Текст книги "Lo Que Debe Hacerse"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Si el hombre se desanima ante la verdad; si al ver ésta no la reconoce; si considera la mentira como la verdad, entonces jamás sabrá lo que debe hacer. Nosotros, los hombres ricos, privilegiados y, según dicen, instruidos, tan internados nos hallamos en la falsa ruta, que necesitamos, o mucha audacia o sufrir muchos contratiempos y disgustos en esa falsa ruta para volver sobre nosotros mismos y reconocer la mentira en que vivimos.
Yo, gracias a los sufrimientos que pasé en el falso camino que seguía, reconocí la mentira de nuestra vida, y al reconocer que iba equivocado, concebí la audacia de ir, al principio solamente con el pensamiento, por donde me llevaran la razón y la conciencia, sin considerar por dónde me llevarían; y he obtenido la recompensa de mi audacia.
Todos los fenómenos de la vida, que me rodeaban, complicados, discordantes y confusos, se esclarecieron súbitamente, y mi situación, antes extraña y penosa, hízose de pronto natural y cómoda.
Y ya en esta nueva situación, surgió mi actividad bajo su verdadera forma, no la de antaño, sino una actividad nueva, mucho más tranquila, mucho más grata y alegre. Lo que antes me espantaba, empezó a atraerme. Por eso creo que el que se pregunte sinceramente: «¿Qué hacer?» y al contestarse no se engañe a sí mismo y vaya a donde la razón le lleve, tendrá decidida la cuestión.
Con tal de que no se mienta a sí mismo, sabrá cómo, dónde y qué hacer.
XVII
Una cosa que puede entorpecer la investigación es el falso orgullo y la alta opinión de sí mismo y de su situación, y eso me pasó a mí, y por eso la segunda respuesta, derivada de la primera, a la pregunta «¿Qué hacer?» consiste para mí en humillarme en toda la acepción de la palabra, o sea en apreciar de otra manera distinta mi situación y mi actividad; en reconocer, en vez de la utilidad y de la importancia de mi actividad, su peligro y su flaqueza; en vez de mi instrucción, mi ignorancia; en lugar de mi bondad y de mi moralidad, mi inmoralidad y mi dureza, y en vez de mi grandeza, mi pequeñez.
Digo que, además de la obligación de no mentirme necesitaba humillarme, porque aunque la una cosa es derivación de la otra, estaba tan arraigada en mí la falsa idea de mi grandeza, que hasta que no me humillé sinceramente, hasta que no rechacé tan falsa opinión de mí mismo, no podía ver bien toda la extensión de la mentira en que vivía. Únicamente cuando me humillé, cuando dejé de considerarme como un hombre aparte y me vi igual a todoslos hombres, fue cuando vi claro el camino.
Hasta entonces no había podido contestar a la pregunta: «¿Qué haré?» pregunta que, a la verdad, no estaba hecha en debida forma.
Antes de humillarme, me la había formulado de este modo: «¿Qué actividad elegir para mí, para un hombre que ha recibido la instrucción y la enseñanza que yo he recibido? ¿Cómo compensar, por medio de esa instrucción y esa enseñanza, lo que he tomado y tomo del pueblo?» La pregunta estaba mal hecha, por cuanto entrañaba la falsa idea de que yo no era un hombre como los demás, sino un ser aparte, llamado a servir a las gentes con mi instrucción y mi talento, fruto de una práctica de cuarenta años. Yo me hacía la pregunta, pero, en el fondo, la tenía contestada previamente porque ya tenía determinado el género de actividad que más me agradaba y más me impelía a servir a los hombres. Hablando con propiedad, me preguntaba: —¿Cómo yo, tan buen escritor, que he adquirido tantos conocimientos científicos, he de emplearlos en interés del pueblo?
Y ved aquí cómo debe hacerse la pregunta, cómo se le podría hacer a un rabino sabio que hubiese estudiado el Talmud y hubiese aprendido el nombre de las letras de todos los libros santos y todas las filigranas de su ciencia: ved aquí cómo debí formularla, tanto para mí como para el rabino.
—¿Qué haré yo que, por mi condición desgraciada, he pasado los mejores años escolares estudiando gramática, geografía, ciencias jurídicas, retórica 131
y práctica, historia, lengua francesa, sistemas filosóficos, el piano y ejercicios militares, en vez de endurecerme en la fatiga; yo, que he empleado los mejores años de mi vida en ocupaciones ociosas y estragadas? ¿Qué debo hacer, a pesar de esas desgraciadas condiciones de mi pasado, para liquidar mi deuda con esas gentes que durante todo ese tiempo me han alimentado y vestido y que aún siguen alimentándome y vistiéndome?
Si, después de humillado, se me hiciera la pregunta: «¿Qué debe hacer un hombre tan pervertido?» la respuesta sería fácil.
—Esforzarse, ante todo, en sostenerse honradamente; es decir: aprender a no vivir a costa ajena, y una vez aprendido, servir a los demás en toda ocasión con manos, pies, cerebro y corazón en todo y por todo lo que los hombres necesiten.
Por eso digo que además de la obligación de no mentirse a sí mismo ni mentir a los otros, el hombre de nuestro círculo necesita humillarse, despojarse del orgullo que despiertan en nosotros la instrucción, la educación y el talento; reconocerse, no como un bienhechor del pueblo, o como el que se digna compartir con el pueblo el tesoro de sus conocimientos adquiridos, sino como un culpable, como un hombre pervertido e inútil que desea corregirse y, sin hacerle bien, dejar únicamente de ultrajarle y de injuriarle.
Oigo decir con frecuencia a jóvenes que están en desacuerdo con mi teoría: —¿Y qué debo yo hacer para ser útil, ahora que he terminado mis estudios en la Universidad o en otro establecimiento?
Esos jóvenes preguntan, pero en el fondo de sus almas sienten el orgullo que les causa la instrucción que han recibido y que desean servir al pueblo con ella. Por eso se guardarán mucho de examinar sincera, honrada y escrupulosamente lo que ellos llaman su instrucción, y de preguntarse si es buena o si es mala; pero, si lo hacen, renegarán de ella y volverán a estudiar de nuevo, que es lo que necesitan.
Esos jóvenes no pueden contestar a la pregunta «¿Qué hacer?» porque, para ellos, la pregunta debe hacerse de este otro modo: —¿Cómo yo, abandonado e inútil, que por mi desgraciada condición he perdido los mejores años de mi vida en el estudio del talmud científico, estudio que pervierte el alma y el cuerpo, cómo puedo corregirme de mi error y hacerme útil a los hombres?
Pero he aquí cómo se la hacen ellos:
—¿Cómo yo, que he adquirido tantas ciencias hermosas, me haré útil a los hombres por medio de ellas?
De ahí que ninguno de esos hombres responderá jamás a la pregunta « ¿Qué hacer?» en tanto que no se haya humillado. Y la penitencia no es terrible como no lo es la verdad, sino alegre y provechosa. Basta acoger sinceramente la verdad y humillarse con toda franqueza, para comprender que no hay nadie que tenga ni pueda tener en el mundo y en la vida derechos, ventajas ni caracteres distintos; que por el contrario los deberes no tienen ni fin ni límites, y que el primero, el más indubitable deber del hombre, es el de su participación en la lucha con la naturaleza en pro de su vida y de la vida de los demás.
XVIII
Y este conocimiento del deber del hombre es lo que constituye el fondo de la tercera respuesta a la pregunta: «¿Qué hacer?» Yo me esforzaba en decirme la verdad y en arrancar de mi corazón los últimos vestigios de la falsa idea que tenía de la importancia de mi instrucción y de mi talento, humillándome francamente; pero una nueva dificultad me impidió aún satisfacer la pregunta: «¿Qué hacer?» Debía hacer tantas cosas diferentes, que necesitaba una indicación sobre lo que debería hacer con preferencia a lo demás, y esa indicación la encontré en el sincero arrepentimiento del mal en que vivía.
«¿Qué hacer, qué hacer más especialmente?» Esto es lo que todos preguntan y lo que yo me pregunté también, hasta que me di cuenta de que, no obstante la alta idea que había formado de mi misión, el primero y más ineludible de mis deberes era el de alimentarme, vestirme, calentarme y abrigarme por mí mismo, y luego servir a mi prójimo, porque desde la creación del mundo ése ha sido el primero y el más ineludible deber de todo hombre.
En efecto, cualquiera que sea la misión que el hombre se asigne: gobernar un pueblo; defender a sus compatriotas; celebrar el culto; enseñar a los demás; inventar medios para hacer más agradable la vida; descubrir las leyes del universo; encarnar las virtudes eternas en las formas del arte, etc., el deber que se impone a un hombre razonable de tomar parte en la lucha contra la naturaleza para asegurar su vida y la de otros, será siempre el primero y el más ineludible de sus deberes.
Este deber es el primero de todos porque nada le es más necesario al hombre que su vida, y le es preciso conservarla para defender a los demás hombres, enseñarles y hacerles más dulce la existencia, en tanto que mi 133
alejamiento de la lucha y mi usurpación del trabajo de otro constituían un atentado mortal contra la vida ajena. Por eso resulta insensata la pretensión de querer servir la vida de los hombres; y no es posible decir que yo presto servicio a la humanidad si con mi género de vida la perjudico ostensiblemente.
La lucha contra la naturaleza para conquistar los medios de existencia, será siempre el primero y el más ineludible de los deberes del hombre, porque ese deber es la misma ley de la vida cuya violación arrastra detrás de sí, como castigo inevitable, la destrucción de la vida, sea corporal, sea razonable, del hombre. Cuando éste se emancipa del deber de luchar, viviendo solo, en seguida es castigado con la destrucción de su cuerpo: cuando se emancipa de él obligando a los otros a que ocupen su puesto, es castigado en seguida con la destrucción de su vida razonable, es decir, de la vida que tiene un sentido razonable.
Por el contrario, el hombre encuentra en el mero cumplimiento de ese deber una satisfacción completa de las necesidades de su naturaleza, tanto corporales como espirituales: se alimenta, se viste, se cuida de sí y de los suyos, y eso labra la satisfacción de sus necesidades corporales: alimentar, vestir y cuidar al prójimo es lo que labra la satisfacción de sus necesidades espirituales. No es legítima ninguna otra forma de actividad, como no concurra a la satisfacción de esas necesidades, porque en la satisfacción de ellas reside toda la vida del hombre.
Tan desnaturalizado estaba por mi pasada vida y tan oculta anda por el mundo esta primera é indubitable ley de Dios o de la naturaleza, que la ejecución de ella me pareció extraña, monstruosa, hasta vergonzosa inclusive, como si la ejecución de una ley eterna e indubitable pudiera ser extraña, inconcebible y vergonzosa, y no lo fuera su violación.
Desde luego supuse que para realizar el propósito, era preciso un arreglo: cierta organización; la asociación de personas unánimemente penetradas de las mismas ideas; el consentimiento de la familia, y la vida del campo: luego pensé que era vergonzoso exhibirse ante el mundo haciendo una cosa tan insólita en nuestra sociedad como el trabajo físico, y no sabía cómo arreglármelas.
Pero me bastó comprender que no era yo quien debía dar a mi actividad una forma determinada, sino que esta actividad era la llamada a sacarme de la falsa situación en que me encontraba y llevarme a la situación natural que debiera ocupar, y la llamada también a corregir la mentira dentro de la cual vivía yo, y me bastó, repito, conocer todo eso, para que todas las dificultades se allanaran.
No había que pensar en arreglo alguno, ni en prepararme, ni en obtener el consentimiento de los demás, porque, cualquiera que fuese mi situación, 134
habría siempre personas obligadas a alimentarse, a vestirse y a calentarse, y yo con ellas, y porque en todas partes y en todos los casos, podría yo hacerlo por mí mismo para mí y para ellas, contando con tiempo y fuerzas para realizarlo. En cuanto a sentir vergüenza por la realización de un trabajo tan insólito como singular a los ojos del mundo, no lo temía, porque de lo que la tenía ya era de no haberlo emprendido aún.
XIX
Al llegar a tener esta convicción y al empezar a obtener el resultado práctico de la misma, me vi plenamente recompensado de no haber retrocedido ante las consecuencias de la razón y de haberme dejado llevar a donde ellas me empujaban. Al llegar a dicho resultado práctico, me admiró la facilidad y sencillez con que se iban resolviendo todas esas cuestiones que tan difíciles y complicadas me parecieron antes.
A la pregunta «¿Qué debo hacer?» surgía la respuesta más natural y apropiada: que, ante todo, debía preparar mis utensilios de cocina, mi hornilla, el agua que necesitara, mis vestidos, todo aquello que hubiera menester y pudiera yo preparar por mí mismo.
A la pregunta: «¿No encontrarán los demás extraño que yo haga eso?» me respondí que aquella extrañeza les duraría una semana, al cabo de la cual lo que les parecería ya extraño sería que yo volviera a mis antiguas costumbres.
Respecto a la pregunta: «¿Será preciso organizar algún trabajo físico o fundar alguna sociedad en un pueblo para el cultivo de la tierra?» me contesté que no había necesidad de nada de eso, porque si el trabajo tiene por objeto satisfacer necesidades y no el adquirir por virtud de él los medios de vivir ocioso y de usurpar el trabajo de otro (que es a lo que tiende el de las gentes que apilan el dinero), ese trabajo atrae naturalmente de la ciudad al pueblo y del pueblo al campo, en donde es más fructuoso y alegre. No era necesario organizar sociedad alguna, porque el trabajador va espontáneamente a sumarse con la sociedad de trabajadores ya formada.
Respecto a la pregunta: «¿Absorberá ese trabajo todo mi tiempo y entorpecerá el ejercicio de esta actividad intelectual a la que tengo cariño y estoy acostumbrado y que, en mis momentos de presunción, juzgo que no es inútil para los demás?» la respuesta que me di fue la más inesperada. La energía de mi actividad intelectual, una vez emancipada de todo lo superfluo, aumentó y seguía acreciendo en relación con mi energía corporal.
Resultó que, consagrando al trabajo corporal ocho horas, aquella mitad del día que antes empleaba en luchar penosamente contra el fastidio, me quedaban aun otras ocho, de las que sólo necesitaba cinco para el trabajo intelectual. Deduje que si yo, escritor fecundo que no había hecho otra cosa 135
que escribir en cuarenta años y que llevo escritos trescientos pliegos de impresión, me hubiese atenido al trabajo físico como un obrero y, exceptuando las noches de invierno y los días feriados, hubiese consagrado diariamente cinco horas a leer y a estudiar sin escribir más que dos páginas por día (yo escribía a veces un pliego entero de impresión), aquellos trescientos pliegos los hubiese escrito en catorce años. Y deduje, por último, algo que me admiró: el cálculo aritmético más sencillo que puede hacer un niño de siete años y que jamás había hecho yo hasta entonces. Un día completo tiene veinticuatro horas; damos ocho horas al descanso, y quedan diez y seis. Si un trabajador del pensamiento consagra cinco a su tarea intelectual, y es mucho hacer ¿en qué empleará las once horas restantes?
Y resultó que el trabajo físico no excluía el ejercicio de la actividad intelectual, sino que aumentaba su dignidad y la estimulaba.
En cuanto a la pregunta: «¿Me priva este trabajo físico de los placeres inocentes que son naturales al hombre, como los goces artísticos, las adquisiciones de la ciencia, la sociedad del mundo, y en general, las dulzuras de la vida?» Y obtuve todo lo contrario: cuanto más intenso era el trabajo, cuanto más se acercaba a los trabajos de la tierra que por groseros se juzgan, más sensible era a los goces del arte y de las ciencias; más estrechas y cordiales se hacían mis relaciones con los hombres, y más gustaba de las dulzuras de la vida.
A la pregunta (que con tanta frecuencia he oído hacer a personas no del todo sinceras): «¿Qué resultado esperar de mi gota infinitesimal de trabajo físico personal, en el mar del trabajo común a que concurro?» obtuve la misma respuesta satisfactoria e inesperada. Resulta que bastó con hacer del trabajo físico la costumbre de mi vida para que se desprendiesen de mí, sin esfuerzo alguno de mi parte, mis queridas costumbres mentirosas y mis gustos de ociosidad y molicie.
Sin hablar de la costumbre que hace del día noche y de la noche día, ni de la comida, el vestido y la pulcritud meticulosa, imposibles en realidad y que estorban al trabajo físico, la calidad de los alimentos y la necesidad de una buena mesa se modificaron por completo.
En vez de los manjares escogidos, raros, complicados, cargados de especias, que antes tomaba, me aficioné a los platos más sencillos: potaje de coles, kacha(polenta), pan moreno, y té con un terrón de azúcar en la boca.
De este modo se fueron transformando poco a poco mis necesidades, como consecuencia de mi vida obrera, sin hablar de la influencia que en mí ejercieron los trabajadores ordinarios, gente que se contentaba con poco y con la cual contraje relaciones durante mi trabajo físico: de suerte que mi gota de agua personal en el mar del trabajo común, se hacía cada vez más 136
grande a medida que me acostumbraba y me asimilaba los conocimientos técnicos: de igual modo iba disminuyendo la necesidad que sentía del trabajo de los demás a medida que mi propio trabajo se hacía más fecundo; y mi vida se fue encaminando sin esfuerzos y sin privaciones hacia una sencillez tal, como no la hubiera podido imaginar antes de cumplir con la ley del trabajo.
Resultó que las necesidades más imperiosas de mi vida, especialmente las de vanidad y distracción, las creaba y sostenía la ociosidad: con el trabajo físico desapareció la vanidad y no necesité distracciones, puesto que tenía el tiempo agradablemente ocupado y resultó que, después de la fatiga, el simple reposo que disfrutaba tomando té, leyendo un libro o hablando con los míos, era incomparablemente más agradable para mí que el teatro, los naipes, el concierto y la sociedad del mundo; más agradable que todas esas cosas necesarias al que está ocioso, y que tan caras cuestan.
A la pregunta: «¿No altera ese trabajo insólito la salud que se necesita para servir a los hombres?-» resultó que, cuanto más intenso era el trabajo, más vigoroso, bueno, alegre y ocurrente me sentía, contra las afirmaciones rotundas que hicieran los médicos eminentes de que el trabajo físico intenso, sobre todo a mi edad, puede acarrear las más graves consecuencias y que eran preferibles la gimnasia sueca, el masaje y otros procedimientos destinados a reemplazar las condiciones naturales de la vida del hombre.
Resultó probado indudablemente que, como todos esos artificios del espíritu humano denominados: periódicos, teatros, conciertos, visitas, bailes, tarjetas, novelas, etc., que no son más que medios para sostener la vida espiritual del hombre fuera de las condiciones naturales del trabajo para otro que son las propias, los artificios higiénicos y médicos imaginados por el espíritu humano para la alimentación, la bebida, el cubierto, la ventilación, la calefacción, el vestido, los baños, el masaje, la gimnasia, el tratamiento por la electricidad y todo lo demás, no son otra cosa que medios para sostener la vida corporal del hombre fuera de sus condiciones naturales de trabajo.
Resultó que todos aquellos artificios del espíritu humano para hacer agradable la vida de los ociosos son idénticos a los que los hombres pudieran inventar para fabricar, en un local cerrado herméticamente, por medio de aparatos mecánicos, de vaporizadores y de plantas, un aire mejor para la respiración, cuando bastaría para ello abrir la ventana.
Todas las invenciones de la medicina y de la higiene se asemejan, en conjunto, a un maquinista que, después de haber calentado bien una caldera de vapor, que no funciona, y de haberle cerrado todas las válvulas, 137
inventara un medio para impedir que reventara. En vez de dedicarse tanto y tan mal a organizar placeres, conforty procedimientos médicos e higiénicos para curar a los hombres de sus enfermedades espirituales y corporales, sólo hace falta una cosa: cumplir con la ley de la vida y hacer lo que es propio, no solamente del hombre, sino del animal, esto es: devolver en forma de trabajo muscular la energía recibida en forma de alimentos, o hablando en lenguaje vulgar: Gana el pan que comes; no comas sin trabajar, ó, según comes, así trabaja,
XX
Y cuando hube comprendido todo eso, me pareció singular. A través de una serie continua de dudas, de investigaciones, por una laboriosa rectificación del pensamiento, había llegado a esta verdad extraordinaria: que si el hombre tiene ojos, es para (pie mire con ellos: que si tiene oídos, es para que oiga: que si tiene piernas es para que ande: que si tiene brazos y espina dorsal articulada, es para que los ejercite trabajando; y por último, que si el hombre no emplea sus miembros en el uso a que están destinados, tanto peor será para él.
Yo llegué a la conclusión de que nos ha sucedido a todos los privilegiados lo que les pasó a los caballos de un amigo mío. Uno de sus servidores, poco inteligente en caballos, recibió orden de su amo de llevarle a las cuadras los mejores caballos que encontrase en la feria: los eligió entre muchos: los metió en un buen establo; les echó avena y les dio agua; pero temiendo que alguien estropeara a tan preciosos animales, no se decidió a confiar su cuidado a nadie, ni se atrevió a montarlos ni a dejar que los sacaran a paseo. Todos los caballos se recargaron, se llenaron de vejigas y otros alifafes y no sirvieron luego para nada.
Lo mismo ocurre con nosotros; pero con la diferencia de que a los caballos no se les puede engañar y que para impedir que salgan, hay que atarlos, en tanto que a nosotros es la mentira la que nos encadena con sus funestos lazos y la que nos retiene en una situación de todo punto contraria a nuestra naturaleza.
Nos hemos forjado una vida contraria a la naturaleza moral y física del hombre y empleamos todas las fuerzas de nuestro ingenio en persuadir al hombre de que aquella es la verdadera vida. Todo eso que llamamos cultura, o sean ciencias, artes y el perfeccionamiento de las cosas agradables a la vida, son otras tantas tentativas para engañar las necesidades morales del hombre: todo eso que llamamos higiene y medicina, son otras tantas tentativas para engañar las necesidades físicas naturales de la naturaleza humana.
Pero esos engaños tienen sus límites y ya vamos acercándonos a ellos.
—Si así es la verdadera vida, vale más no vivir, – dice la filosofía reinante, a ejemplo de Schopenháuer y de Hartmann.
—Si así es la vida, vale más no vivir, —dice el número creciente de suicidas en la clase privilegiada.
—Si la vida es así, vale más no nacer, – dicen los • artificios inventados por la medicina para la destrucción de la fecundidad en la mujer.
Léese en la Biblia como ley para la humanidad: —Tú ganarás el pan con el sudor de tu rostro, y tú parirás con dolor.
—Pero nosotros lo hemos cambiado todo»—como dice el extravagante personaje de Moliere, proclamando que el hígado está a la izquierda.
Nosotros lo hemos cambiado todo: las gentes no necesitan trabajar para alimentarse: todo se hará por medio de máquinas, y las mujeres no deben parir. La medicina enseñará los medios para ello, y aún habrá sobra de gente en el mundo.
Vaga por el distrito de Krapivenski un mujik andrajoso. Durante la guerra era comprador de trigo, dependiente del contratista de víveres. En contacto con éste, viendo fácil y risueña la vida, se volvió loco: se figuró que podía vivir sin trabajar y que tenía entre sus manos una cédula del emperador.
Ese mujik se titula ahora el príncipe militar serenísimo Blochine, proveedor de los víveres de guerra de todos los cuerpos, y dice de sí «que ha pasado por todos los grados», y que, después de servir en los cuerpos militares, debe recibir del emperador un banco abierto, vestidos, uniformes, equipos, caballos, criados, té, guisantes y toda clase de víveres. Parece un verdadero cómico; pero, para mí, es horrible la significación de su locura. Cuando se le pregunta si quiere trabajar algo, contesta siempre con arrogancia: —Gracias: los aldeanos arreglarán eso.
Cuando se le replica que los aldeanos no querrán hacerlo, replica: —El arreglono es difícil para los aldeanos (Por regla general, habla con afectación).
—Hoy se inventan máquinas, —dice, —para facilitar el trabajo de los aldeanos. Ya no tropezarán con dificultades.
Cuando se le pregunta para qué vive, contesta: —Para callejear.
Miro siempre a este hombre como quien mira un espejo: en él me veo yo mismo y veo a toda nuestra clase. Pasar por todos los grados para vivir callejeando y recibir letra abierta en un Banco, mientras que los aldeanos, a quienes la invención de las máquinas allana todas las dificultades, arreglan 139
todos los negocios: tal es la fórmula de la religión insensata de las gentes de nuestro mundo.
Cuando preguntamos lo que debemos hacer, no preguntamos nada: afirmamos únicamente (sin tener los escrúpulos del serenísimo príncipe Blochine, que ha pasado por todos los grados y ha perdido por completo la razón) que no queremos hacer nada. El que tenga sentido común no puede decir eso, porque, por una parte, todo cuanto consume ha sido producido por la mano de los hombres, y por otra parte, todo hombre sensato, tan luego como se ha levantado de la cama y ha tomado el desayuno, siente la necesidad de trabajar con las piernas, con los brazos y con el cerebro. Para encontrar trabajo basta quererlo: el que considera vergonzosa toda ocupación, como la bariniaque ruega a su huésped que no se moleste en abrir la puerta y que espere a que ella llame a un criado para que lo haga, ése es el único que puede preguntarse: «¿Qué hacer en particular?» No es lo esencial inventar un trabajo, porque los hay de sobra para uno mismo y para los demás, sino desprenderse de esta opinión criminal, referente a la vida, de «que uno come y duerme por propio placer» y asimilarse esta otra con la cual ha crecido y vive el trabajador: «Que el hombre es, ante todo, una máquina que se conserva por medio del alimento; que es imposible y vergonzoso comer sin trabajar en el estado más impío y más contrario a la naturaleza, y por lo tanto, el más peligroso, el más análogo a la sodomía».
Téngase conciencia de esto, y el trabajo no faltará, y será siempre regocijado y responderá a las necesidades del cuerpo y del espíritu.
XXI
Mi nueva vida me ofreció el siguiente aspecto: El día está dividido por las comidas en cuatro partes, para cada hombre, o en cuatro tirones, como dicen los mujiks: El primero, hasta el desayuno: el segundo, desde el desayuno hasta la comida; el tercero, desde ésta hasta merienda, y el cuarto, desde la merienda hasta la cena.
La actividad del hombre, que es para él una necesidad, por impulso de la naturaleza, se divide en cuatro géneros: Primero, la actividad de la fuerza muscular, o sea el trabajo de las manos, las piernas y las espaldas, trabajo penoso que hace sudar; segundo, la actividad de los dedos y de los puños, que constituye la habilidad del oficio; tercera, la actividad del espíritu y de la imaginación; y cuarta, la tendencia a asociarse con los demás hombres, o sea la sociabilidad.
También se dividen en cuatro partes los bienes de que el hombre hace uso: En primer lugar, los productos de un trabajo penoso, como son el pan, 140
el ganado, las casas, los pozos, los estanques, etc.; en segundo lugar, los productos de los diferentes oficios, como son los vestidos, las botas, los utensilios, etc.; en tercer lugar, los productos de la actividad intelectual, como son las ciencias, las artes, etc.; y en cuarto lugar, las relaciones establecidas entre los hombres.
Deduje que lo mejor sería desarrollar diariamente las cuatro formas de la actividad y disfrutar de las cuatro clases de bienes de que el hombre hace uso, de modo que una parte del día, el primer tirón, estuviese dedicado al trabajo penoso; el segundo, al trabajo intelectual; el tercero, al de un oficio, y el cuarto, a las relaciones sociales.
Creí que sólo de esa manera se aboliría la falsa división del trabajo que reina en nuestra sociedad y que en su lugar se establecería una justa distribución, que no turbara la felicidad del hombre.
Yo, por ejemplo, me he ocupado toda la vida en el trabajo intelectual. Yo me decía que dividía mi trabajo de tal suerte que los originales, es decir, mi trabajo del espíritu era mi ocupación esencial, y que las demás ocupaciones necesarias las encargaba (u obligaba a hacer) a otros. Pero este arreglo, que parecía muy cómodo para el trabajo intelectual, era, por el contrario, perfectamente incómodo, aun prescindiendo de mi injusticia.
Toda mi vida había subordinado mis comidas, el sueño y mis distracciones a las horas que dedicaba a aquella tarea esencial, y fuera de ella nada hacía.
De esto resultaba, en primer término, que restringía mi campo de observación: con frecuencia carecía de medios de estudio; a menudo me proponía describir la vida de las gentes (objetivo acostumbrado de toda la actividad intelectual) y reconocía la insuficiencia de mi saber, viéndome obligado a instruirme y a interrogar, sobre cosas familiares, a cualquiera menos absorto que yo en una tarea especial.
En segundo término, que me sentaba a escribir sin sentir interiormente la menor necesidad de hacerlo, y nadie me pedía originales por el mérito que pudieran tener mis pensamientos, sino por mi firma, para el reclamo: trataba de exprimir la imaginación, y a veces producía algo malo, y otras nada, y esto me desconsolaba y entristecía.
Pero desde que reconocí la necesidad del trabajo físico y grosero y el trabajo de un oficio, variaron las cosas. Mis ocupaciones eran, sin duda, modestas, pero ciertamente útiles, regocijadas é instructivas para mí, y no las dejaba para coger la pluma, sino cuando sentía la necesidad de hacerlo o cuando me pedían verdaderamente originales.
De tales demandas dependía entonces la índole de mi obra especial, y por lo tanto, su utilidad. Así, resultaba que aquellos trabajos físicos, necesarios 141
para mí como para todo hombre, no solamente no impedían mi actividad especial, sino que eran la condición necesaria de la utilidad, bondad y regocijo de aquella actividad.