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Lo Que Debe Hacerse
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Текст книги "Lo Que Debe Hacerse"


Автор книги: Leon Tolstoi



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»No existe más que la sociología, basada en la biología, como ésta lo está en todas las ciencias positivas, que pueden formular las leyes de la vida del género humano. El género humano, o las sociedades humanas, son organismos ya formados, u organismos en formación, sometidos a todas las leyes de la evolución de los organismos.

»Una de estas leyes esenciales es la distribución de las funciones entre las diferentes partículas de los órganos. Si los unos mandan y los otros obedecen; si los unos viven en la abundancia y los otros en la estrechez, ello consiste, no en que Dios lo haya dispuesto así, ni porque el gobierno sea expresión de las necesidades sociales, sino en que, en las sociedades como en los organismos, la vida del ser entero tiene, por condición necesaria, la división del trabajo: los unos ejecutan, en las sociedades, el trabajo muscular; los otros, el trabajo intelectual».

En esta doctrina se apoya la justificación favorita de nuestro tiempo.

No hace aún mucho que dominaba en la esfera de los sabios la filosofía del espíritu, la filosofía de Hégel, cuyas conclusiones eran que todo lo que existe es racional; que no hay ni bien ni mal; que el -hombre no tiene que luchar contra el mal, puesto que no existe, y que debe concretarse a demostrar su inteligencia: éste, en el servicio militar; aquél, en la magistratura, y el otro, en el arte de tocar el violín, etc.

Existían, sin embargo, numerosas y distintas expresiones de la sabiduría humana, conocidas todas en el siglo XIX. Eran conocidos Rousseau y Léssing, Spinoza y Bruno: era conocida también la sabiduría antigua; pero nada quería saber de ella la multitud.

No se puede decir que el éxito de Hégel estuviese en relación con lo armonioso de su teoría: existían teorías no menos armónicas, como las de Descartes, Leibnitz, Fichte y Schopenháuer. La única causa de que fuese por mucho tiempo esta teoría filosófica la doctrina de todo el mundo, fue la de que se ajustaba, por sus consecuencias, a los vicios de los hombres. Trataba 96


de establecer que todo era natural, que todo era bueno, y que nadie era culpable de nada. .

El hegelianismo era la base de todo cuando yo empecé a vivir: se respiraba en el aire; se leía en los artículos y en las revistas de los periódicos; en los cursos de historia y de derecho; en las novelas, en los tratados, en las artes, en los sermones, y en la conversación particular. El hombre que no conocía a Hégel no tenía derecho para hablar: el que deseaba conocer la verdad, necesitaba estudiar a Hégel. Todo descansaba en él, en su filosofía, y no han transcurrido aún cuarenta años y ya nadie se acuerda de él, como si Hégel no hubiera existido nunca. Y lo más sorprendente es que el hegelianismo ha dejado de existir sin que nadie lo haya refutado ni destruido, no: tal como era es; pero careció repentinamente de finalidad y de objeto a los ojos de los sabios.

Hubo un tiempo en que los doctores hegelianos instruían solemnemente a la multitud, y en que ésta, sin comprender nada, creía en todo ciegamente, encontrando en aquella filosofía la confirmación de lo que juzgaba beneficioso para sí misma, y persuadida de que lo que consideraba obscuro y contradictorio era, en la alta cima de aquella filosofía, claro como la luz del sol Pero llegó el momento en que la teoría aquella resultó gastada y en que apareció en su lugar otra; un tiempo en que la multitud, desdeñando la teoría antigua y dirigiendo la mirada a los santuarios misteriosos de los sacrifica-dores, se convenció de que en aquélla no había más que palabras obscuras y conceptos absurdos. Todo eso ha pasado en los tiempos que yo recuerdo.

Pero los poseedores de la ciencia actual dirán que todo eso ocurrió porque aquella teoría era un conjunto de absurdos del periodo teológico y metafísico; que ahora existe una ciencia positiva y crítica que no puede engañar, porque se apoya en la instrucción y en la experiencia; que ahora nuestros conocimientos no son ya inseguros como lo fueron antes, y que únicamente marchando por ese camino es como podrán resolverse todos los problemas humanos.

Verdad es que eso mismo decían los antiguos; que nuestros antepasados no eran imbéciles, y que entre ellos florecieron grandes talentos: eso mismo decían los hégelianos, según recuerdo, con no menos seguridad ni con menos aplauso de la multitud que se decía ilustrada y entre la que figuraban nombres que no desdecían de nuestros Hertzen, Stankevitch y Belinski.

Pero entonces ¿cómo explicar el fenómeno de que los sabios hayan profesado con tanta seguridad doctrinas tan falsas como absurdas, y que la multitud las acogiera con tanto entusiasmo? La única razón, la causa única era la de que aquellas doctrinas justificaban a los hombres de los errores de su vida.


II


Un adocenado publicista inglés, cuyas obras, perfectamente nulas, ha olvidado todo el mundo, escribió un tratado sobre la población, en cuyo tratado consignó la imaginaria ley de que las substancias alimenticias no guardaban la relación debida con el incremento de la población, y estableciendo la ley al amparo de fórmulas matemáticas desprovistas de fundamento, la dio a luz. Dada la ligereza y la nulidad del libro, se debió suponer que no llamase la atención de nadie y que cayese en profundo olvido como todas las obras sucesivas del mismo autor; pero sucedió precisamente lo contrario, y aquel publicista llegó a adquirir gran reputación, que conservó cerca de medio siglo.

¡Malthus! ¡La teoría de Malthus! El incremento de la población siguiendo una progresión geométrica, en tanto que las substancias alimenticias seguían una progresión aritmética. ¡El remedio natural y racional significado por el decaimiento de la procreación! Toda una serie de verdades científicas, indudables, que no se demostraban y que servían, como axiomas, para demostraciones ulteriores. Esto, en cuanto a las personas ilustradas y de ciencia; pues en cuanto a la multitud, a la generalidad de las gentes ociosas, esos se limitaban a admirar humildemente las grandes leyes de Malthus. ¿Y cómo sucedió eso?

Debiera creerse que se trataba una teoría científica que nada de común tenía con los instintos de la multitud; pero sólo puede juzgarlo así quien se imagine que dicha ciencia tiene algo de independiente y de infalible como la Iglesia, y no quiera ver que no es otra cosa, en realidad, que una invención de gentes superficiales y descarriadas que no conceden importancia al fondo de las ideas, sino a la etiqueta de la ciencia.

Basta deducir las consecuencias prácticas de la teoría de Malthus, para ver que dicha teoría era la más aplicable al hombre con fines determinados.

Las consecuencias que de ella se derivan directamente, son éstas: La situación desgraciada de los obreros lo es en virtud de una ley inmutable, independiente de los hombres, y si hay algún culpable de ello, son los mismos obreros hambrientos. ¿Por qué los tontos vienen al mundo sabiendo que no tendrán que comer en él?

En favor de tan precioso resultado para la gente ociosa, todos los sabios cerrarán los ojos en lo que concierne a la irregularidad y a la arbitrariedad absolutas de semejantes conclusiones desprovistas de pruebas, en tanto que la multitud de las gentes de letras, es decir, de los ociosos, comprendiendo por instinto a donde conducen aquellas conclusiones, 98


adopta la teoría con entusiasmo, le imprime el sello de la verdad, o lo que es lo mismo, el de la ciencia, y la sigue durante medio siglo.

¿No es ésta la causa que explica la seguridad de los heraldos del positivismo y la humilde sumisión de la multitud a lo que ellos predican?

Parece extraño, a primera vista, que la teoría científica de la evolución pueda justificar a las gentes de su falsedad, y natural parece que no se ocupara sino en observar los fenómenos; pero todo eso no es más que pura apariencia.

Lo mismo acontecía con la doctrina de Hégel en proporciones más vastas que en particular con la doctrina de Malthus. El hegelianismo parecía no ocuparse más que en las construcciones lógicas sin relación alguna con la vida de los hombres, de igual modo que la teoría de Malthus parecía no tener otro objeto que los hechos estadísticos; pero repito que todo eso no era más que pura apariencia.

La ciencia contemporánea trata también de hechos únicamente, y los observa; pero ¿de qué hechos? ¿Por qué se ocupa en unos y no en otros?

Los secuaces de la ciencia contemporánea repiten a cada paso, solemnemente y con seguridad de expresión: «No estudiamos más que los hechos», y se imaginan que sus palabras tienen algún sentido. Estudiar únicamente los hechos resulta imposible, porque son innumerables, en el sentido propio de la palabra, los hechos dignos de estudio. Antes de estudiar los hechos, es preciso establecer una teoría según la cual se les estudie, es decir, que se eligen entre la masa innumerable de hechos, estos o aquellos. Y tal teoría existe y está clara y explícitamente formulada, siquiera los secuaces de la ciencia contemporánea a veces lo ignoren, o a veces finjan ignorarlo. Siempre sucedió lo mismo con todas las doctrinas reinantes y directoras. La teoría suministra siempre los elementos constitutivos de cada doctrina, y los llamados sabios no hacen más que descubrir las consecuencias ulteriores de aquellos elementos, una vez suministrados. De igual modo, la ciencia contemporánea eligió los hechos en conformidad con los elementos de una teoría que conocía a veces, que a veces no quiere conocer y que en ocasiones desconoce en absoluto. Y sin embargo, esa teoría existe.


III


Vedla aquí: El género humano en su totalidad constituye un organismo vivo: los hombres son las diferentes partículas de órganos, cada uno de los cuales tiene su misión especial que sirve al organismo entero. Del mismo modo que las células, constituidas en organismo, se distribuyen el trabajo en la lucha por la existencia, desarrollando tal facultad, restringiendo tal otra y 99


formando órganos especiales para satisfacer mejor las necesidades de todo el organismo, y de igual manera que los animales sociables, como las hormigas y las abejas, dividen el trabajo, dedicándose la hembra a poner los huevos, los zánganos a fecundarlos y las abejas jóvenes a trabajar por la vida del enjambre, así también sucede con el género humano y con las sociedades humanas.

Para hallar la ley de la vida del hombre, es preciso estudiar las leyes de la vida y de la evolución de los organismos, y en esa vida y en esa evolución de los organismos, tropezamos con la ley de diferenciación y de integración; con la ley que determina que todo fenómeno soporte otras consecuencias además de la consecuencia inmediata; con la ley de la instabilidad, con la de la homogeneidad, etc., etc. Todo eso parece muy pueril; pero basta con deducir las consecuencias de todas esas leyes para comprender en seguida que esas leyes tienden al mismo fin que tendían las de Malthus.

Todas ellas tienen por objeto único hacer ver esa distribución de la actividad que existe en las sociedades humanas como organismo, es decir, con carácter necesario, y por consecuencia, para considerar la falsa situación en que nos encontramos los que nos hemos emancipado del trabajo, no a la luz de la razón y de la justicia, sino como un hecho inevitable que confirma la ley general.

La filosofía del espíritu justificaba la crueldad y la abominación; pero sólo de una manera filosófica y, por lo tanto, falsa, mientras que la ciencia demuestra todo eso de una manera científica, é indubitable por consiguiente.

¿Y cómo no acoger tan bella teoría? Basta considerar la sociedad humana como un campo de observación, para que yo pueda estar convencido de que mi actividad, cualquiera que sea la forma que adopte, es una actividad funcional del organismo del género humano, sin que necesite preocuparme de si es o no justo que, al aprovecharme del trabajo de otro, haga yo únicamente lo que me plazca, ni si la división del trabajo entre la célula del cerebro y la de los músculos, es o no equitativa. ¿Cómo no admitir, pues, una teoría tan seductora que permite guardarnos la conciencia en el bolsillo de una vez para siempre, y vivir una vida animal sin freno alguno, al amparo de un apoyo científico firmísimo, según nuestro tiempo?

Y ved de qué modo se fundamenta hoy, en esa doctrina nueva, la justificación de la ociosidad y de la crueldad de los hombres.


IV


Esta doctrina se abrió paso no hace aún mucho tiempo; hará unos cincuenta años, y fue su principal fundador el sabio francés Augusto Comte.


Augusto Comte, hombre a la vez sistemático y religioso, se apoderó, bajo la influencia de los descubrimientos fisiológicos de Bichat, completamente nuevos entonces, de la antigua idea, emitida ya por Menenio Agrippa, de que las sociedades humanas, y hasta la humanidad entera, pueden ser consideradas como un todo orgánico, y los hombres como partículas de órganos diferentes, cada uno de los cuales órganos tiene funciones determinadas y especiales cooperativas del organismo entero.

Agradó de tal modo esta idea a Augusto Comte, que se dedicó a edificar sobre ella un sistema filosófico, y tan lejos le llevó este sistema, que olvidó en absoluto que el punto de partida de su teoría no era otra cosa que un bello símil muy a propósito en un apólogo; pero que en manera alguna podía servir de base a una ciencia. Como sucede a menudo, Comte tomó por axioma una hipótesis que le sedujo, é imaginó luego que toda su teoría estaba edificada sobre cimientos sólidos.

Su teoría tiende a establecer que, siendo el género humano un organismo, no se puede saber lo que es el hombre ni cuales deben de ser sus relaciones con el mundo, si no se conocen las propiedades de aquel organismo. Para conocer estas propiedades, puede el hombre hacer observaciones sobre los demás organismos inferiores y sobre su vida, y obtener de ellos inducciones.

Así, pues, en primer lugar, el método verdadero y único de la ciencia, según Augusto Comte, es el método inductivo y toda la ciencia reconoce como base única la experimentación; y en segundo lugar, el objeto y la jerarquía de las ciencias constituyen una ciencia nueva: la del organismo imaginario del género humano, o sea la sociología.

De este modo de considerar la ciencia en general, se derivaba que todas las ciencias anteriores eran falsas, y que toda la historia del género humano, desde el punto de vista de la evolución intelectual, se dividía, hablando propiamente, en dos periodos: el periodo teológico y metafísico que comprendió desde el principio del mundo hasta Augusto Comte, y el periodo actual, el de la ciencia única y verdadera, el positivismo que comenzó con Augusto Comte.

Todo eso era de una gran perfección y no reconocía más que un solo defecto, a saber: que todo el edificio estaba construido sobre arena, esto es, sobre la afirmación arbitraria e inexacta de que el género humano es un organismo. Dicha afirmación es arbitraria, en cuanto que no tenemos más derecho para admitir la existencia del organismo humano, no susceptible de observación, que para afirmar la existencia de cualquiera otro ser quimérico e invisible; y es inexacta en cuanto a que a la noción del género humano, o sea a la noción de los hombres, vaya unida la idea de organismo, toda vez 101


que el género humano carece del carácter esencial de los organismos; esto es: de la sensibilidad o de la conciencia 6.

Pero no obstante lo arbitrario y falso de la tesis fundamental de la filosofía positivista, los llamados sabios no han dejado de acogerla con entusiasmo.

Es de notar, a este propósito, que de las dos partes de la obra entera de Augusto Comte: filosofía positiva y filosofía político positiva, los sabios no acogieron más que la primera, la que justificaba, con nuevas razones deducidas de la experiencia, el mal existente en las sociedades humanas.

En cuanto a la segunda parte, la que trata de los deberes morales del altruismo, deberes derivados de la asimilación del género humano a un organismo, tan poca importancia le concedieron, que la declararon nula y anticientífica.

Sucedió en esto lo mismo que con las dos partes de la obra de Kant. La crítica de la razón pura fue bien acogida por el mundo de los sabios; pero la crítica de la razón práctica, la que contiene la esencia de su moral, la rechazaron.

En la obra de Kant proclamaron, como científico, únicamente lo que justificaba el mal reinante.

Pero la filosofía positiva aceptada por el público, filosofía fundada en una teoría arbitraria y falsa, era inconsistente por sí misma y, por lo tanto, instable, y no hubiera podido subsistir por sí sola. Y he aquí que en el número de todos aquellos ociosos del pensamiento, entre los secuaces de aquella filosofía, surgió esta otra afirmación, también arbitraria y falsa, a saber: Que los seres vivientes, es decir, los organismos, se formaban los unos de los otros y no sólo uno de otro, sino uno de varios; esto es, que en un periodo de tiempo muy largo, al cabo de millones de años, por ejemplo, no solamente pueden descender de un común antecesor nuestro un ganso y un pez, sino que de un enjambre de abejas se puede formar un buey u otro animal cualquiera. Y el mundo sabio acogió con favor todavía más grande tan arbitraria y falsa afirmación; arbitraria, en cuanto que nadie ha visto jamás cómo unos organismos engendran a los otros, razón por la cual la hipótesis del origen de las especies será siempre una hipótesis y nunca un hecho experimental; y falsa, por cuanto la solución del problema del origen de las especies, por los principios de la sucesión y de la adaptación al medio en un período de tiempo infinitamente largo, no es en modo alguno una solución, sino una manera nueva de plantear el problema en otra forma.

En la teoría de Moisés, quedó establecida por la voluntad de Dios y por su poder infinito la variedad de las especies vivas; pero, en la teoría de la evolución, aquella variedad de seres vivientes es el resultado de la casualidad y de las diversas influencias de la sucesión y del medio en un periodo de tiempo infinitamente largo. La teoría de la evolución, hablando en términos muy claros, no afirma más que esto: que, en un periodo de tiempo infinitamente largo, de lo que queráis puede salir todo lo que queráis. El problema no ha sido, pues, resuelto: subsiste lo mismo aunque planteado de diferente modo: la voluntad ha sido sustituida por la casualidad, y el coeficiente de lo infinito ha sido llevado de la potencia al tiempo.

Pero esta nueva afirmación corrobora la de Augusto Comte, y, por otra parte, teniendo en cuenta la ingenua confesión del propio autor de la teoría darvinista, éste inspiró la idea de su sistema en la ley de Malthus y edificó sobre ella su teoría de la lucha de los hombres y de los demás seres vivientes por la existencia, como ley fundamental de todo ser animado. Pero no necesitaba más la turba de ociosos para su justificación.

Dos teorías instables, incapaces de tenerse en pie, se apuntalaban la una a la otra y adquirían las apariencias de la estabilidad. Ambas entrañaban esta conclusión, preciosa para la multitud: Los hombres no tienen la culpa del mal que existe en las sociedades humanas: el orden existente es precisamente el que debe existir. Y la nueva teoría fue aclamada por la multitud con una confianza y un transporte nunca vistos ni conocidos.

Y sobre estas dos tesis arbitrarias y falsas, aceptadas como dogmas, se elevó la nueva doctrina científica.

Spéncer, en una de sus primeras obras, la formulaba así: «Las sociedades y los organismos se parecen: En que, formados por pequeñas agrupaciones, acrecen insensiblemente su masa hasta alcanzar a veces un desarrollo seis mil veces mayor que el de su masa primitiva. »2.o Que en tanto que, en su origen, es tal su estructura,-que se les puede considerar como desprovistos de ella, al desarrollarse toman una estructura que cada vez va siendo más complicada.

»3.º Que aun cuando en su periodo rudimentario primitivo apenas existe entre las partes dependencia alguna, ésta va estableciéndose gradualmente y de un modo recíproco, y acaba por ser tan sólida, que la actividad y la vida de cada parte no pueden existir sin la actividad y la vida de las demás.


«4.o Que la vida y el desarrollo de la sociedad son independientes de la vida y del desarrollo de cada una de las unidades que la forman, y duran mucho más tiempo: estas unidades nacen, se desarrollan, obran, se reproducen y mueren, en tanto que el cuerpo político, compuesto por esas unidades, continua viviendo una generación tras otra, desenvolviendo su masa, su actividad funcional y sus progresos».

Más adelante indica las diferencias de los organismos y de las sociedades; demuestra que esas diferencias son tan sólo aparentes, y añade que los organismos y las sociedades son semejantes en absoluto.


V


Todo hombre de buen sentido no puede menos de preguntarse: —Pero ¿de qué habláis? ¿Cómo puede ser el género humano un organismo o semejante a un organismo? Decís que las sociedades se asemejan a los organismos por esos cuatro caracteres; pero no es así. Os limitáis a tomar algunos caracteres del organismo, y en ellos embutís a las sociedades humanas.

Citáis cuatro caracteres de similitud, y luego tomáis los puntos diferenciales, los reducís a meras apariencias y deducís, en conclusión, que las sociedades humanas pueden ser consideradas como organismos.

Pero eso no es más que un juego de dialéctica perfectamente ocioso. Con igual razón puede introducirse lo que se quiera en los caracteres del organismo. Yo tomo lo primero que se me ocurre: una selva, por ejemplo, que se la siembra en la planicie y crece cada día más.

«1. º Formada en su origen por pequeñas agregaciones, acrece imperceptiblemente su masa, etcétera». Lo mismo sucede con los campos cuando se hacen en ellos plantaciones, que poco a poco se convierten en alto bosque.

«2. º Su estructura, sencilla en un principio, se complica cada vez más, etc.» Lo mismo le sucede a la selva: en un principio los abedules; después los sauces y los nogales que crecen derechos y que entrelazan luego sus ramas.

»3. º La dependencia de las partes se hace tan sólida, que la vida de cada una de ellas depende de la vida activa de las demás, etc.» Lo mismo le ocurre a la selva: el peral da abrigo a los troncos de los arbustos: si lo cortáis, se helarán éstos. Las mojoneras abrigan del viento; los semilleros continúan las especies; los grandes árboles copudos prestan sombra, y la vida de un árbol depende de la de otro.

«4. º Los individuos pueden morir, pero el todo sobrevive». Igual le ocurre a la selva: ésta no llora por la pérdida de ningún árbol.


Al demostrar que podéis, con idéntica razón, y en virtud de esa teoría, considerar la selva como un organismo, os figuráis haber demostrado a los partidarios de la doctrina orgánica la falsedad de su definición; pero no hay nada de eso. La definición que dan del organismo es de tal modo inexacta, de tal manera amplia, que pueden hacer entrar en ella lo que quieran.

—Sí, —dirán, —hasta la selva puede ser considerada como un organismo.

La selva es la acción recíproca de individuos que se conservan el uno por el otro; un agregado cuyas partes pueden confundirse en una dependencia cada vez más estrecha, y que, como el enjambre de abejas, puede llegar a ser un organismo.

—Pero entonces —diréis —los pájaros, los insectos, las hierbas de esa selva que obran los unos en los otros y que se conservan los unos por los otros, ¿podrán ser considerados también como partes componentes, con los árboles, de un organismo único?

Y también lo admitirán. Todas las colecciones de seres animados obran las unas sobre las otras y se conservan las unas por las otras; luego pueden, según sus teorías, ser consideradas como organismos. Podéis afirmar la dependencia y la acción recíproca entre todo cuanto queráis, y afirmar, en virtud de la evolución, que, en un periodo de tiempo infinitamente largo, de aquello que queráis puede salir cuanto queráis.

Y lo más sorprendente es que esa misma filosofía positiva preconiza, como el único medio de llegar a la verdadera ciencia, el método científico determinado por ella, entendiendo por tal el sentido común.

Y ese sentido común la condena a cada paso. Desde que los papas comprendieron que nada de santos quedaba ya en ellos, empezaron a llamarse Padres santos.

Desde que la filosofía comprendió que nada de sensato quedaba ya en ella, empezó a llamarse lo que juzga que hay de más sensato, esto es, filosofía científica.


VI


La división del trabajo es la ley de todo lo existente, y así, debe regir a las sociedades humanas.

Posible es que así sea; pero surge esta pregunta: ¿Esa distribución del trabajo que ahora veo en la sociedad humana, es verdaderamente la que debe ser? Y si encuentro fuera de razón e injusta cualquiera distribución del trabajo, no habrá ciencia alguna en el mundo que pueda demostrarme y convencerme de que debe existir lo que yo considero injusto y falto de razón. La distribución del trabajo es una condición de la vida de los organismos y de las sociedades humanas; pero ¿qué es lo que en éstas se 105


debe considerar como distribución orgánica del trabajo? Por más que la ciencia estudie la distribución del trabajo en las células de los gusanos, sus observaciones no obligarán al hombre a reconocer como legítima una distribución del trabajo que rechacen su razón y su conciencia.

Por convenientes que sean los argumentos que suministra la división del trabajo en las células de los organismos observados, el que aún no haya perdido la razón dirá que un hombre no ha nacido para tejer indiana toda su vida, y que eso no es la división del trabajo, sino la opresión del hombre.

Spéncer y otros aseguran que existen pueblos de tejedores y que, por consiguiente, el tejido resulta de una distribución orgánica del trabajo: los tejedores son, pues, un efecto de esa distribución. Pudiera decirse eso, si los pueblos de tejedores se hicieran por sí mismos; pero todos sabemos que no se hacen ellos, sino que los hacemos.

Trátase ahora de saber si hemos hecho a los tejedores siguiendo la ley orgánica o cómo.

He aquí un grupo de gentes que viven y se sostienen como es costumbre en el campo. Un hombre instala una fragua y compone su carreta: llega un vecino suyo y le ruega que componga también la suya, ofreciéndole en cambio su trabajo o dinero. Llegan luego un tercero, y un cuarto, y en aquella sociedad se establece una distribución del trabajo con motivo de la fragua. Otro hombre ha instruido bien a sus hijos: su vecino le lleva los suyos y le ruega que se los eduque lo mismo, y ahí tenéis un maestro.

Pero el herrero y el maestro han llegado a serlo y continúan siéndolo, únicamente porque les han rogado que lo sean, y continuarán en su oficio en tanto que se les ruegue que lo ejerzan. Si sucede que hay muchos herreros y muchos maestros o que resultan innecesarios sus servicios, dejan al punto su oficio, como dicta el buen sentido, y como Ocurre siempre allí donde nada turba la regular distribución del trabajo, al dejar el oficio vuelven a la agricultura. Al hacer esto, obedecen a su razón y a su conciencia, y por eso nosotros, dotados de conciencia y de razón, convenimos en que es justa esa distribución del trabajo.

Pero si ocurre que los herreros tienen poder para obligar a otros a que trabajen para ellos y continúan forjando herraduras cuando no hay necesidad de ellas, y que los maestros siguen enseñando cuando no tienen discípulos a quienes enseñar, es evidente para todo ser dotado de razón y de conciencia como lo es el hombre, que aquello no es ya la división del trabajo, sino la usurpación del trabajo de otro. Y a eso es a lo que llama particularmente la filosofía la división del trabajo.

La causa de la miseria económica de nuestro tiempo está en lo que los ingleses llaman overproduction, o sea exceso de producción, cuando 106


fabrican en cantidad excesiva objetos que no se sabe dónde colocar o que nadie necesita.

Sería insólito que un zapatero, por ejemplo, creyese que las gentes estaban en el deber de alimentarlo porque él siguiera fabricando, sin darse punto de reposo, zapatos que aquéllas no necesitaran en mucho tiempo; pero ¿qué decir de esas gentes que no cosen, que no producen nada que sea útil para nadie, cuya mercancía no encuentra comprador, y que no piden con menos afán ni menos resueltamente, arguyendo sobre la división del trabajo, que se las mantenga bien y que se las vista mejor? Puede haber y hay hechiceros cuyos oficios son solicitados y de quienes se adquieren polvos y frascos; pero es difícil imaginar lo que sería de los brujos cuyos sortilegios a nadie aprovechasen y que pidieran atrevídamente que los mantuviesen. Esto es lo que pasa en el mundo y todo ello ocurre en virtud de esa falsa noción de la división del trabajo, que se apoya, no en la razón y en la conciencia, sino en la observación, división que los llamados sabios proclaman con tanta unanimidad. La división del trabajo ha existido siempre, y existe en efecto; pero no es justa más que cuando está basada en la razón y en la conciencia, y no en la observación. Y la conciencia y la razón de todos los hombres resuelven esa cuestión de una manera sencilla, segura y unánime de este modo: La división del trabajo es justa únicamente, cuando la actividad especial de un hombre es de tal modo necesaria a las gentes, que estas mismas, al reclamar sus servicios, le ofrecen espontáneamente alimentarlo en pago del servicio que les presta; pero cuando un hombre puede vivir, desde su infancia hasta los treinta años de edad, a expensas de los demás, prometiendo hacer algo útil, que nadie necesita, cuando haya aprendido a hacerlo, y cuando, desde los treinta años hasta que muere, puede vivir del mismo modo, prometiendo siempre hacer algo de lo que nadie necesita, eso no será la división del trabajo, sino la usurpación del trabajo de otro por el más fuerte, usurpación que tuvo en otro tiempo diferentes nombres; que los filósofos llamaron «las formas necesarias de la vida», y que hoy la filosofía científica llama «la división orgánica del trabajo».

La filosofía científica no tiene otra significación. Esa filosofía ha llegado a ser hoy la dispensadora de las patentes de ociosidad, por ser la que analiza y determina en sus templos lo que son la actividad parásita y la actividad orgánica del hombre en el organismo social. ¡Como si cada hombre no estuviera en estado de conocerlo por sí mismo de un modo más justo y más natural con sólo consultar a su razón y a su conciencia! Se les figura a los partidarios de la filosofía científica que no debieran existir dudas en este punto, puesto que la única actividad orgánica es la suya: ellos son los agentes de la ciencia y del arte, las células más preciosas del organismo: las del cerebro.


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