Текст книги "Lo Que Debe Hacerse"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Al ver todo aquello, sospechó que no encontraría allí simpatías para mi causa, pero yo había ido para proponer mi asunto y por penoso que me fue lo expuse, sobre poco más o menos como lo explicaba en mi artículo.
Entre todas aquellas personas, sólo una me ofreció su concurso metálico diciéndome que su sensibilidad no le permitía visitar por sí mismo a los pobres; pero ni me dijo cuánto daría ni en qué momento.
Otras dos personas, una de ellas joven, me ofrecieron sus servicios, que no acepté.
Una señora, a la cual me dirigí más especialmente, me dijo que no podía hacer gran cosa porque disponía de pocos recursos, y que sucedía esto porque todos los ricos de Moscou estaban aburridos, en atención a haber dado ya cuanto podían para los pobres.
Por otra parte, se habían distribuido ya a los bienhechores grados, medallas y otra clase de honores, y para lograr algún resultado tocante a la cuestión pecuniaria sería preciso obtener de las autoridades nuevas distinciones. Aunque difícil, aquél era el único medio de obtener recursos.
Al regresar a mi casa aquella noche, volví con el presentimiento de no poder realizar mi idea. Además me encontraba confuso, por estar convencido interiormente de que 17
durante todo el día había estado haciendo algo malo y vergonzoso. Sin embargo, no por ello desistí.
El negocio se había puesto en marcha, y el amor propio me impidió abandonarlo: además, el éxito, y aun cuando esto no fuera, el hecho solo de perseguirlo, me permitía vivir en las condiciones actuales de mi existencia, que era lo que yo temía inconscientemente.
No daba crédito a aquella voz interior, y seguía adelante con mi empresa.
Después de haber dado mi artículo a la imprenta, leí una prueba de él al consejo municipal.
Me hallaba tan confuso, que me puse colorado y tartamudeé al leerlo.
Mis oyentes estaban, igualmente, llenos de confusión.
Cuando terminé la lectura, y propuse a los directores del empadronamiento que utilizasen sus funciones para ser los intermediarios entre la sociedad y los necesitados, se hizo en la sala un silencio embarazoso.
Luego pidieron la palabra dos oradores. Sus discursos disiparon el disgusto que causó mi proposición, pues, dándome en ellos testimonio de gran simpatía, declararon impracticable mi idea, idea que en principio habían aprobado todos. Sintiéronse aliviados de un gran peso. Deseando esclarecer la cuestión, pregunté a los directores si consentían en examinar, durante el empadronamiento, las necesidades de los desgraciados y permanecer en funciones para servir de intermediarios entre los pobres y los ricos.
Sintiéronse disgustados de nuevo y sus miradas parecían decirme: —Por consideración a ti, hemos reparado hace poco la tontería que has cometido; ¿y aun sigues fastidiándonos?
Tal era la expresión de sus semblantes. Sin embargo, me dijeron de viva voz que aceptaban mi proposición, y dos o tres, como si se hubiesen puesto de acuerdo, me dijeron separadamente: —Por nuestra parte, nos creemos moralmente obligados a hacer eso.
Hablé también del asunto a los estudiantes que Fe habían encargado de los trabajos del censo, y mi«palabras produjeron en ellos la misma impresión, cuando les dije que aquellos trabajos tendrían un doble objeto: el de la estadística y el de la beneficencia. Al tocarles este punto, observé que me miraban como se suele mirar a un hombre que dice tonterías.
Mi artículo produjo en el redactor del periódico a quien se lo entregué, el mismo efecto que en mi hijo, en mi mujer y en otras personas. Aunque a todos les disgustara, se creyeron en el caso de aprobar la idea en sí misma, pero añadiendo que era de muy dudoso resultado, y quejándose, no sé por qué, de la indiferencia y frialdad de nuestra sociedad y del mundo, exceptuándose ellos, por supuesto.
Continué sintiendo en mi alma que no era aquello lo que debía hacerse, y presintiendo que los resultados serían nulos, a pesar de lo cual el artículo vio la luz y yo me inscribí para tomar parte en los trabajos del censo. Había elaborado el proyecto del asunto, y éste me arrastraba.
IV
A petición mía, se me nombró para verificar el empadronamiento en un barrio del distrito de Khamovniki, cerca del mercado de Smolensko, en la calle de Prototchny, entre el pasaje Beregovoi y el callejón Nikolsky.
En dicho barrio se hallaban situadas las casas o fortaleza de Bjanoff .Aquellas casas, que en otro tiempo pertenecieron al comerciante Rjanoff, eran ahora de la propiedad de Zimine.
Había oído decir yo, hacía tiempo, que aquel era el boulevard de la mayor miseria y del mayor libertinaje, y por eso solicité el cargo que me confiaron.
Habiendo recibido órdenes del consejo municipal, me fui solo a dar una vuelta por mi cuartel, antes de verificar el censo.
Empecé por el callejón Nikolsky.
En su extremo izquierdo se alza una casa sombría, sin puerta a la calle. Adiviné, por el aspecto exterior, que era una de las que yo buscaba.
En la calle encontré pilluelos de diez a catorce años, vestidos con camisola y paleto, deslizándose sobre ambos pies o sobre un solo patín por la pendiente y siguiendo el curso del agua helada a lo largo de la acera de la casa. Aquellos chicos estaban llenos de andrajos y eran, como los pilluelos de todas las ciudades, ágiles y resueltos.
Me detuve a mirarlos.
Una vieja, con los carrillos caídos y la tez amarilla, doblaba la esquina y se dirigía hacia el mercado de Smolensko resoplando a cada paso que daba, como un caballo cansado. Se detuvo cerca de mí. En otro lugar, me hubiese pedido dinero; pero allí se limitó a decirme:
—Ved, —y me señaló a los chicos; —llegarán a ser rjanovtsi 4como sus hermanos.
Uno de los pilletes oyó aquellas palabras y se detuvo.
—¿Por qué insultas a las gentes?—gritó a la vieja. —Tú, tú sí que eres la víbora de Rjanoff. Yo le pregunté al chico: – ¿Vives aquí?
—Sí, y ella también, la ladrona, que ha robado la caña de una bota, —dijo gritando el chicuelo y lanzándose, con un pie hacia adelante, se fue más lejos.
La vieja prorrumpió en injurias que interrumpían sus golpes de tos.
En esto bajaba un viejo de cabellos blancos como la pluma del cisne, todo cubierto de harapos: descendía por el arroyo balanceando los brazos y traía en la mano panes de diversas formas, algunos de ellos ensartados en una cuerda.
El viejo traía el aspecto del hombre que ha tomado una copa y ha entrado en calor. Al escuchar a la vieja vomitar injurias, se puso de su parte.
—Galopines, —dijo, – tened mucho cuidado; —y haciendo como que se dirigía contra ellos, pasó por delante de mí y tomó la acera.
Si yo me hubiese tropezado con aquel viejo en la calle de Arbate, me hubiera llamado la atención por su vejez, su debilidad y su pobreza, pero allí no era más que un obrero alegre que se retiraba a su casa terminados sus quehaceres.
Tomó por la izquierda de la calle de Prototchny, y después de rebasar la casa y la puerta, se metió en una cantina.
A la calle daban dos puertas cocheras y las de un restaurant, una taberna y una lonja.
Aquella era la fortaleza de Rjanoff.
Todo en ella era de color gris, sucio y hediondo: las casas, las habitaciones y las personas.
La mayor parte de los que allí encontré iban andrajosos y a medio vestir; los unos pasaban, los otros corrían de una puerta a otra, y dos de entre ellos ajustaban prendas.
Di vuelta al edificio a partir del callejón Prototchny y del pasaje Beregovoi, y cuando la hube dado, me detuve junto a la puerta de una de las casas. Deseaba entrar en ella para ver lo que pasaba en el interior, pero me daba pena.
—¿Qué contestaría si me preguntaban qué era lo que iba yo a hacer allí?
Sin embargo, después de un momento de vacilación, me decidí a entrar. Tan pronto como llegué al patio, percibí un olor nauseabundo. Torcí a un lado y oí sobre mi izquierda, en una galería de tabla, el ruido de pasos precipitados.
Pronto se dejó oír aquel ruido en la escalera.
A poco salió una mujer corriendo con las mangas arremangadas, vistiendo una almilla de color de rosa desteñido y calzados los desnudos pies en unas botas deterioradas.
Tras ella corría un hombre con los cabellos en desorden y los zapatos en chancleta: una camisa colorada y unos calzones muy anchos constituían su indumentaria. Aquel individuo alcanzó a la mujer apenas ésta hubo bajado la escalera.
—No te me escaparás, —le dijo riendo.
—¡Diablo de bizco! —exclamó ella, a quien, al parecer, agradaba la persecución; pero en esto me vio y me gritó colérica: —¿Qué queréis?
Como yo nada quería, me turbé y me marché.
Aquello no tenía nada de particular; pero como yo acababa de ver fuera a la vieja mal hablada, al alegre anciano y a los pilluelos patinando, aquella escena me hizo ver bajo un nuevo aspecto el asunto que me había propuesto.
Entonces comprendí por primera vez que todos aquellos infelices a quienes quería hacer bien, además de los momentos que pasaban esperando, acosados por el hambre y por el frío, el permiso para entrar en la casa, tenían aún tiempo de sobra que empleaban en algo. Cada día tenía veinticuatro horas. Era toda una vida en la que yo no había pensado.
Comprendí que aquellas gentes, además de su deseo de ponerse al abrigo del frío y de calmar el hambre, debían pasar de algún modo las veinticuatro horas del día.
Comprendí que aquellos seres debían enfadarse, aburrirse, bravuconear, tener pesares y momentos de regocijo; y por extraño que parezca, vi entonces por primera vez que mi empresa no debía limitarse a vestir y alimentar a un millar de personas como si se tratase de un millar de carneros a los que hay que alimentar y meter en redil, sino que había que hacerles más bien aún.
Y cuando comprendí que cada uno, entre aquellos millares de personas, era un hombre con el mismo pensamiento, las mismas pasiones, los mismos errores, las mismas ideas, en una palabra, el mismo hombre que yo, me pareció tan difícil la realización de mi proyecto, que conocí mi impotencia para llevarlo a la práctica; pero habla dado ya principio a ello y en ello perseveré.
V
El día en que empezaron las operaciones del censo, vinieron a verme los estudiantes por la mañana. Yo, el bienhechor, no estuve dispuesto hasta mediodía. Me levanté a las diez, torné el café y me fumé un tabaco para hacer la digestión.
Llegué a la puerta de la casa de Rjanoff, y un agente de policía me indicó una cantina en el pasaje Beregovoi, a la que los empleados del censo habían dicho que fueran los que preguntaran por ellos.
Entré en aquel establecimiento, que hallé sucio, mal oliente y sombrío. El mostrador estaba enfrente: a la izquierda una habitación, y en ella varias mesas cubiertas con servilletas y manteles de una pulcritud dudosa; a la derecha otro cuarto, con columnas y con mesas, de igual modo puestas, cerca de las ventanas y a lo largo de las paredes.
Veíanse allí algunos hombres sentados a las mesas: los unos, andrajosos; los otros convenientemente vestidos como obreros o como pequeños industriales: también había algunas mujeres entre ellos.
La cantina estaba desaseada, pero se conocía en seguida que el dueño debía de hacer buen negocio, a juzgar por lo atareado que estaba el que despachaba en el mostrador, y por la actividad de los mozos. No bien hube llegado, uno de éstos se dispuso a quitarme el paleto y a servirme en lo que pidiera.
Era evidente que tenían el hábito de un trabajo activo y regular. Pregunté por los del censo.
—¡Vania!—gritó un hombrecillo vestido a la alemana, que ponía en orden alguna cosa en el armario situado al otro lado del mostrador.
Era el dueño de la cantina, un mujik de Kaluga, llamado Iván Fedótitch, que tenía tomadas en arrendamiento la mitad de las habitaciones de las casas Zimine y que las subarrendaba luego.
Acudió un mozo de unos diez y ocho años, de nariz aguileña y de tez amarillenta.
—Conduce a este caballero a donde están los señores del censo: piso principal, encima del pozo.
El mozo soltó la servilleta: vestía camisa y pantalón blancos: se echó encima un paleto, se puso una gorra con visera, y marchando a paso corto, me condujo por una puerta trasera, llena de garruchas, a la cocina, que no olía nada bien.
Desde allí pasamos por el vestíbulo en donde encontramos a una vieja que llevaba con precaución unas entrañas infectas envueltas en trapos viejos.
Al salir del vestíbulo, bajamos a un patio en pendiente, lleno de edificios de madera sobre plantas bajas de piedra.
Percibíase en aquel patio un olor repugnante; los comunes, a los que se agolpaba continuamente la gente, era el centro de aquellas mefíticas emanaciones: hasta los retretes parecían indicar únicamente el sitio cerca del cual se iba a hacer del cuerpo.
Era imposible no reconocer la existencia de aquellos lugares al pasar por el patio y percibir aquellos vapores infectos.
El mozo, recogiéndose el pantalón blanco, me hizo pasar por entre excrementos, en su mayor parte helados, y se dirigió a uno de aquellos edificios de madera.
Todos los que pasaban por el patio o por la galería se detenían para mirarme: se conoce que un hombre pulcramente vestido era allí cosa nunca vista.
Mi guía le preguntó a una mujer si sabía dónde estaban los que hacían el censo. Tres hombres le respondieron al punto. Uno dijo: «Están encima del pozo». Otro añadió que habían estado allí, pero que habían salido y que se les encontraría en casa de Nikita Ivánovitch.
Un viejo, que por todo traje llevaba una camisa que estaba remendando junto a los lugares excusados, dijo que se encontraban en el número 30. El mozo dedujo que este último dato era el más verosímil, y me condujo al número 30, que se encontraba bajo el cobertizo del piso bajo: aquello estaba muy obscuro y se percibía allí un olor muy distinto al que se notaba en el patio.
Bajamos y seguimos a lo largo de un corredor obscuro, de suelo terroso.
Cuando pasábamos por el corredor se abrió una puerta bruscamente y vi a un viejo, beodo y en camisa, que no tenía traza de ser un mujik. Una lavandera, con los brazos remangados y llenos de espuma de jabón, arrojaba del cuarto a aquel hombre lanzando penetrantes gritos.
Vania, mi guía, apartó al borracho y le reprendió ásperamente.
—¡Cómo os atrevéis a causar tal escándalo—le dijo—siendo un oficial!
En seguida fuimos al número 30.
Vania tiró hacia sí de la puerta, cuyos goznes rechinaron al abrirse. Nos vimos envueltos en densos vapores y percibimos el olor corrosivo de los malos alimentos y del tabaco. Estábamos sumidos en lóbrega obscuridad. Las ventanas estaban al lado opuesto.
Pequeñas puertas colocadas en diversos puntos daban entrada a varias habitaciones hechas con tabiques de tablas delgadas y pintadas de blanco.
Veíase a la izquierda, en la habitación obscura, una mujer que lavaba en un dornajo.
A la derecha, una vieja atisbaba por un postigo. En otro lado descubrí un mujik barbudo con la faz rubicunda y con calzado de cáñamo, sentado sobre una de esas camas de tijera llamadas nary,con las manos puestas en las rodillas, agitando los pies y fija la vista en ellos con aire sombrío.
En el extremo del corredor se veía una pequeña puerta que daba entrada al cuarto en que estaban los del censo. La patrona de todo el número 30 poseía también aquella habitación. El citado número le estaba subarrendado por Iván Fedótitch y ella la volvía a subarrendar por meses o por una sola noche.
En aquella pequeña habitación hallábase sentado, debajo de una imagen de dublé, un estudiante que tenía en sus manos las hojas para el empadronamiento, é interrogaba, como pudiera haberlo hecho un juez de instrucción, a un hombre en mangas de camisa y chaleco. Era el amante de la patrona, que contestaba a las preguntas, en vez de hacerlo ella. Hallábanse allí también la anciana inquilina del número 30 y otros dos vecinos atraídos por la curiosidad.
Entré y me deslicé hasta la mesa: saludé al estudiante y éste continuó su interrogatorio. Para conseguir mi objeto, empecé por preguntar y examinar a los habitantes de aquella primera habitación. No encontré en ella hombre alguno en quien poder ejercer la caridad.
Aunque me conmoviesen la miseria, la pequeñez y la suciedad del local, comparado con el palacio que yo habitaba, la patrona vivía cómodamente en comparación con los pobres de las ciudades. Su existencia hubiera parecido abundancia y lujo al lado de la de los pobres de las aldeas que tanto había yo estudiado.
Poseía en la cama un colchón de plumas, un cobertor de dos caras, una cocina portátil, y vajilla encerrada en el armario.
El querido de la patrona tenía el mismo aspecto de bienestar y poseía un reloj con su cadena.
Los inquilinos eran pobres; pero ni uno solo de entre ellos necesitaba auxilio inmediato.
Algunos reclamaban recursos, y eran: la mujer que estaba lavando en el dornajo; otra que había sido abandonada por su marido y por sus hijos; en tercer lugar, una viuda de edad que decía no tener medio alguno de subsistencia, y por último, el mujik con zapatos de cáñamo que me dijo no haber comido nada en todo el día.
La investigación me hizo conocer que aquellas gentes no carecían en absoluto de lo necesario, y que para ayudarles era preciso conocerlos mejor. Cuando le ofrecí a la mujer abandonada colocar a sus hijos en un asilo, se consternó, se puso pensativa, y me dio las gracias; pero es positivo que no le agradó mi ofrecimiento: hubiera preferido que le diese dinero. Su hija mayor la ayudaba a lavar y la pequeña tenía cuidado del niño.
La vieja deseaba entrar en un hospital: después de examinar su cuarto, vi que no se hallaba en la miseria: era propietaria de un cofre y de cuanto éste encerraba, de una tetera y de una caja de bombones Montpensier, conteniendo dos paquetes, uno de té y otro de azúcar; hacía medias y guantes y recibía de una bienhechora un socorro mensual.
En cuanto al mujik, tenía más necesidad de aguardiente que de alimento, y hubiera gastado en la taberna cuanto se le hubiese dado.
No había, por lo tanto, en aquel local, nadie a quien pudiese socorrer con dinero.
Aquellos pobres me parecieron sospechosos.
Tomé nota del nombre de la vieja, de la otra mujer con hijos y del mujik, y resolví no hacer nada por ellos sino en segundo término, o sea después de atender a los verdaderamente necesitados que yo creía encontrar en aquélla casa. Yo quería proceder con método: distribuir los socorros a los desgraciados, y atender en segundo término a los otros.
Pero en las demás habitaciones me sucedió lo mismo que en aquella: encontré personas que debía conocer más a fondo antes de socorrerlas: no había allí ni un solo miserable a quien poder hacer feliz con dinero.
Tengo vergüenza de decir que me desagradó no encontrar en aquellas casas nada parecido a lo que yo esperaba.
Esperaba encontrar allí seres poco comunes y tropezaba con que los que allí veía eran, sobre poco más o menos, como aquellos con quienes yo alternaba.
Así como entre nosotros, había allí gentes más o menos buenas, más o menos malas, más o menos felices o más o menos desgraciadas. Eran individuos cuya desgracia no dependía de circunstancias exteriores, sino que estaba en ellos mismos, de tal suerte, que no se les podía socorrer con dinero.
VI
Los habitantes de aquellas casas pertenecían a la hez del pueblo, que cuenta en Moscou más de cien mil almas. Había pequeños patronos, cordoneros, cepilleros, carpinteros, torneros, sastres, forjadores y cocheros que trabajaban por su cuenta, así como revendedores, usureros, jornaleros sin profesión determinada, pobres y prostitutas.
Había allí muchos de aquellos a quienes había yo visto en la puerta de la casa Liapine; pero éstos estaban desparramados entre los obreros.
Por otra parte, yo los había visto en el momento crítico en que todos habían comido y bebido. Arrojados de los restaurants, tenían hambre y frío y esperaban, como un maná del cielo, el permiso para entrar en el asilo de noche, luego la entrada en la prisión, y por último el envío al país natal.
Allí, al contrario, los vi entre obreros, teniendo, por un medio o por otro, de tres a cinco kopeks ganados para el pago de la cama y con frecuencia rublos para comer y beber.
Aun cuando parezca extraño que yo lo diga, no experimenté allí nada parecido al sentimiento de que he hablado a propósito de la casa Liapine. Por el contrario, durante la primera exploración, los estudiantes y yo experimentamos una sensación casi agradable.
Y ¿por qué he decir casi agradable, no siendo así? El sentimiento provocado por nuestras relaciones con aquellas gentes, fue francamente agradable.
Mi primera impresión fue que la mayor parte de los habitantes eran obreros y buenas gentes. A casi todos les sorprendimos trabajando, a las lavanderas junto a sus dornajos; a los carpinteros en el banco, a los zapateros en su silla.
Las reducidas habitaciones estaban llenas de gente, y en ellas se trabajaba con satisfacción y energía. En las de los zapateros se aspiraba olor a sudor y a cuero, y el aroma de virutas en las de los carpinteros. Con frecuencia se oía el eco de una canción, y se veían brazos musculosos, con las mangas de la camisa arremangadas, haciendo con prontitud y agilidad los movimientos propios del oficio de cada uno.
Por todas partes se nos recibía de un modo alegre y afable; nuestra incursión en la vida ordinaria de aquellas gentes no excitaba su ambición ni el deseo de dar a conocer su importancia y de admirar, como sucedía a la aparición de los empleados del censo en las casas de las personas acomodadas; por el contrario, contestaban naturalmente a nuestras preguntas sin concederles demasiada importancia.
Nuestras preguntas les servían sólo de pretexto para regocijarse y bromear, diciendo que los gruesos debían ser contados como dos y que dos flacos no debían ser contados sino como uno solo.
Sorprendimos a varios comiendo o tomando el té y, al saludarles, nos contestaban: «Sed bien venidos,» y hasta nos hacían sitio en la mesa.
En vez de las guaridas y de la población flotante que creímos encontrar, hallamos en aquella casa habitaciones ocupadas por los mismos inquilinos hacía mucho tiempo. Un carpintero y un zapatero con sus operarios habitaban las suyas diez años.
El local del zapatero era muy sucio y muy estrecho, pero se trabajaba en él alegremente.
Procuré trabar conversación con un obrero a fin de conocer por él sus desgracias y lo que le debía a su patrón; pero no me comprendió y me habló en muy buenos términos de su vida y de su maestro.
Había una habitación ocupada por un viejo y una mujer madura, que vendían manzanas; la tenían limpia y templada. Tenían los tabiques cubiertos con esteras de paja que se procuraban en el depósito de las manzanas. Tenían cofres, armarios, cocina portátil y vajilla.
En un ángulo de la habitación tenían imágenes y ante ellas colgadas dos lámparas.
Colgadas de la pared y cubiertas con un retazo de tela para preservarlas del polvo, se veían algunas pellizas.
La mujer tenía la frente surcada de arrugas como los rayos de un astro: era afable, locuaz y parecía satisfecha de su hermosa y pacífica existencia.
Iván Fedótitch, primer inquilino de aquellas habitaciones, se reunió con nosotros para acompañarnos.
Bromeó afablemente con muchos vecinos, llamándoles por sus nombres y describiéndonos sumariamente sus caracteres.
Eran todos personas ordinarias: Martin Semíonovitch, Piotre Petróvitch, María Ivanovna... No se creían desgraciados y se estimaban: efectivamente, eran semejantes a los demás.
No esperábamos encontrar allí más que cosas horrorosas y, por el contrario, veíamos algo bueno que excitaba involuntariamente nuestra estimación.
Había allí tanta gente buena, que los andrajosos, los perdidos y los ociosos con que tropezábamos de vez en cuando, no modificaban la impresión general.
Los estudiantes no quedaron menos sorprendidos que yo. Realizaban sencillamente una obra útil en interés de la ciencia y hacían sus observaciones por casualidad; pero yo era un bienhechor llevado allí para asistir a los desgraciados, a los perdidos y a los depravados que pensaba encontrar en aquella casa.
Y en vez de depravados, desgraciados y perdidos, hallé, en su mayoría, trabajadores, personas tranquilas, contentas, alegres y afables. Y sentí más vivamente aquella impresión, cuando encontré en algunas de aquellas habitaciones la necesidad temida que me había propuesto remediar.
Y eché de ver en aquellas casas que la necesidad había sido ya más o menos remediada. ¿Quién habla llevado recursos a aquellas pobres gentes? Aquellos mismos que suponía yo desgraciados y a quienes quería salvar lo habían hecho, mejor que yo lo hubiera podido hacer.
En un sótano estaba acostado un viejo, enfermo del tifus. No tenía pariente alguno.
Una mujer viuda y con hijos, para él extraña, pero que era vecina suya, lo cuidaba, le asistía, le daba té y le compraba medicamentos de su propio peculio.
En otra habitación habla una mujer enferma de fiebre puerperal, y una prostituta le encunaba el niño, le daba el biberón y había abandonado para ello su oficio hacía ya dos días.
La familia del sastre, que tenía tres hijas, había recogido una huerfanita.
Había, a pesar de todo, muchos desgraciados: los ociosos, los cesantes, los copistas, los lacayos sin ocupación, los mendigos, los borrachos y las prostitutas, a quienes no se les podía socorrer con dinero, puesto que era preciso conocerles bien antes de ayudarles.
Yo buscaba simplemente desgraciados; buscaba pobres a quienes socorrer dándoles lo que a nosotros nos sobraba, y me iba convenciendo de que allí no existían aquellos desgraciados. Los que había reclamaban mucho tiempo y muchos cuidados.
VII
Dividí en tres grupos los nombres de los que inscribí en mi cuaderno, a saber: los que habían perdido posiciones ventajosas y esperaban recuperarlas (éstos pertenecían lo mismo a la clase baja que a la clase ilustrada); en segundo lugar, las prostitutas, que eran numerosas en tales casas, y en tercer lugar, los niños.
El mayor número de los que iba inscribiendo pertenecían al primer grupo: eran gentes que habían perdido su empleo; los más habían sido funcionarios y vecinos de una ciudad, y de ellos había bastantes en las casas de Rjanoff.
Iván Fedótitch nos decía en casi todas las habitaciones que visitábamos: —Os podéis dispensar de escribir las hojas: el que vive aquí puede hacerlo por sí mismo, y aún no ha bebido hoy.
E Iván Fedótitch llamaba en voz alta al inquilino por su nombre y apellido. Era, por lo general, uno de aquellos que habían descendido de su alta clase.
A la llamada del patrón, veíase salir de algún rincón sombrío a algún caballero rico o funcionario, la mayor parte del tiempo ebrio y siempre haraposo.
Si no estaba beodo, se ocupaba de buen grado en el asunto que se le ofrecía; meneaba la cabeza con expresión, fruncía las cejas, hacía observaciones en términos eruditos, y daba vueltas, entre sus manos sucias y trémulas y con aire de caricia retenida, a la primorosa tarjeta impresa en cartulina color de rosa, mirando con orgullo y desprecio a los que habitaban con él.
Parecía triunfar de los que le habían humillado tantas veces, por medio de la superioridad de su instrucción. Se regocijaba a ojos vistas de sus relaciones con el mundo en donde se hacen imprimir tarjetas en papel color de rosa, con aquel mundo en que se había encontrado en otro tiempo.
Casi siempre que les preguntábamos, nos contaban con fuego la novela aprendida de memoria de los infortunios que les habían agobiado y hablaban de la posición que ocuparían y debieran ocupar por el solo hecho de su educación.
Aquellas gentes estaban esparcidas por todos los rincones de la casa de Rjanoff.
Había una habitación ocupada exclusivamente por ellos, hombres y mujeres.
Cuando llegamos a ella, nos dijo Iván Fedótitch: —Este es el departamento de los nobles.
Había en él unos cuarenta individuos.
No era posible encontrar en toda la casa personas más decaídas, más desgraciadas, más viejas, más pobres ni más perdidas.
Dirigí la palabra a algunos.
Contaban siempre la misma historia, desarrollada en diferentes grados. Todos habían sido ricos: sus padres, sus hermanos o sus tíos, ocupaban aún brillantes posiciones, o bien habían tenido ellos altos empleos.
Luego habían sufrido una desgracia por causa de los envidiosos y de su propia bondad, o había ocurrido un suceso imprevisto que les había hecho perder cuanto tenían, hasta el punto de verse obligados a vivir en una situación que les era odiosa, indigna de ellos, comidos de piojos, llenos de harapos, en una sociedad de borrachos y de libertinos, alimentándose con hígado y con pan y... tendiendo la mano.
Todos los recuerdos, todas las ideas y todos los deseos de aquellas gentes se dirigían hacia el pasado: el presente les parecía poco natural, dispuesto a hacer decaer el ánimo, y eso merecía la pena de que se les prestara atención.
Ninguno de ellos tenía presente; sólo conservaban el recuerdo del pasado, y en cuanto al porvenir, únicamente concebían deseos, aspiraciones que podían realizarse a cada momento, y cuya realización dependía de muy poca cosa; pero faltaba aquella cosa 29
insignificante y la vida se les iba corriendo en vano tras ella, a los unos al primer año, a los otros al quinto, y a algunos a los treinta.
El uno no tenía otra necesidad que la de vestirse comme il faut,para presentarse en casa de una persona que le era muy afecta. El otro deseaba únicamente poderse vestir bien, pagar sus deudas y trasladarse a Orel. Un tercero carecía de recursos para seguir un pleito que se debía fallar en su favor y restituirlo a su vida de otro tiempo.
Todos decían que sólo les faltaba el aspecto exterior para reintegrarse en la posición afortunada que llegaron a alcanzar y que les era debida.
Si no me hubiese guiado el orgullo de hacer el bien, me hubiera bastado examinar un poco sus fisonomías, jóvenes o viejas, débiles y sensuales por lo general, pero buenas, para comprender que no había manera de remediar su infortunio por medios exteriores, y que no podían ser dichosos, cualquiera que fuese su posición, a no variar su modo de considerar la vida. No eran seres extraordinarios en condiciones singularmente desgraciadas, sino hombres, lo mismo que nosotros y que los que nos rodean por todas partes.