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Lo Que Debe Hacerse
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Автор книги: Leon Tolstoi



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XI


—Pero ¡la ciencia! ¡El arte!... ¿Negáis la ciencia y el arte? ¿Es decir que negáis aquello por lo cual vive el género humano?

Tal es siempre, no la réplica, sino el subterfugio de que se valen para rechazar mis argumentos sin examinarlos.

—¡Niega la ciencia! ¡Niega el arte! ¡Quiere retrotraer a los hombres al estado salvaje! ¿A qué, pues, discutir con él?

Eso es injusto. No tan sólo no niego la ciencia ni niego el arte, sino que en nombre de la verdadera ciencia y del verdadero arte digo lo que digo. Y lo que digo, lo digo únicamente para hacer posible al género humano su salida de ese estado salvaje en que le precipita la falsa ciencia de nuestros tiempos.

La ciencia y el arte son tan necesarios a los hombres, y quizá más necesarios aún, que el comer, el beber y el vestir; y tan necesarios son, no porque hayamos decidido que lo sean, sino porque lo son realmente.

Si a los hombres les presentaran heno para" saciar su apetito animal, lo rechazarían, por más que se les dijera que aquel era el alimento que necesitaban, e inútil fuera que se les dijese: —¿Por qué no comes heno, siendo así que éste es el alimento que te hace falta?

El alimento es necesario, pero puede ocurrir que lo que al hombre se le ofrezca no sea tal alimento.

Y eso es precisamente lo que ocurre con nuestra ciencia y con nuestro arte. Nos parece que si a una palabra griega le añadimos las terminaciones logia o grafía, y a eso le llamamos ciencia, será ciencia, en efecto, y que si a cualquier cosa obscena, como a una danza de mujeres desnudas, le damos por denominación una palabra griega coreografía, y decimos que eso es el arte, arte ha de ser precisamente; pero, por más que digamos que el contar los insectos, el analizar la composición química de las estrellas de la vía láctea, el pintar las ninfas de las aguas y los cuadros de historia y el escribir novelas y sinfonías constituye la ciencia y el arte, no lo será en tanto que como tal ciencia y tal arte no lo juzguen y acojan aquellos para quienes lo hemos hecho, y hasta hoy no lo han acogido en manera alguna, 119


Si solamente a unos les estuviera permitido producir los alimentos y prohibido a todos los demás, o éstos se vieran en la absoluta imposibilidad de producirlos, imagino que se rebajaría la clase y condición de los alimentos, y que si el monopolio de ellos residiera en los aldeanos rusos, no habría para el consumo del género humano más que el pan negro, la sopa de coles y el kvas, que es lo que más frecuentemente comen y lo que más les gusta.

Y lo mismo sucedería con la actividad superior humana de las ciencias y de las artes, si el monopolio le estuviese reservado a una sola clase; pero con una diferencia: el alimento corporal no puede ser muy desnaturalizado: el pan y la sopa, aunque no son alimento delicado, se comen sin dificultad; en tanto que el alimento espiritual puede ser desnaturalizado en grande escala. Hay quienes pueden digerir durante mucho tiempo alimentos espirituales inútiles, indigestos y hasta ponzoñosos; hay hasta quienes pueden intoxicarse con el opio y con el alcohol intelectuales, y ése es el alimento que le ofrecen a las masas.

Sí, eso es lo que ha sucedido entre nosotros; y ha sucedido porque la situación de los partidarios de la ciencia y del arte en nuestro tiempo y en nuestro mundo es privilegiada, y porque la ciencia y el arte representan, no la total actividad intelectual de todo el género humano consagrando sus mejores fuerzas a la ciencia y al arte, sino la actividad de un pequeño grupo de personas que han hecho de ello un monopolio y que se llaman los iniciados en la ciencia y en el arte, cuya noción desnaturalizan y que, habiendo perdido el sentimiento de su misión, se ocupan únicamente en arrancar de su penoso fastidio al pequeño círculo de ociosos en cuyo centro viven.


XII


Los hombres habían comprendido siempre la ciencia en su sentido más sencillo y más amplio. La ciencia, es decir, el conjunto de todos los conocimientos adquiridos por el género humano, ha existido y existe siempre, y sin ella es imposible la vida. A esa ciencia no es ya posible atacarla ni defenderla. Pero es tan variado el dominio de la ciencia general del linaje humano, desde el arte de explotar una mina de hierro hasta el conocimiento de cómo se mueven los astros, que el hombre se pierde, como en un laberinto, en esa multiplicidad de conocimientos actuales y en su infinidad, si no tiene un hilo conductor que le permita coordinarlos y clasificarlos, según el grado de su importancia y significación. Antes de empezar a estudiar cualquier cosa, debe decidir si el objeto de su estudio es de importancia para él, más importante y más necesario que los otros objetos de estudio innumerables de que está rodeado. Antes de estudiar un objeto, debe, pues, decidir el hombre por qué estudiará aquél y no otros; 120


pero estudiarlos todos, como los partidarios de la filosofía científica proclaman en nuestro tiempo, sin considerar lo que resultará de aquel estudio, es cosa absolutamente imposible, porque el número de – objetos para estudiar es infinito, y algunos de los objetos que estudiásemos no tendrían ninguna importancia ni significación alguna.

Por eso en los antiguos tiempos, y aun en los modernos hasta la aparición de la filosofía científica, la sabiduría superior de la humanidad consistía en encontrar el hilo conductor que permitiese coordinar las ciencias y determinar las que eran de primera importancia y las que no© tenían sino una importancia secundaria. Y esta ciencia, reguladora de todas las otras, fue llamada por todos la ciencia por excelencia, Tal ciencia existió siempre, antes de nuestra época, en las sociedades humanas desprendidas de la barbarie primitiva. Desde que el mundo existe han aparecido sabios en todos los pueblos que elaboraban la ciencia por excelencia, la ciencia de saber lo que más le importa al hombre conocer. Esta ciencia tenía siempre por objeto determinar el destino, y por lo tanto, el verdadero bien de cada uno en particular y de todos en general. Esta era la ciencia que servía de hilo conductor para establecer la importancia respectiva de todas las demás; era la ciencia de Confucio, de Budha, de Sócrates, de Mahoma y de otros; la ciencia como la comprendía y la comprende todo el mundo, excepto nuestro circulo de los llamados sabios. No sólo había ocupado siempre esta ciencia el primer lugar, sino que era la única que determinaba la importancia de todas las otras, y lo ocupaba, no porque los sacrificadores falaces, maestros en dicha ciencia, le atribuyesen tal significación, como creen los pretendidos sabios de nuestro tiempo, sino porque efectivamente, como pueden todos reconocerlo por la experiencia interior y por el razonamiento, sin la ciencia del destino y del verdadero bien del hombre, no puede existir ninguna otra, por ser infinitoel número de los objetos susceptibles de estudio (Subrayo la palabra infinitotomándola en su sentido propio). Sin esta ciencia es imposible hacer una elección acertada, y todas las demás ciencias y todas las artes se convierten, como se han convertido entre nosotros, en una diversión perjudicial y ociosa.

El género humano, desde su origen, ha vivido con la ciencia del destino y del verdadero bien de los hombres. Verdad es que, para un observador superficial, esta ciencia del verdadero bien parece diferente entre los budhistas, brahmines, judíos, cristianos, confucianos y musulmanes; pero donde quiera que veamos a los hombres sacudir su estado salvaje, allí encontraremos esa ciencia, Pero he aquí que de repente surgen en nuestros días hombres que aseguran y establecen que aquella ciencia, reguladora hasta aquí de todas las ciencias humanas, lo obstruye todo.


Trátase de construir un edificio: un arquitecto presenta el primer plano, otro arquitecto un segundo plano y otro, además, un tercero. Los tres planos coinciden en lo esencial y sólo se diferencian en algún detalle; así es que, en opinión de todos, el edificio quedará sólidamente edificado, observando en su ejecución cualquiera de los tres planos presendos. Pero he aquí que llegan personas que aseguran que lo esencial para la construcción es prescindir de planos y que se edifique así, a simple vista; y a este asíle llaman filosofía científica, la más exacta. Niegan toda la ciencia al negar la averiguación del destino y del verdadero bien de los hombres; y a esta negación de la ciencia le dan el nombre de ciencia.

La humanidad ha producido, desde que existe, grandes talentos, quienes, a vueltas con las exigencias de la razón y de la conciencia, se han preguntado: —¿En qué consiste el bien, el destino y el bien, no únicamente el mío, sino el de cada hombre? ¿Qué quiere de mí la fuerza que me ha engendrado y que me impulsa, y qué quiere de cada uno de los demás? ¿Qué debo hacer para llenar los deberes que me imponen el interés particular y el interés general?... Yo soy un todo—se han dicho—y una partícula de algo inmenso, infinito. ¿Cuáles son mis concomitancias con las partículas semejantes a mí, que son los demás hombres, y con el todo, que es el mundo?

' Y atentos a la voz de su conciencia y de su razón como a los descubrimientos hechos por sus antecesores y sus contemporáneos, que se habían formulado las mismas preguntas, dedujeron aquellos grandes talento3 doctrinas sencillas, claras, accesibles para todos y eminentemente prácticas.

A esos hombres se les encuentra en todas las filas, desde la primera hasta la última; de tales hombres está lleno el mundo. Todo el que vive se pregunta cómo podrá conciliar su aspiración hacia la vida individual con la conciencia y la razón: y por medio de ese trabajo común se elaboran con lentitud, pero sin interrupción, nuevas formas de la vida más en armonía con las exigencias de la razón y de la conciencia.


XIII


Surge de pronto una nueva casta de hombres que dicen: —Todo eso son bagatelas. Hay que dar de lado a todo eso. Eso es el método deductivo del entendimiento (Nadie ha podido comprender aun en qué consiste la diferencia entre la deducción y la inducción). Esas son las fórmulas del periodo teológico y metafísico.


Todo lo que los hombres han descubierto por el camino de la experiencia interior; lo que se han transmitido los unos a los otros respecto a la ley de su vida (de su actividad funcional, como dicen en su jerga), todo lo que desde el comienzo del mundo han hecho por ese camino los grandes espíritus del género humano, todo son bagatelas sin importancia alguna.

De esta nueva doctrina resulta lo siguiente: Sois una célula, pero, como veis, al propio tiempo que célula, sois una actividad funcional rigurosamente determinada que no solamente observáis, sino que sentís en vuestro interior: sois una célula pensante e inteligente y, por lo tanto, le podéis preguntar a otra célula parlante si siente también lo mismo que sentís y confirmar de ese modo, una vez más, vuestra experiencia; podéis aprovecharos o utilizaros de lo que las células parlantes que antes que vos han existido, han elaborado sobre el mismo punto, y tenéis millones de células cuya conformidad con las células que han consignado por escrito sus pensamientos confirma vuestras observaciones; pero todo eso no tiene importancia alguna; todo eso procede de un método falso y malísimo.

Y he aquí, ahora, cuál es el método científico, el único verdadero: Si queréis conocer vuestro destino y vuestro verdadero bien, el destino y el verdadero bien del género humano en general y de cada hombre en particular, debéis, ante todo, dejar de escuchar la voz y las exigencias de la conciencia y de la razón que se manifiestan en vos y en cada uno de vuestros semejantes: debéis dejar de creer en todo lo que dicen los grandes maestros del género humano acerca de la razón y de la conciencia, considerar todo eso como bagatelas y comenzar de nuevo. Y, para comprenderlo todo, debéis examinar con el microscopio los movimientos de los microbios y de las células en los gusanos, o lo que es más sencillo, creer lo que os digan acerca de ello los adeptos, provistos de una patente de infalibilidad. Y observando los movimientos de esos microbios y de esas células, o leyendo lo que otros hayan observado, atribuiréis a esas células sentimientos humanos; determinaréis luego lo que desean; hacia dónde corren; cuáles son sus costumbres, y de esas observaciones (de las que cada palabra contiene un error de expresión o de pensamiento) deduciréis, por analogía, lo que sois y cuál es vuestro destino y en qué consiste vuestro verdadero bien, y lo mismo respecto a las células semejantes a la vuestra.

Para conoceros, debéis estudiar, no solamente el gusano que veáis, sino las substancias microscópicas que distinguís apenas, y las transformaciones sucesivas de los seres que nadie ha visto nunca y que vos no veréis ciertamente jamás. Lo mismo ocurre con el arte. ¡El arte!... En donde está la verdadera ciencia, está siempre su expresión.

Los hombres veían, desde que existen, en la expresión de las diferentes ciencias la principal expresión del destino y del verdadero bien del hombre, y la expresión de esta ciencia era el arte en el sentido estricto de la palabra.


Desde que el mundo existe, hubo siempre naturalezas vibrantes, apasionadas por el problema de la dicha y del destino del hombre, que expresaron en el salterio o en la lira, por la palabra o por la imagen, su lucha y la lucha humana contra las mentiras que los desviaban de su verdadera misión, y expresaron sus sufrimientos en esa lucha y sus esperanzas en el triunfo del bien, y sus desesperaciones cuando el mal triunfaba, y sus éxtasis al sentir inminente la victoria definitiva del bien.

Desde que los hombres existen, el verdadero arte, altamente apreciado por ellos, no era otra cosa que la expresión de la ciencia del destino y del verdadero bien del hombre.

Siempre, hasta estos últimos tiempos, el arte se consagraba al estudio de la vida y entonces era apreciado por los hombres, sobre todo lo demás.

Pero al mismo tiempo que a la ciencia verdadera del destino y del verdadero bien substituía la ciencia de todo lo que uno quiere, el arte desaparecía con aquélla, por cuanto es una parte de la actividad humana.

El arte ha existido en todos los pueblos y existirá mientras que lo que llamamos religión sea mirado como la ciencia única. En nuestro mundo europeo, el arte se refugió en la iglesia, y fue el arte verdadero en tanto que ésta representó la ciencia del destino y del verdadero bien y que su doctrina fue considerada como la ciencia verdadera; pero, desde que el arte salió de la Iglesia para dedicarse a la ciencia y que la ciencia se dedicó a cualquier cosa, el arte perdió toda su importancia, y a pesar de sus derechos testimoniados por su antigua gloria y de la absurda afirmación del arte para el arte, que únicamente prueba que hemos perdido el sentimiento de su misión, el arte se ha convertido en un oficio que proporciona a las personas sensaciones agradables, y que se confunde fatalmente con las artes coreográfica, culinaria, capilar y otras, cuyos adeptos se llaman artistas, con el mismo título que los poetas, los pintores y los músicos de nuestro tiempo.

Si miras detrás de ti, verás en un periodo de millares de años y en la masa de millares de millones de personas que han vivido, emergir algunas decenas escasas de Confucios, de Budhas, de Solones, de Sócrates, de Salomones, de Sénecas y de Horneros. Verdad es que hubo pocos de ellos entre los hombres, siquiera entonces el género humano entero, y no una sola casta, contribuyese a formar a aquellos verdaderos sabios y verdaderos artistas, productores del pasto espiritual. No en vano los estimó tanto la humanidad, y los sigue estimando todavía.

Pero hoy se dice, por los que lo dicen, que todos aquellos grandes maestros antiguos de la ciencia y del arte no son ya necesarios. Hoy, los maestros de la ciencia y del arte cabe fabricarlos en virtud de la ley de la división del trabajo, y hemos fabricado en diez años más que los que han nacido entre los hombres desde el principio del mundo. Hoy tenemos la 124


corporación de los sabios y de los artistas, que nos prepara, siguiendo un procedimiento perfeccionado, todo el pasto espiritual que el género humano necesita, y esa corporación lo prepara en tan gran cantidad, que ya no tenemos precisión de invocar a los predecesores antiguos ni modernos. Hay que barrer de nuestra inteligencia y de nuestra memoria la actividad del periodo teológico y metafísico: la verdadera y razonable actividad vio la luz hará unos cincuenta años, y durante esos cincuenta años hemos fabricado tantos hombres grandes, que se cuentan lo menos diez por cada ciencia, y hemos creado tantas ciencias (verdad es que se las ha creado, como dijimos, con gran facilidad, añadiendo a una palabra griega las terminaciones logia o grafíay dando a la palabra compuesta el título de ciencia), hemos creado tantas ciencias, que no bolo le es imposible a un hombre conocerlas ya, sino que hasta le es imposible retener en la memoria la nomenclatura de las existentes, pues bastaría a formar, por sí sola, un gran diccionario, no obstante lo cual, siguen creándose todos los días ciencias nuevas.

Han hecho nuestros llamados sabios lo que aquel profesor finlandés que enseñaba a los niños la lengua de Finlandia en vez de la francesa. La enseñaba perfectamente; pero, por desgracia, excepto yo, nadie la comprendía y tocios dijeron que aquello eran inútiles bagatelas.

Eso, por otra parte, puede explicarse también de este modo: Si los hombres no comprenden toda la utilidad de la filosofía científica, es porque aún se hallan bajo la influencia del periodo teológico, de aquel periodo pretérito en que el pueblo entero, y lo mismo entre los judíos que entre los chinos, lo mismo entre los indios que entre los griegos, comprendían todo cuanto les decían sus grandes maestros.

Pero, cualesquiera que fuesen las causas, el hecho es que las ciencias y las artes existieron siempre, y que mientras verdaderamente existieron, fueron necesarias y accesibles a todos los hombres. Nosotros producimos algo a que damos el nombre de ciencias y de artes, pero resulta que ese algo que producimos no es necesario ni accesible a los hombres, y de ahí que, por lindas que sean las cosas que producimos, no tenemos el derecho de darles el nombre de ciencias y de artes.


XIV


—Pero eso que hacéis—me dirán—no es más que dar otra definición más restringida de la ciencia y del arte, definición en desacuerdo con la ciencia: la actividad científica y artística fue siempre la misma y sigue siendo la misma que tuvieron los Galileo, los Homero, los Bruno, los Miguel Ángel, los Beethoven y todos los sabios y artistas de igual o de menor cultura que sacrificaron su vida a la ciencia y al arte y que fueron y siguen siendo los bienhechores del género humano.


He ahí lo que se dice y se redice, tratando de olvidar el nuevo principio en que se apoyan la ciencia y el arte para reivindicar hoy una situación privilegiada, y lo que nos permite decidir, con pruebas y en escala cierta, si la actividad que toma el nombre de ciencia y de arte tiene o no el derecho de enorgullecerse así.

Cuando los sacrificadores de Egipto o de Grecia elaboraban sus misterios, ignorados de la multitud, y decían que aquellos misterios contenían en sí toda la ciencia y todo el arte, yo no hubiera podido comprobar, por sus servicios prestados al pueblo, la verdad de su ciencia, de aquella ciencia que se apoyaba, según ellos decían, en lo sobrenatural; pero hoy tenemos una definición muy precisa y muy clara de la actividad de la ciencia y del arte, definición que excluye todo lo sobrenatural: la ciencia y el arte se enderezan a consagrar la actividad del cerebro del género humano al servicio de la sociedad o del género humano en su totalidad.

Esta definición de la ciencia y del arte por la doctrina nueva, es absolutamente justa; pero, desgraciadamente, la actividad de las ciencias y de las artes actuales no se compagina con ella. Los unos producen cosas nocivos; los otros, cosas inútiles, y los demás cosas indiferentes que no convienen más que a los ricos. No abrigan los propósitos consignados en su definición, y tienen, por lo tanto, tan poco derecho a considerarse los representantes de la ciencia y del arte, como un clérigo pervertido, que no llenase los deberes por él contraídos, tendría en considerarse como el depositario de la verdad divina.

Y es evidente la causa por la cual los actuales partidarios de la ciencia y del arte no han realizado ni pueden realizar su misión: no la realizan, porque han convertido en derechos sus deberes.

La actividad científica y artística, en el verdadero sentido de la palabra, es únicamente fecunda, cuando se reconoce tan sólo deberes y no derechos.

Solamente por ser así y porque tal es su naturaleza, estima en tan alto precio su actividad el género humano. Los seres que estén llamados a servir a los demás por medio de un trabajo espiritual, no verán en ese trabajo más que un deber, y lo cumplirán a pesar de las dificultades, las privaciones y los sacrificios.

El pensador y el pintor no deben cernerse en la serenidad de las alturas olímpicas, como hemos dado en creer: el pensador y el pintor deben sufrir con los hombres para salvarlos y para consolarlos, y sufren más porque viven en una inquietud, en una agitación perpetuas: podrían descubrir y expresar lo que diese a los hombres la felicidad; lo que los librase de sus sufrimientos; lo que los consolase; pero aún no han descubierto nada; no han expresado nada en tal sentido, y mañana quizá sea demasiado, tarde, 126


porque habrán muerto. Por eso serán siempre el sufrimiento y el sacrificio el premio del pensador y del artista.

El pensador y el pintor no serán los que, educados en un establecimiento en que se tiene el encargo de formar el sabio o el pintor (y en el que, hablando con propiedad, forman un destructor de la ciencia o del arte), reciban el diploma o título de garantía, sino los que, sin haber querido pensar en ello ni expresar lo que sienten en sus almas, no puedan dejar de hacerlo obligados por la presión de dos fuerzas insuperables: el impulso interior y la necesidad de los hombres.

No hay pensadores ni artistas bien alimentados, gordos, ni satisfechos de sí mismos: la actividad espiritual y su expresión realmente necesaria a los demás, es la misión más penosa del hombre, la cruz, como se dice en el Evangelio, y el síntoma único, inevitable de la vocación real es la abnegación, el sacrificio de sí mismo para manifestar la fuerza puesta en el hombre que tiene la misión de ser útil a otros. No se forma sin un gran esfuerzo el fruto espiritual.

Dar a conocer el número de cochinillas que hay en el mundo, examinar las manchas del sol, escribir novelas y óperas, puede hacerse sin sufrir; pero enseñar a los hombres su verdadero bien, renunciando por completo a sí mismo y sacrificándose por el prójimo, no se puede hacer sin gran abnegación.

Cristo no murió en vano en la cruz, ni los mártires sufren en vano por el triunfo de su causa.

Pero nuestra ciencia y nuestro arte están garantidos, galardonados con diplomas y títulos y todos tienen, además, el cuidado de garantirlos mejor haciéndolos cada vez menos adaptables al servicio de los hombres.

Existen dos caracteres indubitables de la verdadera ciencia y del verdadero arte: el primero, interior, es que el servidor de la ciencia y el del arte cumplen sus deberes con abnegación y no por interés; y el segundo, exterior, es que la obra del servidor de la ciencia o del arte sea accesible a todos los hombres cuyo bien tiene presente.

Allí donde los hombres coloquen su destino y su verdadero bien, allí será la ciencia el estudio de ese destino y de ese bien verdadero, y SI arte la expresión de dicho estudio. Lo que entre nosotros se llama la ciencia y el arte es el producto de espíritus y de sentimientos ociosos que tienen por objeto halagar espíritus y sentimientos no menos ociosos; son ciencia y arte incomprensibles que nada dicen al pueblo, porque no han tenido en consideración para nada el bien del pueblo.


XV


Por mucho que se remonten nuestros conocimientos acerca de la vida de la humanidad, encontramos siempre, y por todas partes, una doctrina dominante que toma el falso nombre de ciencia y que vela á, los hombres el sentido de la vida, en vez de descubrírselo. Así sucedió entre los griegos con los sofistas; luego a los cristianos con los místicos; a los gnósticos con los escolásticos; a los judíos con los cabalistas y los talmudistas, y así por todas partes hasta nuestros días. ¡Qué dicha más especial la de vivir en una época privilegiada en la que esta actividad intelectual que se llama ciencia no incurre en el error, y se halla, según aseguran, en camino de verdadero progreso! ¿Provendrá, acaso, esa dicha especial de que el hombre no puede ni quiere ver su fragilidad? Pero ¿por qué no han quedado más que palabras de todas aquellas ciencias sofistas, cabalísticas y talmudistas, y nosotros somos tan especialmente dichosos? Los síntomas son los mismos; igual contento de sí propio, la misma ciega seguridad que nosotros; pero nosotros, nosotros estamos en el camino cierto, y es para nosotros, únicamente para nosotros, para quienes empieza el presente. Pero esta expectación en que estamos de algo extraordinario que descubriremos pronto, muy pronto, rasga el velo de nuestros errores no menos que ese mismo síntoma principal: la sabiduría reside en nosotros; la masa del pueblo no la comprende, no la aprovecha, ni tiene necesidad de comprenderla ni de aprovecharla.

Nuestra situación es muy grave; pero ¿por qué no mirarla de frente?

Ya es tiempo de que nos corrijamos y nos juzguemos. No somos más que eruditos y fariseos que nos hemos sentado en el solio de Moisés; que hemos arrebatado las llaves del reino de los cielos, y que no queremos entrar en ellos ni dejar que los demás entren. Nosotros, los sacrificadores de la ciencia y del arte, somos los peores embusteros y tenemos menos derecho a nuestra situación privilegiada que los sacrificadores más trapaceros y más malvados, puesto que nada la justifica.

Los sacrificadores podían aspirar a su situación; decían que le enseñaban a la gente el camino de la vida y de la salvación; pero nosotros los hemos substituido y no enseñamos a los hombres ni aun el camino de la vida: es más, reconocemos que no es necesario enseñarles nada: lo único que enseñamos a nuestros hijos es nuestro propio talmud o sea la gramática grecolatina, para que puedan continuar a su vez esta misma vida de parásitos que nosotros llevamos.

Decimos ahora: —Había castas y ya no las hay.


Pero ¿qué significación tiene ese aserto siendo así que los unos trabajan y los otros no?

Haced venir a un indio ignorante de nuestra lengua y hacedle ver la vida europea y la nuestra, y reconocerá las dos castas principales que existen en su país, perfectamente distintas: la de los trabajadores y la de los que no trabajan; y en este país como en el suyo, el derecho de no trabajar, consagrado por un privilegio particular que denominamos la ciencia y el arte, y, en general, la instrucción.

Y he ahí como esa instrucción, con la atrofia de la razón que es consecuencia de ella, nos ha conducido a esta singular demencia de espíritu que hace que no echemos de ver lo que es tan claro y tan indudable.


XVI


Pero ¿qué hacer? ¿Qué es lo que debemos hacer?

Esta pregunta, que implica la confesión de que nuestra vida es mala e ilegítima, y además la excusa de no poderla enmendar nunca, esta pregunta la he oído y la oigo por todas partes.

He consignado mis sufrimientos, mis investigaciones, las respuestas que me he dado a esta pregunta. Soy un hombre como los demás, y si por algo me distingo de otro hombre ordinario de nuestro círculo, es, en primer lugar, porque he contribuí-do más que él a formar la falsa doctrina di nuestro mundo: he recibido más elogios de los adeptos a la doctrina imperante y por eso me he pervertido más que los otros y he seguido el camino errado.

Y por esa razón espero que la solución del problema que he encontrado para mí, satisfaga a todos los hombres sinceros que se hayan hecho o se hagan la misma pregunta.

Ante todo, a la pregunta «¿Qué hacer?» me he contestado: No mentir a los demás ni a mí mismo, y no temer la verdad condúzcame adonde quiera.

Todos sabemos lo que es mentir a los demás y no tememos mentirnos a nosotros mismos, siendo así que la peor mentira, la mentira más cínica echada a otro no es nada, en sus consecuencias, comparada con la mentira que se echa uno a sí mismo, puesto que amoldamos a ella nuestra vida.

De esta mentira hay que guardarse mucho para contestar a la pregunta « ¿Qué hacer?» Y, en efecto, ¿cómo responder a esta pregunta «¿Qué hacer?» cuando todo lo que hago, cuando mi vida entera reconoce por base la mentira, cuando yo presento esa mentira, como si fuera la verdad, a los demás y a mí mismo? No mentir en ese sentido es no temer la verdad; es no imaginar 129


ni acoger los efugios imaginados por los hombres para ocultarse uno a sí mismo las obligaciones de la razón y de la conciencia; es no tener miedo a romper con los que nos rodean, para permanecer fiel a esa conciencia y a esa razón; es no temer el estado a donde la verdad pueda conducir, en la convicción de que, por horroroso que ese estado sea, no puede serlo tanto como el que reconoce por base la mentira. No mentir, en nosotros, personas privilegiadas, trabajadores del pensamiento, es no temer la comprobación.

Quizá sea tan grande tu deuda que no puedas pagarla; pero, por grande que sea, todo es preferible a seguir siendo insolvente. Por mucho que hayas avanzado por el mal camino, todo es preferible a avanzar por él un paso más. La mentira echada a los demás no pasa de ser incómoda. Todo se resuelve mejor y más pronto por la verdad que por la mentira. La mentira echada a los demás embrolla las cosas y retrasa su solución; pero la mentira que uno se echa, erigida en verdad, pierde nuestra vida entera.

Si el hombre, metido en mal camino, lo considera como el verdadero, cada paso que da por él lo aleja de su objetivo; si ese hombre, después de haber avanzado mucho por tan falsa vía, se percata u oye decir que va descaminado, y se asusta de verse ya tan lejos y trata de convencerse de que continuando por ella es posible que llegue a dar con el buen camino, jamás llegará a dar con éste.


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