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Cielos de Barro
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Текст книги "Cielos de Barro"


Автор книги: Dulce Chacón


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Прочая проза


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Estaba muy malita, se iba en sangre después de alumbrar a mi hija. La fuerza la había gastado toda en echar a la criatura y ya no le quedaba ni mijita para contener la vida que se le escapaba. La perdía a borbotones, y cuando ya estaba escasa de ella, la partera le dijo a mi madre que había de tener resignación. Y mi madre me mandó a por don Matías. Tenía más poco salero ese cura, a mi santa le dio los óleos y a mí me dio una palmada en un hombro. Y se marchó antes de que nos enterásemos de que hubiera venido. Entonces fue cuando la Nina se quedó blanca blanca, más blanca que el alcanfor, y me miró con los ojos de haberlo perdido todo.

Consumidita se había quedado. Pero esa misma tarde, ya entrada, me dijo que no iba a morirse. Que no, que ella no se moría, que había ido al cielo y era muy azul muy azul, pero que no había visto a nadie conocido y que se había vuelto para atrás. Que no se moría. Que no. Y no se murió. Mi madre le puso a la niña en los brazos, y ella, la Catalina, sentenció que le íbamos a poner María Inmaculada de la Purísima Concepción, que como era bien largo, el bautizo le había de durar a don Matías por lo menos lo que se demoraba en decir el nombre. Así que lo dijo, que la extremaunción había sido muy sosa, y ella quería más ceremonia para su niña.

Digo. Claro que le pusimos María Inmaculada de la Purísima Concepción, digo que si se lo pusimos. Pero la llamábamos Inma.

Se parecía a la Catalina. Menudita ella, como un perdigoncino, y con la misma carita redonda. En el semblante sí tenían un punto de comparación, pero la Inma no tenía tanta guasa. En lo arisco, salió mi nieto a mi hija. Y en lo hosco. Y en lo ceñuda. La Inma no era tan lenguaraz, cuando la madre tenía ganas de charlantina, ella se daba media vuelta. Déjate de consejas, madre, le decía. Y a mi señora no le quedaba otra que contarme a mí lo que tenía ganas de contar.

Seria era, sí. Escurridiza y callada, de puro metidina para adentro. Y cuando le daba por hablar, soltaba unas sentencias que te dejaba más tieso que un ajo. De ahí que en plena agonía, se le ocurriera decir lo que dijo.

Madre, no fue el cielo lo que usted vio, que el cielo no es azul. Es marrón, marrón y rojo, como los barros que amasa padre para hacer botijos. Si no es marrón y rojo, me vuelvo para contárselo.

Marrón, marrón y rojo, le porfió a su madre que era el cielo. ¿Usted se lo puede creer, la ocurrencia? ¿Se lo puede creer, idea tan peregrina?

Yo me acerqué a mi hija, cuando el dolor de parir le descansó por un rato y mi madre y la Nina me dejaron entrar. Cuánto cuesta nacer, padre. Y cuánto cuesta morirse.

Y no volvió.

Y luego, cuando se ponía a llover, mi Catalina miraba para arriba. Ya está haciendo botijos la Inma, decía.

24

Regresar a «Los Negrales» no fue fácil para ninguna de las sirvientas que se enrolaron en las milicias. Algunas volvieron con un pañuelo calado hasta la frente, intentando ocultar la humillación que señalaban sus cabezas rapadas. Pero Isidora llegó con su melena entera, resbalando en desorden sobre sus hombros, y a ella no le ocurriría lo mismo que a las mujeres que alzaron poco a poco la mirada según iban creciendo sus cabellos. Cuando Isidora regresó, y se vio obligada a recibir a los marqueses de Senara con la hija de Quica, no pudo mirar a la cara a los padres de los testigos de su ultraje, tapó con sus párpados el espanto que llevaba en los ojos bajando la vista, y pensó que nunca volvería a alzarla. Para Isidora, regresar al cortijo supuso creer que quedaría abatida para siempre.

Doña Carmen lo arregló todo para que su sirvienta mantuviera el secreto que debía guardar. En presencia de Modesto, le aseguró que nunca la delataría, mencionó su pertenencia a la milicia, el asesinato del soldado que mató a Quica y la confesión de Isidora ante su hija Victoria como testigo, y mostró la medalla que probaba todo cuanto decía, pero nada dijo sobre la violación que había sufrido Isidora. Y nada escapó a las previsiones de doña Carmen. Cuando acabó de informar a Modesto del peligro que corría Isidora, le dijo que podía regresar a la cocina con Justa. Una vez a solas con la sirvienta, antes de ordenarle que fuera a recibir a la hija de Quica, le preguntó si conocía carnalmente a su novio.

–¿Que si le he visto la carne?

–Que si te has acostado con él, Isidora.

–¿Y por qué tengo que decírselo a usted?

–Por si te has quedado embarazada. Si has estado con él, el hijo puede ser suyo.

Isidora le contó que se había entregado a Modesto antes de irse al frente, pero sólo una vez. Y doña Carmen dispuso que Modesto se hiciera cargo de unas tierras de labranza, y le ordenó construir una vivienda para que se casaran de inmediato.

Y se casaron, en la sacristía de la iglesia parroquial, donde ambos juraron previamente la renuncia a sus ideas socialistas cumpliendo las exigencias de don Matías, que se negó a oficiar el sacramento del matrimonio si los contrayentes no abjuraban de sus convicciones. El novio juró para salvar la vida de la novia, sin saber que ella juraba para salvar la de él. Doña Carmen firmó como testigo.

El matrimonio se instaló en la casa que construyó Modesto en menos de un mes, a las afueras del cortijo. La recién casada iba y venía a «Los Negrales», corriendo siempre, con el temor de encontrarse en el camino a los que no deseaba volver a ver nunca. Sabía que aquel encuentro era inevitable, que los hijos de los marqueses de Senara se cruzarían con ella. Corría. Y antes de correr, cada mañana, cuando su marido ya se había marchado al campo, manipulaba en su interior una ramita de perejil, después de haberse encaramado a la mesa camilla y de saltar con ímpetu al suelo para deshacer lo que temía que el destino había hecho. Corría hasta la extenuación, tras haber repetido los brincos desde la camilla una y otra vez, sintiendo que llevaba una herida en lo profundo que sólo podía curarse si sangraba.

Pero Isidora podría haberse evitado tanto esfuerzo, porque en su vientre no había embarazo. Y lo supo una tarde, al levantarse de la silla de anea donde estaba cosiendo. Joaquina repasaba a su lado el dobladillo de un vestido azul. Le dijo que se había manchado la falda, y se extrañó al verla sonreír.

–Chacha, qué pocas entrañas tienes. ¿No te han dicho a ti que los hijos son la alegría para un matrimonio?

–Los hijos que manda Dios, Joaquina.

–Cucha, ¿y quién había de mandarlos? ¿Es que tú no quieres preñarte?

–Ahora sí.

–Que te compre quien te entienda, hija. Lo que es yo, daría la vida porque Marciano me hubiera hecho uno antes de morirse. Uno, o dos.

Su herida sangraba por fin. Isidora corrió en sentido contrario, hacia su casa, para lavarse y cambiarse, y volver limpia. Limpia. Restregó su falda, golpeándola contra la tabla de madera con fuerza y rabia. Y al volver al cortijo, cedió a la necesidad a la que se había negado hasta entonces: abrazar a la hija de Quica.

Desde que la pequeña llegó al cortijo, Isidora procuró no prestarle mucha atención. Cuando la señora le encomendó que le enseñara las faenas de la casa, y le advirtió de que no sabía que habían violado a su madre, y de que nunca debía saberlo, se la llevó sin mirarla al patio de atrás. No quería que la niña adivinara en su rostro el recuerdo que le invadía al mirarla. No quería ver en su cicatriz el filo de un cuchillo, el que le arrebató al asesino de su madre aquella misma mañana. Se negaba a recordar los ojos demasiado abiertos de aquel hombre que yacía sobre el cuello degollado de Quica, jadeando y gimiendo, demasiado atento a su botín para advertir la llegada de Isidora, demasiado atento como para notar que había aflojado la mano, dejando caer su daga. No quería ver en la hija de la lavandera otra mirada, la de unos ojos mancillados, aquellos otros ojos que ella misma cerró, después de coger la medalla que Quica tenía muy cerca de los labios.

La niña dijo que se sentía mal, nada más bajar del automóvil. Y antes de que Isidora pudiera prepararle una manzanilla, vomitó cuanto llevaba en el estómago. Fue Justa quien le sujetó la frente con una mano y le empapó la nuca con agua fría.

–Chacha, en mi puñetera vida he visto arrojar de estas maneras. Tú no estás nada de buena, criatura. Estás más amarilla que una sandía de invierno.

–Sí estoy buena, es que ese trasto se menea como una mula mal encabritada.

Cuando se recuperó, Isidora le preguntó qué sabía hacer, y la niña contestó que era lavandera, como su madre. A la mañana siguiente, Isidora le colocó un pequeño lebrillo y una tabla de lavar en el patio de la cocina. Comenzó por darle prendas pequeñas, las que creyó que podía manejar, pero la rapidez y la destreza de la chiquilla le demostraron en seguida que podía hacerse cargo de toda la colada. Lavaba por las mañanas, mientras Isidora atendía a la hija enferma de los Albuera. Y cuando Isidora cosía por las tardes, era la niña la que atendía a la novicia. Así lo dispuso Isidora, para no verla. Para que la niña no descubriera en su rostro el rostro violado de su madre. Para que no lo adivinara nunca.

Pero aquella tarde, cuando supo que Dios no le mandaba un hijo, deseó abrazar a la hija de Quica, a la niña que le había puesto en su camino y que ella no había querido aceptar. Y deseó darle el afecto que le había negado desde el día en que llegó huérfana a «Los Negrales», con una venda tapándole la mitad de la cara.

25

Dígame, señor comisario, ¿por qué le he visto yo en los ojos que no lo han de soltar?

¿La escopeta? ¿Qué escopeta? Si el Paco no tiene ninguna.

¿Y un sumario, qué es?

Ah.

¿Y no me puede usted adelantar nada sin faltar al secreto?

No sé.

Pero digo yo, aunque usted sepa poco, se figurará algo. Me podrá contar cuando menos lo que se figura que a nadie le pueden prohibir pensar por su cuenta, y decir lo que piensa.

En la chocita de la miajada de arriba duerme él muchas veces, sí, en el verano, que allí se está más fresquito y los borregos mucho le temen a la calor. ¿Allí es donde han encontrado la escopeta?

¿El perro los ha llevado hasta ella?

El Pardoes ése. Sí que es listo el animal, y vale, se echa a las patas de los borregos y junta él solito el rebaño entero. Sí sabe, sí que sabe el Pardo. Pero lo que el perro no puede saber, y es imposible que lo sepa, es si mi Paco la escondió, o fue otro.

Pero mire usted, aunque allí la hubieran encontrado, mi nieto no ha pegado un tiro en la vida.

No sabe, qué ha de saber. Ni sabe ni podría, máxime con esa manita. Si hasta se libró del servicio, lo dieron de inútil por lo de la mano, que por lo mismo no pudo aprender el oficio de la familia, que se acabó conmigo, y tuvo que pedirle al señorito que le dejara pastorear sus rebaños.

Y más lástima me da a mí. Más que lástima, coraje me da, que yo fui alfarero como lo fue mi padre, y el padre de mi padre y el abuelo de mi abuelo, y todos pudimos disponer de lo nuestro, mal que bien, levantando con las propias manos los cántaros propios, y poniendo nosotros el precio. Y nunca nos ha faltado lo más preciso, ni siquiera en los años del hambre. Y mi nieto se ha visto obligado a ganarse el pan y dejar la vida arreando al monte los borregos de otros, que no los ha de catar. Y ha tenido que destetar a los más chicos y ver a los señoritos cómo se los llevaban, para llenarlos de lazos de colores el día de la Aleluya. Vestiditos de pastores y de pastoras los paseaban por la pradera, amarraítos con un cordel, y luego lloraban por ellos y se negaban a comerlos. ¿Usted se la ha visto?

La mano.

A mi Paco.

¿Y cree que con eso puede pegar tiros?

Nació ya perjudicado. La Inma tardó tres días en echarlo del vientre. No le daba de sí sálvese la parte, y la criaturita no cabía. Mi Catalina arrimó unos cuantos braseros de picón a las piernas abiertas de la hija, y otros cuantos le arrimó mi madre, que iba y venía a la casa del Tomás porque a la nuera se le ocurrió alumbrar a la par que a la Inma y la comadrona no daba a basto. Pero mi nieto no encontraba la luz por donde había de ver el mundo, y después de tres días sacó la manita por la angostura de la madre; la manita sacó lo primero, como si el angelito estuviera pidiendo ayuda. Y mi santa tiró de ella. La Inma pegó un grito más fuerte que todos los que había pegado en el calvario que pasó para morirse, y se fue en el momento en el que llegó su hijo. Lo primero que oyó mi nieto fue el chillo de la madre, y él chilló también. Pero mi hija ya no pudo oírle.

¿Padre? Nunca tuvo. Yo le quise meter una buena tunda a la Inma cuando se nos vino a decir que traía la barriga llena, pero mi santa me aguantó la mano y terció que si no me acordaba de lo mío. Aunque luego fue ella la que agarró la alpargata cuando la hija corría a esconderse cada vez que le preguntaba quién le había arrancado la honra, y fui yo quien la frenó de matarla y le dije a la Catalina que era de preferir no saberlo, que si una mujer da la cara por un hombre en estas cuestiones es porque sabe que él no va a darla por ella. Pero le juro, señor comisario, que si yo me hubiera enterado de quién era el que perdió a mi María Inmaculada de la Purísima Concepción, ese malnacido no se escapa. Del cogote lo hubiera llevado yo al altar, o a la muerte.

No andaba de novia con nadie. Había un muchacho de buen corazón que se arrimaba siempre a ella para pisar la uva. Andaban juntos a la vendimia, y juntos a Rabogato a arrancarle los chupones a los olivinos nuevos. Mi santa barruntaba que iban para novios, pero cuando la Inma nos vino como nos vino, nos dio por cierto que ese muchacho no era. Y ese muchacho no era, ese muchacho llevó el alma partida desde que la Inma entró a servir en la casa azul y dejó de ir con él al campo. Y luego después, cuando nos llegó aumentada y no lo quiso ver más, se vino abajo porque sabía de cajón las razones que tenía para no querer verlo. ¿Me comprende usted?

Ni a él, ni a nadie se lo dijo. ¿Qué se le va a hacer? Porfió un porrón de veces que ese niño no tenía padre. Y nunca lo tuvo.

Ahí está. Y eso que mi santa siempre quiso enterarse de la tierra que pisaba la niña. Lo que uno quiere para sus hijos. Un caminito bueno. Y saber con quién anda. Y saber dónde está. Y de dónde viene.

Por lo mismo, la Catalina la puso a servir donde el duque ciego, porque no le gustaba que faenara en el campo. Pero las cosas no son como queremos que sean, señor comisario, son como son. Así lo aprendí yo de don Julio, un viajero que me compró un botijo un día de mucha calor. Venía de Portugal, y llegó todo colorado porque no tenía costumbre de estas sofoquinas. Mi santa le estaba mirando a él, y él estaba mirando al cielo, que parecía que nos iba a freír. Se nos va a caer encima ese sol, nos dijo el forastero, y nos va a aplastar. Así quiero tener yo los ojos, Antonio, tan azules, me soltó a mí la Nina. Me lo soltó bajino, pero él lo oyó. Las cosas son como son, señora, no como queremos que sean. Señora la llamó. Señora. Si le hubiera visto usted la cara, a la Nina. Y luego volvió a llamárselo. Señora, Julio Romero de Torres le ponía a las mujeres dos soles negros. Ése era un pintor de Córdoba, ¿sabe usted? Nos lo contó luego don Julio, que era bien dicharachero. Y después le dijo a la Catalina que ella era como las que pintaba el de Córdoba. Y se fue para León. Nunca volvimos a verlo, pero a mí no se me despinta el semblante de mi santa cuando le dijo lo que le dijo. Y es que no hay como comparar a una mujer con algo bonito, para que se le ponga cara de tonta.

Y a ella menos, qué se le había de olvidar a ella. En lo que le quedaba de vida, ni lo que dijo, ni a don Julio olvidó nunca.

No vea lo pinturera que andaba mi Catalina desde entonces, presumiendo de estampa.

26

El tiempo pasaba con demasiada lentitud para Aurora. Esperaba. Sólo esperaba el regreso del doctor Palacios. Zacarías acababa de traer un sobre. Venía de Teruel. Ella leyó el remite y lo quemó sin abrirlo, como hacía siempre que le llegaba una carta del médico. Leía el remite y eso le bastaba para saber que continuaba con vida, pero no se atrevía a enfrentarse a las palabras que pudiera decirle y menos aún a la necesidad de contestarlas. Contempló las llamas que se consumían y el vuelo de las cenizas, sabiendo que la ansiedad se adueñaría de nuevo de ella hasta la llegada de la siguiente carta. Tomó su rosario de cuentas de cristal y se sentó en su mecedora mirando hacia el porche, recordando a Felisa. Se disponía a rezar cuando Catalina entró en su habitación.

–Cucha las niñas, se creen que porque vienen de fuera saben más que los que vivimos aquí.

–¿Qué te pasa, Catalina?

–Me pasa que esas señoritas del pan pringado se las dan de postín sólo porque viven en Pamplona. Y la que tiene nombre de niño se ha empeñado en que se llama igual que mi madre. Y Pachi no tiene punto de compararse a Quica, ¿a que no?

–Los dos nombres vienen de san Francisco.

–Eso no puede ser.

–Sí puede ser. Igual que Paco, y Frasco.

–¿Cómo va a ser eso?

–Es así, Nina.

–Será así, si usted lo dice. Pero la más chica, la muy trolera, me quiere dar en creer que los morgaños son arañas, y que los alcauciles son alcachofas y los peros manzanas. Y la Elvira se empeña en que las salamanquesas son lagartijas y que son lo mismo que las salamandras. Y eso sí que no.

–¿Y qué más te da a ti?

–Me da más que rabia, la finolis ésa. ¿Pues no que va y dice que las paneras no son para lavar, que son para el pan? Y se pone que yo no sé nada porque no sé leer. Y le he entrado la mano en la lavaza, para que se entere, y le he dicho que no sé leer pero sé lo que es una panera. Toma castaña.

–Anda, ven aquí. Y no te enfades. ¿Quieres que yo te enseñe a leer?

–¡Fo!, ¿usted puede eso?

–Sí. Y a escribir también. Y no digas fo, que está muy feo. Ni cucha, ni chacha.

–¿Y por qué está feo?

–Porque está feo. Acércate, que vamos a empezar ahora mismo.

Isidora subía la escalera de prisa, a la hija de Quica se le había olvidado ir a la cocina a recoger la merienda de la enferma, y ella iba a avisarla, cuando se tropezó con Victoria.

Las dos mujeres se encontraban frente a frente, por primera vez a solas, desde que la sirvienta regresó a «Los Negrales». La hija mayor de doña Carmen supo del dominio que ejercía sobre la sirvienta cuando Isidora pasó a su lado en silencio.

–Se dice buenas tardes.

–Buenas tardes, señorita.

–¿Has visto a mi madre?

–La señora está en el gabinete, que ha venido la peluquera a pelarla.

Ambas siguieron su camino. Victoria bajó la escalera mirando a Isidora. Y ella la subió sin mirarla.

–¿Da usted su permiso?

–Pasa.

–¿Me puedo llevar a la Nina, señorita Aurora? Justa está preparando la merienda y es tiempo ya de que se la suba.

–Tráemela tú. Nina está haciendo algo más importante.

La hija de Quica le enseñó orgullosa un cuaderno y un lápiz y se los puso en las manos. Isidora vio la primera hoja, con letras que parecían grabadas a punzón en lugar de escritas.

–Ten, míralos, me los ha dado ella. Son míos para siempre.

Y volviéndose hacia la enferma, mostró su desconfianza ante un regalo que dudaba poder conservar.

–¿Son míos, no?, que lo que se da no se quita porque viene santa Rita y te corta las manitas.

–Claro que son tuyos, pero no tienes que apretar tanto, que vas a romper la punta del lápiz. Venga, sigue con la A, que todavía parece una cosa rara en vez de una letra.

–Parece una casa mal hecha, ¿a que sí?

Isidora se acercó a Catalina, le acarició la cicatriz, la besó en la frente y le pidió que dibujara la A. Fue la primera vez que la vio escribir. La niña se agarró al lápiz como si temiera caerse, sacando la punta de la lengua. Y la suya asomó a sus labios.

Al llegar a la cocina, Isidora encontró a Justa hablando sola, malhumorada trajinaba en los fogones y no la vio entrar.

–Cucha, ni que esto fuera una fonda. Por si fuéramos pocos, dos más. Me cago en la mar salada y en los peces de colores, nosotros le entregamos la comida al ejército y el ejército viene a comer aquí.

–¿Qué te pasa, Justa?

–¿Que qué me pasa? Me pasa que cuando hay, se puede repartir, pero cuando no hay es menester inventarse el reparto. Y a ver qué carajos me invento yo hoy para la cena.

–Haz cualquier cosa.

–Eso le dije yo a la señora, que haría cualquier cosa. Y, ¿sabes qué me contestó? Que de ninguna de las maneras. Que nada de cualquier cosa. Que quería darles una buena cena a esos dos.

–¿A qué dos?

Los hijos de los marqueses de Senara habían llegado a «Los Negrales» . Isidora escuchó a Justa sin dejar traslucir el desasosiego que le produjo la noticia, y buscó una excusa para marcharse a casa y retrasar el encuentro que tanto temía.

Dejó a la cocinera con sus quejas y salió al patio. Allí encontró a las hijas de doña Ida, que jugaban sentadas en el suelo, cantando con la espalda contra la pared.

–Los moros vienen.

–¿A qué?

–A mataros.

–¿Con qué?

–Con un cuchillo.

–¿De qué?

–De acero.

–Que se levante mi compañero, que está el primero.

Isidora les gritó que se fueran con su madre. Les dijo que no jugaran nunca más a ese maldito juego y echó a correr. Quiso evitar la entrada principal del cortijo, y huyó hacia el pabellón para tomar el camino de atrás. Corrió sin mirar, y cuando se acercaba al porche, una voz la detuvo. Victoria caminaba hacia ella del brazo de su prometido.

–¿Adónde vas, Isidora?

–A mi casa me voy.

–Es temprano, ¿lo sabe mi madre?

–Lo sabe la Justa, me ha dado un vahído y me tengo que ir.

–Sí que estás pálida. Y te estás poniendo como la cera por momentos. Siéntate y bebe un poco de agua, anda. Leandro, alcánzale una silla.

Aunque se sentía desfallecer, Isidora no permitió que Leandro la ayudara a sentarse. Lo dejó con una mano extendida hacia ella y echó a correr.

–Pero si estaba a punto de desmayarse, ¿de dónde ha sacado fuerzas esa mujer para correr así?

–Déjala, ya sabes lo raras que son.

Era la segunda vez que Leandro veía correr a Isidora, sujetándose con las manos las faldas remangadas hasta las rodillas. Y la segunda vez que se preguntaba de dónde había sacado las fuerzas para correr, pero él no lo sabía. Se quedó observándola, impresionado por el brío de sus piernas, por la velocidad que tomó en su carrera. Admiró la precisión de sus pisadas al ver sus pies buscando impulso en el suelo, levemente, y firmes abandonar la tierra. Descubrió el vigor de sus muslos, sus movimientos elásticos, la sensualidad de su porte. Y sintió un súbito deseo de frenar aquel ímpetu, de dominar en su galope a la que huía. Sonrió, atraído por una oscura embriaguez. Y la miró desaparecer detrás del pabellón. Saboreándola.

–Vamos a buscar a tía Ida, que si mamá se entera de que nos ha dejado solos, no le vuelve a pedir que sea nuestra carabina.

Y se dejó llevar por Victoria. Caminó junto a ella despacio hasta la casa central, recreándose en el placer que aún sentía.

En la salita verde, las hijas de doña Ida se habían reunido con su madre y con Catalina, que había bajado de la habitación de la enferma cuando la llamaron para ensayar con ellas el cuento de Los siete cuervos, y para rellenar de confetis huevos vacíos que habían pintado de colores. Querían lanzarlos al día siguiente, después de representar el cuento en un pequeño teatro improvisado en las arcadas del pabellón. Victoria y Leandro asistieron divertidos a las peleas de la niñas, que discutían porque la hija de Quica improvisaba su papel.

–Eso no vale. Lo tiene que decir de memoria.

–Sí vale, lista.

–Claro, como no sabes leer, no te lo puedes aprender

–Te vas a enterar tú de si no sé leer, so sabihonda.

–Así no hay manera de ensayar nada. Nina, dilo como tú quieras, hijita. Y vosotras, haced el favor de no decirle esas cosas, que es una falta de caridad.

Doña Ida intentaba poner orden, ajena a otra discusión que tenía lugar en el gabinete entre los Albuera y el hijo mayor de los marqueses de Senara, sin sospechar que lo que allí se estaba tratando determinaría su marcha de «Los Negrales». Su hermana Carmen le acababa de pedir a Felipe que usara sus influencias en el ejército para obtener un salvoconducto que le permitiera a su cuñado Federico viajar hasta el cortijo y regresar a Pamplona con doña Ida. Y le había pedido también un documento para Modesto, y otro para Isidora, después de contarle lo ocurrido en el frente del sur, omitiendo el detalle del asesinato del soldado que mató a Quica.

–Lo de tu hermana lo entiendo, y te lo voy a arreglar porque es tu hermana. Pero lo de los criados es otro cantar.

Lo que hasta entonces había sido una tranquila conversación se transformó en acaloradas réplicas. Felipe comenzó por negar el relato de la sirvienta y doña Carmen contestó diciendo que carecía de importancia si era cierto o no. Su hija no se casaría con un hombre si no era considerado intachable. Basta con que se ponga en duda el honor para perderlo, le dijo, y la única forma de preservar su buen nombre y el de su hermano era protegiendo a Isidora y a Modesto.

–Además, he dado mi palabra, Felipe.

–¿Cómo se te ocurre decir que has dado tu palabra? Son muchos los que han dado la vida para limpiar el país de esa calaña, para que tú me pidas encima que te ayude a salvar a dos.

–Te recuerdo que está en juego tu honor y el honor de tu hermano.

–Qué ingenua eres, Carmen.

El hijo mayor de los marqueses se mesó el bigote con las puntas de los dedos. Tapó con su mano el cinismo de una media sonrisa, antes de retirarla de los trazos apenas dibujados sobre sus labios, y volvió a atusarse su lampiña escasez.

–Yo que tú no me preocuparía por eso. Con mandarles un pelotón, enterrarán con ellos el peligro que corre el honor que crees que estás defendiendo.

–Te repito que he dado mi palabra.

–Y yo te digo que tienes la casa infectada de rojos, y que es tu honor lo que debería preocuparte. Alguien podría preguntarse qué es lo que estáis haciendo aquí por la patria, aparte de proteger a los que están luchando contra nosotros.

Hasta ese momento, don Ángel había mantenido silencio, pero la prepotencia del joven militar le exasperó. Y sus insinuaciones de falta de patriotismo le hicieron estallar. Con palabras escogidas, controlando el tono de su voz de tal modo que no pudiera traslucirse su cólera, intervino sin permitir ninguna interrupción, para demostrarle a Felipe su autoridad. Incapaz de ocultar su acritud, le llamó al orden exigiendo el debido respeto para su esposa; le recriminó que hubiera puesto en duda su fidelidad patria, y le detalló su valiosa aportación, imprescindible para la causa, recordándole que cortijos como aquél suministraban las provisiones que comían y bebían los ejércitos, y que gracias a fortunas como la suya podían mantenerse; para añadir, aún sin alzar la voz, que su hija rompería el compromiso con su hermano Leandro, y que él mismo le explicaría a sus padres el porqué de esa ruptura, si su esposa no podía mantener la palabra que había dado, la palabra que doña Carmen consideraba que debía cumplir.

–Y te digo otra cosa, jovencito. Tú tampoco te salvas de ingenuo. Es verdad que tenemos rojos trabajando aquí, pero como en toda la comarca. El que quiera sacar algo de esta tierra tendrá que aguantarse con eso, o preparar el azadón y dejarse los riñones si quiere cosechas.

27

A la que lleguemos a mi casa, señor comisario, le voy a hacer entrar en calor, que para estos fríos lo mejor es un buen puchero. Y ya tengo aviado un buen guiso, con sus garbanzos que tiene correspondientes y sus poquitas de espinacas.

Cuando mi santa dio su último suspiro, también era un día de perros. Pero hoy, hoy sí que hasta Dios tirita, de fijo. Algo más se ha debido de romper ahí arriba para que caiga la que está cayendo, que no es normal.

En la atmósfera, ¿no dicen ahora que tiene un agujero en todo el medio?

Pues más grande se habrá hecho, y por ahí se nos está colando el temporal.

Mire, ésa es la casa azul, donde servía la Inma cuando se murió. La del duque ciego. Una casa bien bonita, ¿verdad usted? Lástima que el pobre ciego no la pueda ver. Y mire, mire, ésa que sale es la hija. Dicen que va a casarse, y que la madre quiere convencer al padre de que le compre una finca como regalo de bodas. Por perras no será.

Perras tienen, que se acaba de morir la duquesa.

Eso tiene de bueno ir en coche. Que no te ven, y tú puedes mirar tranquilamente, y cuando quieran darse cuenta, ya te has ido. Y mire, ése que va por ahí es un conocimiento que tengo yo. Menuda pieza, ni la nieve lo frena para ir a la taberna a jugarse los cuartos con su compadre. A ése lo quitaba yo del mundo sin ningún miramiento.

Sí, señor, o le enseñaba la viga donde ahorcarse. ¿Usted no ve cómo va, hecho un pincel?, con su corbata y todo, como un gran señor. Ya entrado en años, empezó a gastar camisas de flores, y de colorines. Y no es sarasa, ni hablar de la peluca, no. Le dio por ahí. Y su mujer hecha una alpargatita, ¿uno, para qué se casa? Una ruina. Ése es de los que piensan que a las mujeres cuanto más les das, más piden. Y yo no digo que no, pero a la parienta también le gusta que la saquen un poco. Y que no le vuelvan las espaldas. ¿Qué le costaría sacarla al sol de paseo? Y más de una vez la hemos visto con el ojo morado, o con un labio partido. ¿Es eso humano? Y el hijo, un gañan lleno de mugre, y endrogado. El pájaro de su padre se lo hecha todo encima, la paga que cobra de una hija tonta que tiene y un sueldo que le quedó de Alemania. Ahí lo tiene, tragando vino a todas horas, hecho un zángano, como si fuera un señorito desocupado y con dinero.

¿Divorciarse aquí? Mire usted, la única que se ha separado en el pueblo está señalada. Y a las demás les da para más aguantar el mal trato y quedarse donde están. ¿Adónde van a ir?

Yo no digo que esté bien ni mal. Está como está. Pero la primera y la única que tuvo redaños para separarse se irá pronto y se llevará su coraje a cuestas, porque ni las mujeres se le acercan, que sus maridos no las dejan por si les da por aprender de ella. Así son, porque así las han enseñado a ser.

Las han enseñado a ir detrás. Pero también las hay atacantes, y aunque las hayan enseñado a ir detrás quieren estar siempre las primeras.

Total, que cuando se murió la Isidora, que mi santa juntó unas perras entre toda la vecindad para hacerle un entierro como Dios manda y que fuera a buscar al Modesto en un ataúd de los buenos en vez de en caja de pino, el tarambana ése dijo que no tenía liquidez. Usted lo puede dar por cierto, señor comisario? Liquidez.


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