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Lo Que Debe Hacerse
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Текст книги "Lo Que Debe Hacerse"


Автор книги: Leon Tolstoi



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—Porque nada bueno resultará de ello.

—¿Cómo así?—le repliqué. – ¿Serán tonterías si socorremos a millares, o aunque no sea más que a centenares de infelices? ¿Prohíbe el Evangelio vestir al desnudo o dar de comer al hambriento?

—Ya lo sé, ya lo sé; pero tú no haces eso: tú te paseas. Te pide uno veinte kopeks y se los das. ¿Es eso una limosna? lo que necesita es un socorro moral: instrúyele; pero le das dinero para que te deje tranquilo. Eso es lo que tú haces.

—No, no es eso: queremos estudiar y conocer a fondo la miseria, y después, socorrer a los desgraciados con dinero y con buenas acciones, y proporcionarles trabajo.

—No podéis socorrer a esas gentes de tal manera.

—¿Quieres, entonces, que las dejemos morir de hambre y de frío?

—¿Por qué morir? ¿Son tan numerosos aquí?

—¿Y me lo preguntas?—dije, pensando que consideraba el asunto de aquella manera porque ignoraba cuánto desgraciado había. – ¿Sabes que hay en Moscou cerca de veinte mil hambrientos? ¿Y cuántos no habrá en San Petersburgo y en las demás ciudades?

Sonrió.

—¡Veinte mil!... ¿Y cuántas casas de labradores hay en Rusia? ¿Habrá un millón?

—Sí; pero eso ¿a qué viene?

—¿Que a qué viene?—repitió, y sus ojillos brillaron y su semblante se animó. – Pues bien: tomémoslos nosotros, y llevémoslos a nuestras casas. Yo no soy rico, y sin embargo, puedo recoger a dos. Tú trajiste un muchacho a tu servicio: yo le invité a que se fuera a mi casa y no quiso. Aun cuando fuesen diez veces más de los que son, recibámoslos en nuestras casas; trabajemos juntos; sentémoslos a nuestra mesa; que oigan buenas palabras, y que vean buenos ejemplos. Eso será una limosna: todo lo demás es tontería.

Aquellas palabras tan sencillas me conmovieron, y hube de reconocer su justicia, y sin embargo, aun creía en lo útil de mi empresa; pero cuanto más adelante la llevaba, cuanto más me acercaba a los pobres, tanta más importancia iban adquiriendo para mí aquellas palabras.

Y, efectivamente, encerraban una gran verdad. Llego en mi coche vistiendo una rica pelliza, o bien, uno que no lleva zapatos ve mi departamento que cuesta dos mil rublos: le doy sin pesar cinco porque de repente me da ese capricho; pero él sabe que le doy lo 57


que a otros les he tomado con facilidad. ¿Qué puede ver en mí como no sea a uno de aquellos que han acaparado lo que le debe pertenecer?

Quiero aproximarme a él; me quejo de que no sea franco, y, sin embargo, yo temo sentarme en el borde de su cama por miedo a llenarme de piojos, y él, el pordiosero, me espera en la antecámara y, a veces, en el vestíbulo.

Que el hombre más cruel trate de atiborrarse con una comida de cinco platos en medio de personas que tienen el estómago vacío o que no comen sino pan de "centeno.

No habrá quien tenga valor para hacerlo. Para comer bien cuando uno se halla entre personas que padecen hambre, es de esencial necesidad ocultarse de ellas; y es lo que nosotros acostumbramos a hacer.

Considerando sencillamente nuestra existencia, observé que nuestra aproximación a los pobres no es difícil por pura casualidad, sino porque arreglamos nuestra vida de modo que lo sea.

Observé también que todo lo que llamamos nuestro bienestar, es profundamente distinto en nosotros y en los pobres.

Todas esas diferencias en nuestra alimentación, en nuestros vestidos, en nuestras casas, y hasta en nuestra instrucción, tienen, como principal objeto, diferenciarnos de los desgraciados.

Y dedicamos más del noventa por ciento de nuestra fortuna a establecer ese muro infranqueable.

Desde que un hombre llega a ser rico, deja de comer en los mismos platos; se hace servir su cubierto, y se separa de la cocina de sus criados.

Hace que éstos coman bien para que no arrebañen sus platos; pero come solo, y como esto le fastidia, inventa un montón de cosas para mejorar su mesa. Hasta el modo de servirle la comida es asunto de vanidad y de orgullo, y hasta los manjares se convierten en medio para separarlo de los demás.

Un rico no puede invitar a un pobre a su mesa.

Es preciso saber presentar a su señora, saludar, sentarse, comer, y únicamente los ricos saben hacer todo eso.

Lo mismo sucede en el vestir.

Si el rico llevase un traje ordinario con el solo objeto de cubrir su cuerpo contra el frío, gabán, pelliza, botas de cuero o de fieltro, chaleco, pantalón, camisa, etc., tendría necesidad de muy poco, y si poseyera dos pellizas, no podría negar una a quien la necesitara.


Pero el rico usa trajes propios para ciertos actos y ciertas ocasiones que no pueden, por lo tanto, servir al pobre: tiene trajes negros, chalecos, levitas, botas de charol, golas, zapatos de tacón a la francesa, todo de última moda, trajes de caza, de viaje, etc., que no pueden usarse sino en condiciones extrañas completamente a la vida de los obreros.

La moda establece una distinción más. Para ocupar un departamento de diez piezas un hombre solo, no es preciso que lo vean las personas que se reúnan en la misma pieza.

Cuanto más rico es el hombre, tanto más difícil es encontrarlo en su casa, y más conserjes y criados se interponen entre él y los pobres. No permite que éstos pisen las alfombras ni que tomen asiento en sus sillas de satén.

Un mujik que fuese en carreta o en trineo sería un malvado si se negase a admitir en su vehículo a un caminante fatigado, no careciendo de sitio para él; pero cuanto más rico es el carruaje más imposible se hace dar a alguno asiento en él. Por algo han dado el nombre de egoístas alos coches más elegantes.

Lo mismo sucede con el aseo. ¿Quién no conoce a esas personas, a esas mujeres, sobre todo, que consideran como una alta virtud su aseo, que no tiene límites, porque lo obtienen con el trabajo ajeno?

Con cuánto trabajo se acostumbran los advenedizos a ese cuidado del cuerpo que confirma el proverbio: «Las manos blancas gustan que las demás trabajen».

El aseoexige hoy que se mude uno de camisa y que se lave el cuello, la cara y las manos todos los días: mañana exigirá que se mude uno de ropa interior dos veces al día, y que se tome un baño perfumado. Al tomar un ayuda de cámara es de necesidad que ha de tener las manos muy limpias: algunos días después usará guantes para presentar a su señor las cartas y las tarjetas en una bandeja.

No hay límites en esto del aseo, que nada significa, pero que sirve para distinguir unas personas de otras y hacer imposibles las relaciones entre ellas.

Pero no es esto todo.

Profundizando en el asunto, me he convencido de que lo que se denomina ordinariamente instrucciónse encuentra en el mismo caso.

El pueblo llama hombre instruido al que viste a la moda, tiene conversación fina, las manos blancas y cierto aseo en su persona.

En un medio ambiente algo más elevado, se tienen las mismas ideas respecto a la instrucción, pero añadiendo a aquellas condiciones saber tocar el piano, conocimiento de la lengua francesa, escribir con ortografía y mejor continente. En las clases superiores se exige además el conocimiento del inglés y un título universitario.


Pero, en suma, la instrucciónes la misma cosa en los tres casos: el conjunto de conocimientos y de apariencias que deben distinguir a los unos de los otros.

Y su objetivo es el mismo que el del aseo: separarnos del tropel de los pobres con el fin de que éstos, hambrientos y tiritando de frío, no puedan ver lo ocioso de nuestra vida.

Pero nos es imposible ocultárselo.

Por eso estoy convencido de que la causa de la imposibilidad de ayudar a los pobres de las ciudades, reside en las dificultades que se nos ofrecen para acercarnos a ellos, y que nosotros hemos creado con el modo de ser de nuestra vida y con el uso que hacemos de nuestras riquezas.

Entre los pobres y los ricos se eleva una alta muralla de aseoy de instrucciónfabricada por nosotros con el auxilio de nuestras riquezas.

Si queremos socorrer a los desgraciados, debemos destruir esa muralla y aplicar luego el remedio indicado por Siutaieff: «Llevar a los pobres a nuestras casas *.

Y ved por donde, siguiendo distinto camino, he llegado a la misma conclusión, buscando la causa de la miseria de las ciudades, causa que es la consecuencia de nuestras riquezas.


XV


Me dediqué a examinar esta cuestión desde otro punto de vista esencialmente personal.

Entre los hechos que me impresionaron desde que me dediqué a la filantropía, había algo extraño que no me pude explicar en mucho tiempo. Ved aquí de qué se trataba.

Todas las veces que tenía ocasión de dar, en la calle o en mi casa, una moneda a un pobre sin entrar en conversación con él, me parecía ver que el semblante de aquel hombre reflejaba alegría y gratitud, y yo experimentaba una sensación agradable.

Veía que había satisfecho yo su deseo.

Pero si me detenía y hablaba con él; si le interrogaba sobre su vida anterior o sobre su vida actual, y entraba más o menos en detalles de su situación, comprendía yo que no me era posible darle algunos kopeks, y vacilaba respecto a la cantidad que debiera darle.

Y cuanta más cantidad recibía el pobre, más descontento se iba.


Es decir; que cuanto más me acercaba a los desgraciados, más vacilaba respecto al socorro que les debía dar, y que cuanto mayor era éste, más sombríos y descontento me parecía que se quedaban.

Por regla general, noté en casos análogos una viva contrariedad en el semblante de los pobres y, al mismo tiempo, cierta animosidad contra mí.

Un día en que le di a uno diez rublos, se fue sin darme las gracias y como si le hubiera ofendido... Yo me sentí disgustado, y hasta culpable.

Si yo me ocupaba en un pobre durante semanas o meses, si le ayudaba, si le hacía partícipe de mis opiniones y me acercaba a él, mis relaciones se le antojaban un suplicio, y me despreciaba.

Y comprendía yo que tenía razón.

Si me encuentra en la calle y me pide, como a los demás transeúntes, tres kopeks y se los doy, paso a sus ojos como un hombre de buen corazón y me bendice sinceramente.

Pero si me detengo, si le hablo, si le demuestro que quiero ser para él más que un mero transeúnte; si, como sucede con frecuencia, llora y me cuenta sus desgracias, verá en mí lo que quiero yo que vea: un hombre de corazón.

Pero, si es así, mi bondad no se debe limitar a veinte kopeks, ni a diez rublos, ni a diez mil. No se puede ser bueno a medias. Admitamos que le he dado mucho; que he puesto en regla sus asuntos; que lo he vestido; que lo he puesto en condiciones tales, que pueda vivir sin el socorro de nadie; pero que por una causa cualquiera, por una desgracia, por debilidad o por vicio, hállase de nuevo sin vestidos, sin ropa blanca, sin dinero, sufriendo otra vez hambre y frío, y viene a buscarme... ¿Por qué lo he de rechazar?

Si yo tuviese un propósito determinado, por ejemplo, darle tanto dinero o tal vestido, podría, una vez hecho el don, permanecer tranquilo; pero mi propósito no ha sido ése: el móvil de mi acción ha sido la bondad: quiero ver en cada hombre un semejante mío. Así es como se comprende la caridad.

Por lo tanto, si se ha gastado veinte veces en bebida lo que ha recibido de mí; si de nuevo tiene hambre y frío; si yo soy, en realidad, bueno, no puedo negarle nada y debo darle, en tanto que yo posea más que él.

Pero, si retrocedo, demuestro, al retroceder, que todo lo que he hecho hasta entonces no ha tenido por móvil la bondad, sino el deseo de hacer alarde de mi buena acción a los ojos de los demás.

Y en este caso yo retrocedía al dejar de socorrer a aquellas gentes; renegaba de mi virtud y experimentaba un sentimiento penoso.


Y yo sentí aquella vergüenza en la casa Liapine y cuando llegué a dar dinero a los pobres.

Encontrábame en el campo. Necesitaba veinte kopeks para socorrer a un peregrino y envié a mi hijo a buscarlos: trajo los veinte kopeks y me dijo que se los había tomado prestados a nuestro cocinero. Algunos días después llegaron otros peregrinos: tuve también necesidad de otra pieza de veinte kopeks: llevaba en el bolsillo un rublo, y acordándome de que le debía al cocinero, me fui a la cocina para buscar lo que necesitaba. Le d je al cocinero: —«Os tomé prestados veinte kopeks: aquí tenéis un rublo... Aún no había concluido la frase y ya había llamado el cocinero a su mujer, diciéndole: —Parascha: mira... toma.

Pensando que ella había comprendido de lo que se trataba, le di el rublo.

Hay que tener en cuenta que aquellas gentes no llevaban a mi servicio más que ocho días, y que, aunque había visto ya a la mujer, no le había dirigido la palabra todavía.

Quise decirle que me diese el cambio; pero, antes de que yo pudiese abrir la boca, se inclinó para asirme la mano creyendo, sin duda, que le había regalado el rublo...

Balbuceé algunas palabras y salí de la cocina.

Hacía tiempo que no había sentido vergüenza semejante. Mis nervios se crisparon y noté que hice una mueca a pesar mío. Aquel sentimiento, que me pareció poco merecido, me lastimó, sobre todo, por no haberlo experimentado hacía ya tiempo, y creía que mi vida no debía merecer semejante humillación.

Quédeme consternado por lo que acababa de pasar, y, al referírselo a mis amigos y a mis parientes, todos me dijeron que, en mi lugar, hubieran experimentado la misma sensación que yo.

Me dediqué a averiguar la causa de aquella impresión, y una aventura que me ocurrió en otro tiempo en Moscou me dio la solución del problema. Meditaba en aquel incidente y comprendí aquella vergüenza que había sentido ante la mujer del cocinero y otras muchas veces cuando ejercía de filántropo y daba algo a los demás, excepto aquella pequeña limosna que por costumbre doy a los mendigos y a los peregrinos, no como acto de caridad, sino como de decoro y de política.

Si un hombre os pide fuego, debéis darle un fósforo, si lo tenéis.

Si alguien os pide tres, o veinte kopeks, y aunque sea algunos rublos, se los debéis dar, si los tenéis. Este es un acto de urbanidad, y no de filantropía.

He aquí lo que me sucedió:


Ya hablé de dos aldeanos con los cuales aserraba madera hace tres años. Un sábado por la tarde, a eso de la oración, iban ellos a casa de su patrón para cobrar su salario y yo los acompañé hasta la ciudad. Al llegar al puente de Dragomilov, encontramos a un viejo que me pidió limosna y a quien le di veinte kopoks. Creí que mi acción fuese del agrado de mis compañeros, con quienes iba hablando de materias religiosas.

Simion, el mujik del gobierno de Vladimir, que tenía en Moscou mujer y tres hijos, se detuvo, se levantó los faldones del caftán, sacó su alforja, escarbó en ella, sacó tres kopeks y se los dio al viejo diciéndole que le diese dos de vuelta.

El viejo le enseñó el dinero que llevaba que eran dos piezas de tres kopeks y una de uno. Simion miró; quiso tomar la de uno; pero, variando de parecer, se quitó la gorra, se persignó, y siguió su camino dejándole al viejo los tres kopeks.

Yo sabía cuál era la situación financiera de Simion: todas sus economías se elevaban a seis rublos y medio: las mías en aquella época eran 600,000 rublos.

Yo tenía mujer e hijos: mi compañero también: él era más joven que yo y su familia menos numerosa; pero todos sus hijos eran pequeños, mientras que dos de los míos eran ya adultos y aptos para el trabajo. Nuestra situación, exceptuando las economías, era casi la misma.

El poseía 600 kopeks y daba tres: yo poseía 600,000 rublos y daba veinte kopeks.

Para ser tan generoso como Simion, hubiera debido dar al viejo 3000 rublos, pedirle 2000 de vuelta, y en el caso en que el viejo no hubiera podido dármelos, dejárselos todos, persignarme y seguir mi camino tranquilamente hablando de la vida de la fábrica y del precio del heno en el mercado de Smolensko.

Tal fue la idea que surgió en mi cerebro en aquel momento, pero hasta mucho tiempo después no deduje su consecuencia inevitable.

Esta conclusión parece tan extraordinaria y tan rara, que no obstante su exactitud matemática, no se la puede aceptar en el acto. Cree uno siempre que hay error de cálculo; pero tal error no existe, y esto último demuestra que todos vivimos en continuos extravíos que son la causa de espantosas tinieblas.

Cuando llegué a tal resultado y me convencí de que era absolutamente cierto, me expliqué mi vergüenza ante la mujer del cocinero y ante los pobres a los cuales daba y sigo dando limosna.

En efecto: el valor de ésta era una parte tan pequeña de mi fortuna, que era hasta imposible expresarla por medio de una cifra a Simion y a la mujer del cocinero. Era una millonésima parte o algo aproximado.


Daba yo tan poco, que aquel acto no era ni podía ser en modo alguno una privación, sino una distracción que me permitía, cuando lo tenía por conveniente.

Y eso es lo que comprendió la mujer del cocinero: si yo le daba al primero que me encontraba en la calle veinte kopeks, ¿por qué no le daría a ella también un rublo?

Aquella distribución de dinero había producido en ella el mismo efecto que otra diversión de los señores, como arrojar a la multitud panes de alajú: un pasatiempo agradable para las gentes que poseen una gran fortuna.

Yo me había abochornado, porque el error de la mujer del cocinero me había hecho conocer la opinión que formaban de mí los pobres. «Tira muchísimo dinero, un dinero que no ha ganado con su trabajo».

Y, en efecto, ¿qué son mis riquezas y de dónde proceden?

He obtenido una parte de ellas vendiendo la tierra que me dejó mi padre y por la que el mujik vendió hasta su última oveja y su última vaca por quedar en paz conmigo: la otra parte de mi fortuna proviene de lo que me han dado por mis libros. Si éstos son malos, si son nocivos, se les compra por seducción y el dinero que recibo por ellos es mal ganado; pero si, por el contrario, son útiles, todavía es peor.

No se los doy a los demás, sino que les digo: «Dadme diez y siete rublos». Y del mismo modo que el mujik vendió su última vaca, el estudiante y el profesor, que son pobres, se privan de lo necesario para darme su dinero.

Y heme aquí en posesión de una fortuna adquirida de ese modo; ¿qué hago de ella?

Llevo ese dinero a la ciudad y no se lo doy a los pobres más que para que satisfagan mis caprichos yendo a limpiar por mi las aceras, las lámparas, a dar lustre a mis botas, y a trabajar en las fábricas, Y trato de darles poco y de obtener de ellos lo más posible.

Y de repente, de improviso, empiezo a dar graciosamente ese mismo dinero a los mismos pobres, y no a todos, sino a aquellos que me place dárselo.

¿Cómo no queréis que cada uno de ellos no se crea ser mañana uno de los favorecidos, uno de esos con quienes yo me divierto arrojándoles mi dinero? Así me consideran todos y así me ha considerado la mujer del cocinero.

Y tan extraviado andaba yo, que apellidaba bien aeste doble acto: quitar con una mano millones de rublos y dar con la otra algunos kopeks a quienes me parecía.

Estaba abochornado, y nada tenía de particular que lo estuviese.

Si: antes de hacer el bien, es preciso desprenderse del mal y ponerse en condiciones que permitan obrar bien. De otro modo la vida serla mala.


Si yo diese 10,000 rublos, no me encontraría aún en esas condiciones, porque me quedarían todavía 500,000.

Cuando nada tenga, será cuando podré hacer algún bien. ¿No fue eso lo que hizo la prostituta al cuidar durante tres días a la enferma y a su hijo? ¡Y yo, que pensaba en hacer el bien, vi aquello sin concederle importancia alguna!

Yo era culpable; yo era causa de todas aquellas miserias, y vivir como vivía era imposible, imposible...

He ahí lo que sentí por primera vez al ver a los hambrientos ante la casa Liapiue, y lo que sentí fue la expresión de la verdad.

Y bien: ¿qué hacer?


XVI


¡Cuántas dificultades no encontré para llegar a esta confesión! pero, una vez hecha, me horroricé del error en que había vivido. Me hallaba metido hasta el cuello en el fango y pretendía sacar a los demás de él.

Porque yo deseo que no tengan los hombres hambre ni frío, y que puedan vivir según el orden natural.

Yo quiero eso y veo que, merced a las violencias, al engaño, a los ardides en que tomo parte, se les merma a los obreros laboriosos lo que les es necesario: por otra parte, las gentes ociosas, entre las que me cuento, se aprovechan, basta el exceso, del trabajo do los otros.

Veo que este goce de los bienes ajenos es tal, que cuanto más complicada y hábil es la astucia que empleamos, tanto más cuantiosos son los bienes de que nos aprovechamos y menor es nuestro trabajo.

Hay que colocar en primera línea a los Stiglitz, a los Demidoff, a los Morosof, a los Iussupoff, y después a los grandes banqueros, a los grandes propietarios rurales, a los primeros magistrados.

Detrás vienen los pequeños banqueros, los negociantes, los contratistas y los medianos propietarios, entre los que me cuento yo.

Siguen los pequeños propietarios, los pequeños comerciantes, los vendedores, los usureros, los de la policía, los profesores, los popes, los empleados; después los porteros, los lacayos, los cocheros, los aguadores, los corredores, y por último, la clase obrera, los operarios de las fábricas y los aldeanos, que forman el noventa por ciento del total.


Veo que la vida de las nueve décimas partes de la clase obrera exige, por su misma naturaleza, esfuerzos y trabajo; pero su existencia se hace de día en día más difícil y más llena de privaciones por efecto de los subterfugios que les restan a los obreros lo que les es necesario y los ponen en condiciones penosas, en tanto que la nuestra, la de las gentes ociosas, se hace cada año más confortable y más atrayente gracias al concurso de las artes y de las ciencias dirigido a tal objeto.

La vida de la clase obrera, y sobre todo la de los ancianos, mujeres y niños, se atrofia hoy, agotada como está por un trabajo fuerte y una comida insuficiente, y sin ninguna seguridad de poder satisfacer sus primeras necesidades. Al contrario, la existencia de los que no trabajan y de los que formo parte, rebosa de lo superfluo y de fausto; cada día está más asegurada, y ha llegado a ese grado de solidez que los antiguos cuentos nos presentaban como un sueño, como el del hombre que posee constantemente un rublo, gaste lo que gaste; ese estado en que el individuo, no solamente se ha emancipado de la ley del trabajo para sostener su vida, sino que tiene los medios suficientes para gozar, sin dificultad alguna, de todos los bienes y para legar a sus hijos la bolsa que encierra el rublo fantástico.

El producto del trabajo se trasmite cada vez más de los que trabajan a los que están ociosos. La pirámide del edificio social se reconstruye, digámoslo así: las piedras de la base se trasladan a lo alto, y la velocidad de la traslación se verifica en progresión geométrica.

Veo que ocurre algo parecido a lo que ocurriría en un hormiguero, si la sociedad de las hormigas victoriosas arrastrase los productos de su trabajo desde el fondo hasta lo alto y obligase a los vencidos a que la ayudaran: la parte alta del hormiguero se iría ensanchando y al mismo tiempo se iría estrechando la parte baja.

Ante los hombres se levanta, en vez del ideal de una vida de trabajo, el de la bolsa del famoso rublo que nosotros los ricos nos creamos, y para aprovecharnos de él, nos trasladamos a la ciudad en donde nada se produce y todo se consume.

Los desgraciados trabajadores, robados para enriquecer a otros, corren a la ciudad siguiendo las huellas de éstos.

Ellos también usan de la astucia, y de dos cosas les ocurre una: o salen adelante y se crean una posición que les obliga a trabajar poco y les permite gozar mucho, o no pueden vencer: sucumben en la lucha, y caen en el número, siempre creciente, de esos desgraciados que padecen hambre y frío y duermen en los asilos de noche.

Yo pertenezco a la categoría de las gentes que arrebatan a los hombres laboriosos lo que les es necesario, y que se han creado de ese modo el rublo fantástico que seduce a esos mismos desgraciados.

Queriendo socorrer a los demás, claro es que no debo robarles ni seducirlos; y sin embargo, empleando toda clase de artificios, he conseguido crearme una posición que 66


me permite vivir sin hacer nada, y hacer trabajar para mí a centenares de millares de hombres.

Gravito sobre los hombros de un individuo al cual aplasto con mi peso y le pido que me lleve, y sin soltarlo, le digo que lo compadezco mucho y que tengo vivos deseos de mejorar su situación por todos los medios posibles.

Y sin embargo, no me apeo de sus hombros.

Si quiero ayudar a los pobres, es decir, proceder de suerte que no estén en la miseria, no debo ser la causa de su pobreza.

Es cierto que doy, por puro capricho, a los pobres que se han extraviado en el camino de la vida uno, diez, cien rublos; pero lo es también que, al mismo tiempo, arruino a los que aún no están arruinados, y los hundo en la desgracia y en el cieno.

Este razonamiento es muy sencillo, y sin embargo, me fue muy difícil hacerlo sin reservas ni transacciones que cohonestaran mi situación, pero desde que confesé mis errores, todo lo que antes me pareció extraño, complicado, obscuro é insoluble, se hizo repentinamente claro.

¿Quién soy yo, que quiero socorrer a los demás? Me levanto a mediodía, afeminado y débil por una noche pasada en el juego, exigiendo los auxilios y la ayuda de una porción de gente, y pretendo ocuparme en los que se levantan a las cinco, duermen sobre duras tablas, se alimentan con pan y coles, saben labrar, rastrillar, enmangar un hacha, podar los árboles, uncir el ganado y coser. Esos hombres son mil veces más fuertes que yo, por su fuerza física, su temperamento, su oficio y su sobriedad.

¡Qué otro sentimiento que el de la vergüenza podía yo experimentar a su contacto!

El más débil de todos ellos, el borracho, el habitante de la casa de Rjanoff, aquel a quien ellos mismos trataban de haragán, es cien veces más laborioso que yo.

Su balance, llamémosle así, la relación entre lo que les toma a los demás y lo que les da, es mil veces preferible a la mía.

¡Y es a ese hombre a quien yo quiero ayudar!

¿Cuál de nosotros dos es en realidad más pobre?

Yo no soy más que un parásito que para nada sirve, que no puede existir sino en condiciones verdaderamente excepcionales; que no puede vivir en tanto que millares de hombres no trabajen para sostener su vida inútil. ¡Soy semejante al pulgón que devora las hojas de un árbol y que pretende, no obstante, cuidarse del crecimiento y de la robustez del vegetal!


¿En qué paso la vida?

Como, hablo, escucho, juego, como otra vez y me acuesto. Eso es lo que hago todos los días, y no soy capaz de hacer otra cosa.

Ypara que yo pueda vivir así, es preciso que trabajen desde por la mañana los porteros, los mujiks, la cocinera, el mayordomo, el cochero, los lacayos, la lavandera, y no hablo de los trabajos que hacen otras personas y que son necesarios para obtener los instrumentos y los objetos de la cocina, las hachas, los toneles, los cepillos, la vajilla, los muebles, los vasos, la cera, el petróleo, el heno, la leña y los efectos comestibles.

Y toda esa multitud se halla encorvada por el trabajo todo el día, a fin de que yo pueda hablar, jugar, comer y dormir.

¡Y me imaginaba que yo, pobre de mí, podía auxiliar a los que me alimentaban! ¡Es singular que no solamente no haya socorrido a nadie, sino que se me ocurriese idea tan absurda!

La mujer que cuidaba al anciano enfermo le prestaba un verdadero auxilio: la mujer casera que daba al mendigo una rebanada de aquel pan que ella había amasado con penoso trabajo, le prestaba un servicio.

Lo mismo le ocurría a Simion dando los tres kopeks tan laboriosamente ganados; pero yo, yo no había trabajado para nadie, y sabía perfectamente que mi dinero no representaba mi trabajo.


XVII


Lo que me había conducido justamente al error, era la idea de que mi dinero era lo mismo que el de Simion.

Existe una opinión general, y es la de que el dinero representa la riqueza; que ésta es el producto del trabajo, y que están, por lo tanto, en relación la una con el otro.

Eso es tan verdad como el aserto de que cada organismo social es la consecuencia de un contrato social. Todos se complacen en creer que el dinero no es más que un medio que facilita el cambio de los productos del trabajo.

Yo hago unas botas; otro hace el pan; un tercero apacienta las ovejas, y para que las transacciones resulten fáciles, existen monedas que nos sirven de intermediarias y podemos cambiar legumbres por carne de carnero o por libras de harina.

En este caso, el dinero nos facilita, a cada uno de nosotros, el movimiento de sus productos y representa la equivalencia de su trabajo. Esto es perfectamente exacto, si no se ejerce violencia por parte de ninguno sobre los demás, y no me refiero a las guerras 68


ni a la esclavitud, sino a ese otro género de violencias que protege los productos de un trabajo en detrimento de otro.

Esta teoría pudiera ser aún verdad en una sociedad cuyos miembros fueran todos fieles a los preceptos de Cristo y dieran lo que se les pidiese, no exigiendo por ello más de lo que dan.

Pero, desde el momento en que se ejercen presiones bajo una forma cualquiera, el dinero pierde inmediatamente para el que lo retiene, su carácter de resultado del trabajo, y representa el derecho basado en la fuerza.

Si, durante una guerra, arrebata un hombre una cosa a otro; si un soldado recibe dinero por la venta de su parte en el botín, aquellos valores no son, en modo alguno, el producto del trabajo y tienen distinta significación que el salario recibido por la hechura de las botas.

Este caso se presenta también en la trata de esclavos.

Las aldeanas tejen la tela y la venden: los siervos trabajan para su señor: este vende el tejido y recibe su precio.

Las mujeres y el señor tienen el mismo dinero; pero en el primer caso el dinero representa el trabajo, y en el segundo la fuerza.

Si mi padre me ha dejado en herencia una cantidad de dinero, sabe que nadie tiene el derecho de arrebatármelo, y que si me lo defraudaran o no me lo entregasen en la fecha fijada, encontraría protección en las autoridades, que emplearían la fuerza para hacer que me fuese entregado mi dinero.

Es, pues, evidente que esta cantidad no pueda compararse con el salario de Simion, recibido por aserrar leña.

En una sociedad en que existe una fuerza que se apropia el dinero ajeno o que protege su posesión, el dinero no puede ser considerado como el representante del trabajo. Unas veces lo será y otras no.


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