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Lo Que Debe Hacerse
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Автор книги: Leon Tolstoi



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XI


Aquella visita dio el golpe de gracia a mis ilusiones: me persuadí de que mi fantasía era ridícula y ruin.

Pero creí, a pasar de ello, que no podía abandonar en el acto la totalidad de la empresa y que estaba en el deber de continuar el ensayo, en primer lugar, porque mi artículo, mis visitas y mis promesas habían alentado a los pobres, y en segundo lugar, porque había despertado también, con mi artículo y mis palabras, la simpatía de los bienhechores, muchos de los cuales me habían ofrecido su concurso personal y recursos pecuniarios.

Por otra parte, esperaba a que unos y otros me pidieran mi opinión sobre el asunto.

Recibí más de cien cartas suscriptas por pobres, o por ricos-pobres, si es que puedo llamarlos así. Visité a algunos, y a los demás los dejé sin respuesta; pero no me fue posible socorrer a ninguno. Todas aquellas cartas me habían sido dirigidas por personas que se habían encontrado antes en posición privilegiada (y denomino así aquella en que las personas reciben más de lo que dan), y que, habiéndola perdido, querían recuperarla.

El uno tenía necesidad de doscientos rublos para Sostener su comercio, que peligraba, y para terminar la educación de sus hijos; otro deseaba poner un gabinete fotográfico; un tercero quería pagar sus deudas y desempeñar el traje de los días de fiesta; el cuarto necesitaba un piano para perfeccionarse en la música y sostener a su familia dando lecciones. La mayor parte no pedían una cantidad determinada, sino, simplemente, que se les ayudase.

Y conforme iba examinando las exigencias, iba notando que las necesidades aumentaban en razón directa de los recursos, de suerte que no se podían satisfacer.

Lo repito: quizá fuera por torpeza mía, pero es el caso que no pude socorrer a nadie a pesar de mis esfuerzos.

En cuanto a la ayuda que me prestaron los bienhechores, me sucedió algo extraño e inesperado.

De todas las personas que me habían ofrecido dinero y hasta habían fijado la cantidad, ni una sola me envió un rublo para darlo a los pobres.


Según lo que me habían prometido, podía contar con más de tres mil rublos; pero ninguno de aquellos filántropos quiso recordar en ofrecimiento, y entre todos no me dieron ni un kopek.

Los estudiantes fueron los únicos que pusieron a mi disposición los doce rublos que les asignaron por sus trabajos de empadronamiento. En vez de las docenas de miles de rublos con que los ricos debieron contribuir para arrancar de la miseria y de la depravación a millares de seres, hube de concretarme a lo que yo había distribuido, sin reflexión bastante, a las personas que me lo habían sacado con maña, y además a los doce rublos que me dieron los estudiantes y otros veinticinco que me asignó el consejo municipal por haber dirigido los trabajos del censo en mi cuartel.

Y en verdad que no sabía cómo distribuir esta suma.

El asunto había terminado.

La víspera del carnaval, antes de marcharme al campo, me fui a la casa de Rjanoíf para desembarazarme de mis treinta y siete rublos y distribuirlos a los pobres.

Visité las habitaciones de mis conocidos y no encontré más que a un solo enfermo, a quien le di cinco rublos.

¿Cómo iba a desprenderme del resto?

Se comprenderá que muchos me pidieron dinero con insistencia; pero, como no los conocía entonces mejor que antes, me decidí a consultar con Iván Fedótitch, a fin de saber por él a quienes podría socorrer con los treinta y dos rublos.

Era el primer día de carnaval.

Todo el mundo iba con su ropa de los días de fiesta; todos habían comido, y muchos estaban ya borrachos.

En el patio, cerca del ángulo de la casa, estaba un viejo vestido con una almilla andrajosa y calzado con zapatos de cáñamo: era un trapero: parecía aún robusto y se entretenía en clasificar su botín y acopiarlo en una cesta: ponía en un lado el cobre, el hierro y otras cosas, cantando con hermosa voz una canción alegre. Me acerqué a él y entablamos conversación. Me dijo que tenía setenta años y que era solo. Su oficio bastaba para su manutención. No pensaba en quejarse, porque comía y bebía hasta ponerse ebrio.

Quise informarme por él de quienes eran los más particularmente desgraciados. Se incomodó y me dijo que, fuera de los haraganes y de los borrachos, no conocía otros necesitados, pero cuando conoció mis intenciones, me pidió cinco kopeks para beber en la taberna.


Me fui a ver a Iván Fedótitch para encargarle que distribuyese el resto del dinero. La taberna rebosaba de gente: las rameras, con sus trajes mejores, iban de una puerta a otra: todas las habitaciones estaban ocupadas.

Había muchos borrachos, y en una pequeña habitación tocaban el armonium y a su compás bailaban dos personan.

Iván hizo que se suspendiera el baile por respeto a mí y tomó asiento a mi lado en una mesa desocupada. Le dije que me habían encargado que distribuyese una pequeña cantidad, y que, como él conocía a sus inquilinos, le rogaba me indicase los más necesitados.

El amable tabernero (murió el año pasado), aunque ocupado en su establecimiento, se puso a mis órdenes; pero se quedó perplejo y pensativo.

Uno de los mozos, hombre ya de edad, oyó nuestra conversación y se mezcló en ella.

Empezaron a pasar revista a las personas necesitadas (yo conocía a algunas) y no pudieron ponerse de acuerdo.

—Paramonovna, —dijo el mozo.

—Sí, ésta hay veces que no tiene que comer; pero se casa.

—¿Y qué le hace eso? Aun así se la debe socorrer. Además, Spiridon Ivánovitch tiene hijos y se le haría un bien...

Pero Iván puso en duda la miseria de Spiridon.

—¿Akulina?... pero ésa ha sido ya socorrida. Mejor sería darle ese dinero al ciego.

En cuanto a éste, fui yo quien hice la objeción. Acababa de verlo: era un viejo de cerca ochenta años que no se sabía de dónde era.

Debía presumirse que su situación fuese más precaria que la de ningún otro, y sin embargo, lo acababa de ver acostado sobre un colchón de plumas; estaba borracho y apostrofaba con voz bronca y horrible a su querida, que era relativamente joven.

Hablaron también de un joven manco y de su madre, y observé que Iván estaba retraído por sus escrúpulos, porque sabía perfectamente que todo lo que se le diera a aquella gente, sería malgastado en su taberna.

Pero como yo necesitaba deshacerme de los treinta y dos rublos, insistí y los distribuimos bien o mal.


Los que recibieron el dinero iban, en su mayor parte, bien puestos: no hubo necesidad de ir a buscarlos muy lejos, porque estaban allí mismo, en la taberna. El manco llegó con botas a lo lacayo, con almilla encarnada y un chaleco sobre ella.

Así terminó mi crisis de beneficencia y me fui al campo disgustado de los demás, como ocurre siempre, a causa de las tonterías que yo mismo había hecho.

Mis propósitos benéficos se convirtieron en humo, y aquello concluyó para siempre, pero la marcha de los sentimientos y de las ideas que en mí se despertaron, no solamente no se detuvo, sino que adquirió mayor impulso.


XII


Cuando habitaba en el campo, mantenía relaciones continuas con los pobres de las ciudades.

Como necesito ser muy franco para que todos puedan comprender el giro de mis pensamientos y de mi manera de sentir, confieso que hacía bien poco en pro de los desgraciados. Sus exigencias, sin embargo, eran tan modestas, que lo pocoque hacia les era útil y creaba en derredor mío una atmósfera de simpatía y de solidaridad con mis semejantes. De ese modo tranquilizaba mi conciencia, que se rebelaba contra lo ilegal de mi vida.

Confiaba en vivir ele igual manera cuando me trasladé a la ciudad; pero me encontraba en ella con una miseria que, siendo menos verdadera, era más exigente y más atroz que la de los pueblos.

Lo que más me conmovió y me llamó la atención, fue el gran número de desgraciados con que tropecé. El vivo y sincero sentimiento que me produjo mi visita a la casa Liapine, me hizo comprender toda la infamia de mi existencia. A pesar de ello fui tan débil, que temí la revolución que aquel sentimiento debía provocar en mi vida, y traté de transigir con mi conciencia.

Desde que el mundo existe se viene repitiendo que no hay nada de malo en la riqueza ni en el lujo, que esos dones los da Dios, y que, viviendo en la abundancia, se puede socorrer a los pobres. Todos mis amigos me lo dijeron así, y yo di fe a sus palabras y me dejé convencer. Entonces fue cuando escribí mi artículo y cuando hice un llamamiento a los ricos para que acudiesen en ayuda de los pobres.

Todos se creyeron moralmente obligados a ser do mi opinión; pero ninguno hizo nada por los desgraciados.

Entonces fue cuando empecé a visitar a éstos.

Vi en sus madrigueras gentes en auxilio de las cuales me era imposible ir; obreros acostumbrados al trabajo y a las privaciones que vivían más alegremente que yo: 47


también hallé otros que, a mi parecer, habían perdido el gusto y la costumbre de trabajar para ganarse la vida; éstos adolecían de la misma desgracia que yo, y tampoco podía hacer nada por ellos.

En cuanto a desventurados que tuviesen hambre y frío, o que estuviesen enfermos, a quienes poder socorrer en el acto, no encontré más que a Agafia.

Me convencí de que era casi imposible dar con aquellos miserables, en atención a que estaban socorridos por aquellos otros en medio de los cuales vivían, y que no era con dinero con lo que se les podía cambiar la existencia.

Estaba convencido de ello; pero, por una mal entendida vergüenza, por no desistir de la obra emprendida, proseguí ésta hasta que se anuló por sí misma, hasta el punto de que me costó trabajo deshacerme, por la mediación de Iván Fedótitch, de los treinta y siete rublos que debía distribuir.

Es verdad que bien pudiera haber continuado aquella obra y haberle dado carácter filantrópico; que hubiera podido convencer a los que me habían ofrecido dinero y haberles obligado a que lo dieran, y que me hubiera sido fácil distribuir sus donativos y quedar satisfecho de mi virtud; pero comprendí que nosotros, los ricos, no queríamos dar a los pobres una parte de lo que nos era superfluo. ¡Teníamos tantas necesidades personales que satisfacer!... Comprendí también que no había nadie a quien socorrer precisamente, si se quería hacer el bien en conciencia y no distribuir el dinero a tontas y a locas, como lo había hecho yo en la taberna de Rjanoff. De tal modo abandoné el asunto por completo cuando me fui al campo.

Quise publicar un artículo descriptivo de cuanto había visto y demostrar por qué había fracasado mi empresa. Tuve deseos de justificar lo que había escrito y me reprochaban, acerca del censo; denunciar la indiferencia de la sociedad; indicar las causas generadoras de la miseria en las ciudades, y proponer los medios de combatirla.

Empecé a escribir el artículo con el propósito de condensar en él muchas cosas importantes; y no obstante mis esfuerzos, a pesar de la abundancia de las materias, no pude realizar mi trabajo: tal era el estado de irritación en que me encontraba, que me impedía tratar las cosas con serena imparcialidad, y por eso no he conseguido ultimarlo hasta los comienzos del año actual.

Ocurre con frecuencia en la vida moral un hecho curioso y poco notado, Si yo le cuento a un ignorante lo que todos sabemos, referente a geología, astronomía, historia, física o matemáticas, adquirirá nociones nuevas; pero no me dirá seguramente: —No me enseñáis nada nuevo: eso lo sabe todo el mundo, y yo también.


Pero decidle a un hombre la más alta verdad moral; presentádsela en una forma clara y precisa como él no haya oído jamás, y hasta el más badulaque, el que menos se interese en ese género de cuestiones, os dirá: —¿Quién puede ignorar eso? Hace ya mucho tiempo que eso lo dice y lo sabe todo el mundo.

Y, en efecto, aquel hombre cree estar seguro de haber oído aquella verdad, expresada en iguales términos.

Únicamente los que se interesan de una manera real en las cuestiones morales, comprenden el alcance y la extensión de una modificación cualquiera en la definición de las ideas, y saben apreciar el laborioso trabajo por medio del cual se llega a tal resultado.

¡Una hipótesis obscura, un deseo indeterminado, han podido trocarse en axiomas claros y bien definidos que exigen el cumplimiento de ciertos actos!

Tenemos la costumbre de creer que la moral es una cosa baladí y enojosa que nada nuevo e interesante puede contener, y sin embargo, toda la vida humana y todas las ramas de su actividad, como son: política, ciencias, artes, etc., no tienen más que un objeto: el de aclarar cada vez más, el de simplificar, arraigar y propagar la verdad moral.

Recuerdo que un día, al pasar por las calles de Moscou, vi a un hombre salir de su casa: se fijó atentamente en las piedras de la acera, eligió una y se agachó sobre ella. Me pareció ver que la frotaba y que la pulía a costa de grandes esfuerzos, y me pregunté: —¿Qué hará?

Me acerqué más a él y vi que era un dependiente de una carnicería, que estaba afilando su cuchillo. Necesitaba hacerlo para cortar la carne, y yo creí que trataba de pulir las piedras de la acera.

La humanidad no se ocupa sino aparentemente en el comercio, en los tratados, en las guerras, en las ciencias y en las artes: sólo hay una cosa que le interese y en la que se ocupa sin cesar, y es en darse cuenta de las leyes morales que rigen su vida. Estas leyes han existido siempre y la humanidad procura aún esclarecerlas y dilucidarlas.

Esto parece poco oportuno al que no necesita la ley moral ni quiere hacer de ella la brújula de su vida; pero ese esclarecimiento es no sólo la acción principal, sino la acción única de toda la humanidad.

Y esa acción es tan imperceptible a la vista, como la diferencia que existe entre un cuchillo que corta, y otro que tiene el filo embotado.


Un cuchillo es siempre un cuchillo, y el que no se sirve de ellos para cortar, no observa la diferencia que existe entre uno y otro; pero el que sabe que toda su vida depende, por decirlo así, del filo que tenga, comprende que es de primera necesidad que el instrumento esté bien afilado, y que no será útil en tanto que no corte lo que debe cortar.

Y eso fue lo que me sucedió al escribir mi artículo.

Me parecía conocerlo todo, comprenderlo todo, en lo referente a las ideas que me había sugerido mi visita a la casa Liapine; pero cuando traté de concebirlas bien y de expresarlas, echó de ver que mi cuchillo no cortaba y que debía afilarlo.

Hace de eso tres años, y hasta hoy no ha podido cortar lo que yo quería que cortase, y, sin embargo, nada de nuevo he aprendido en esos tres años.

Mis ideas son las mismas; pero en otro tiempo estaban embotadas, se borraban y no convergían en un foco único; carecían de filo, y no conducían a una resolución clara y sencilla, como conducen hoy.


XIII


Recuerdo que, durante la tentativa que hice para acudir en auxilio de los desgraciados, creí parecer-me a un hombre atascado que intentara sacar a otro del mismo atolladero. Todos mis esfuerzos me hacían comprender la poca consistencia del terreno en el cual tenía puestos los pies: comprendía que me hallaba sobre cieno, y no inquiría con atención el piso en que me apoyaba.

Buscaba incesantemente un medio exterior para combatir el mal que veía en derredor mío. Sabía que mi existencia era mala y, a pesar de ello, no deducía la clara y sencilla conclusión de que era preciso que yo reformase mi vida; al contrario, estaba persuadido de que era necesario corregir y reformar la de las demás para que mejorase la mía.

Habitaba la ciudad y quería mejorar la manera de vivir de sus habitantes.

—¿Qué es lo que caracteriza la vida y la miseria de las ciudades? ¿Por qué no he podido socorrer a los desgraciados? – me preguntaba.

Y me contesté que mi tentativa había fracasado por dos razones: la primera, porque los pobres eran muy numerosos en el mismo sitio, y la segunda, porque eran muy distintos a los de los pueblos.

Todos cuantos no hallaban sustento en los campos, se reunían en las grandes poblaciones en torno de los ricos, y por eso eran tan numerosos.


Verdad es que en las ciudades hay pobres nacidos en las mismas, o cuyos padres y abuelos vieron la luz en ellas; pero también lo es que sus ascendientes vinieron a las ciudades para buscar en ellas el sustento.

¿Qué quiere decir «buscar el sustento en la ciudad»? Hay en esto, si bien se reflexiona, algo que parece una broma. ¿Cómo puede ser que se venga de los campos, es decir, de los campos donde se producen todas las riquezas de la tierra, para vivir en las ciudades en donde nada se produce y todo se consume?

Yo me acuerdo de cientos, de miles de personas con las cuales hablé a propósito de esto, y todas me dijeron lo mismo: «Esas gentes vienen a Moscou en busca de sustento». Allí no se siembra, allí no se cosecha; pero allí se vive en la opulencia; allí es donde únicamente pueden encontrar el dinero que necesitan en los campos para comprar pan, choza, caballo y todos los objetos de primera necesidad.

Y, sin embargo, el campo es el manantial de todas las riquezas, puesto que produce el trigo, la madera, los caballos y todo lo demás.

¿A qué, pues, ir a las ciudades para buscar en ellas lo que produce la tierra? ¿A qué exportar desde los pueblos a las ciudades lo que los campesinos necesitan? ¿A qué llevar a ellas la harina, la avena, los caballos y el ganado?

Tuve ocasión de hablar de esto a menudo con los labradores que viven en Moscou, y comprendí que aquella acumulación de aldeanos, es, en parte, obligada, por no poder ganarse la vida de otro modo, pero que en parte es también arbitraria y debida a las seducciones que ofrece la ciudad.

Verdad es que el aldeano, para hacer frente a todas las exigencias y a todas las necesidades de la vida, se ve obligado a vender aquel trigo y aquel ganado que necesitará después, y que, de bueno o de mal grado, tendrá que ir a la ciudad para ganarse en ella el pan.

Pero debemos decir también que el lujo de la ciudad y los medios que ésta ofrece para ganar más fácilmente el dinero, atraen al aldeano y le hacen confiar en que trabajará poco, comerá bien, tomará té tres veces al día, vestirá bien, y podrá entregarse a la borrachera y al escándalo.

En uno y otro caso, el motivo es el mismo: la concentración de la riqueza en las ciudades y su transmisión de manos de los productores a las de los no productores.

Desde principios de otoño, todo lo que el campo ha producido se acumula en las ciudades, porque hay necesidad de satisfacer las exigencias de los impuestos, del reclutamiento y de las demás cargas.

Esa es también la época de loa casamientos y de las fiestas. Llegan los acaparadores: las riquezas d«los aldeanos consisten entonces en ganado comestible y de labor, en 51


caballos, cerdos, gallinas, huevos, manteca, lino, avena, trigo, centeno, etc., y todo pasa a manos extrañas que en seguida lo transportan a la ciudad.

Los habitantes de los pueblos se ven obligados a vender para satisfacer las cargas que pesan sobre ellos. Sobreviene en seguida el déficit, y necesitan ir allí donde fueron acumuladas sus riquezas para tratar de reunir algún dinero con que hacer frente a las primeras necesidades del campo. Seducidos por los atractivos que ofrece la ciudad, algunos se quedan en ella.

Lo mismo sucede en toda Rusia y en el mundo entero: las riquezas de los productores pasan a manos de los comerciantes, de los grandes propietarios rurales, de los acaparadores, de los fabricantes, y los que las adquieren desean aprovecharse de ellas, y para eso necesitan residir en las ciudades.

En primer lugar, es difícil encontrar en los campos los medios de satisfacer todas las necesidades de la gente rica: no hay en ellos estudios de pintores, grandes almacenes, bancos, restaurants, círculos ni teatros: en segundo lugar, no pueden satisfacer los ricos en el campo la vanidad, el deseo de sobrepujar a los demás, que es uno de los mayores goces de la riqueza.

Los campesinos no saben apreciar el lujo, y no hay nada que pueda maravillarlos.

Nadie contempla ni envidia los departamentos, los lienzos, los bronces, los carruajes, ni los prendí • dos del que habita en el campo: los aldeanos no tienen criterio suficiente para juzgar de esas cosas.

En tercer lugar, el lujo en tales condiciones hasta es desagradable y peligroso para todo hombre medianamente delicado. Cuesta trabajo tomar baños de leche o dársela a los perros, allí donde los niños carecen de ella; es triste edificar pabellones y trazar parques en medio de gentes que habitan en chozas rodeadas de estercoleros y que carecen de leña para calentarse. Nadie podría mantener el orden entre los mujiks ni impedir que cometiesen simplezaspor su ignorancia.

Por eso se concentran los ricos en las ciudades en donde la satisfacción de los gustos es más refinada y está garantida por una policía numerosa y vigilante.

Los primeros habitantes de las ciudades han sido contratistas del Estado: en derredor de ellos se agruparon los artesanos, los industriales y por último las gentes ricas, que, poseyéndolo todo, no tienen más que desear las cosas, y que rivalizan en lujo los unos con los otros, para eclipsar y admirar a los demás.

Y sucede que el millonario que se avergüenza de rodearse de lujo en el campo, no tiene en la ciudad los mismos escrúpulos, y halla incómodo y molesto no vivir como todos los millonarios que le rodean.


Lo que juzga penoso e impropio en el campo, le parece naturalísimo en la ciudad.

Consume tranquilamente, bajo la salvaguardia de la autoridad, lo que el campesino ha producido, y éste se ve obligado a concurrir a la fiesta eterna de los ricos: ¿podrá recoger las migajas que se caen de sus mesas?

Y al contemplar aquella vida suntuosa, ajena de cuidados, estimada por todos y por la autoridad protegida, el campesino quiere también trabajar lo menos posible y aprovecharse ampliamente del trabajo de los demás.

Y vedlo atraído en la ciudad, tratando de establecerse a la inmediación del rico, y soportando todas las situaciones en que éste quiere colocarlo. Le ayuda a satisfacer todos sus caprichos; pónese a su servicio en el baño y en el restaurant, es su cochero, y le proporciona mujeres.

Así es como los hombres aprenden de los ricos a vivir como ellos, no por medio del trabajo, sino por un cúmulo de subterfugios y chupándoles con maña a los demás sus riquezas acumuladas; y como es natural, se pervierten y se pierden.

Pues bien: aquella población de miserables era la que yo había querido socorrer.

Basta reflexionar un poco acerca de la situación de aquellas gentes para admirarse de que muchos de entre ellos sigan sien-i lo honrados obreros y no se hayan convertido en aventureros corriendo tras un botín fácil; en mercachifles, en mendigos, en prostitutas, en estafadores y en bandidos.

Nosotros, que tomamos parte en esa orgía eterna de las ciudades y que podemos arreglar nuestra vida a nuestra voluntad, creemos muy natural vi viten un departamento de cinco habitaciones, templadas por una cantidad de leña que bastaría a calentar veinte familias; dar un paseo de media versta con dos caballos de trote y dos hombres; cubrir el pavimento de nuestras habitaciones con alfombras, y gastar de cinco a diez mil rublos en un baile, o veinticinco mil rublos en un árbol de Navidad.

El que necesita diez rublos para el pan de su familia, a la que le han embargado la última oveja para satisfacer siete rublos de un impuesto vencido, y que no ha podido economizarlos a pesar de un trabajo rudo, ése no piensa, seguramente, como nosotros.

Creemos que a los pobres les parece muy natural todo eso y algunos somos tan sencillos, tan inocentes, que hasta pretendemos que los pobres nos deben estar agradecidos porque les proporcionamos los medios de ganarse la vida.

Pero esos desheredados de la fortuna no pierden el sentido común por el hecho de encontrarse en la miseria, y razonan exactamente como nosotros.

Cuando llega a nuestra noticia que un personaje cualquiera ha perdido al juego diez o veinte mil rublos, nos formamos en seguida la idea de que aquel hombre ha sido un imbécil que ha sacrificado sin provecho alguno tanto dinero, cuando hubiera podido emplearlo en edificaciones o en beneficio de la cultura general.


Los pobres razonan del mismo modo al ver los suntuosos y locos derroches de los ricos, y su razonamiento es tanto más justo, cuanto que ellos necesitan dinero, no para satisfacer un capricho cualquiera, sino para subvenir a las más urgentes necesidades.

Estamos en un error al creer que, razonando así, permanecen indiferentes al lujo que les rodea. Desde su punto de vista, no es justo que los unos vivan en fiesta continua, y que los otros trabajen y ayunen frecuentemente.

En el primer momento se admiran y se sienten ofendidos por el espectáculo; pero comprenden luego que tal estado de cosas es legal, y procuran esquivar el hombro al trabajo y participar de la fiesta. Unos lo consiguen; otros se acercan a ella poco a poco; pero los más caen antes de llegar a su objetivo, y como han perdido ya el hábito del trabajo, llenan las casas de prostitución y los asilos de noche.

Hace tres años que tomamos a nuestro servicio, en el campo, a un aldeano joven como mozo de comedor; se incomodó con el ayuda de cámara y se fue. Entró en seguida al servicio de un comerciante a quien le agradó, y hoy se pasea elegantemente vestido, con cadena de oro y botas de charol.

Le reemplazamos con otro aldeano casado: éste se dedicó a la bebida y al juego. Le sucedió un tercero, e hizo lo que su predecesor, y después de gastar cuanto tenía, cayó en la miseria más espantosa y dio en los asilos de noche.

Nuestro cocinero, que es un viejo, se puso enfermo de resultas de su continua borrachera. Uno de nuestros criados que, durante cinco años había observado una conducta ejemplar en el campo, se dedicó en Moscou a la bebida en ausencia de su mujer, y se perdió también.

Un joven de nuestro pueblo era mozo de comedor de mi hermano. Su abuelo, ciego, vino a mi casa y me rogó que aconsejara a su hijo que le remitiese diez rublos para pagar los impuestos, pues de lo contrario le venderían la vaca.

El viejo me decía que su nieto quería vestir y calzar bien, y que pensaba en comprarse un reloj.

Y al decir aquello, enunciaba la hipótesis más loca que se hubiera podido imaginar, respecto a las intenciones del mozo. Aquel pobre anciano no había tenido aceite en toda la cuaresma, ni había podido encontrar tampoco un rublo y veinte kopeks para comprar leña. Y, sin embargo, se realizó la loca hipótesis del viejo: el joven vino a mi casa vestido con pardesú negro y con botas que le habían costado ocho rublos. Hace pocos días le pidió prestados diez rublos a mi hermano para comprarse más calzado, y mis hijos que conocen a ese pilluelo, me han asegurado que trataba de comprarse un reloj.

Tenía buen carácter; pero creía que se burlarían de él si no llevaba reloj.

En este mismo año, nuestra niñera, joven de dieciocho años, contrajo relaciones íntimas con un cochero, y fue despedida. Una criada que tenemos en casa hace muchos 54


años, y a la que le hablé de aquella desgraciada, me recordó otra joven que yo había olvidado y que fue igualmente despedida de casa hace diez años por tener relaciones con mi ayuda de cámara. Acabó su vida en una casa de prostitución y murió de sífilis en un hospital antes de cumplir los veinte años.

Basta que uno mire en derredor suyo para que se horrorice ante el contagio que comunicamos a aquellos a quienes queremos ayudar, no solamente con el trabajo en establecimientos y fábricas al servicio de nuestro lujo, sino por el mero ejemplo de nuestra vida fastuosa.

Y habiendo comprendido el verdadero carácter de la miseria en las ciudades, miseria que yo no había podido socorrer, vi que la principal causa de ella consistía en que yo les quitaba a los habitantes de los pueblos y de las aldeas lo que les era necesario, y en segundo lugar, porque en la ciudad se consumía lo que yo había sacado de los pueblos.

Yo seducía y pervertía con mi lujo insensato a las personas que venían con el objeto de recuperar una parte de lo que se les había quitado.


XIV


A la misma conclusión me llevaba un camino diametralmente opuesto. Al recordar mis relaciones con los pobres, notó que una de las causas que me habían impedido socorrerlos, era la de que aquellas gentes no habían sido francas ni sinceras conmigo: no me consideraron como un hombre, sino como un medio.

No podía acercarme a ellas: quizá discurría yo mal; pero, como carecían de sinceridad, el socorro era imposible.

¿Cómo ayudar a un hombre que os oculta su situación? Empecé a censurarlos (¡es tan cómodo censurar a los demás!); pero una sola palabra de un hombre notable, de Siutaieff, que vino a visitarme, iluminó mi inteligencia y me hizo ver cuál era la causa de mi fracaso.

Recuerdo que las palabras que me dijo me impresionaron; pero hasta mucho tiempo después no comprendí todo su alcance: yo me hallaba entonces en el periodo álgido de mis ilusiones.

Me encontré con Siutaieff en casa de mi hermana, y ésta me preguntó cómo iba yo en mi empresa. Le respondí, como sucede siempre cuando no se tiene confianza en un asunto, hablándole con calor y entusiasmo de lo que hacía y del resultado que pensaba obtener, repitiéndole a cada paso que protegeríamos a los huérfanos y a los ancianos; que reintegraríamos a los pueblos de su naturaleza a los aldeanos que habían venido a arruinarse a Moscou; que debíamos facilitar el camino del arrepentimiento a los pervertidos, y que si la empresa tenía buen éxito, no quedaría en la ciudad un desgraciado que no fuese socorrido.

Mi hermana me escuchaba complacida: durante nuestra conversación, yo miraba con frecuencia a Siutaieff. Conociendo lo cristiano de su vida y la importancia que le daba a la caridad, esperaba su aprobación y hablé de manera que pudiera oírme y comprenderme, pues mis palabras iban especialmente dirigidas a él.

El anciano permanecía inmóvil en su silla, envuelto en su pelliza de piel de cordero que conservaba puesta en la sala, como todos los mujiks.

Parecía pensar en sus asuntos y no escuchar nuestras palabras: sus ojillos no brillaban, como si estuviese abstraído.

Cuando me cansé de hablar, le pregunté lo que pensaba de mi asunto.

—Todo eso son tonterías, —me dijo.

—Tonterías... ¿Por qué?


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