los artistas, viviendo entre el pueblo y como el pueblo, sin 117


reivindicar derecho alguno, ofrezcan a ese pueblo sus servicios, y cuando dependa de la voluntad del pueblo remunerarles o no.

Dícese que la actividad de las ciencias y de las artes ha contribuido al progreso del género humano, entendiendo por actividad lo que hoy así se denomina, lo cual es como decir que la agitación desordenada que impide la marcha de un buque en dirección determinada, contribuye al movimiento de ese buque; cuando no hace otra cosa que perjudicarle. La división del trabajo, que ha llegado a ser en la época actual la condición de la actividad de la ciencia y del arte, ha sido y sigue siendo la causa principal de la lentitud con que progresa el género humano.

La prueba de ello es que todos los partidarios de la ciencia reconocen que los beneficios que ésta y las artes producen no son accesibles a las masas trabajadoras por efecto de la mala distribución de las riquezas. La irregularidad de esta distribución, lejos de atenuarse a medida que las ciencias y las artes adquieren mayor vuelo, se va agravando más. Dichos partidarios afectan sentir y lamentar vivamente esa desgraciada circunstancia, independiente de su voluntad; pero esa circunstancia desgraciada ha sido provocada por ellos, por cuanto la irregularidad en la distribución de las riquezas no reconoce otro origen que la teoría de la distribución del trabajo, preconizada por los partidarios de la ciencia y del arte.

La ciencia proclama la división del trabajo como ley inmutable: ve que la distribución de las riquezas, que descansa en la distribución del trabajo, es injusta y hasta funesta, y afirma que su actividad, que proclama la susodicha división, conducirá a los hombres a la felicidad.

Síguese de esto que los unos usurpan el trabajo de los otros; pero que, si lo usurpan por mucho más tiempo y en proporciones más considerables, cesará esa injusta distribución de riquezas, o lo que es lo mismo, la usurpación del trabajo ajeno.

Figurémonos ver a unos hombres colocados junto a un manantial cuya fluidez acrece sin cesar, dedicados a impedir que se acerquen a él los que padecen sed, diciéndoles que son ellos los que producen aquella agua y que pronto quedará estancada en cantidad suficiente para que todo el mundo beba, y figurémonos que el agua corre y corre incesantemente sin detenerse ni estancarse saciando la sed de todo el género humano. Lo que ocurre es que el agua no se produce por la actividad de los hombres que rodean el manantial, como ellos aseguran, sino que corre y se esparce a lo lejos, a pesar del esfuerzo de aquellos hombres por detener su curso.

Siempre existieron una ciencia y un arte verdaderos, y fueron verdaderos no porque así se titularan. A los que pretenden ser representantes de la ciencia y del arte en una época determinada, les parece que han realizado, 118


realizan y, sobre todo, que realizarán pronto, en el acto mismo, cosas admirables, milagrosas, y que antes que ellos no existían ni la ciencia ni el arte. Así ha ocurrido con los sofistas, con los escolásticos, con los alquimistas, con los cabalistas, con los talmudistas, y así ocurre hoy con los partidarios de la ciencia para la ciencia y del arte para el arte.


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