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Lo Que Debe Hacerse
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Автор книги: Leon Tolstoi



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No puede serlo sino en un medio en que sean enteramente libres las relaciones mutuas. Hoy, des pues de siglos enteros de rapiñas, que han cambiado quizá de forma, pero que no han dejado de cometerse y se siguen cometiendo, el dinero acaparado, según la opinión de todo el mundo, constituye una violencia. El resultado del trabajo no está representado por él sino en parte pequeñísima, siendo lo demás el producto de toda clase de crímenes. Decir hoy que el numerario representa el trabajo del que lo posee, es caer en un error profundo o mentir a sabiendas.

Puede decirse que así debiera ser, y que eso fuera de desear; pero nada más.


En su definición más exacta y más sencilla al propio tiempo, el dinero es un signo convencional que da el derecho, o más bien, la posibilidad de servirse del trabajo de los demás.

Idealmente, no debería dar ese derecho más que cuando fuese la equivalencia de la actividad gastada por su poseedor, y así sucedería en una sociedad en que no existiera la violencia.

El señor carga a sus siervos de préstamos en telas, trigos y bestias, o les exige la cantidad equivalente.

Un aldeano le suministra ganado; pero remplaza la tela por dinero: el señor acepta éste, porque está seguro de obtener por su mediación la cantidad de tela que le es necesaria.

Con frecuencia toma más de lo que le es debido para asegurarse de que podrá pagar el tejido. Esta suma representa, evidentemente, un derecho sobre el trabajo de los mujiks y servirá para pagarles a ellos mismos, que se encargarán de hacer, por aquel precio, la cantidad de tela convenida.

Las personas que se ocupan en ello vense obligadas, porque no han podido criar para el señor un número determinado de carneros y necesitan numerario para indemnizar a aquel mismo dueño de los carneros que le faltan.

El aldeano que vende sus carneros lo hace para poder reembolsar a su señor el déficit causado por una mala cosecha de centeno.

Lo mismo ocurre en todos los países y en todas las sociedades.

El hombre vende, en la mayor parte de los casos, el producto de su trabajo pasado, presente y futuro, no porque el dinero le ofrezca facilidades para el cambio, sino porque se le pide como una obligación.

Cuando los Faraones de Egipto reclamaban de sus esclavos el trabajo, éstos no podían dar más que su actividad pasada o presente; pero con la aparición y propagación de la moneda y del crédito, que es su consecuencia, se ha hecho posible vender el trabajo futuro.

El dinero, gracias a existir la violencia en las relaciones sociales, no representaba más que la posibilidad de una nueva forma de esclavitud, impersonal, que ha reemplazado a la esclavitud personal.

El que posee esclavos tiene derecho al trabajo de Pedro, de Juan y de Isidoro; pero el ricachón tiene derecho al trabajo de todos esos desconocidos que necesitan dinero. El numerario ha descartado el lado penoso de la esclavitud, porque el señor sabía que tenía derecho de vida y muerte sobre la


persona de Juan; pero ha suprimido también entre el dueño y el esclavo todos los lazos de humanidad que en otro tiempo dulcificaban algo el pesado fardo de la esclavitud personal. Yo no digo que esto estado de cosas no fuese necesario al progreso de la humanidad, ni que dejase de serlo: me limito a poner en evidencia la significación del dinero y a indicar el error general en que yo estaba al creer que representaba el trabajo.

Me he convencido de lo contrario por experiencia.

En la mayor parte de los casos, el numerario representa la violencia o las astucias complicadas fundadas en ella.

En nuestra época, el dinero ha perdido por completo su verdadero carácter, la significación que se le ha querido atribuir y que no tiene sino en raros casos. Por lo general, indica la posibilidad y el derecho de usar del trabajo de los demás.

Su propagación, la del crédito y la de otros diferentes valores tienden a justificar, cada vez más, esta nueva significación.

Es una forma de esclavitud que no difiere de la antigua sino por su impersonalidad y por la ausencia de toda relación humana entre el señor y el esclavo.

El dinero es un valor siempre igual a él mismo, considerado como una cosa justa y legal y cuyo uso no está considerado como inmoral, según lo estaba por el derecho de esclavitud.

Recuerdo que, siendo yo muy joven, se estableció y generalizó en los círculos un juego nuevo que llamaban lotería. Todos jugaban y se dijo entonces que muchos se arruinaban y que algunos, que perdieron el dinero del fisco, se habían suicidado. Aquel juego fue prohibido y aún subsiste la prohibición.

Recuerdo haber oído a antiguos jugadores a quienes no se les podía acusar de sentimentalismo, que lo que la lotería tenía de más agradable era que no se sabía lo que se ganaba, como en los demás juegos: el mozo del círculo no entregaba dinero, sino fichas: todos perdían poco y no se apesadumbraban por la pérdida.

Se juega también a la ruleta, que está justamente prohibida, y... también con dinero.

Yo poseo el rublo fantástico; corto mis cupones de renta y me retiro del torbellino de los negocios.

¿A quién perjudico con eso?

Soy el hombre mejor y más inofensivo.


Pero mi manera de vivir es, en el fondo, el juego de la lotería o el de la ruleta: no veo al que se mata después de haber perdido, y que me procura esos pequeños cupones que corto con tanto cuidado.

No he hecho, no hago, ni haré nada más que cortar mis títulos de renta, y tengo la convicción de que el dinero representa el trabajo.

¡Es para admirarse! ¡Y aún hay quien hable de locos!

¿Existe una idea fija más terrible que ésta?

Un hombre inteligente, sabio si se quiere, y razonable en todo lo demás, vive como un insensato y se tranquiliza porque no acaba de pronunciar una palabra que es sin embargo necesaria, si quiere que su razonamiento tenga sentido; ¡y él cree tener razón!

¡Cupones representando un trabajo!

Pero ¿qué trabajo? Evidentemente no es el del que corta los cupones, sino el del trabajador.

La esclavitud fue abolida desde hace mucho tiempo en Roma, en América y entre nosotros; pero lo que fue suprimido fueron las leyes y las palabras, no los actos.

La esclavitud es la emancipación de los unos al descargarse del trabajo necesario a la satisfacción de sus necesidades y cargarlo sobre otros.

He aquí un hombre que no trabaja y para quien los demás gastan su actividad, no por afecto, sino porque posee el mediode hacerles trabajar: esa es la esclavitud. Existe en proporciones enormes en todos los países civilizados de Europa, en donde la explotación de los hombres se hace en grande y es considerada como legal.

El dinero tiene el mismo objeto y produce las mismas consecuencias que la esclavitud.

Su objeto es el de librar al hombre de la ley natural del trabajo personal, necesario a la satisfacción de sus necesidades.

Las consecuencias son: la creación e invención de nuevos deseos cada vez más complicados y más insaciables. Un empobrecimiento intelectual y moral y una depravación. Para los esclavos es la opresión y el rebajamiento al nivel de las bestias.

El dinero es una forma nueva y horrible de la esclavitud y, como ésta, corrompe al esclavo y al dueño; pero esta forma moderna es más innoble que la antigua, porque desliga a uno y a otro de toda relación personal.


XVIII


Me admiro siempre que oigo decir que una cosa es buena en teoría, pero no en la práctica, como si la teoría no fuese más que una colección de palabras bonita* necesarias en una conversación y no constituyera la base de toda acción práctica.

Es posible que existan muchas ideas tontas y eso explica el empleo de tal razonamiento de índole periodística. La teoría es lo que el hombre sabe, y la práctica lo que hace. ¿Cómo puede ocurrir que el hombre piense de una manera y obre de otra?

Si teóricamente, en la cocción del pan, se debe amasar la pasta y ponerla luego en el horno, nadie, a no estar loco, hará lo contrario.

Sin embargo, entre nosotros se encuentra una fórmula para repetir esa inconsecuencia.

En el asunto en que me ocupo, lo que había pensado siempre se ha confirmado, a saber: que la práctica se ciñe inevitablemente a la teoría y, habiendo comprendido lo que era objeto de mis reflexiones, no puedo proceder sino en conformidad con mis ideas.

Yo quería ayudar a los pobres porque tenía dinero y porque participaba de la superstición general de que el numerario representaba el trabajo y era legal y útil.

Pero habiendo empezado a dar, advertí que mi dinero provenía del dinero de los pobres.

Yo procedía como los antiguos señores que hacían trabajar a sus siervos los unos para los otros.

Todo empleo del dinero, cualquiera que él sea, bien compra de alguna cosa o simple don de una persona a otra, no es más que la presentación de una letra de cambio girada contra los pobres, o la transmisión a un tercero de aquella letra de cambio, para que la paguen los desgraciados.

Por eso comprendí cuan absurdo era querer ayudar a los pobres persiguiéndoles.

El dinero no era ya un bien, sino un mal evidente, por cuanto que privaba a los hombres del bien principal, o sea del trabajo yde sus naturales frutos.

Veía que yo era incapaz de otorgar a otros ese bien, porque no lo tenía: yo no trabajaba y no tenía la dicha de vivir del producto de mi actividad.


No parecía tener importancia este razonamiento abstracto sobre la significación del dinero, pero lo hacía, no por acostumbrarme a razonar, sino para resolver el problema de mi vida y de mis sufrimientos. Era para mí la respuesta a esta pregunta: —¿Qué hacer?

Habiendo comprendido lo que es la riqueza y lo que es el carácter del dinero, vi de una manera clara y cierta, no tan sólo lo que yo debía hacer, sino lo que debían hacer los demás, y lo que harán inevitablemente.

Hacía ya mucho tiempo que conocía en el fondo aquella teoría transmitida a los hombres desde los tiempos más remotos por Budha, Isaías, Laodtsi y Sócrates y que nos fue expuesta, sobre todo, en forma clara y positiva por Jesucristo y por su predecesor San Juan Bautista.

Éste, contestando a los hombres cuando le preguntaban lo que debían hacer, les dijo: «Que el que tuviese dos vestidos diese uno al que careciese de él yque partiese su comida con el que se muriese de hambre» (Lucas, Evang. x, xi).

Jesucristo lo expuso con más claridad aún, diciendo: «¡Dichosos los mendigos y desgraciados los ricos! No se puede servir a dos señores, a Dios y a su vientre».

Prohibía a sus discípulos que aceptasen, no solamente dinero, sino vestidos; le dijo a un hombre rico que él no podría entrar en el cielo par causa de sus riquezas y que le era más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el cielo de los elegidos, y añadió que el que no abandonase todo lo que poseía, su hogar, sus hijos y sus campos, para seguirlo, no podría ser su discípulo.

Dijo su parábola acerca del rico, que, sin embargo, no obraba tan mal como los de ahora, pues que se contentaba con comer, beber y vestir bien, no obstante lo cual perdió su alma. En cambio, el mendigo Lázaro salvó la suya por el solo hecho de ser pobre.

Esta verdad me era conocida hacía mucho tiempo, pero las falsas doctrinas la habían obscurecido tanto, que se había convertido para mí en una teoría, en el vago sentido que solemos atribuir a esta palabra.

Pero desde que conseguí destruir en mi espíritu los sofismas de las doctrinas mundanas, la teoría se reunió a la práctica, y la realidad de mi vida y de la vida de los demás hombres me parecieron consecuencia inevitable de esa teoría.

Comprendí que el hombre debe servir, no solamente para su bienestar personal, sino también para el de los demás. Si se quieren buscar analogías en el reino animal, como hacen algunos para defender el principio de la fuerza y el de la lucha por la existencia, es preciso citar animales sociables, como las abejas, y por consecuencia el hombre está llamado, por su naturaleza y por su razón, a ser útil a los demás, y a perseguir un fin común y humano.


Comprendí que ésta era la única ley natural del hombre, compatible con su finalidad, y la única susceptible de proporcionarle la dicha.

Esta ley ha sido violada siempre, y lo sigue siendo hoy, por los hombres que, parecidos a los zánganos, se eximen del trabajo, gozan del trabajo ajeno y dirigen toda su actividad, no hacia un fin común, sino hacia la satisfacción individual de sus pasiones, siempre en aumento, hasta que perecen.

Las formas primitivas de la desviación de la ley natural fueron desde luego: la explotación de los seres débiles, de las mujeres, por ejemplo: después la guerra y el cautiverio: la esclavitud vino en seguida, y ahora ha sido reemplazada por el dinero.

Este último es la esclavitud oculta e impersonal de los pobres. Por eso le tomé aborrecimiento e hice todo lo posible para verme libre de él.

Cuando me vi dueño de siervos y comprendí la inmoralidad de aquella situación, trató de emanciparme de ellos, haciendo valer, lo menos posible, mis derechos sobre aquellos desgraciados y dejan dolos vivir como si no me perteneciesen.

No puedo dejar de obrar de la misma manera con el dinero, esta nueva forma de servidumbre, y evito, en todo lo que me es posible, explotar a los demás.

El fundamento de toda esclavitud es el goce del trabajo de otro y, por consecuencia, servirme de la actividad de los trabajadores ejerciendo mis derechos sobre sus personas o usando de ese dinero que les es indispensable, es absolutamente la misma cosa.

Si realmente considero como un mal semejante goce, no me debo aprovechar de mis derechos ni de mi dinero, y debo prescindir del trabajo que aquellos desgraciados hacen para mí, sea privándome yo de él, sea haciéndolo por mí mismo.

Y esta conclusión tan sencilla, entra en todos los detalles de mi vida y me libra de los sufrimientos morales que padecía al fijarme en los desgraciados y en la depravación de los hombres.

Ella suprime a la vez las tres causas que me imposibilitaban asistir a los pobres y a las cuales he llegado al darme cuenta de mi fracaso.

La primera causa era la acumulación de habitantes en las ciudades y el consumo que hacían de la riqueza de los campos.

Cuando todo el mundo haya comprendido que la compra no es más que una obligación que deben pagar los pobres, y se haya acordado privarse de ella y satisfacer con el propio trabajo las propias necesidades, nadie abandonará ya el campo en donde es fácil satisfacer las necesidades sin el auxilio del dinero, y nadie irá a una ciudad, donde todo es preciso comprarlo o alquilarlo todo. Y en las aldeas, todos podrían ayudar a los necesitados.


Me lo he explicado todo perfectamente, y cuantos residen en el campo están persuadidos de ello.

La segunda causa era la desunión que existía entre los pobres y los ricos.

Pero si nadie compra y nadie alquila, nadie, tampoco, desdeñará hacer todo cuanto sea preciso para la satisfacción de sus necesidades. Desaparecerá la antigua distinción de pobres y ricos, y el hombre que haya proscripto el lujo y el servicio de los demás, se confundirá inmediatamente con la masa de los obreros y podrá ayudarles.

La tercera causa era la vergüenza que tenía al estar convencido de la inmoralidad de aquel dinero con el cual quería ayudar a los pobres.

Pero desde el momento en que se comprenda su significación, como símbolo de una esclavitud impersonal, no volverá a incurrirse en el error de que sea un medio para hacer el bien, y no se tratará de adquirirlo, sino de desprenderse de él a fin de estar en condiciones de practicar el bien para con los hombres, esto es, dándoles el propio trabajo y no el trabajo d«los demás.


XIX


He deducido que si el dinero era la causa de los sufrimientos y de la depravación de los hombres, y si yo quería ayudar a éstos, no debía causar las desgracias que deseaba suprimir.

He llegado a la conclusión de que el que no quiere ver la depravación y los padecimientos de otro, no debe servirse de su dinero para hacer trabajar a los pobres.

Debe pedir a sus semejantes lo menos posible, y hacer por sí mismo todo cuanto pueda.

De este modo llegué, por un largo camino, a la misma conclusión a que llegaron los chinos hace más de diez siglos.

Uno de sus proverbios dice: «Si existe un hombre ocioso, hay otro que se muere de hambre».

– ¿Qué debía hacer yo?

Las palabras de San Juan Bautista me dieron la contestación.

Cuando el pueblo le preguntaba: «¿Qué hacer?» le respondió: «El que tenga dos vestidos dé uno al que carezca de él, y el que tenga qué comer que invite al hambriento».

Estas palabras significan que debemos dar a los demás lo que nos sobre.


Este medio, que tan completamente satisface al sentido moral, me ofuscaba como ofusca a mis semejantes. Por eso no lo notamos y lo miramos de soslayo.

Ocurre lo que en el teatro. Hay una persona en escena a la cual ve el público; pero los actores, que aunque la ven no deben verla, se lamentan de que se halle ausente.

Por eso tratamos de remediar todos nuestros malee sociales con prejuicios políticos, gubernamentales o antigubernamentales, científicos o filantrópicos, y no vemos lo que parece evidente a todo el mundo.

Hacemos todas nuestras necesidades en nuestro cuarto; exigimos que otros saquen de él el vaso de noche, y fingimos condolernos del triste papel de aquellos desgraciados.

Queremos sacarlos de la situación en que están; inventamos para ello una porción de soluciones, y únicamente nos olvidamos de la principal, de la más sencilla, y es la de sacar el vaso nosotros mismos, o lo que aún es mejor, no evacuar más que en el lugar que, por común, es excusado nombrar.

El que padece sinceramente por las desgracias de los hombres que le rodean, tiene un medio claro y expedito, que es el único susceptible de remediar el mal y de despertar en él mismo el sentimiento de la legalidad de su vida; y es el que predicaba San Juan Bautista y que confirmó Jesucristo: no tener más que un vestido y carecer de dinero; es decir, no servirse del trabajo de los demás y hacer todo lo posible por uno mismo.

Eso parece tan claro como sencillo.

Pero la sencillez y la claridad no existen más que cuando las necesidades son sencillas.

Supongamos a un campesino que se está mano sobre mano y le manda a un vecino suyo, que le es deudor, que vaya a cortar la leña que necesita para su cocina. Claro es que este mujik es un perezoso; pero al fin comprende que quita al vecino sus medios de trabajo, se avergüenza de su acción y va por sí mismo a cortar la leña.

Pero el hombre colocado en el peldaño más alto de la escala de las gentes ociosas, no comprenderá su falta tan fácilmente como el mujik.

La esclavitud existe hace ya tanto tiempo bajo todas las formas imaginables; es tan grande el número de las necesidades artificiales que ha engendrado, hállanse tan íntimamente ligados unos a otros los gustos y las costumbres afectos a esas necesidades; se hallan tan afeminadas y depravadas las generaciones, y son tan complicados los sofismas inventados para justificar ese lujo y esa ociosidad, que es extraordinariamente difícil que los ociosos comprendan lo que se exige de ellos.


Se les va la cabeza en lo alto de la escalado mentiras en que viven cuando ven el nivel terrestre a que deben descender para comenzar a vivir, ya que no justamente, menos cruel y menos inhumanamente que hasta ahora; y por eso la idea les parece extraña.

Hasta ridícula le parecerá al hombre que tiene diez criados, un cochero, un cocinero, lienzos, bronces, piano y lo demás, en tanto que la encontrará sencilla y clara el hombre que, sin ser bueno, no es tampoco malo.

Comprenderá que debe hacer por sí mismo la leña para calentarse; preparar su comida; limpiarse el calzado; acarrear agua, etc., etc.

Pero aún existe otra causa que impide comprender a los hombres ociosos que un trabajo personal natural y sencillo es obligatorio, y es la complicación de las condiciones y de los intereses de todo género ligados entre sí por el dinero, y que son inherentes a la vida de los ricos. Mi vida fastuosa sostiene a las gentes. «¿Dónde irá mi ayuda de cámara, que es ya un viejo, si lo despido? ¿Y cómo queréis que todo el mundo haga lo que necesita y parta leña? ¿Qué será entonces del principio de la división del trabajo?

Iba yo esta mañana por el corredor en donde se encienden las estufas. Un mujik encendía fuego para calentar el cuarto de mi hijo.

Entré a ver a éste: aun dormía: eran las once, y como por ser día de fiesta no tenía clase, dormía hasta muy tarde.

He ahí un mocetón de diez y ocho años que ha comido bien la víspera y que permanece en la cama hasta aquella hora, en tanto que el mujik, que tiene su misma edad, se ha levantado al amanecer, ha hecho muchas cosas y enciende ya la décima estufa.

«No debería calentar el criado ese cuerpo perezoso y bien alimentado», me dije; pero me acordó en seguida de que la misma estufa calentaba también el cuarto de nuestra ama de llaves que tiene cuarenta años y que, para preparar una cama, había estado velando hasta las tres de la madrugada.

Se había levantado a las siete y no había tenido tiempo de encender su estufa: el mujik lo hacía por ella y el perezoso de mi hijo se aprovechaba de la ocasión.

Verdad es que todos los intereses tienen una gran ligazón; pero, sin previos cálculos y sin determinadas preferencias, la conciencia propia dirá a cada uno de qué parte está el trabajo y en cuál otra la ociosidad.

Otra cosa lo dirá más claramente aún, y es el libro de gastos.

Cuanto más dinero gasta el hombre, más ocioso está; es decir, más tendrán que trabajar los demás por él.


Cuanto menos gasta el hombre, más trabaja.

Pero se me dirá: ¿No habéis pensado en la industria, en las empresas sociales? y añadirán a esto palabras muy bonitas, como civilización, ciencias, artes, etc.

Si vivo algún tiempo, ya contestaré a todas esas objeciones.

SEGUNDA PARTE



LA SOLUCIÓN



LA VIDA EN LA CIUDAD




I


Entraba yo en una casa a las tres de la tarde en un día de marzo del año *** al volver la esquina de la calle de Zubov, vi en el callejón de Chamovnitschesk unas manchas negras sobre la nieve del Campo de las Vírgenes, y algo que se movía.

No hubiese prestado atención a ello, si un agente de policía (gorodovoi) no hubiese gritado, mirando en la dirección de aquellas manchas: —¿Por qué no la traes, Vasili?

—Si no quiere andar, —contestó una voz.

En aquel mismo instante las manchas se movieron en dirección al agente.

—¿Qué ocurre?—pregunté deteniéndome.

—Que acaban de cazar a unas palomasen la casa de Rjanoff y se las lleva a la prevención, y que una de éstas se ha quedado rezagada y, como veis, se niega a seguir adelante.

La conducía un conserje (dvornik) envuelto en una pelliza de piel de carnero (tulupe), quien la iba empujando por detrás. Todos íbamos abrigados de ropa como se debe de ir en invierno: ella era la única que no llevaba más que una sencilla bata: sólo pude distinguir en la obscuridad unas faldas color de canela, un pañuelo atado a la cabeza y otro al cuello.

Era de corta estatura, como lo son todos los miserables; de piernas cortas y de rostro relativamente ancho y desproporcionado.

—Por tu causa nos hemos detenido, bestia. ¿Quieres andar o no'?—le gritó el agente de policía.

Se conocía que estaba cansado y aburrido de aquella mujer.

Ésta dio algunos pasos y volvió a detenerse.

El viejo portero, buen sujeto a quien yo conocía, la tiró del brazo y la dijo fingiendo incomodarse: —Ya haré yo que te pares: ¡anda!

Ella vaciló y empezó a hablar con voz desabrida, siendo cada una de sus palabras una nota falsa, una especie de silbido, algo semejante a un aúllo.


Déjame quieta: no me empujes: yo iré «ola. —Te vas a helar,—le dijo el portero. —Nosotras no nos helamos: siento calor. Quería bromear, pero sus palabras sonaban como injurias.

Al llegar junto al farol más próximo a la puerta de nuestra casa, volvió a detenerse, se apoyó contra la pared y se puso a escarbar las faldas con sus manos inquietas, heladas y temblorosas. De nuevo le gritaron para que anduviese, pero ella murmuró algunas palabras: tenía en una mano un cigarrillo hecho, y en la otra un fósforo.

Yo me quedé atrás: me daba vergüenza de seguir adelante; la tenía también de permanecer allí viendo aquello. Me decidí, por último, y me dirigí hacia ella, que seguía apoyada en la pared y frotando fósforos que no se encendían, y que arrojaba al suelo. Me fijé bien en su rostro y, por lo ajado, parecía ser el de una mujer de treinta años: era de color terroso, con ojos pequeños y de mirada vaga como los de un borracho: tenía la nariz chata y los labios torcidos, babosos y con las comisuras caídas: por debajo del pañuelo que llevaba a la cabeza, asomaba un mechoncillo de cabellos sucios y desgreñados, y tenía el talle largo y aplanado y las piernas y los brazos cortos.

Me detuve frente a ella: me miró y se echó a reír como si hubiese adivinado lo que yo pensaba.

Comprendí que debía decirle algo, algo que le indicase la compasión que me inspiraba.

—¿Tenéis padres?—le pregunté.

Soltó, al oírme, una carcajada ronca, pero interrumpiéndola pronto, enarcó las cejas y m9 miró fijamente.

—¿Tenéis padres?—le volví a preguntar.

Sonrió con una expresión tal, que parecía decir: ¡Vaya una cosa que me pregunta!

—Tengo madre, —me contestó; —pero eso ¿qué te importa a ti?

—¿Cuántos años tenéis?

—Diez y seis, —dijo al punto, como respondiendo a una pregunta que se le hiciera con frecuencia.

—Vamos, sigue adelante y llévete el diablo, que vamos a reventar de frío por tu causa, —gritó el agente.

Despegóse ella de la pared, siguió con paso vacilante por el callejón de Chamovnitschesk, y entró en la prevención. Yo entré en mi casa y pregunté si habían vuelto mis hijas. Me contestaron que hablan regresado ya y que 81


dormían después de haberse divertido mucho en el baile a que habían concurrido.


II


Me estaba preparando a la mañana siguiente para ir a la prevención con objeto de enterarme de lo que hubiera sido de aquella mísera y pobre mujer, cuando llegó a verme uno de esos caballeros desgraciados que, por debilidad de carácter, dejan de ser señores, y que tan pronto se reponen como vuelven a caer.

Hacía tres años que nos conocíamos, y en aquellos tres años había disipado varias veces cuanto poseía y había tenido que empeñar o vender hasta la ropa. Acababa de ocurrirle uno de esos contratiempos y pasaba las noches, temporalmente, en la casa de Rjanoff, y los días en mi casa.

Me encontró en el dintel de la puerta y sin preámbulo alguno empezó a contarme lo que había ocurrido la noche última en la casa de Rjanoff. No había llegado aún a la mitad del relato, cuando aquel hombre, viejo ya, que tantas cosas había visto en su vida, rompió bruscamente a llorar y volvió el rostro hacia la pared interrumpiendo su narración.

He aquí lo que me contó; y debo advertir que todo era absolutamente exacto, según comprobé sobre el terreno, en donde recogí más detalles, con los que completo la descripción de lo acaecido.

En el cuerpo del edificio, piso bajo, número 32, en donde dormía mi amigo, había, entre los huéspedes nocturnos, miserables mujeres que por cinco kopeks se entregaban al que las quería, y una lavandera de treinta años, rubia, pacífica, bastante hermosa, pero enfermiza.

La patrona de aquel departamento es querida de un barquero. Él ejerce su oficio durante el verano, y en el invierno viven alquilando camas para payar la noche, a razón de tres kopeks «in almohada y de cinco con ella.

La lavandera vivió allí algunos meses con tranquilidad, pero en sus últimos tiempos todo el mundo se quejaba de ella porque no dejaba dormir a nadie con su tos.

Una vieja de ochenta años, que ya chocheaba y que vivía también allí, la tomó entre ojos y la injuriaba sin tregua ni descanso porque no la dejaba dormir en toda la noche con su tos de cabra.

La lavandera lo sufría todo con resignación porque debía algunos alquileres y le convenía no armar escándalo alguno. La salud no le permitía trabajar sino de vez en cuando; le iban faltando las fuerzas y la deuda con su patrona iba aumentando.


En la última semana no había podido trabajar ni un solo día y con su tos, que no cesaba, había estado molestando a todos y muy especialmente a la vieja que no salía a la calle para nada.

Hacía cuatro días que la patrona se habla negado a tener más tiempo en su casa a la lavandera, que le debía ya sesenta kopeks, deuda que no esperaba cobrar. Todas las camas estaban alquiladas y los inquilinos se quejaban unánimente de aquella tos inoportuna.

Cuando la patrona despidió a la lavandera y le mandó que saliera de la habitación, la vieja se llenó de alegría y empujó a la infeliz para que se marchara. Ésta lo hizo así, pero a la hora se encontraba do vuelta, y la patrona no tuvo valor para expulsarla de nuevo, y así pasaron uno, dos, y hasta tres días.

—¿A dónde he de ir?—exclamaba la lavandera.

Pero al tercer día, el amante de la patrona, un moscovita que no descuidaba sus intereses, avisó a un agente de policía. Llegó éste armado de sable y de pistola, y con buenos modales y con buenas palabras puso a la lavandera en mitad de la calle.

Era un día de marzo muy sereno, muy claro, pero de mucho frío. Corrían los arroyos; los porteros rompían el hielo; los trineos saltaban sobre la nieve helada y crujían al tocar en las piedras del piso. La pobre lavandera tomó la pendiente terriza bañada por el sol y, siguiéndola, llegó hasta la iglesia y se sentó al sol en el atrio; pero cuando el sol empezó a ponerse y los charcos empezaron A formar helada costra, sintió frío y tuvo miedo.

Se, levantó y se fue arrastrando... ¿hacia dónde?... Hacia su casa, hacia la única habitación que tuvo en sus últimos tiempos... Daba algunos pasos; descansaba un poco; volvía a emprender la marcha... Empezaba a obscurecer cuando llegó: se fue hacia la puerta, entró por ella, .se fue deslizando, dio un gemido y cayó.

Pasó por allí un hombre y luego otro.

—Sin duda está borracha.

Y pasó un tercero que tropezó con ella y fue a decirle al portero: —Ahí, en la entrada, hay una mujer borracha: por poco me rompo la cabeza al tropezar con ella: quitarla de ahí.

El portero se acercó a ella.

¡Estaba muerta!


III


Tal fue lo que me contó mi amigo. Cualquiera creerá que he inventado ambos hechos: el encuentro con la prostituta de diez y seis años, y la historia de la lavandera; pero se engañará: los dos pasaron realmente la misma noche: no recuerdo la fecha exacta, pero sí que en marzo de 18...


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