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Lo Que Debe Hacerse
  • Текст добавлен: 10 октября 2016, 04:54

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Автор книги: Leon Tolstoi



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Recuerdo que me sentía disgustado cuando trataba con aquellos desgraciados.

Ahora conozco el porqué: me veía en ellos como en un espejo; si hubiese comparado mi vida con la de las personas que me rodeaban, hubiera visto que entre una y otras no había diferencia alguna.

Si los que ahora viven cerca de mí en grandes departamentos o en sus propias casas en Sivtzoff Vrajek y en la calle Dimitrievka, y no en la casa Rjanoff, comen y beben bien, y no se limitan a hígado, arenques y pan, no les impedirá eso el seguir siendo desgraciados.

También están ellos descontentos en su posición; también echan de menos el pasado y desean lo que no tienen. Aquella mejor posición a que tienden es la misma por la cual suspiran los habitantes de la caca Rjanoff, es decir, una posición en la que podrían trabajar menos y aprovecharse más del trabajo de otros.

Toda la diferencia reside en el grado y en el momento.

Hubiera debido comprenderlo así; pero no había reflexionado aún y preguntaba a aquellas gentes é inscribía sus nombres, proponiéndome socorrerlas después de conocer al pormenor su posición y sus necesidades. No comprendía entonces que no hay más que un medio de socorrer a tales hombres, y es el de cambiarles su manera de ver.

Y para cambiar la manera de ver del prójimo, hay que conocer el mejor modo de considerar las cosas y vivir según sus principios, mientras que yo vivía y las consideraba bajo el mismo aspecto que era preciso cambiar, a fin de que aquellas gentes dejasen de ser desgraciadas.


No veía que la miseria de aquellos individuos no provenía de la falta de alimento substancial, sino de que sus estómagos estaban estragados y necesitaban aperitivos: para aliviarlos era preciso curarles, ante todo, el estómago.

Me anticiparé a consignar que no socorrí a ninguno da aquellos cuyos nombres inscribí. Hice, sin embargo, en obsequio de algunos, lo que deseaban y yo podía hacer, esto es: ponerlos en condiciones de regenerarse, y hasta pudiera citar particularmente a tres que, después de varias rehabilitaciones y de otras tantas caídas, se hallan hoy en la misma situación que hace tres años.


VIII


La segunda categoría de desgraciados a quienes quería socorrer, eran las prostitutas, muy numerosas en la casa de Rjanoff.

Entre ellas las había de todas las edades, desde las muy jovencitas hasta las viejas de rasgos marchitos, feas y horribles.

El deseo de socorrer a aquellas mujeres, que en un principio no había entrado en mis cálculos, se hizo sentir en mí después del hecho siguiente: Estábamos hacia la mitad de nuestro cometido. Habíamos adquirido ya la rutina del oficio. Cuando llegábamos a un nuevo local, le preguntábamos inmediatamente al que hacía de cabeza de familia: uno de nosotros tomaba asiento y se preparaba a hacer las inscripciones; el otro iba de un lado para otro, preguntaba individualmente a cada uno y transmitía los datos al primero.

Entramos en la habitación y un estudiante fue a buscar al inquilino de ella; yo empecé a preguntar a los que allí se encontraban. La habitación estaba dispuesta de este modo: en medio de una pieza cuadrada se hallaba el hogar; de allí partían cuatro tabiques formando cuatro pequeñas habitaciones.

En la primera, que era preciso atravesar para ir a las demás y en la que había cuatro camas, vimos a un viejo y a una mujer; entramos en seguida en otra habitacioncita larga en la cual estaba un joven J muy pálido que llevaba puesta una almilla de tela gris, llamada paddiovka. El tercer compartimiento estaba situado a la izquierda y en él se ha-liaban: un hombre dormido y borracho probablemente y una mujer en bata rusa, suelta por delante y ceñida por detrás. Por la habitación del dueño se entraba en la cuarta pieza.

El estudiante se fue al cuarto del dueño y yo me quedé en la antecámara haciéndoles preguntas al viejo y a la mujer. Él era obrero impresor, sin trabajo por el momento, y la mujer esposa de un cocinero.

Pasé a la tercera pieza y le pregunté a la mujer de la blusa acerca del hombre dormido. Ella me dijo que era un huésped.

A mi pregunta: —Y vos ¿quién sois? me contestó que era una aldeana del gobierno de Moscou.


—¿Cuál es vuestra profesión?

Se echó a reír y me contestó: —Me paso el tiempo en la cama.

No comprendí el sentido de aquella respuesta y le pregunté de nuevo: —¿Cuáles son vuestros recursos?

Pero se contentó con reír sin responderme.

En la cuarta pieza, en la que aún no habíamos estado, reían varias mujeres. El aldeano, que hacia allí de jefe, salió de su cuartito y se acercó a nosotros: había oído probablemente mis preguntas y las respuestas de la mujer. La miró con serenidad y me dijo: —Es una prostituta, —y me lo dijo como encantado de haber usado correctamente de aquella frase en el lenguaje de los funcionarios.

Dicho esto al mismo tiempo que se dibujaba en sus labios una sonrisa respetuosa, se dirigió a la mujer.

El rostro de ésta cambió al punto.

Le habló brusca y apresuradamente, sin mirarla, como se le habla a un perro, y le dijo: —¿Por qué hablas sin reflexionar? «¡Me paso el tiempo en la cama!»... Pues bien: si te pasas el tiempo en ella, di lo que debes decir: «Soy prostituta». ¡No sabe aún lo que es!

Aquel tono me molestó.

—No tenemos derecho para avergonzarla, —dije. —Si todos viviésemos como Dios manda, no habría prostitutas.

—Sí eso es verdad,—dijo el dueño con sonrisa forzada.

—No debemos dirigirles censuras, sino compadecerlas. ¿Son, en realidad, culpables?

Yo no recuerdo bien en qué términos lo dije: recuerdo únicamente que me sublevó el tono despreciativo de aquel hombre, dueño de un local lleno de mujeres de tal clase.

Compadecí a aquella criatura y expresé mi indignación.

No bien hube dicho aquello, cuando crujieron las tablas de las camas en la habitación en que yo había oído las risas y por encima del tabique, que no llegaba al techo ni 32


mucho menos, asomó una cabeza con el pelo enmarañado, con los ojos pequeños é hinchados y con la tez ajada, y luego apareció otra, y hasta una tercera.

Era probable que aquellas mujeres se hablan puesto de pie en sus camas: las tres alargaron el cuello y nos miraron silenciosamente, con atención sostenida y conteniendo el aliento.

El silencio se hizo embarazoso.

El estudiante, que un momento antes sonreía, se puso serio; el dueño se turbó y bajó los ojos; las mujeres seguían sin respirar, se fijaban en mí y esperaban.

Yo estaba más confuso aún que todos ellos: jamás hubiera creído que una palabra, dicha fortuitamente, causara tanto efecto.

Así fue como el campo de muerte de Ezequiel, cubierto de osamentas, tembló al contacto del Espíritu, y como los muertos se estremecieron.

Pronuncié, sin reflexionar, la palabra de amor y lástima, y aquella palabra hizo tal impresión en todos, que parecía ser lo suficiente oírla para dejar de ser cadáver y reanimarse con nueva vida.

Todos me miraban esperando que pronunciase las palabras y realizase los actos, en virtud de los cuales pudieran juntarse aquellos huesos, cubrirse de carne, y reanimarse a la vida.

Pero comprendía yo que me faltaban las palabras y las acciones que debían seguir a aquéllas con que había empezado: comprendí, en mi interior, que mentía; que yo era como ellos; que nada tenía ya que decir, y empecé a consignar en las hojas los nombres y las profesiones de todos los que habitaban en aquel departamento.

Aquel hecho me indujo a un nuevo error y me inspiró la idea de que se podía socorrer a aquellos desgraciados.

Mi presunción me presentaba aquello como cosa fácil de realizar. Yo me decía: «Inscribamos también a estas mujeres y después nos ocuparemos en ellas», y no me daba clara cuenta de lo que significaba aquel nos .

Imaginaba que los mismos que habían reducido y reducían a las mujeres a aquel estado durante muchas generaciones, podían reparar algún día el mal causado.

Y, sin embargo, para comprender toda la locura de semejante suposición, me hubiera bastado recordar la conversación que sostuve con la prostituta que mecía la cuna del niño junto a la cama de su madre enferma.


Cuando vimos a aquella mujer con el niño, creímos que éste fuera hijo suyo. A nuestra pregunta: «¿Quién sois?» nos respondió francamente... lo que era. No dijo prostituta;únicamente el dueño del local empleó tan dura palabra.

Como suponía que el niño era suyo, se me ocurrió la idea de cambiar su posición, y al efecto le pregunté: —¿Es vuestro ese niño?

—No: es de la enferma.

—¿Por qué, pues, lo estáis meciendo?

—Porque ella me lo ha rogado... y se muere.

Aunque mi suposición había resultado falsa, seguí hablándole en el mismo sentido, y empecé a preguntarle qué era antes, y cómo había descendido a tal estado.

Me contó sencillamente su historia: Había nacido en Moscou; era hija de un obrero de fábrica; quedó huérfana y la recogió una tía: viviendo con ésta, empezó a frecuentar los restaurants: la tía murió después.

Cuando le pregunté si quería cambiar de vida, pareció no interesarle mi pregunta. ¿A qué interesarse por suposiciones imposibles? Se echó a reír y me dijo: —¿Y adonde habría de ir yo con un papel amarillo 5?

—Podríais encontrar una plaza de cocinera.

Se me ocurrió esto al verla fuerte y rubia, con la cara redonda y el aire bonachón, tipo que había observado en muchas cocineras.

Observé que mis indicaciones no le agradaron, y me dijo sonriendo y repitiendo la palabra cocinera:—No sé ni aún cocer el pan.

Creí conocer, por su semblante, que consideraba aquella profesión como una profesión inferior.

Aquella mujer, como la viuda del Evangelio, lo había sacrificado todo por la enferma, y, sin embargo, consideraba el estado obrero como bajo y despreciable.

Habla vivido hasta entonces sin trabajar, y la gente de su estofa encuentran eso muy natural.



Y en ello consiste su desgracia.

Por eso había caído en la posición que tenía y por eso perseveraba en ella. Por eso debía vivir en la mancebía.

¿Quién entre nosotros, hombres o mujeres, modificará su falsa manera de considerar la vida? ¿En dónde están, entre nosotros, esas personas que creen que una vida de trabajo es preferible a una vida ociosa y que, convencidas de ello, otorgan su aprecio a las personas que tienen dicha convicción?

Si hubiera pensado yo en eso, hubiera podido comprender que ni yo ni nadie podíamos curar aquella enfermedad. Hubiera podido comprender también que aquellas cabezas admiradas y conmovidas, que asomaban por encima del tabique, no demostraban otra cosa que admiración en presencia de la simpatía que se les demostraba, y en manera alguna deseo ni esperanza de ser arrancadas a la inmoralidad.

Ellas no encontraban nada de inmoral en su género de vida: veían que se las despreciaba y que se las injuriaba; pero no podían comprender la causa de aquel desprecio.

Habían llevado desde su infancia aquella vida, entre las mismas mujeres que, como se sabe muy bien, existen siempre é indispensablemente en la sociedad; y tanto es así, tan indispensables se las cree, que hay empleados del gobierno encargados de reglamentar su existencia.

Además, saben que ejercen ascendiente sobre los hombres, y que los sujetan, y con frecuencia les dominan más que las otras mujeres.

Ven que ni los hombres, ni las mujeres, ni las autoridades desconocen ni niegan su posición, aunque hablen mal de ella, y por eso no pueden comprender que se deban arrepentir ni corregirse. Durante aquella excursión, supe por el estudiante que en una de las habitaciones vivía una mujer que comerciaba con su hija, que sólo contaba trece años.

Busqué a la mujer con el propósito de salvar a la niña.

Ambas vivían en la mayor miseria. La madre, baja, morena, de unos cuarenta años, era una prostituta, de cara fea, desagradablemente fea, y la niña no era más hermosa que su madre.

A cuantas preguntas indirectas hice a la madre, referentes a su vida, me respondió con desconfianza y en tono seco y breve, adivinando en mí un enemigo llegado allí con aviesa intención.

La hija se callaba a todo, y sin mirar siquiera a su madre, se confiaba en un todo a ella.


En vez de excitar mi piedad, provocaron mi repulsión, no obstante lo cual me decidí a salvar a la hija, utilizando para ello el interés y la simpatía que la triste situación de las dos mujeres inspiraría de seguro a las damas, y enviando éstas allí.

Pero si hubiese discurrido sobre el largo pasado de la madre, sobre la manera en que vino al mundo la niña y cómo había sido ésta educada en la posición de la primera, probablemente sin recursos e imponiéndose pesados sacrificios; si hubiera pensado yo en la manera que ella tenía de considerar la vida, hubiera comprendido que no habían sido malas ni inmorales las acciones de la madre, y que había hecho y hacía por su hija todo cuanto podía, es decir, todo lo que le parecía preferible para ella misma.

Podría arrebatársele por la violencia aquella hija a su madre; pero sería imposible persuadir a la madre de que hacía mal traficando con el cuerpo de su hija.

A la madre era a la que se necesitaba salvar desde luego haciéndole rectificar su modo de considerar la vida, modo aprobado por este mundo en donde la mujer puede vivir fuera del matrimonio, es decir, sin procrear y sin trabajar, satisfaciendo únicamente la sensualidad.

Si yo hubiera pensado así, hubiera comprendido que la mayor parte de las damas a quienes yo quería enviar allí para salvar a aquella niña, no sólo vivían ellas también así, sino que educaban conscientemente a sus hijas por el mismo camino. Una de las madres llevaba su hija a la mancebía, y la otra al baile.

Ambas tenían el mismo modo de ver; las dos pensaban que la mujer debía satisfacer la lujuria del hombre, a cambio de ser alimentada, vestida y compadecida.

Y con tales ideas, ¿cómo hubieran podido corregir aquellas damas a la mujer ni a su hija?


IX


Mis relaciones con los niños fueron aún más extrañas.

En mi papel de bienhechor, prestaba también atención a aquéllos, y deseando salvar a los seres inocentes que perecían en aquel antro de lujuria, tomé sus nombres para poder ocuparme en ellos acto seguido.

Me conmovió, sobre todos, un niño de doce años llamado Serioja: era inteligente y resuelto, y lo compadecí con todo mi corazón. Se hallaba en casa de un zapatero, cuando prendieron a éste, y se quedó sin asilo: decidí protegerlo.

Voy a contar como acabó mi propósito benéfico para con él, porque la historia de aquel chico demuestra cuán falso era mi papel de bienhechor.


Lo llevé a mi casa y lo instalé en la cocina. Como se comprende, no podía admitir a aquella criatura piojosa entre mis hijos. Todavía me consideraba bueno y caritativo encargando de su manutención a la cocinera y haciéndolo vestir con ropas usadas.

Serioja permaneció en mi casa ocho días. En ellos le dirigí, al pasar, algunas palabras en dos ocasiones, y fui a ver, durante mi paseo, a un zapatero a quien yo conocía, para rogarle que admitiese en su casa al muchacho como aprendiz.

Un mujik, que había ido a visitarme, le invitó a ir a su casa situada en el campo.

Serioja rehusó la invitación, y ocho días después desapareció de mi casa.

Fuíme a la casa de Rjanofí para tomar informes de él. Se había marchado durante mi ausencia y habla vuelto.

Llevaba dos días yéndose a Presnenskié prudy (barrio de Moscou), en donde ganaba treinta kopeks, afiliado a una cuadrila de salvajes que exhibían un elefante vestido.

Aquel día daban representación pública.

Volví de nuevo a la casa, pero el chico era tan ingrato, que se escondía y evitaba encontrarse conmigo.

Si yo hubiese comparado entonces la vida de aquel muchacho con la mía, me hubiera sido fácil comprender que su corrupción provenía de haber aprendido la manera de vivir alegremente sin hacer nada, y que había perdido el hábito del trabajo. Y yo lo había llevado a mi casa pensando colmarlo de beneficios y corregirlo.

Pero ¿qué había visto en mi casa'? A mis hijos, de su edad sobre poco más o menos, que no sola mente no trabajaban por sí mismos, sino que utilizaban del trabajo de los demás; que lo ensuciaban y estropeaban todo alrededor de ellos; que se atiborraban de cosas dulces y sabrosas; que rompían la vajilla, y que daban a los perros manjares que hubieran sido para aquel muchacho una golosina.

Al sacarlo de la madriguera en que estaba y llevarlo a una buena casa, era natural que se asimilase la manera que tenían de considerar la vida en aquella casa y que comprendiese, por su propia observación, que era menester comer y beber bien, y vivir alegremente y sin trabajar.

Después de todo, ignoraba que mis hijos estudiasen penosamente las reglas de las gramáticas griega y latina, y tampoco hubiera podido comprender el objeto de su estudio; pero es evidente que, de haberlo comprendido, el ejemplo de mis hijos hubiese obrado con más fuerza sobre él.

Hubiera visto que, si por el momento se educaban sin hacer nada al parecer, en lo porvenir se hallarían en condiciones de trabajar lo menos posible, gracias a sus diplomas y títulos académicos, y de gozar de los bienes de la vida en la mayor medida que fuera dable. En vez de irse con el mujik a guardar las bestias, comer patatas y beber 37


kvass, prefirió vestirse de salvaje y conducir en el jardín zoológico al elefante por treinta kopeks.

Hubiera debido comprender yo lo ilógico de mi pretensión de corregir a las personas que languidecían de ociosidad en la casa de Rjanoff, casa que yo calificaba de antro, en tanto que yo mismo criaba a mis hijos en el lujo y en la misma ociosidad: sin embargo, en la casa de Rjanoff las tres cuartas partes de las personas trabajaban, bien fuera para ellos, bien para sus patronos.

En las casas Zimine había muchos niños en el estado más vergonzoso; eran hijos de prostitutas, o huérfanos, o criaturas pequeñas a quienes los mendigos llevaban por las calles, y todos eran dignos de piedad.

Pero la experiencia hecha en Serioja me demostró la imposibilidad en que me encontraba de acudir en su ayuda, y que mi vida se oponía a ello.

Mientras aquel chico estuvo en mi casa, eché de ver que me esforzaba en ocultarle mi modo de vivir y, sobre todo, el de mis hijos.

Comprendía que todos mis esfuerzos para dirigirlo a una vida buena y laboriosa, se estrellaban en el ejemplo mío y en el de mi familia.

Es muy cómodo amparar al hijo de una prostituta o de una mendiga: le es fácil al que tiene fortuna cuidarlo, asearlo, vestirlo con decencia, darle de comer, y enseñarle diferentes ciencias; pero el enseñarle a que se gane la vida no es difícil, sino imposible a los que vivimos sin hacer nada, porque nuestro ejemplo les enseña lo contrario de lo que les queremos enseñar por el precepto.

Se puede tomar un cachorro, un perro joven; se le puede acariciar, alimentar, enseñarle a que lleve diferentes objetos y a que exprese su alegría; pero todo eso es insuficiente para el hombre: a éste es preciso enseñarle a vivir; es decir, a tomar menos de lo que dé; y sin embargo, enseñamos lo contrario al niño, lo mismo si lo tenemos en nuestra casa, que si lo colocamos en un asilo.


X


Ya no sentía aquel impulso de compasión para los demás y de disgusto para mí mismo que había sentido en la casa Liapine. Deseaba ardientemente realizar mi proyecto; hacer bien a los desgraciados. ¡Cosa extraña! Hacer bien, dar dinero a los necesitados constituía, a mi parecer, una buena acción que debía producir el reconocimiento de las gentes.

Y sin embargo, había producido algo diametral-mente opuesto y aquello despertaba en mí un sentimiento de malquerencia y de censura para con los hombres.


En mi primera visita, ocurrió la misma escena que en la casa Liapine y, sin embargo, provocó en mí otro sentimiento distinto.

En cierto local encontré a un desgraciado que necesitaba auxilios inmediatos; después encontré a una mujer que no habla comido hacia dos días.

Dormían allí por la noche.

Le pregunté a una vieja si conocía a personas tan pobres que no tuviesen qué comer.

La vieja reflexionó y me nombró a dos, y después, como recapacitando, me señaló una cama ocupada.

—Ahí tenéis una mujer que me parece que se va a morir de hambre. – ¡Imposible!...

¿Y quién es ella?

—Una prostituta que ya no encuentra clientes. La dueña se quejaba de ella constantemente, pero ahora quiere echarla de su casa.

—¡Agafia! ¡Agafia!—gritó la vieja.

Nos acercamos y Agafia se echó fuera de la cama.

Era una mujer de cabellos grises y puestos en desorden, flaca como un esqueleto, cubierta con una camisa rota y con los ojos muy fijos y muy brillantes. Su mirada se clavó en nosotros sin vernos; tomó de detrás de ella un jubón para taparse con él su pecho huesudo, visible bajo los jirones de su camisa.

Articuló: «¿Qué, qué?» como si ladrase. Yo le pregunté acerca de su vida.

No me comprendió, y me dijo: —Yo misma no lo sé: van a echarme de la casa. .

Le preguntó (la pluma se resiste a consignarlo) si era verdad que no tenía nada que comer, y me contestó con precipitación febril y sin mirarme: —No he comido ni ayer ni hoy.

Me conmoví al aspecto de aquella mujer, pero de distinta manera que me había conmovido en la casa Liapine.

Allí, en aquel momento, tuve vergüenza de mi compasión hacia aquellas gentes: aquí, al contrario, me regocijaba por haber encontrado lo que buscaba, esto es, un ser hambriento.


Le di un rublo, y recuerdo que me agradó que tuviera testigos aquel acto de generosidad.

La vieja, que hubo de notarlo, me pidió dinero, y tanto placer tenía en darlo, que la complací en el acto, sin reflexionar si lo; necesitaba o no.

La vieja me acompañó luego hasta el corredor: los que transitaban por él oyeron que me daba las gracias.

Probable es que mis preguntas referentes a la miseria hubiesen excitado los deseos, porque nos seguían algunos.

Aun nos encontrábamos en el corredor cuando se me acercaron pidiéndome algunos sueldos. Era evidente que, entre los que pedían, había algunos borrachos que despertaban en mí un sentimiento repulsivo; pero, habiéndole dado dinero a la vieja, no tenía derecho a negárselo a los demás.

Estando en esto, me acosaron por todas partes y me vi cada vez más rodeado de gente: se produjo un movimiento general: en las escaleras y en las galerías aparecieron personas que fueron detrás de mí.

Cuando salí al patio, un chico que había bajado a escape las escaleras se introdujo por entre la gente, gritando, sin haberme visto: —Le ha dado un rublo a Agaschka.

Luego me vio y me pidió dinero.

Salí a la calle y entré en una tienda, donde rogué que me dieran diez rublos en moneda pequeña: ya había repartido el dinero que llevaba.

Allí se produjo la misma escena que en la casa Liapine.

Reinó la misma confusión: los viejos, los nobles, los mujiks y los niños se agolparon junto a la tienda alargándome sus manos.

Les di dinero; pregunté a algunos acerca de su vida, y tomé notas.

El tendero, con el cuello de pieles de su pelliza levantado, y sentado, como una estatua, miraba alternativamente a la multitud y a mí.

Era evidente que encontraba ridícula aquella escena, aunque no lo decía.

En la casa Liapine me horrorizó la miseria y la humillación de las gentes; me creí culpable de ello y me consideré con el deseo y los medios de mejorar mi modo de ser: en la puerta de la tienda, la escena producía en mí un efecto contrario.


Sentía algo de repulsivo hacia aquellos que me cercaban y me cosquilleaba la idea de lo que pudieran pensar de mí el tendero y los porteros.

Cuando entré en mi casa aquella noche, me sentí disgustado: tenía la intuición de que lo que acababa de hacer era estúpido e inmoral.

Pero como ocurre siempre que se tiene una preocupación interior, hablé mucho del asunto, como si no dudara de su buen éxito.

El siguiente día me fui solo a visitar a las personas inscriptas que me parecieron más dignas de lástima y de más fácil socorro: pero, como ya dije antes, no pude socorrer a ninguna: era cosa más difícil de lo que yo creí en el primer momento.

Antes de terminar las operaciones del censo, fui varias veces a la casa de Rjanoff, y en todas ellas se reprodujo la misma escena: me acosaba una turba de solicitantes y me consideraba perdido en medio de ellos.

Me veía imposibilitado de hacer nada en favor suyo en atención al número, y es posible que lo excesivo del número me disgustase; pero es lo cierto que ninguno me inspiraba simpatías.

Observé que no me decían todos la verdad y que no veían en mí más que una bolsa de la que podían sacar dinero.

Me parecía que la cantidad que cada uno de aquellos individuos se llevaba, empeoraba su situación en vez de mejorarla.

Cuanto más visitaba aquellas casas, cuanto más entablaba relaciones con sus habitantes, tanto más evidente se me hacía la imposibilidad de intentar nada; pero no abandoné mi empresa hasta el último día de las operaciones del censo: aún me avergüenzo de recordar aquel día.

Yo hacía solo, siempre, mis visitas particulares, y aquella vez éramos unas veinte personas.

A las siete, todos los que habían manifestado deseos de tomar parte en aquella jornada de noche, que era la íntima, empezaron a llegar a mi casa. La mayor parte de aquellas personas me era desconocida. Eran estudiantes, un oficial y dos conocidos míos en la sociedad; éstos, después de decir en francés sacramental: << C'est tres intéressant!>>me rogaron que los admitiese en mi compañía.

Todos creyeron del caso concurrir vestidos de cazadora y de botas altas y fuertes como si se tratase de ir al monte a cazar. Llevaban consigo carnetsde forma singular y enormes lapiceros.


Se hallaban en ese estado particular de excitación que se tiene en una montería, en un duelo o una acción de guerra. Por ellos se comprendía, más que por nadie, lo falso y pueril de nuestra situación; pero a todos pasaba lo mismo: todos estábamos en igual caso.

Antes de marchar deliberamos, a la manera que en los consejos de la guerra, sobre el punto por donde debiéramos comenzar, la manera de fraccionarnos, etc. La deliberación tomó el mismo carácter que en un consejo, en una asamblea o en un comité, es decir, que todos hablaban, no por la necesidad de decir o enseñar algo, sino porque ninguno quería ser menos que los demás.

En aquella discusión nadie aludió al carácter benéfico que debía tener la excursión y del que tantas veces había hablado yo.

¡Cómo me avergonzaba al ver que era necesario llevar la conversación a aquel terreno y hacer comprender que debíamos ir tomando nota de todos aquellos que encontrásemos en un estado lastimoso y miserable!

Siempre me ha turbado hacer tales recomendaciones, pero en aquel momento, y en medio de la excitación producida en los ánimos por aquellos preparativos de campaña, apenas pude hablar de ello.

Me parecía que todos me escuchaban con tristeza, y aunque todos se manifestaron de acuerdo conmigo, creí comprender que juzgaban como una tontería mi empresa, y que no daría resultado alguno. Cuando terminó mi peroración, todos hablaron a la vez de cosas extrañas.

Y así continuaron hasta que salimos.

Llegamos a un cafetín, y después de haber despertado al mozo, empezamos a ordenar nuestras hojas. Cuando se nos dijo que los habitantes, conocedores de nuestra llegada, evacuaban sus viviendas, rogamos al patrón que cerrase con llave la puerta cochera, y nos fuimos al extenso patio para asegurar a los que intentaban irse, que no tratábamos de exigirles el pasaporte.

Aún recuerdo la impresión penosa que aquellas gentes alarmadas produjeron en mi ánimo. Al ver a tanto hombre desastrado o semidesnudo, a la luz de una linterna, todos me parecieron de estatura colosal en aquel patio sombrío.

Asustados y terribles en medio de su espanto, manteníanse de pie, agrupados cerca de los lugares comunes, y escuchaban nuestras palabras tranquilizadoras sin concederles crédito. Era evidente que se hallaban dispuestos a todo, para escapar, como las bestias feroces.

Señores, agentes de policía en ciudades y aldeas, jueces de instrucción acosan a aquellos miserables durante toda su vida, lo mismo en los caminos que en las calles, de 42


igual modo en los cafetines que en los asilos de noche. De repente llegan esos mismos señores y mandan cerrar la puerta cochera con el sólo objeto de contarlos...

Tan difícil era hacerles creer eso, como persuadir a los conejos de que los perros no intentan cogerlos.

Los habitantes volvieron sobre sus pasos al ver cerrada la puerta y nosotros, divididos en grupos, nos pusimos en acción.

Mis dos conocidos de la buena sociedad y dos estudiantes quedaron conmigo. Vania marchaba delante de nosotros con una linterna en la mano.

Fuimos a los locales que me eran conocidos: también conocía a alguno de sus habitantes, pero la mayor parte eran recién llegados.

El espectáculo que aquella noche se ofreció a mis ojos, fue más horrible que el de la casa Liapine. Todas las habitaciones estaban atestadas; todas las camas ocupadas por uno y frecuentemente por dos hombres.

El espectáculo era horrible, en atención a la exigüidad de los locales para el número de hombres | mujeres aglomerados en los mismos.

Aunque las mujeres no estuvieran perdidamente borrachas, dormían con los hombres en una misma cama.

Muchas de aquellas infelices, con sus hijos, dormían en camas estrechas con hombres que les eran desconocidos.

Quédeme perplejo ante la miseria, la suciedad, el t raje andrajoso y el aspecto de todas aquellas personas y, sobre todo, por su número.

Visitamos un local, después otro, un tercero, un décimo, un vigésimo, y en todos nos salieron al paso la misma fetidez, las mismas emanaciones, la misma exigüidad, la misma mezcla de sexos, las mismas borracheras de hombres y de mujeres hasta perder el conocimiento, el mismo espanto, igual humillación e igual temor en todos los semblantes.

Sentí la misma vergüenza y el mismo dolor que en el asilo Liapine, y comprendí que el fin que perseguía era malo, estúpido en sus procedimientos y, por ende, impracticable.

Ya no interrogué a nadie; no tomé ya nota de nombre alguno, convencido de que ningún resultado obtendría.

Aquel convencimiento me hizo mucho daño. En la casa Liapine me encontré en la situación del hombre que ha descubierto por casualidad una ulcera abierta en el cuerpo 43


de un semejante. Lo compadece con el disgusto de no haberla visto antes, pero con la esperanza de aliviar al enfermo.

Pero aquí me encontraba en el caso del médico que va con sus ungüentos y pócimas a casa del enfermo; le descubre la úlcera, la examina detenidamente, y se ve obligado a reconocer que todo cuanto haga será inútil, y que sus remedios serán en vano, porque de nada sirven.


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