Текст книги "Lo Que Debe Hacerse"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Después de oír el relato de mi amigo, me trasladó a la prevención y luego a la casa de Rjanoff para conocer detalles de la muerte de la lavandera.
El día estaba claro y espléndido: veíanse brillar en la sombra los helados cristales de la nieve, pero en la plaza de Chamovnitschesk, el sol fundía la nieve y el agua empezaba a correr. Algo brillaba por la parte del río: al otro lado de éste se veía, teñidos de color azul, los árboles del parque Neskutschny: los gorriones de rubio plumaje, que tan escasos son en invierno, abundaban, haciéndose notar por lo exuberante de su alegría. Los hombres transitaban alegremente, no obstante el excesivo trabajo que denunciaban sus rostros. Oíanse las campanas tocar a vuelo, y mezclados a su tañido, los disparos en los cuarteles, el silbido de las balas y el chasquido de éstas al dar en el blanco.
Entré en la prevención. Varios agentes de policía armados, que había en el portal, me encaminaron al despacho de su jefe. Éste, armado también de sable y pistola, interrogaba a un anciano andrajoso y trémulo que permanecía en pie delante de él y en tal extremo de debilidad, que no acertaba a articular perceptiblemente respuesta a lo que se le preguntaba.
Cuando concluyó con el viejo, se volvió hacia mí. Le pregunté por la mujer de la víspera. En un principio, me escuchó con atención: luego se echó a reír al ver que yo ignoraba el motivo por que se las detenía, y sobre todo, porque me admiré de su juventud.
—Dispensad, —me dijo alegremente; —pero las hay por todas partes de doce, trece y catorce años.
A mis preguntas referentes a la mujer de la víspera, me contestó, según creo recordar, que se la había debido enviarla con otras al comité.
A mi pregunta relativa al sitio en que se las hacía pasar la noche, me contestó de una manera vaga, y en cuanto a la que concretamente le indicaba yo, no la recordaba. ¡Eran tantas las que pasaban por allí cada día!
En el número 32 de la casa de Rjanoff, encontré al sacristán leyendo junto a la muerta. La habían recogido y acostado en el lecho que antes ocupaba, y los vecinos, aunque todos ellos pobres y miserables, habían hecho una cuestación para pagar los derechos parroquiales y para comprar un ataúd y una mortaja. El sacristán leía en la obscuridad. Una mujer, cubierta con un mantón, hallábase de pie con una vela en la mano: de pie también y con otra vela parecida, permanecía un hombre (un caballero deberíamos decir), 84
que vestía buen pardesú, camisa almidonada y botas relucientes. Era el hermano de la muerta, al que se le había dado aviso.
Pasé por delante del cadáver, y dirigiéndome al cuarto de la patrona, pedí a ésta detalles de todo lo ocurrido.
La patrona se asustó de mis preguntas: era evidente que tenía miedo, no fuera que intentaran acusarla de algo; pero se fue confiando poco a poco, empezó a hablar y acabó por contármelo todo. Al salir me fijé en la muerta.
Todos los muertos son hermosos; pero aquélla lo era muy particularmente, y estaba conmovedora en el ataúd: tenía el rostro limpio y pálido; los ojos cerrados y algo abultados; las mejillas hundidas; los cabellos rubios y claros en el nacimiento de la frente, y por último, una expresión de languidez dulce, pero no triste, como la del que demuestra admiración por algo.
Y, en efecto, si los vivos no ven, loa muertos se admiran.
IV
El mismo día en que yo tomaba notas de todo esto, se daba en Moscou un gran baile.
A las nueve de aquella noche salí de mi casa. El sitio en que vivo está rodeado de fábricas. Salí después de oír los silbidos que, pasados seis días de una labor incesante, indicaban al personal que disponía de un día libre.
Cruzábame con los obreros o les pasaba delante, al dirigirse ellos a las tabernas o a los traktirs: muchos iban ya beodos, y algunas mujeres los acompañaban.
Habito, como llevo dicho, en un barrio de fábricas. Todas las mañanas A las cinco, oigo un silbido, luego otro, y después un tercero y un décimo allá a lo lejos: aquellos silbidos denuncian que empieza el trabajo para los niños, para las mujeres y para loa viejos. A las ocho, segunda tanda de silbidos: ésta significa media hora de descanso. A las doce, tercera tanda; una hora para la comida, y a las ocho, la cuarta para indicar la salida de los talleres.
Por una casualidad, además de la fábrica de cerveza contigua a mi casa, las otras tres fábricas más próximas no producen sino objetos de uso femenil.
En una, en la más cercana, no se hacen más que medias: otra es de sedería, y la tercera de perfumes y de pomadas.
Pueden escucharse los silbidos de las máquinas, sin darles otro carácter que la indicación de horas. —Ya se oye el silbido: es hora de salir a pasear.
Pero también pueden considerarse en lo que realmente determinan. El de las cinco significa que seres humanos, con frecuencia acostados uno al lado del otro, hombres y mujeres revueltos en un sótano húmedo, se levantan en 85
la obscuridad y se apresuran a entrar en un local lleno de máquinas que empiezan a moverse con ruido, para dedicarse a un trabajo del que no perciben el fin ni la utilidad que pueda tener para ellos, y para trabajar así una, dos tres horas y hasta doce o más al día. Se acuestan, se vuelven a levantar, y al trabajo otra vez, a aquella faena para ellos estúpida, que no hacen sino por necesidad.
Y así transcurren las semanas, una tras otra con la interrupción de los días festivos. Y yo veo a esos obreros, a quienes se les ha dejado libres un día de fiesta, que salen a la calle, llena por todas partes de tabernas y de mujeres públicas, y que, ebrios, tirando el uno del otro, cogidos por los brazos, arrastran consigo a las mujeres, semejantes a la que yo vi llevar a la prevención, toman copas yendo de taberna en taberna, se injurian, discurren por las calles, y hablan sin saber lo que dicen. Había visto muchas veces oleadas de obreros de fábrica y me apartaba de ellos, pudiendo contener apenas mis censuras por su proceder; pero desde que oigo todos los días los silbidos y comprendo su verdadera significación, de lo único que me admiro es de que no se prostituyan más.
Observé, al seguir mi camino, a aquellos obreros. Se esparcieron por las calles hasta cerca de las once, hora en que empezó a disminuir el movimiento hasta que no se vieron más que algunos borrachos aquí y allá, y grupos de hombres y de mujeres que eran llevados a la prevención.
V
Es posible que se diviertan alegremente en los bailes; pero no me lo explico. Cuando vemos en la sociedad y entre nosotros a un hombre que no ha comido y que tiene frío, nos avergonzamos de estar alegres y no podemos seguir estándolo hasta que aquél ha satisfecho la necesidad que sentía de alimento y de calor: esto sin contar con que no concibe uno que pueda haber personas que sean capaces de divertirse con un placer que hace sufrir a otros. Nos hace daño la alegría de los pilletes, de los muchachos de índole perversa, que se complacen en amarrar una lata al rabo de un perro, y nos hace más daño aun que eso haga reír.
¡Qué ceguedad es la nuestra, que no vemos en nuestros placeres la lata que amarramos en la cola de todas esas gentes, que sufren para que nosotros gocemos!
Esas mujeres que van a un baile con un traje de ciento cincuenta rublos, no han nacido en un salón de baile ni en casa de ninguna modista célebre: todas ellas han habitado en algún pueblo y han visto mujiks. Cualquiera de ellas ha tenido una doncella cuyo padre y cuyos hermanos son pobres que, para ganar ciento cincuenta rublos destinados a la isba, emplean toda su existencia, toda una vida de trabajo asiduo: ella lo sabe, y sabiéndolo, 86
¿cómo lleva sobre su desnudo cuerpo esa isba que es el sueño dorado del hermano de su criada?
Demos por supuesto que no haya podido hacer tal observación; pero sí la de que los bombones y las flores, los encajes y los vestidos no se hacen por sí mismos y que se necesitan personas que los hagan. No creo que haya mujer que pueda ignorar qué seres son los que hacen todo eso, en qué condiciones, y por qué lo hacen, ni que ignore que la modista, de quien tan disgustada se muestra, no le ha confeccionado el traje por deferencia hacia ella, sino por necesidad, lo mismo que los encajes, las flores y los terciopelos.
Puede suceder qué tan ofuscado tengan el cerebro, que tampoco se detengan en reflexionar sobre eso; pero, a lo menos, se lijarán en que cinco o seis Hervidores de uno y otro sexo, viejos, respetables, A veces enfermos, se privan de dormir y se molestan por su causa: esto no puedo ignorarlo, por qué ha visto sus rostros fatigados y serios, como tampoco ha podido ignorar que aquella noche en que el termómetro marcaba 28 grados bajo cero, el cochero la pasó casi toda ella sentado en el pescante.
Pero me consta que nada de eso ven; y desde el momento en que esas jóvenes, hipnotizadas por el baile, no lo ven, sería injusto condenarlas. Las pobrecillas hacen lo que los adultos juzgan bueno; pero ¿cómo explicarán los adultos su crueldad para con sus semejantes?
Estos, los adultos, dirán siempre lo mismo en su descargo: —No violento a nadie: los objetos los compro, y en cuanto a las personas, las alquilo. En comprar y alquilar, no hay nada de malo. No violento a nadie: pago a todos lo que me piden por servirme; ¿qué de malo hay en eso?
Por aquellos días entré en casa de uno de mis amigos: al pasar por la primera pieza, quédeme sorprendido al ver dos mujeres sentadas a una mesa, porque mi amigo era soltero. Una era amarilla y flaca con aire de jamona, y vendría a tener treinta años; tenía echado un chal por los hombros, y rápidamente, con gran rapidez, hacía algo con sus manos y sus dedos encima de la mesa temblando nerviosamente como si padeciera un ataque. A su lado se sentaba una joven que hacía igualmente algo, con el mismo temblor nervioso.
Me acerqué y miré atentamente lo que hacían: ambas clavaron en mí sus ojos pero no se detuvieron en su faena: estaban liando cigarrillos. La mujer trituraba el tabaco con las palmas de las manos, lo echaba en una maquinilla, daba vueltas a ésta y arrojaba el cigarrillo hecho a la jovencita, la cual hacía las cabecillas, y concluido uno, lo dejaba para tomar otro; pero todo ello hecho con una rapidez, con una tensión imposible de describir; aquella rapidez me sorprendió.
—Hace catorce años que no hago otra cosa, —dijo la mujer.
—¿Y es penoso ese trabajo?
—Sí: me ha hecho enfermar del pecho: el olor es muy penetrante.
No necesitaba haberlo dicho, pues bastaba mirar a la joven: ésta no hacía más que tres años que trabajaba, pero, al verla, se reconocía en ella un organismo vigoroso en camino de arruinarse. Mi amigo, excelente persona y liberal, había alquilado aquellas mujeres para que le hiciesen cigarrillos a razón de dos rublos y medio el millar.
Es hombre de dinero y lo cambia por trabajo. ¿Qué tiene eso de malo? Él se levanta a mediodía: desde las seis de la tarde hasta las dos de la madrugada, invierte el tiempo en jugar a los naipes o en tocar el piano: se alimenta con manjares delicados: todos los trabajos que pasan los demás, redundan en provecho suyo. Imaginó un nuevo placer, el del cigarrillo: aún recuerdo cuando empezó a fumar.
Allí están una mujer y una joven que apenas pueden cubrir sus necesidades transformándose en máquinas, y que pasan su vida entera respirando tabaco y destruyendo con ello su salud. Él tiene dinero, que no ha ganado con su trabajo, y prefiere jugar a las cartas a hacerse sus cigarrillos. Da dinero a aquellas mujeres con la única condición de que continúen viviendo tan penosamente como viven; es decir, para que sigan haciendo cigarrillos.
A mí me gusta la limpieza y doy el dinero a condición, únicamente, de que la lavandera lave la camisa que me quito o mudo dos veces al día, y estas camisas agotan las últimas fuerzas de la lavandera, y se muere.
¿Qué mal hay en todo eso? Los que compran y alquilan no necesitan de mi concurso para obligar a los demás a que sigan fabricando terciopelos y bombones: ellos seguirán alquilando, por su sola cuenta, a las mujeres para que les hagan cigarrillos y a las lavanderas para que les laven la ropa. ¿A qué, entonces, privarse de terciopelos, de bombone0, de cigarrillos ni de camisas limpias, ya que está así establecido para siempre? Este es el razonamiento que oigo a menudo, casi siempre: es el mismo que hace la multitud cuando, enloquecida, destruye algo: es el mismo que inspira a los perros cuando uno de ellos, arrojándose sobre otro, lo derriba y los demás se arrojan sobre el caído y lo hacen pedazos a dentelladas. Puesto que la cosa empezó y ya se consumó el estrago, ¿por qué no aprovecharme yo de él?
Pero ¿qué sucederá si yo llevo la camisa sucia y hago por mí mismo los cigarrillos? ¿Le quitará eso trabajo a alguien?—preguntan los que quieren justificarse.
Si no estuviésemos tan lejos de la verdad, causaría rubor contestar a tal pregunta; pero estamos pervertidos de tal modo, que ésta nos parece completamente natural, y por rubor que nos cueste, debemos contestarla.
—¿Qué diferencia habrá si yo llevo la camisa una semana en vez de llevarla un día y si confecciono los cigarrillos por mí mismo, o no fumo, en vez de mandar que me los hagan?
—Pues la siguiente: que la lavandera y la confeccionadora de cigarrillos gastarán menos sus fuerzas, y que el dinero que yo daba por el lavado y por la confección de cigarrillos puedo dárselo a esas mismas obreras o a otras a quienes el trabajo haya agotado, y que, en vez de trabajar más de lo que sus fuerzas les permiten, tendrán en lo sucesivo la posibilidad de descansar y de tomar una taza de té.
He oído replicar a esto que si yo llevo sucia la ropa y no fumo para dar el importe de ello a los pobres, no por eso se les sacrificará menos, porque una gota de agua en el mar no sirve de nada, y a esta objeción los ricos y los partidarios del lujo han debido sonrojarse.
Más vergüenza causa aún responder a objeción semejante, pero hay que responder a ella, y como la objeción es rutinaria, la respuesta será sencilla.
Dicen que la acción de uno solo es una gota de agua caída en el mar.
¡Una gota de agua caída en el mar!
Cuenta una leyenda indica que un hombre dejó caer en el mar una perla, y que cogió un cubo y se puso a sacar agua y a arrojarla en la orilla; que siguió trabajando en ello sin descanso, hasta que al séptimo día el espíritu del mar temió que el hombre acabase por secar éste y le devolvió la perla.
Si nuestro mal social, que es la opresión del hombre, fuese el mar, bien merecería la perla que hemos perdido que sacrificáramos la vida para agotar el océano de dicho mal. El espíritu del mundo se asustaría y se sometería, antes, quizá, que el espíritu del mar. Pero el mal social no es un océano, sino una fétida fosa de inmundicias que rellenamos con las nuestras cuidadosamente. Nos bastaría con despertarnos, comprender lo que hacemos y no tenerles cariño a esas inmundicias nuestras, para que ese mar, que nosotros hemos formado, quedara pronto seco y para que poseyésemos en el acto la perla inestimable de la vida fraternal, humana.
LA VIDA DEL CAMPO
I
Pero ¿qué hacer? ¿No somos nosotros los que hemos hecho eso?– Nosotros no. ¿Entonces quién?
De la misma manera que los niños cuando rompen algo dicen que ellos no han sido, que aquello se ha roto solo, así decimos nosotros no haberlo hecho, que sin duda se ha hecho por sí mismo, y añadimos que al residir nosotros en las ciudades, sostenemos y alimentamos a quienes en ellas habitan, puesto que remuneramos su trabajo y sus servicios.
Pero nada de eso es verdad, y he aquí por qué. No tenemos que hacer otra cosa que mirarnos a nosotros mismos y ver cómo vivimos en el campo, y como sostenemos y alimentamos en él a las gentes.
Acaba el invierno en la ciudad; llega la semana de Pascuas. En los bulevares, en los jardines, en los parques y en el río, músicas, teatros, paseos, variadas iluminaciones y fuegos artificiales; pero, en el campo, algo mejor todavía: los aires son más puros; los árboles y las flores son más frescos; el campo es verde y frondoso. Ha llegado el momento de trasladarse al campo en donde todo se esparce y todo florece Y la mayor parte de los ricos se van al campo a respirar aquellos aires sanos y a contemplar los campos y los bosques embellecidos. Y allí, entre aquellos pobres mujiks andrajosos, que se mantienen con pan y cebolla; que trabajan diez y ocho horas al día y que no duermen lo que necesitan dormir, allí van a instalarse los ricos.
Nadie ha enseñado nada a aquellos mujiks: allí no hay almacenes ni fábricas: no se encuentran tampoco brazos desocupados como abundan en las ciudades. Las gentes no se bastan allí para realizar las faenas del verano, y aunque nadie huelga, suele perderse parte de la cosecha por no poder ser levantada a tiempo: hombres, mujeres, niños y ancianos, todos trabajan más, pero mucho más de lo que sus fuerzas les permiten.
¿Y cómo ordenan los ricos su vida en el campo?... De la manera siguiente: Si tienen ya casa antigua, edificada en tiempo de los siervos, la restauran y la decoran; pero si no la tienen, hacen construir una de dos o tres pisos.
Las habitaciones, en número de doce a veinte, y aun de más, tienen una altura de techos de 4"25 metros: se las entarima bien; se les ponen grandes cristales en todas las puertas y ventanas; se alfombran y se llenan de muebles de gran precio. Se hacen limpiar de piedras los alrededores de la casa; se allanan; se improvisan jardines; se trazan parques inmensos, y a veces invernáculos, y se establecen globos reflectores.
Y he ahí como una honrada familia de caballeros o de tchinovniks, va a vivir al campo. Los individuos de la familia y sus huéspedes llegan a mediados de junio, habiéndose dedicado hasta entonces a estudiar y a sufrir los exámenes: llegan a mediados de junio, es decir, en la época de la siega, y permanecen en el campo hasta septiembre, o sea hasta que se almacena el fruto recogido. Como casi todas las personas del gran mundo, habitan el campo desde que dan principio los grandes trabajos agrícolas, pero no ven su terminación que se prolonga hasta fin de septiembre, en cuya fecha se cavan las patatas; se marchan cuando empieza a decaer la faena.
En derredor suyo y a su lado se realiza en aquel periodo el rudo trabajo agrícola de verano, trabajo tan rudo, que no se puede formar exacta idea de él quien no lo haya hecho por sí mismo, siquiera haya oído hablar de' él o lo haya visto. Y, sin embargo, las familias ricas viven lo mismo que en la ciudad.
Empieza la siega allá por San Pedro, cuando los aldeanos no tienen para comer más que pan y cebolla, y kvas(sidra) para beber. La siega es la operación más importante del mundo. Casi todos los años, y por falta de brazos y de tiempo, se queda por segar una parte, y corren los henos el peligro de que la lluvia los eche a perder. Según la mayor o menor rapidez con que se ejecuten las operaciones agrícolas, los rendimientos supondrán un veinte por ciento más o menos en favor del pobre pueblo. Un buen rendimiento constituye la carne para los viejos y la leche para los niños.
Así es que, para todos en general y para cada uno de los segadores en particular, la cuestión se resuelve en pan para el invierno, y en leche para sí y para sus hijos. Todos lo saben; todos, hasta los chicos: ninguno ignora que se trata de un asunto capital, y que es preciso trabajar hasta donde humanamente lo permitan las fuerzas; llevar el cántaro del kvas al campo donde trabaja el padre y, cambiándolo de mano, correr descalzo, lo más de prisa posible, a dos verstas del pueblo para llegar a la hora de la comida y que el padre no riña. Todos saben que, desde la siega hasta el almacenaje del fruto, el trabajo no guardará fiestas y que no hay que pensar en descansar durante ese tiempo.
Pero no se trata únicamente de la siega: es preciso además remover la tierra y rastrillarla. Las mujeres tejen, hacen la hornada y lavan: los mujiks van al molino, a la ciudad, al juzgado para sus asuntos y a casa del alcalde o de su teniente: conducen los carros y dan pienso a los caballos durante la noche. Todos, viejos, jóvenes y hasta los enfermos, suministran sus últimas fuerzas. Apenas si se permiten tomar algunos momentos de descanso antes de haber terminado su tarea. Las mujeres trabajan de la misma manera, muchas de ellas encinta y otras muchas criando.
El trabajo es excesivo e interesante. Todos se agotan en un supremo esfuerzo; todos gastan en aquella faena, no solamente lo economizado en muchos días, sino también los últimos restos de su despensa. No estaban gordos al empezar los trabajos al estío, pero todos están flacos al terminarlos, por consecuencia de su ruda labor.
II
He aquí un pequeño grupo de segadores: un anciano, su sobrino, joven casado, y un zapatero de viejo, flaco y musculoso. Esta siega es el pan para el invierno de los tres. Trabajan infatigablemente y sin darse punto de reposo desde hace ya dos semanas. La lluvia ha suspendido su trabajo.
Después de la lluvia y cuando el viento ha secado la mies, deciden colocarla en hacinas, y para hacerlo más de prisa, hácese ayudar cada uno por dos mujeres.
El anciano trae a su mujer que ya tiene cincuenta años y está gastada por el trabajo y por once partos, y que además es sorda, todo lo cual no le impide trabajar aún bastante bien, y trae igualmente a una hija suya de trece años, de baja estatura, pero robusta y diestra. El sobrino hace venir a su mujer, alta y fuerte como un verdadero mujik, y a su cuñada, casada con un soldado, y encinta a la sazón. El remendón llama a su mujer, una obrera vigorosa, y a su madre, anciana de ochenta años que se gana la vida mendigando.
Todos rivalizan en ardor y trabajan desde el amanecer hasta la noche en pleno mes de junio. Cada hora de labor tiene un precio inestimable. ¡Qué fastidio tener que abandonar el trabajo para ir a buscar agua o sidra!—Un chicuelo, el nieto de la vieja, traerá el agua.
La vieja, preocupada por el deseo de no ser despedida del trabajo, empuña el rastrillo con manos crispadas, y hace visibles esfuerzos, siquiera le cueste trabajo moverse. El chiquillo, encorvado por el peso y trotando a paso corto con sus pies descalzos, lleva el cántaro del agua, pasándolo de una mano a otra, cántaro que pesa más que él. La chica carga sobre sus hombros una gavilla de heno casi tan pesada como ella, da algunos pasos, se detiene y la deja caer, pues resulta que no tiene bastantes fuerzas para llevarla. La mujer de cincuenta años rastrilla infatigablemente; después, con el chal caído de un lado, carga heno y lo lleva con paso vacilante y respirando con dificultad. La vieja de los ochenta años no hace más que rastrillar, como ya se dijo, pero aun esto es superior a sus fuerzas: arrastra con trabajo sus pies calzados con lapti, y con semblante enfurruñado y aire sombrío, mira ante sí como un enfermo desahuciado o como un hombre que va a morir. El viejo la envía, a propósito, separada de los demás, a rastrillar cerca de las hacinas, para que trabaje menos; pero no interrumpe su faena, 92
y con el mismo semblante sombrío y meditabundo, trabaja tanto como los demás.
El sol se oculta detrás del bosque; pero aún no se ha conseguido poner en orden los haces y falta aún bastante para ello. Todos comprenden que ya es hora de dar de mano al trabajó; pero nadie lo dice esperando a que lo diga otro.
Por fin, el zapatero, comprendiendo que estaban agotadas las fuerzas de todos, propone al viejo dejar para el día siguiente la formación de las hacinas, y éste consiente en ello: y sin perder momento corren las mujeres a recoger sus efectos, los cántaros y las horcas de aventar; y la vieja se agacha con presteza en el mismo sitio en que estaba de pie; se acuesta luego, mirando siempre ante sí con la misma mirada mortecina; pero las mujeres se ponen en marcha, y, al verlas, pónese de pie dando un gemido, y se arrastra en seguimiento suyo.
Y todas estas escenas se reproducirán en julio, cuando los mujiks, faltos de sueño, sieguen durante la noche la avena para que el grano no salte; cuando las mujeres se levanten antes de rayar el día para preparar las ataduras de hierba retorcida; cuando aquella anciana se encargue de todo el trabajo de la casa; cuando las mujeres embarazadas y las jóvenes se sientan agotadas; cuando los brazos de todos, y los caballos y los carros sean insuficientes para acarrear aquel trigo que ha de alimentar a todo el mundo, aquel trigo que tiene en Rusia un consumo diario de millones de fanegas, para que las gentes vivan.
III
Y nosotros vivimos absolutamente como si no existiera relación alguna entre la lavandera muerta, la prostituta de diez y seis años, la tensión excesiva de las cigarreras, la pesada e insoportable labor de las viejas y de los niños mal alimentados y agobiados por la fatiga: vivimos como si no existiera relación alguna entre su vida y la nuestra.
Se nos figura que el dolor es una cosa y otra cosa nuestra vida.
Leemos la descripción de la vida de Roma y nos admiramos de la crueldad de Lúcido, el hombre sin corazón que se atiborraba de manjares y de vinos delicados cuando el pueblo se moría de hambre. Meneamos la cabeza sorprendidos ante la barbarie de nuestros abuelos que, señores de siervos campesinos, creaban entre ellos bandas de música y teatros, y desde lo alto de nuestra olímpica grandeza, nos admiramos de su inhumanidad. Isaías dijo:
«V. 8. —Maldición sobre vosotros los que juntáis casa con casa y añadís tierras a tierras hasta que os falta espacio. ¿Seréis los únicos que habitéis la tierra?
»11. —Maldición sobre vosotros, que os levantáis por la mañana para dedicaros a los placeres de la mesa y para beber hasta la noche, hasta que se os suben a la cabeza los vapores del vino.
»12. —El laúd y el arpa, las flautas y los tambores, juntos a los vinos más deliciosos, se encuentran en vuestros festines: no os preocupa la obra del Señor ni consideráis las obras de sus manos.
»18. —Maldición sobre vosotros, que os valéis de la mentira como de cuerdas, para arrastrar una larga serie de iniquidades, y que tiráis tras de vosotros del pecado, como los tirantes tiran del carro.
»20. —Maldición sobre vosotros, los que decís que el mal es el bien, y que el bien es el mal; que dais a las tinieblas el nombre de luz, y a la luz el nombre de tinieblas; que hacéis pasar por dulce lo que es amargo y por amargo lo que es dulce. >21. —Maldición sobre vosotros, los que sois sabios a vuestros propios ojos y los que sois prudentes ante vosotros mismos.
»22. —Maldición sobre vosotros los que sois poderosos para beber vino y valientes para emborracharos».
Leemos estas palabras, y se nos figura que no aluden a nosotros. Leemos en el Evangelio de San Mateo, III, 10: «Y el hacha amaga ya las raíces de los árboles.
Todo árbol, pues, que no produzca buen fruto, será cortado y arrojado al fuego».
Y estamos convencidos absolutamente de que nosotros somos el árbol que produce buen fruto, y que las anteriores palabras no se refieren a nosotros, sino a otras gentes perversas.
Y dice Isaías: «VI, 10. —Cegad el corazón de ese pueblo; ensordeced sus oídos; cerradle los ojos, por miedo de que sus ojos vean, de que sus oídos oigan y de que su corazón comprenda y se conviertan a mí y yo los cure.
»11. -Y ¡Señor!—le dije, – ¿hasta cuándo durará vuestra cólera?—Hasta que las ciudades queden desoladas y sin ciudadanos, las casas sin habitantes y la tierra desierta, – contestó».
Leemos, y estamos absolutamente convencidos de que esas palabras admirables no se contraen a nosotros, sino a otro pueblo, y no vemos que 94
se han dicho para nosotros. Ni vemos, ni oímos, ni comprendemos. ¿Por qué sucede así?
Dios, o esta ley de la naturaleza por la cual fue ron creados el mundo y los hombres, procederá bien o procederá mal; pero la situación de los hombres en el mundo es tal, desde que lo conocemos, que, desnudos, sin vello en el cuerpo, sin cueva donde abrigarse, incapaces de hallar el sustento en los campos, como Robinsón en la isla, todos tienen la necesidad de luchar sin tregua ni reposo contra la naturaleza para cubrir sus carnes, para hacerse sus vestidos, para rodearse de un cercado, para levantar un techo sobre su cabeza, para preparar sus alimentos con el objeto de saciar su hambre dos o tres veces al día, y con ella la de sus hijos, demasiado débiles para trabajar y la de los ancianos.
Es indiferente el lugar y la época en que nos fijamos para observar la vida de los hombres, en Europa, en América, en China, en Rusia: examinemos todo el género humano, o una de sus partes, en los tiempos antiguos, en la edad nómada o en nuestro tiempo con los motores de vapor, las máquinas de coser, la agricultura perfeccionada y la luz eléctrica, y por todas partes veremos la misma cosa, esto es; que los hombres, trabajando hasta no poder más, no pueden ganar lo suficiente para ellos, para sus hijos y para sus ancianos; no pueden ganar bastante para atender a sus vestidos, a su albergue y a su manutención, y que la mayor parte, hoy como antes, mueren faltos de recursos o que, para obtener éstos, sucumben a un trabajo desproporcionado A sus fuerzas.
En donde quiera que habitemos, si trazamos en torno nuestro un círculo de mil verstas, de cien, de una sola versta de radio y nos ponemos a considerar la vida de las personas comprendidas en ese círculo, encontraremos niños miserables, ancianos de uno y otro sexo, mujeres paridas, enfermos y seres débiles, que se afanan más de lo que sus fuerzas les permiten, que no tienen ni los alimentos ni el descanso necesario para poder vivir, y que, como es natural, mueren prematuramente, y veremos seres, en la fuerza de su edad, sucumbir al peso de una labor fatigosa y mortal.
Vemos, desde que el mundo existe, que los hombres luchan contra sus comunes necesidades, a costa de increíbles esfuerzos, privaciones y sufrimientos, y que no pueden vencerlas...
ACERCA DEL DESTINO DE LA CIENCIA Y DEL ARTE
I
La justificación de que cualquiera puede emanciparse del trabajo, se apoya en la ciencia experital positiva. He aquí lo que dice la teoría científica: «No existe más que un método seguro para estudiar las leyes que rigen la vida de las sociedades humanas, y ese método es la ciencia positiva crítica.