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Lo Que Debe Hacerse
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Автор книги: Leon Tolstoi



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Contiene los ensayos:

– ¿Qué Hacer?

– La vida en la ciudad

– La vida del campo

– Acerca del destino de la ciencia y del arte

– Sobre el trabajo y el lujo


LO QUE DEBE HACERSE



Contiene los ensayos: – ¿Qué Hacer?

– La vida en la ciudad – La vida del campo – Acerca del destino de la ciencia y del arte – Sobre el trabajo y el lujo




©1902, Tolstoi, Lev Nikolaevich ISBN: 9788486000097

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LO QUE DEBE HACERSE



LEV NIKOLAEVICH TOLSTOY



Traducción de CAMILO MILLÁNBARCELONA Casa Editorial Maucci, Mallorca, 226 y 228

BUENOS AIRES Maucci Herms. Cuyo 1070 || MÉXICO Maucci Herms. L. ªRelox l 1902

Barcelona.—Imp. de la Casa Editorial Maucci

PRIMERA PARTE



¿QUÉ HACER?




I


He pasado toda mi vida en el campo.

En 1881 vine a vivir en Moscou, y la miseria que reinaba en esta ciudad me llenó de admiración. Conocía lo que era la indigencia en los pueblos; pero la de las ciudades me era absolutamente desconocida, y no podía explicármela.

Es imposible salir a la calle en Moscou sin encontrar a cada paso mendigos, pero mendigos de un tipo particular, que no se parecen en modo alguno a los de los pueblos.

Éstos van cargados con las alforjas y tienen constantemente en los labios el nombre de Cristo: aquéllos, por el contrario, ni llevan alforjas ni piden limosna. Los más, cuando os ven, cruzan su mirada con la vuestra y, según el efecto que les producís, u os piden limosna o pasan de largo.

Conozco un mendigo de este género, y que es de origen noble. Es anciano: anda despacio, cojeando intencionalmente, bien del pie derecho, bien del izquierdo. Cuando os ve, se apoya en uno de ellos de modo que parece que os saluda: si os detenéis, lleva la mano a la gorra, se inclina, y os pide una limosna; pero, si pasáis de largo, trata de haceros creer que la inclinación obedeció a su defecto físico y sigue su camino inclinándose de igual modo sobre el otro pie.

Es un verdadero mendigo de Moscou que conoce su oficio.

Me pregunté, desde luego: ¿Por qué esas gentes obran así? Más tarde me di la razón de ello; pero me ha sido difícil siempre comprender su posición.

Noté un día, al atravesar la calle de Afanassievsky, que uno de la policía hacía entrar en un fiacre a un hombre del pueblo, hidrópico y andrajoso.

Le pregunté al agente qué delito había cometido aquel sujeto y me contestó que lo había detenido por mendigo.

—¿Está prohibido mendigar?—pregunté.

—Es probable, —me respondió el agente.

El fiacre se llevó al hidrópico.

Monté en mi coche y los seguí.


Quise saber si era verdad que estaba prohibido mendigar y cuáles eran los términos de la prohibición.

A pesar de todos mis esfuerzos, no podía comprender que estuviese prohibido que un ser humano les pidiese algo a sus semejantes, y menos podía persuadirse de ello al ver a los mendigos pulular por Moscou.

Entré en el cuartelillo adonde hablan conducido al hidrópico.

Un hombre, con el sable al costado y el revólver a la cintura, estaba sentado allí frente a una mesa.

Le pregunté por qué habían detenido al mujik.

El del sable y la pistola me miró con severidad y me dijo: —¿Qué tenéis que ver con eso?

Sin embargo, juzgando necesario darme algunas explicaciones, añadió: —Nuestros jefes mandan que se detenga a esa clase de personas, y es probable que tengan sus razones para ello.

Me retiré.

Vi en la antecámara al agente que había detenido al hidrópico: estaba apoyado en el marco de una ventana y examinaba con seriedad las páginas de un cuaderno.

Me acerqué a él y le pregunté: —¿Es verdad que se les prohíbe a los mendigos implorar la caridad en nombre de Cristo?

El agente salió de su abstracción; se fijó en mí: volvió a abstraerse, o mejor dicho, a amodorrarse, y murmuró: —Cuando los jefes lo ordenan, es porque conviene.

Se apoyó de nuevo en la ventana y volvió a examinar su libreta.

Salí del cuartelillo y me dirigí a mi carruaje: el cochero me preguntó: —¿Le han echado el guante?

Era evidente que se interesaba en el asunto.


—Sí, —repuse, —lo han cogido.

El cochero meneó la cabeza.

—¿Es cierto, pues, que en Moscou se les prohíbe a los mendigos pedir limosna por el amor de Dios? ¿Es posible saber por qué? ¿Cómo se comprende que siendo un mendigo de Cristo se le lleve preso?

—Hoy está prohibido mendigar.

En más de una ocasión me ha sucedido ver a los agentes de policía detener a los mendigos, conducirlos a la prevención y de allí a la casa de Iussupoff.

Un día encontré en la calle de Miasnitskaia un grupo de treinta mendigos, conducidos por agentes de policía.

Me dirigí a uno de éstos y le pregunté: —¿Qué delito ha motivado esas detenciones?

—El de la mendicidad, – me contestó.

Deducíase de ello que en Moscou, en nuestra segunda capital, la ley prohibía mendigar a todas esas gentes que pululaban por las calles y que se formaban ordinariamente en largas filas ante las iglesias durante los oficios religiosos, y, sobre todo, con ocasión de entierros.

Pero ¿por qué eran detenidos unos y se dejaba en libertad a otros? Esto era lo que no me explicaba.

Entre aquellos mendigos, ¿los había legales e ilegales? ¿Eran en tanto número que no se les pudiera coger a todos, o es que a medida que se arrestaba a unos iban llegando otros?

Existe en Moscou un número de mendigos de todo género: los hay que hacen un oficio de la mendicidad, y hay otros que son realmente indigentes; que habiendo ido a Moscou por un motivo cualquiera, no pueden dejar la ciudad por falta de recursos, y que se encuentran sumidos en la miseria más espantosa.

Entre los mendigos de esta categoría se ven aldeanos y aldeanas con sus trajes de pueblo, y frecuentemente he tropezado con ellos.

Algunos, al salir del hospital en donde hablan estado enfermos, carecían de recursos para su subsistencia y para regresar a su país: otros habían quedado arruinados en un incendio; los había también propensos o dados a la bebida, y éste era probablemente el caso del hidrópico de que he hablado antes.


También vi mujeres cargadas de niños de corta edad, y hombres vigorosos que podían trabajar.

Estos mendigos, que gozaban de buena salud, me interesaban singularmente, y he aquí la razón.

Desde mi llegada a Moscou, y como medida higiénica, tomé la costumbre de irme todos los días a trabajar con dos mujiks que aserraban madera en las Vorobiovy Gory (Montes de los gorriones).

Aquellos aldeanos se parecían en un todo a los mendigos que pululaban por las calles.

Uno de ellos, llamado Piotre, natural del gobierno de Kaluga, había sido soldado: el otro, nombrado Simion, era un aldeano del gobierno de Vladimir.

No poseían más que los vestidos que llevaban puestos, y los brazos para trabajar.

Ganaban, con su ruda labor, de cuarenta a cincuenta kopeks al día y aun hallaban medio de economizar algo de aquel salario. Piotre acababa de comprarse una pelliza, y Simion deseaba reunir el dinero suficiente para regresar a su pueblo.

Por eso, cuando encontraba en la calle dos hombres en iguales circunstancias, me interesaba por ellos y me decía: ¿Por qué trabajan los unos y mendigan los otros?

Cuando tropezaba con uno de estos últimos, le preguntaba por las causas que lo habían reducido a aquella situación.

Un día vi a un mujik de barba gris y en buen estado de salud, que me pidió una limosna, y le pregunté: —¿Cómo te llamas y de dónde vienes?

Me contestó que venía de Kaluga en busca de trabajo: había salido de su país con un camarada: hallaron desde luego ocupación y hacían leña en el bosque; pero su patrón dejó un día de necesitarlos, y los despidió: buscaron nuevo trabajo inútilmente: su camarada regresó al pueblo, y él, después de quince días en que se comió lo economizado, carecía de medios para comprar un hacha o una sierra.

Le di lo suficiente para que comprase una sierra y le indiqué un sitio en donde le darían trabajo.

Yo me había puesto de acuerdo con Piotre y con Simion, quienes me habían prometido acoger un camarada y encontrarle un compañero para el trabajo.

—Cuento contigo, —le dije al pordiosero, —y no te faltará qué hacer.

—Descuidad, iré: no mendigo por gusto: tengo fuerzas para trabajar.


Aquel mujik me dio palabra de concurrir al trabajo: me pareció franco y voluntarioso.

A la mañana siguiente fui a ver a mis dos amigos y les pregunté por su nuevo compañero; pero no habían visto a nadie.

Y como por éste, fui engañado por otros muchos aldeanos.

Algunos me dijeron que únicamente deseaban reunir el dinero necesario para regresar a sus pueblos: se lo di, y ocho días después los volví a ver en Moscou: la mayor parte me reconocían y me esquivaban, pero algunos hasta se olvidaban de mi fisonomía y volvían a pedirme limosna.

Así fue como me convencí de que aquella categoría de mendigos encerraba a muchos de mala fe; pero hasta los más embusteros inspiraban lástima, porque todos estaban flacos, miserables y enfermos.

A aquella clase de mendigos pertenecían, al decir de los periódicos, los que se morían de hambre o se suicidaban.


II


Cuando hablaba yo de esta miseria a los de la ciudad, me contestaban: —|Oh! lo que habéis visto no es nada aún. Id al mercado de Khitrovo y entrad en una de sus casas de dormir: allí encontraréis la compañía dorada 1.

Un humorista me dijo que la compañía se había convertido ya en regimiento completo; tan numerosos eran los miserables, y aquel humorista tenía razón, pero hubiera sido más justo decir que la compañía doradaformaba en Moscou un ejército entero, cuyo contingente se elevaba, por mi cuenta, a cincuenta mil personas.

Los habitantes de la ciudad me hablaban con cierta fruición de aquella miseria y parecía que se vanagloriaban al demostrarme que conocían aquel estado de cosas.

Recuerdo haber observado, durante mi estancia en Londres, que los habitantes de la ciudad parecían vanagloriarse también de la miseria londinense.

—Ved—parecían decir—cómo van las cosas por ahí fuera.

Quise ver la miseria de que me hablaron.

Intenté ir algunas veces al mercado de Khitrovo; pero me detuvo cierto malestar y cierto escrúpulo.



—¿A qué conduce ir a observar los sufrimientos de gentes a quienes no puedes socorrer?—me decía una voz interior.

—No, —me decía otra voz. —Toda vez que habitas en esta ciudad y ves sus esplendores, contempla también sus miserias.

Un día no festivo del mes de Diciembre de 1882, en que helaba atrozmente y corría un viento glacial, me dirigí al mercado de Khitrovo.

Eran las cuatro de la tarde.

En la calle de Soliannka empecé a encontrar individuos de color enfermizo, vestidos de un modo raro con trajes que no hablan sido hechos seguramente para ellos, y calzados de una manera muy particular. El número de aquellos individuos aumentaba a medida que yo me iba acercando al punto adonde quería ir: lo que más me llamó la atención fue su desprecio hacia todo lo que les rodeaba.

Envuelto cada uno en un traje extraño, que a ningún otro se parecía, todos marchaban con aire desdeñoso y sin preocuparse del espectáculo que ofrecían.

Todos se encaminaban hacia el mismo sitio. Sin informarme de un camino que no conocía, les seguí y llegué al mercado de Khitrovo.

Allí vi mujeres que tenían el mismo aspecto; que ofrecían el mismo empaque andrajoso, las mismas botas o los mismos zapatos destalonados, y que, a pesar de lo haraposo de sus vestiduras, tenían igual desenvoltura. Viejas y jóvenes, sentadas las unas vendiendo diversas mercancías, y andando las otras de aquí para allá, discutían vomitando injurias.

Había poca gente en la plaza.

Era evidente que había terminado la venta, y la mayor parte de los transeúntes no hacían más que atravesar el mercado y seguir más arriba, siempre en la misma dirección. Los seguí, y a medida que avanzaba, la concurrencia iba siendo mayor.

Después de atravesar el mercado, tomé por una calle adyacente y alcancé a dos mujeres: la una vieja y la otra joven.

Ambas iban envueltas en andrajos de color gris, y hablaban de un negocio.

A cada una de las palabras necesarias a la conversación, añadían una o dos enteramente inútiles y de las más obscenas. No estaban borrachas, y el negocio de que hablaban las hacía ser desconfiadas. Los hombres que se cruzaban con ellas o que iban delante, no prestaban atención alguna a aquella manera de expresarse tan extraña para mí.


Era evidente que en aquel sitio se expresaban todos de aquel modo. Quedaban a nuestra izquierda muchas casas para dormir, pertenecientes a particulares, y algunos desgraciados iban entrando en ellas: los demás seguían su camino.

Llegados al final de la calle, nos acercamos a una casa grande que formaba esquina: el mayor número de los viandantes se detuvo allí. En todo lo largo de la acera, en las baldosas y hasta en la nieve de la calle, se mantenían, de pie o sentadas, muchas personas que tenían el mismo aspecto que mis compañeros de camino.

Las mujeres estaban a la derecha y los hombres a la izquierda: pasó por delante de todos: eran algunos centenares, y yo me detuve allí donde terminaba la fila.

La casa ante cuya puerta aguardaban todos era el asilo de noche gratuito, fundado por Liapine: la multitud la componían gentes sin domicilio que esperaban que se abriese la puerta; ésta se abrió a las cinco y por ella se dejó entrar a cuantos quisieron.

Hacia aquella casa era a donde se dirigían casi todos aquellos a quienes yo me había adelantado.

Yo me había detenido al extremo de la fila de hombres. Los que tenía más cerca me miraron, y su mirada ejerció atracción sobre mí. Los jirones que envolvían sus cuerpos ofrecían notable variedad: pero la expresión de las miradas que me dirigieron aquellas gentes fue la misma.

En todas leí esta pregunta: —¿Por qué razón tú, que perteneces a otra esfera, te paras a nuestro lado? ¿Quién eres? Un ricachón lleno de arrogancia que quiere gozarse en nuestra miseria y disipar su fastidio atormentándonos. O bien: ¿Serás acaso, lo que no es ni puede ser, un hombre que tenga lástima de nosotros?

Todos me inspeccionaban: cuando sus ojos se encontraban con los míos, los volvían a otro lado.

Tenía deseos de trabar conversación con uno de ellos y, sin embargo, me costó mucho el decidirme.

Pero nos habían aproximado ya nuestras miradas, siquiera no nos hubiésemos hablado aún.

No obstante la distancia que la vida había puesto entre nosotros, ambos comprendimos que éramos hombres, y ya no tuvimos miedo el uno del otro.

El que tenía yo más cerca era un hombre de rostro mofletudo y barba rojiza. Llevaba en los hombros un caftán agujereado, y metidos sus pies mondos en zapatos destalonados, y eso que hacía un ocho grados bajo cero.


Nuestra mirada se encontró por tercera o cuarta vez, y tan dispuesto me sentí a hablarle, que lo que me avergonzaba no era el dirigirle la palabra, sino el no haberlo hecho ya.

Le pregunté de qué país era; me contestó y seguimos la conversación: los demás se acercaron a nosotros.

Era del gobierno de Smolensko y había venido a Moscou en busca de trabajo para ganarse el pan y poder pagar los impuestos.

—En los tiempos que corren falta el trabajo, —me dijo. —Los soldados lo acaparan todo. No hago más que ir tirando. Hace dos días que no he comido.

Esto lo dijo tímidamente y tratando de sonreír.

Cerca de nosotros estaba un soldado viejo, comerciante de sbitiene 2: le hice seña de que se acercase. Llenó un vaso que el hombre se tomó muy caliente, y luego se frotó las manos.

Ejecutado esto, me hizo el relato de sus aventuras. Su historia se parecía a la de los demás: había estado ocupado algún tiempo; había faltado luego el trabajo, y para colmo de desgracias, le habían robado en el asilo de noche el saco en que guardaba el dinero y el pasaporte, de suerte que no podía salir de Moscou.

Me dijo que, durante el día, entraba en las tabernas en donde se calentaba y se mantenía con los mendrugos de pan que dejaban los parroquianos.

Unas veces lo dejaban entrar y otras no: las noches las pasaba en el asilo.

Lo único que deseaba era que la ronda de policía diese con él y lo enviase por etapas a su país, en vista de no tener pasaporte.

—Según dicen, —añadía a modo de conclusión, – el próximo jueves vendrá por aquí la ronda y me detendrá seguramente. ¡Con tal de que pueda yo esperar hasta entonces!

La prisión y las etapas le parecían la tierra prometida. Mientras que contaba su historia, tres o cuatro hombres de los que allí estaban habían confirmado sus palabras, y añadido que también se encontraban ellos en igual situación.

Un joven, pálido, de largos cabellos, vestido únicamente con una camisa desgarrada por los hombros y con la cabeza cubierta con una gorra sin visera, se abrió paso por entre la multitud y llegó hasta mí. El frío le hacía temblar horriblemente, sin embargo de lo cual trataba de sonreír desdeñosamente mientras que los mujiks hablaban.



Le ofrecí sbitiene; tomó un vaso; se calentó también las manos, y empezó a hablar, pero le apartó en seguida un individuo de alta estatura, moreno, con la nariz de pico de águila, sin nada a la cabeza, y llevando por todo abrigo una camisa de indiana y un chaleco.

El hombre de la nariz de pico de águila me pidió que le diese de beber.

Luego llegó un viejo alto, de barba terminada en punta, vestido con un paleto ceñido a la cintura con una cuerda y calzado con lapits 3.

Estaba borracho.

Vi en seguida un hombrecillo de rostro abultado y ojos lagrimosos que llevaba puesto un chaquetón de cutí blanco, y que iba enseñando las rodillas por los agujeros del pantalón (de riguroso verano); rodillas que temblaban de frío y daban la una contra la otra.

El pobre diablo temblaba tanto, que derramó sobre sí el contenido del vaso. Lo llenaron de injurias.

Se contentó con sonreír de un modo triste y siguió temblando.

Después vi pasar sucesivamente ante mis ojos un ser deforme y torcido, cubierto de harapos y con los pies desnudos metidos en unas botas sin suelas; otro, que se asemejaba a un antiguo oficial; otro, que tenía traza de sacerdote, y un cuarto, a quien le faltaba la nariz; y todos ellos, suplicantes, humildes, torturados por el hambre y por el frió, se estrechaban a mi alrededor codiciando la sbitiene.

Acabaron con lo que quedaba, y uno de ellos me pidió dinero: se lo di; pero pronto me vi asediado por tal número de solicitantes, que aquello se convirtió en un caos.

El portero do la casa vecina gritó a la multitud para que despojase la acera en el frente de su casa, orden que fue obedecida al momento.

Do la muchedumbre misma salieron algunos que restablecieron el orden y me tomaron bajo su protección: quisieron abrirme paso para que saliese de entre la multitud; pero ésta, que se extendía a lo largo de la acera, rompió sus filas y se apiñó en torno mío.

Todos me miraban y me suplicaban, y la expresión de los sufrimientos, de la ansiedad y del respeto, pintada en sus semblantes, causaba pena.

Les di todo lo que llevaba sobre mí, que no era mucho; unos veinte rublos, y entré con la multitud en el asilo.



Este era inmenso y estaba dividido en cuatro secciones: las de los hombres ocupaban el piso alto y la de las mujeres el bajo.

Entré en esta última, que era un vasto salón, todo él lleno de literas dispuestas en dos líneas, la una sobre la otra.

Mujeres de extraño aspecto, con los vestidos hechos jirones, unas jóvenes y otras viejas, entraban y ocupaban los puestos que encontraban libres.

Algunas, de entre las viejas, se santiguaban y rezaban por el fundador del asilo; las demás reían y se injuriaban.

Subí al piso alto en el que los hombres estaban alojados de igual manera, y vi a uno de aquellos a quienes había dado dinero. Al verle, me sentí avergonzado y me apresuré a marcharme. Salí de aquella casa y entré después en la mía, con la conciencia de haber cometido un crimen.

Subí la escalera cubierta de tapices, y entré en la antecámara; me quité la pelliza y me senté a la mida en la que dos mozos de comedor, vestidos de negro, me sirvieron los cinco platos que constituían mi comida.

Hace treinta años vi guillotinar a un hombre en París, ante millares de espectadores.

Sabía que el reo era un temido malhechor, y no ignoraba las razones que desde hace siglos han venido aduciéndose para disculpar o explicar semejantes actos. Sabía que aquello se hacía con intención, conscientemente; pero en el momento en que el cuerpo y la cabeza quedaron separados, exhalé un grito.

Comprendí, no por discernimiento, no por sensibilidad, sino con todo mi ser que cuantos sofismas habla oído, relativos a la pena de muerte, no eran más que infames simplezas. Cualquiera que fuese el número de los espectadores y el nombre que se diesen, comprendí en aquel momento que acababan de cometer un asesinato, el crimen más grande que se puede cometer en el mundo, y que yo, por mi presencia y por mí no intervención, acababa de tomar parte en él y de aprobarlo tácitamente.

De igual modo allí, en presencia del hambre, del frío y de la humillación de aquellos seres humanos, me convencí de que la existencia de tales gentes en Moscou era también un crimen. Y en tanto nosotros nos regalábamos con filetes de ternera y con pescados exquisitos, y cubríamos nuestras habitaciones y nuestros caballos con ricos tapices y hermosos paramentos.

Digan cuanto quieran los sabios del mundo acerca de la necesidad de tal orden de cosas, aquello era un pecado que se cometía incesantemente y en el que yo incurría con mi lujo, pecado del que no solamente era yo culpable por complacencia, sino por complicidad.


A mi modo de ver, no había más que una diferencia entre aquellas dos impresiones: en el primer caso, todo lo que yo hubiera podido hacer era apostrofar a los asesinos que estaban cerca de la guillotina y habían ordenado el asesinato, diciéndoles lo mal que hacían, en la seguridad de que mi intervención no hubiera evitado la comisión del crimen: en el segundo caso, no solamente podía dar sbitiene y el dinero que llevaba en el bolsillo, sino también mi pelliza y todo cuanto tenía en mi casa.

Y sin embargo, no obró así, y entonces me creí, y me creo ahora, y me creeré siempre cómplice del crimen que se comete constantemente, y esa responsabilidad recaerá en mí en tanto disfrute de una alimentación superflua mientras otros se mueren de hambre, y en tanto que yo tenga dos vestidos y haya quien no tenga ninguno.


III


Confesé mis impresiones a un amigo, vecino de Moscou, y se echó a reír y me dijo que aquello era consecuencia natural de la vida de las grandes capitales y que sólo a mis prejuicios de provinciano debía atribuirse aquella manera de considerar las cosas. Me aseguró que aquello había ocurrido, ocurría y seguiría ocurriendo siempre, por ser consecuencia inevitable de la civilización.

En Londres aún era peor la situación... Por lo tanto, ni había allí nada malo, ni motivo para quejarse de ello.

Empecé a rebatir a mi amigo, y lo hice con tanto calor y tan nerviosamente, que acudió mi mujer para enterarse de lo que ocurría.

Parece ser que, sin darme cuenta de ello, me animaba bruscamente y exclamaba con voz conmovida: —No se puede vivir así. ¡Es imposible: no se puede vivir así!

Fui reprendido por mi inútil arrebato, por no saber discurrir con calma, y por irritarme de una manera inconveniente. Se me demostró, además, que la existencia de aquellos desgraciados no podía ser una razón para envenenar la vida de los demás, que también eran mis prójimos.

Comprendí que aquello era muy justo, y no repliqué; pero interiormente sentía que yo tenía razón también, y no lograba calmarme.

La vida de la ciudad, que hasta entonces me era extraña y me parecía rara, se me hizo desde aquel instante tan odiosa, que los goces de la vida lujosa y regalada, tenidos como tales hasta aquella fecha, se convirtieron para mí en tormentos.

Por más que buscaba en mi alma una razón cualquiera que disculpase nuestra vida, no podía ver sin irritarme mi salón y los salones de los demás, ni podía ver una mesa suntuosamente servida, ni un carruaje, ni los almacenes, ni los teatros, ni los círculos, 14


porque no podía dejar de ver, junto a todo aquello, a los habitantes del asilo Liapine, torturados por el hambre, por el frío y por la humillación.

Me era imposible desechar la idea de que aquellas dos cosas tenían perfecto enlace y de que la una era consecuencia de la otra. .

Recuerdo que este sentimiento subsistió en mi sin modificación alguna, tal como se manifestó en el primer instante, pero que vino otro a mezclarse con él y a relegarlo a segundo término.

Cuando les hablaba a mis amigos íntimos y a mis conocidos, de la impresión que me habla causado la visita hecha al asilo Liapine, todos me contestaban en el mismo sentido que el amigo con quien tan violentamente discutí; pero, después, todos aprobaban mi bondad y mi sensibilidad, dándome a entender que aquel espectáculo no había producido sobre mí tal impresión, sino porque yo era un ser buenísimo y una persona excelente. Y yo los creí de buena voluntad. E instantáneamente surgió en mi alma un sentimiento de satisfacción por creerme virtuoso y por mi afán de demostrarlo, sentimiento que sustituyó al de reproche y a los remordimientos que me hablan asaltado por mi conducta.

—Verdaderamente, —me decía, —no es en mi ni en el lujo con que vivo, en los que recae la responsabilidad de lo que acontece, sino más bien en las condiciones inevitables de la vida.

En efecto, la variación de mi manera de vivir no podía remediar el mal que habla visto. Si hubiese obrado como pensaba, no hubiese conseguido más que hacer desgraciados a mis parientes, sin mejorar por eso la situación de los demás.

De ahí que mi deber no consistiera en cambiar yo de vida, sino en concurrir desde luego, y en la medida posible, a mejorar la situación de los desgraciados que habían excitado mi compasión.

Lo único cierto es que yo era un excelente hombre que deseaba labrar el bien de mi prójimo; y me puse a meditar en un plan de beneficencia mediante el cual pudiera acreditar mi virtud.

Por entonces se verificó el empadronamiento.

Era una ocasión propicia para realizar mis proyectos.

Conocía muchas instituciones y sociedades benéficas en Moscou; pero me pareció nula su actividad y mal dirigida para lo que yo quería hacer.

Me decidí a inspirar a los ricos simpatía hacia los pobres de la ciudad y luego a colectar dinero, afiliando para esto a personas de buena voluntad.


Era preciso, también, aprovecharse del empadronamiento para visitar todas las madrigueras de la pobretería; entrar en relaciones con los desgraciados; conocer sus necesidades, y llevarles socorros en dinero o en trabajo. Era preciso, también, llevarlos fuera de Moscou; colocar a sus hijos en las escuelas y a los ancianos, lo mismo hombres que mujeres, en los hospicios y los asilos.

Creí que sería fácil constituir una sociedad permanente cuyos asociados se repartiesen los barrios de la ciudad de Moscou y velasen por qué no se engendraran de nuevo en ellos la pobreza ni la miseria, en cuyo caso atenderían desde un principio a su remedio, tanto por medio de cuidados como haciendo observar la higiene en la miseria urbana.

Me imaginaba que no habría ya en lo sucesivo ni pobres ni necesitados en la ciudad y que todo ello sería debido a mis esfuerzos.

Así podríamos los ricos sentarnos tranquilamente en nuestros salones, comer nuestros cinco platos e ir a los teatros y a las reuniones en coche, sin que turbaran nuestra tranquilidad espectáculos semejantes al que yo había presenciado cerca del asilo Liapine.

Desde que tracé mi plan y redacté un artículo sobre el asunto, me dediqué, antes de hacer imprimir éste, a visitar a todos aquellos amigos míos cuyo concurso esperaba obtener. A todos cuantos vi aquel día (me dirigí especialmente a los ricos) les repetí lo mismo, que era, sobre poco más o menos, el contenido del artículo que publiqué más tarde. Yo proponía utilizar el empadronamiento para conocer la miseria moscovita y hacer de suerte que no hubiese pobres en Moscou, con lo cual podríamos gozar los ricos, con la conciencia tranquila, del bienestar a que estábamos acostumbrados.

Todos me escuchaban con atención, pero, cuando comprendían de qué se trataba, se ruborizaban, por mí, de las tonteríasque yo decía; pero aquellas tonteríaseran de tal naturaleza, que no se atrevían a darles ese nombre.

Hubiérase dicho que alguna razón estética obligaba a los que me escuchaban a mostrar hacia mí una indulgencia excesiva.

—¡Ah, sí! Seguramente... Eso estaría muy bien, —me decían.

—Es imposible no interesarse en ello.

—Sí: vuestra idea es hermosa. También he pensado yo en este estado de cosas, pero... somos, por lo general, tan indiferentes, que no conviene contar con un éxito grande. Por lo demás, me hallo dispuesto a prestaros mi concurso en lo que intentáis.

Todos me contestaban de un modo análogo, pero me imaginé que consentían, no porque yo les hubiera persuadido ni porque olios participasen del mismo deseo, sino por un motivo exterior que no les permitía negarse.


También observé que ninguno de los que me habían ofrecido su concurso me indicaba la cantidad con que se proponía contribuir. Debía yo determinarla y pedirla. Y yo la fijaba en 300, 200 o 25 rublos. Nadie me dio dinero, y lo consigno así, porque tales personas se apresuran generalmente a dar el importe de aquello que desean.

Para tener un palco en una representación de Karah Bernhardt, se paga en el acto con el objeto de no perder la función.

Aquí, al contrario: de todos los que consintieron en abrir la bolsa y me expresaron su simpatía, ni uno solo me dio el dinero en el acto. Se limitaron a aceptar silenciosamente la cifra que les fijé.

En la última casa que visité aquel día había mucha concurrencia. La señora se ocupaba en actos benéficos desde hacía muchos años. Veíanse coches estacionados ante la escalinata y criados en traje de gala en la antecámara. En el gran salón señoras y señoritas, vestidas con pretensiones, estaban sentadas y vistiendo muñequitas. Algunos jóvenes las acompañaban. Las muñecas debían ser puestas en venta en beneficio de los pobres.

El aspecto del salón y do las personas que estaban en él, me produjo una impresión bastante penosa. Sin tener en cuenta la fortuna do aquellas gentes, que podría valorarse en muchos millones; sin hablar de los intereses de su capital, gastado en trajes, bronces, alhajas, carruajes, caballos y libreas, los gastos hechos para aquella velada en guantes, bujías, té, azúcar y pasteles, subían a cien veces el valor de lo hecho por aquellas damas.


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