Текст книги "Cielos de Barro"
Автор книги: Dulce Chacón
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Прочая проза
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Qué contrariedad, yo no bebo café, que estoy de la tensión, y por no beber no tengo ni pizca en casa, que mi nieto no toma tampoco. Nunca le gustó. Sin embargo mi santa se bebía hasta las zurrapas. ¿Allí le darán café a mi nieto por la mañana? ¿Me haría usted la bondad de decirles que no le gusta, que no se les ocurra obligarle a bebérselo?
Usted me perdonará, pero yo no sé las costumbres que tienen los que se ganan el pan cerrando puertas de hierro detrás de la gente. Y mi Paco es muy suyo, como lo era su madre, que nacieron los dos con el orgullo equivocado y desde el día primero lo llevaron hincado en la frente. Fíjese como sería la Inma, que durmió tres noches en esa silla porque mi Catalina no la dejaba menearse hasta que no se hubiera comido las lentejas. Ella, mi santa, que se quitaba el bocado de la boca para dárselo a los demás, le había puesto la mejor presa de chorizo. A mí me ha extrañado siempre ese empeño en servirse peor que nadie, y me sacaba del quicio cuando mi Catalina mejoraba mi plato a costa del suyo.
Cosa de las madres, sí. Eso será. ¿Usted tiene madre? La Catalina decía que lo peor de perder a una madre es perder sus brazos. Que los brazos de las madres se han hecho para acunar a los chicos y abrazar a los grandes. Y que por eso mi nieto es como es, porque su madre nunca lo abrazó.
Conque la Nina le endilgaba un mamporro a la hija cada vez que pasaba a su vera. Y la Inma apretaba los dientes y miraba al plato con una rabia que no sé cómo las lentejas no se echaron a correr, del susto que metía esa mirada, y eso que era bien chica la Inma. Hasta que la Nina se cansó, y porque vio que las lentejas habían cambiado de color, y en una de éstas, hizo que se tropezaba y ella misma tiró al suelo plato, chorizo y lentejas.
Pero mi nieto no va a esperar tres días. Si a mi nieto se le enfrentan, aunque sea nada más con un café, no se va a quedar arredrado en una silla.
Yo le explico a usted lo que haga falta, ¿qué es lo que no le ha quedado claro?
No se me haga usted el tontaina, señor comisario, que usted hila con madeja de ocho cabos.
Muy simple. El abogado no supo las intenciones que traía la familia hasta que no le pusieron el asunto delante mismo de su persona. Y si él se mudó de la capital a un pueblo como éste, sólo y únicamente para llevar los asuntos de los señores, y se ha quedado sin asuntos que llevar, algo le habrá escocido. ¿Me explico?
¿De verdad? ¿Ya tiene que irse?
Lo comprendo, sí, señor. Es usted un hombre ocupado.
Échese antes otro cigarro.
¿Y un licor? Tengo el de bellota, que está muy rico.
Yo tampoco lo había probado hasta hace unos años.
Ya le he dicho que le comprendo. Vaya usted con Dios.
Aquí estaré si precisa de algo.
36
Era casi de noche cuando Felipe decidió acercarse a «Los Negrales» a visitar a su hermano. Disfrutaba de unos días de permiso y no deseaba pasarlos escuchando reír a Piedad y María, las gemelas habían llegado a la edad de la risa y eran imparables en sus carcajadas sin motivo. Ni quería soportar las lamentaciones de sus tres hermanas mayores, que no encontraban con quién casarse y culpaban a la guerra de la escasez de hombres disponibles; se pasaban una a otra las quejas y se insultaban ente sí llamándose solteronas, apelativo que las acompañaría basta su muerte, muchos años después, tras una brutal convivencia cargada de reproches que comenzaron esa misma tarde cuando a doña Jacinta, su madre, se le ocurrió bromear diciendo que no debían ir siempre juntas, que se parecían a las gemelas cuando eran pequeñas y pretendían casarse las dos con el mismo hombre.
–Asustáis a los pretendientes, porque temen llevarse a una mujer y a dos cuñadas por el mismo precio.
Las gemelas retomaron sus risas y la madre añadió que ellas lo tenían peor aún.
–¿Dónde vais a encontrar a un santo que os aguante a las dos?
El marqués secundó la opinión de su esposa y se retiró a practicar una sonata al violín, huyendo del semblante sombrío que comenzaba a dar señales en sus tres hijas mayores. Felipe aprovechó la escapada de su padre, dejó que sus hermanas comenzaran con una discusión que no acabaría nunca y abandonó la casa después de ensillar su jaca. Le gustaba recorrer el camino hasta el cortijo cabalgando, entrar a galope por la avenida de los álamos y que todos le oyeran llegar, para poder presumir de la precisión de su parada a raya en el mismo umbral de la entrada. Se acercaba al arco de a «Los Negrales» cuando divisó a lo lejos la figura de dos mujeres que caminaban por la alameda. Apresuró la marcha, hundió las espuelas, castigó con la vara a su montura, se detuvo en una de sus precisas frenadas al llegar junto a ellas, y encontró frente a sí a Isidora y a Catalina. Quizá un poco asustadas, se apartaron a un borde del camino para alejarse del animal, que mordisqueaba su bocado soltando espumaradas de baba y subía y bajaba la cabeza rebelándose contra el ronzal que lo sujetaba.
–Felicidades, Nina, me han dicho que has tenido una hija.
–Agradecida, señorito Felipe.
–No tengáis miedo, no os va a morder.
–¿Y quién le ha dicho a usted que tengamos miedo?
Sí, tenían miedo. Y él saboreó el placer que le producía haberlas asustado.
–¿Es guapa tu hija?
–Más que yo.
–¿Y más que Isidora?
Al tiempo que Felipe hablaba, dirigió la cara de su caballo hacia el pecho de Isidora. La jaca cesó en sus movimientos de cabeza y le manchó con la espuma espesa y blanca que rezumaba entre los dientes.
–Un pura sangre reconoce a otro en cuanto lo huele.
Isidora se limpió con las faldas dejando al descubierto la transparencia de sus enaguas. Se cubrió al advertir que Felipe la miraba entornando los ojos, recorriéndola de abajo arriba sin dejar de acariciar el cuello del animal. La suavidad de sus caricias se hizo firmeza cuando Isidora se tapó las piernas. Felipe colocó la palma de la mano abierta sobre la testuz de su jaca, y la obligó a mantener su boca en uno de los hombros de Isidora.
Catalina se tocó la cicatriz de la mejilla antes de sujetar al caballo por las riendas y encarar al jinete.
–No es menester arrimarse tanto, señorito.
–Cuando tuve ocasión no me acerqué lo suficiente, ¿verdad, Isidora? Siempre hay una segunda oportunidad.
–Pues ya se ha acercado lo bastante, de forma y manera que nos deja usted seguir camino ahora mismito, que andamos apresuradas.
La diminuta mano de Catalina intentaba alejar al jinete. Felipe hizo un movimiento rápido con las bridas.
–Suelta, Nina.
Se apartó de Isidora y levantó las manos del caballo. Las mujeres aprovecharon para huir. Pero él se situó frente a ellas cortándoles el paso y se inclinó hacia Catalina.
–Una mujer no debe sujetar la montura de un hombre. Nunca, Catalina.
Nunca sujetes mi montura. ¿Has entendido?
–Pues baje del púlpito ése, si quiere usted hablarme.
–Es con Isidora con quien yo quiero hablar. Y se ve que eres tú la que lleva prisa. ¿Por qué no te adelantas y nos dejas solos? Seguro que tu hija está berreando. Anda, ve a darle de mamar, que no te va a quedar ni gota cuando llegues. Mira cómo vas.
La camisa de Catalina dejaba ver un cerco empapado en el centro de sus dos pechos. Isidora se colocó delante de ella, y la ocultó de Felipe.
–Nada tenemos que hablar usted y yo, señorito.
Los ojos de Catalina asomaban furiosos por detrás de uno de los hombros de Isidora. Se había puesto de puntillas para poder ver a Felipe y se encaramaba sobre el cuerpo de su compañera intentando mantener el equilibrio.
–Dicho está. Siga usted su camino, que me da a mí que es usted el que lleva más que una mijina de prisa.
–Isidora sabe que no, que hace años que la estoy esperando. Adelántate, Nina, y espérala en su casa, que ella y yo tenemos pendientes unas palabras.
–Ni media palabra tengo que decirle yo a usted, y lo mismo debería decirme usted a mí.
–Vaya dos hembras con las que he ido a toparme.
–Dos hembras que tienen marido.
Felipe se echó a reír, saltó del caballo y acercó sus ojos a los de Isidora.
–Ya sé que te dieron un marido, pero antes te dieron otra cosa, que entonces no quise darte yo, y ahora sí te la quiero dar. Dile a Nina que se vaya.
Isidora sintió que sus piernas temblaban, intentó moverlas pero no la obedecieron. Quiso controlar la parálisis que se adueñó de ella y alargó los brazos hacia atrás. Así la sujetaban ellos, desde atrás. Así le impedían moverse. Así la besaron, y la acariciaron, y le separaron uno a uno las piernas mientras otro la sujetaba desde atrás. Felipe advirtió cómo la sirvienta se abandonaba aferrándose a Catalina sin oponer apenas resistencia, sin retirarse de su mano, que ya le había desabrochado la blusa y buscaba su carne estremecida. Consiguió acariciar su pecho, apretarlo, y llegar a uno de sus pezones, mientras acercaba sus labios al escote que se le ofrecía recién abierto.
–¿Te gusta, eh? Dile a Nina que se vaya. Te voy a dar lo que no te dieron esos brutos. Ven aquí. Ven.
No supo nunca que Catalina cogió una piedra. Ni pudo saber cuál de las mujeres le golpeó en la nuca cuando acababa de quitarse el sombrero y hundió su boca en el pecho de Isidora. No podría recordar cómo lo subieron al caballo, ni en qué estado lo condujeron hacia el cortijo. Pero recordaría los susurros de Isidora y el apremio en la voz de Catalina al colocarle las botas en los estribos.
–¿Lo habremos matado, Nina?
–Con vida lo hemos subido al caballo, y con vida ha de llegar al cortijo.
–¿Y si se cae?
–Ya se levantará. Y si no, que no se levante, que si no lo hemos matado nosotras, lo ha de matar el Modesto cuando se entere.
–El Modesto no ha de enterarse. Ni yo se lo voy a contar ni tú tampoco, Nina.
–Pues mi Antonio lo acaba.
–Tampoco el Antonio va a enterarse. Júramelo.
–Si no he de poder contarlo, reviento.
–Es de preferir que revientes tú sola, y que no te revienten los otros.
–¿Qué otros?
–Los que cierran la boca, y te la hacen cerrar.
–Pero el señorito no se va a quedar callado cuando despierte.
–Callará. Él sabe mejor que nadie que hay cosas que no conviene contar. Y tú lo tienes que aprender. Júramelo por tu hija ahora mismo.
No supo nunca qué manos le sujetaban la cabeza contra la crin del caballo, y quién le puso la brida entre los dedos. Pero sabe que una de las mujeres golpeó la grupa del animal y gritó.
–Arre, bonito.
Y que él abrió los ojos un momento, y que las mujeres habían desaparecido cuando se divisaba ya el cortijo y resbaló de la silla. Y supo lo que le contaron cuando despertó: que fueron Justa y Joaquina las que lo vieron llegar desde la alameda a lomos del caballo desbocado. Y que su hermano lo descabalgó ante la presencia aterrada de Victoria. Ambos habían acudido a los gritos de Justa y de Joaquina, que pidieron auxilio al verlo caer, al ver cómo el caballo lo llevaba arrastrando de un estribo. Felipe no quiso admitir la humillación que sentía. Dijo que había sufrido un desmayo, y que no recordaba nada más. La caída le ocasionó una lesión que le mantuvo postrado en cama durante más de un año, y una ostensible cojera que se agudizaba, sin que él pudiera controlarlo, cuando caminaba por «Los Negrales». A partir de entonces, sólo visitaba el cortijo cuando se veía obligado a ir, cuando no conseguía ninguna excusa razonable para evitar el compromiso. Temía encontrarse con las mujeres que lo habían vencido. Temía no poder ocultar la ira que le provocaba la sola presencia de Isidora. Temía enfrentarse a los ojos de Catalina, que Felipe adivinaba rebosantes de una rabia imposible de retener.
37
Mire usted, yo he aprendido lo mío en toda una vida que se me hace ya larga. Y sólo cuento los días que me faltan para que no me sirva de nada lo que sé, ni lo que no sé. ¿Para qué quiero aprender ahora a tener confianza?
Desconfío, sí. Porque eso es lo que me enseñó a mí mi madre, y a ella su gente. Lo que debería haber aprendido mi hija, y no aprendió, que entregó su confianza y se la devolvieron negándola. ¿Quién me dice que mi nieto no vaya a tener el mismo pago que su madre?
¿Y dice usted que le han puesto a ese abogado sin que él lo haya pedido?
Me extraña a mí que lo acepte, que él no tiene costumbre de semejantes usanzas.
Las usanzas de dar como propio lo que no se ha requerido siquiera.
¿Y cuánto he de abonarle? ¿Alguien le ha dicho que no tenemos una perra chica?
Rediós, no me venga con ésas, que no es buena hora para que se guasee de mí.
¿Cómo va a trabajar nadie sin un beneficio, leche?
Por mucho que usted me diga, señor comisario, no me va a hacer creer que se tomará la molestia de defender a un penado que ni le va ni le deja de venir, que eso no es corriente.
¿De buena fe? ¿Y es que puede ser fe si no es buena? Quien juntó esas dos palabras sabía que ni a la fe se puede agarrar uno, y que cuando se quiebra ya no se recompone.
Yo diré ante quien haga falta lo que sea menester.
¿Y usted puede entrar conmigo?
No sé. Me da a mí que no voy a saber referírselo con un orden.
Es que yo no soy bien hablado. Y he de mal colocar las ideas, de fijo.
Ya le dije el otro día que la primera persona de su condición que ha cruzado palabras conmigo ha sido usted, señor comisario.
Ya. Respiro, sí. Pero no es lo mismo. Con usted es de muy distinta manera. Hay amistad.
Y dígame, ¿podré ver a mi nieto después de hablar con el abogado?
¿Y me da su permiso para contarle a mi Paco lo que usted me ha referido?
Que don Carlos tiene una dentellada en la mano. Y que usted se la ha visto. Y que ese picapleitos alargó el dedo hacia el primer chucho que vio cuando usted le preguntó por qué estaba maltrecho, y era un perro muy chico para una mordida muy grande.
Aunque usted no pueda dar de fijo que no fue el Pardoel que le mordió, me da a mí que mi nieto va a descansar sabiendo que su perro no se fue por cuenta propia de su vera. Y le voy a decir que, el mismo que se lo llevó, bien pudo colocar la escopeta en el chamizo de arriba. Y que usted sigue buscando al hijo de la Isidora, para que le diga lo que a mí me dijo esa noche, que fue a don Carlos a quien se la quitó de las manos.
Yo le puedo decir que le hable a ese abogado que le han puesto, sí, señor, pero ya le expliqué cómo es parco. Mi Catalina decía que era más cortado que un jamón, y si hoy también le da por callarse, no hay cuchillo que le arranque tajada.
¿Ya tengo que entrar?
¿Y de fijo que no puede usted venir conmigo?
No, si yo estoy muy tranquilo. Pero es que me da a mí que no me van a salir las palabras.
38
Desde que sufrió la caída del caballo, el humor de Felipe iba empeorando por momentos. Su carácter agrio, sus bromas ácidas y su mirada huidiza incomodaban a Victoria. Ella le visitaba en casa de sus suegros, y durante su larga convalecencia pasó tardes enteras en la salita de estar evitando su mirada, clavando la aguja en el lino tensado de su bastidor, arriba y abajo, abajo y arriba, una y otra vez, y otra, y otra. Sus tres cuñadas mayores bordaban junto a ella. Y doña Jacinta atendía a su hijo, recostado en un diván, e intentaba poner orden en las numerosas discusiones que surgían entre las hermanas sin motivo aparente. Sólo las gemelas rompían la rutina de aquellas visitas cuando salían del internado en vacaciones. Pero a ellas no les gustaba permanecer en casa toda la tarde, siempre tenían alguna fiesta a la que asistir o una excursión que les aguardaba. Tomaban café, relataban los últimos suplicios que habían hecho padecer a las monjas y se marchaban. Victoria envidiaba la alegría de las dos jóvenes, sus risas, y el cariño que sentían una por la otra. Ella no había olvidado su relación con Aurora, sus deseos compartidos, las noches de charla interminable, los vestidos estrenados en los domingos de Ramos, las procesiones con las palmas rizadas que colgaban después de sus balcones. Las fiestas de la Aleluya en la pradera, cuando Victoria llevaba a su hermana pequeña de una mano y tiraba con la otra de un borreguito adornado con lazos de colores los domingos de Resurrección. Las novenas que rezaron juntas, las visitas a los sagrarios, y las velas que se les apagaban durante las procesiones de Semana Santa, cuando caminaban tras los pasos, ataviadas las dos con peineta y mantilla negra. O las tardes de toros y mantillas blancas. No la había olvidado. Los paseos a caballo con su padre, o las risas cuando él enrollaba el periódico y preguntaba ¡¿A quién hay que pegarle?! Sus primeros galanteos, cuando Aurora la tildaba de presumida en cuanto un muchacho se le acercaba. Los poemas recitados a dos voces que acabaron cuando ingresó en el convento. No la había olvidado, ni la había perdonado. La culpó por aquel abandono que nunca llegó a comprender. Y la culpaba de la postración de su padre, abatido ante la carga de que su hija murió porque había querido morir, aferrado desde entonces a la petaca de plata que Aurora le había regalado para combatir el frío durante las cacerías. Y también la culpaba por ello, por haber querido morir. María y Piedad le recordaban lo que había compartido con su hermana. Victoria las había visto abandonar sus diversiones infantiles. Ya no le pedían a Justa que les guardara los huesos de cordero para jugar a las tabas. Ni bebían el agua de lluvia retenida en las barandas de la plaza Mayor al salir de la iglesia, ni buscaban los charcos después de las tormentas. Las gemelas coqueteaban ya. Victoria las había observado en la última montería, reconoció en ellas el gesto de ocultar su repugnancia ante los anímales muertos, al felicitar a los jóvenes cazadores que exhibían sus trofeos y al ensalzar su puntería destacando la limpieza en el tiro. Su marido no quiso creerlo cuando ella se lo contó. Leandro dijo que eran demasiado jóvenes; pero pudo comprobar que era cierto en la siguiente cacería. Victoria la organizó en honor de su cuñado, en el momento en que ya pudo caminar. Felipe se mostró reacio a celebrar su recuperación en el mismo lugar donde se había truncado su prometedora carrera militar. Pero el cortijo continuaba siendo un punto de referencia para el Alto Estado Mayor y Felipe seguía perteneciendo al ejército, aunque hubiera pasado a la reserva a causa de su invalidez. Aceptó, y arrastró su cojera con una fingida dignidad, bromeando con sus superiores, forzando la risa para hacerlos reír, intentando evitar que sintieran lástima de él.
Después del primer día de caza, los invitados se reunieron a cenar en el comedor de los trofeos. Leandro se divertía comprobando que sus hermanas gemelas se miraban una a la otra cada vez que un joven se dirigía a ellas, y quiso compartir su descubrimiento con Felipe.
–¿Has visto a las mellis?
Pero Felipe no le prestaba atención. Se mantenía con la mirada fija hacía la puerta que daba al patio y cada vez que se abría, la retiraba, temeroso de ver entrar a Catalina o a Isidora. Pero no llegaron a entrar, fueron Justa y Joaquina las que sirvieron las mesas. Aun así, se tranquilizó tan sólo cuando llegó la hora del café y los hombres se retiraron al salón de la chimenea a fumar un cigarro. Y despertó al amanecer del día siguiente con la misma inquietud, convencido de que sería inevitable encontrar a las dos mujeres sirviendo el desayuno a los cazadores. Se dirigió al comedor decidido a mirarlas de frente, pero no tuvo que someterse a esa prueba, temida durante todo el año que duró su postración. De nuevo eran Justa y Joaquina las que servían las mesas. Su hermano Leandro desayunaba sentado junto a él.
–La pura sangre no vendrá. Sí es eso lo que estás esperando.
–¿Esperando, yo? No digas estupideces.
–No disimules, te conozco, y no has dejado de mirar hacía la puerta desde que has entrado, lo mismo que ayer durante la cena. No mires más, no va a aparecer por aquí.
–Eres un imbécil, Leandro.
Cortó en seco la conversación, dejó en el plato la tostada con manteca colorada que iba a llevarse a la boca y se levantó. Su orgullo superó a su curiosidad y no preguntó por qué Isidora no aparecería, pero la interrogante le acompañó durante toda la jornada. Quizá la habían despedido. ¿También a Catalina? No tendría que esperar mucho para saber el motivo de la ausencia de las dos mujeres.
Cuando su hermano y él regresaban esa tarde del campo, y se dirigían al pabellón de caza a dejar ajo los soportales las piezas cobradas, vieron correr a Justa preguntando por Modesto a todos los peones que regresaban con ellos. Victoria, apoyada en uno de los arcos, la seguía con la mirada. Con las manos cruzadas sobre su regazo se protegía del frío con un largo capote de paño inglés, pero sus labios temblaban. Leandro le preguntó qué le pasaba a Justa, y si ella se encontraba bien.
–Perfectamente, ¿por qué?
–No sé, te veo rara.
–Qué tonterías se te ocurren. Anda, date prisa, que ya tienes preparado el baño y la cena se servirá pronto.
Y como si lo contara de pasada, sin dejar de mirar a Justa, Victoria añadió que Isidora acababa de dar a luz un niño, y que por eso justa buscaba a Modesto, para darle la buena noticia. Y comentó que el parto había sido muy corto, pero muy inoportuno, que precisamente cuando más se la necesitaba, Catalina había faltado dos días porque estaba atendiendo a Isidora.
39
Dijo que regresaba para morir, y es como si se hubiera muerto, ¿verdad usted? Lo mismo no era él. Lo mismo la sombra que me dijo adiós en el camino era la misma muerte, que ya lo había vestido, y era un alma perdida la que habló conmigo.
Lo digo porque si él supiera que la lenguaraz de la Juana lo vio subir al cortijo, y que fue al único al que vio subir, y que es mi nieto el que está donde está, el hijo de la Isidora daría señales de vida para que este asunto viera la luz.
Eso mismo me ha dicho el abogado que le han puesto a mi Paco. ¿Don ]osé María dice usted que se llama?
Es simpático, sí. Pero nada más entrar le he tenido que llamar la atención.
Porque, ¿sabe lo que me ha dicho?
Siéntese ahí, abuelo. Eso me ha dicho. Abuelo. Y a mí me puede llamar señor Antonio; don Antonio; Antonio, a secas; o Antoñito, si le da la real gana. Pero abuelo sólo me lo llama mi nieto.
No me enfado, pero hay que tener un respeto, leche.
Pues le estaba diciendo que don José María me dijo lo mismo cuando escuchó lo que yo le conté. Pero el hijo de la Isidora no ha sido, señor comisario, delo por cierto y no busque por ahí.
Estoy más que seguro, que un hombre que mata a unos cuantos no busca la casa de otro para lavarse la sangre. Él venía a morirse, no a buscar la muerte de nadie. Por eso digo yo que fue la muerte propia la que se llevó de aquí. De este modo y de estas maneras se lo he dicho yo a don José María cuando me ha preguntado sobre el particular.
Le he contado todo, sí, señor. Y él me ha dicho que se lo cuente a mi nieto. Y que a usted puedo hablarle de cuanto quiera, que es de fiar. Y mire que yo no se lo he preguntado, eh. No vaya a dar en creer que ando pidiendo referencias.
¿Y sabe qué me ha dicho también?
Que es verdad que no hay que abonarle ningún dinero, que él defiende a mi Paco por su oficio. Verídico. Ya. Ya sé que usted me lo había dicho antes, pero me da a mí que algún día puede venir a reclamarnos los cuartos. ¿Es, o no es?
¿No?
Recontra, ahora que voy camino del otro mundo empieza a cambiar éste. Primero me dicen que soy pensionista, y que me pagan sólo por ser viejo, y luego le abonan las cuentas a un abogado para mi nieto. Si mi madre lo viera, lamentaría haberse muerto a destiempo, porque ella siempre dijo que las cosas de los paisanos del campo mudan siempre a peor. Y que en este país nadie hizo nada por nosotros, ni tan siquiera la República, que nació con las manos atadas y no le dejaron ni dos dedos para tirar de la reforma agraria.
¿Falta mucho para que pueda ver a mi nieto?
Prisa no tengo ninguna, pero ansia sí.
Ansia de verlo.
40
En el momento en que Isidora pudo ponerse en pie y caminar, envolvió a su hijo recién nacido en una manta y se fue con él al cortijo. Le hizo una cuna en uno de los cestos que empleaban para llevar la colada a tender y lo colocó junto al fogón de la cocina. Justa le acercó un dedo meñique a la boca. Y Joaquina lo miraba extasiada.
–Isidora, me da a mí que esta criatura tiene hambre.
–¿Qué ha de tener, si antes de venir me ha quedado las tetas como dos pellejos?
–Cucha, que se ha agarrado con desesperación a su dedo chico.
–Le gusta chupar, pero hambre no tiene.
–¿Me dejas que lo aúpe?
–Déjalo estar, que no son buenas esas costumbres y luego va a querer los brazos únicamente.
Mientras Isidora preparaba el desayuno de Victoria, Catalina caminaba en el corredor haciendo sonar sus pasos, simulando que regresaba a la cocina. Los silenció después para volver sobre ellos y quedarse a la escucha tras la puerta del gabinete, donde le había servido un café a Leandro y a un joven que había llegado a «Los Negrales» poco antes que ella. A juzgar por la expresión que le vio en la cara, traía una mala noticia. Catalina contuvo la respiración y acercó el oído. Sí, era una mala noticia. Leandro permaneció callado hasta que el joven acabó de hablar. Y Catalina vio a Isidora con la bandeja del desayuno en las manos, que caminaba hacia ella apremiándola con un gesto enérgico para que se retirara de la cerradura. Se alejó sin hacer ruido y se aproximó a Isidora. Cuando iba a murmurarle algo, la puerta del gabinete se abrió y Catalina huyó sobre las puntas de sus pies para contarle a Justa y a Joaquina lo que no le había dado tiempo de contarle a Isidora.
La zozobra asomaba a los ojos de Leandro cuando le pidió la bandeja a la sirvienta, después de indicarle al joven que esperara en el gabinete. Isidora se extrañó de que el señorito quisiera llevarle el desayuno a su esposa. Le observó subir la escalera despacio, regresó a la cocina, y encontró a sus compañeras sentadas frente a frente, las tres con un codo apoyado en la mesa y sujetándose la barbilla.
–Fo, y tiene una cara bien guapa ese muchacho, para un mandado bien feo.
–¿Y desde la capital se ha llegado hasta aquí para dar el recado en persona?
–¿Qué pasa?
–La madre de la señora se ha muerto.
–¿Qué dices, chacha?
–Que se ha muerto doña Carmen, Isidora, que le ha dado el tifus.
Las sirvientas esperaron en la cocina sin saber qué hacer, hasta que Leandro las llamó desde el corredor y les dio la noticia. Ellas la recibieron como si no la conocieran, expresaron sus condolencias, pidieron permiso para subir al dormitorio del matrimonio a dar el pésame a su señora, y reanudaron sus tareas después de que ella les indicó que siguieran con lo que estuvieran haciendo. Isidora fue la última en salir de la habitación. Y observó que Victoria dejó de reprimir el llanto cuando creyó que nadie la miraba.
Esa misma tarde, llegó a «Los Negrales» don Ángel Albuera acompañando al cuerpo sin vida de su esposa. Al día siguiente, el cadáver fue trasladado al convento. Pero esta vez fueron otros los que cargaron a hombros un ataúd, desde la capilla ardiente al coche fúnebre, y después hasta el cementerio. El viudo caminó arrastrando los pies, cubierto con su capa española, apoyando su debilidad en los brazos de los hijos del marqués de Senara. Después del sepelio, se marchó de nuevo a la capital, de la que regresaría sin vida, apenas cinco años más tarde, víctima de una cirrosis hepática.
Victoria se había despedido de su padre rogándole que no se marchase, y Leandro le había insistido en que se quedara en el cortijo con ellos, pero él se negó. Subió al automóvil, se inclinó hacia el chofer, y repitió la orden que la costumbre le había llevado a decir:
–Lorenzo, conduce lo más rápido que puedas.
Se arrellanó en su asiento sin mirar atrás y sacó la petaca de plata. Bebió como si quisiera tragarse toda la vida que le quedaba. Su hija no le vio beber. Victoria se retiró hacia el interior de la casa antes de que el coche alcanzara la alameda, y subió a su habitación, donde encontró a Isidora preparando su cama. La sirvienta introducía un calentador de cobre entre las sábanas, manipulaba el mango con lentitud, atenta a mantenerlo el tiempo suficiente para calentarlas sin llegar a quemarlas. Victoria deseó arroparse con su tibieza. Sintió la necesidad de buscar un calor que no fuera el de su propio cuerpo. Observó que Isidora tiraba del mango del calentador y, sin pensarlo, le preguntó por su hijo.
–Abajo lo tengo. Hasta que esté con la teta me lo he de traer, si a usted no le es molestia, señora.
–¿Cómo es?
–Hermoso y fuerte. Bien sanito.
–Tráemelo, que yo lo vea.
Todos los deudos habían abandonado ya «Los Negrales». Isidora se encontraba al pie de la escalera con su hijo en brazos, con la cabeza inclinada hacia él, y no vio a Leandro.
–Una hembra con su cría, qué ternura. A ver, enseñáme a tu hijo.
No esperó a que la sirvienta se lo mostrara, apartó la manta que cubría al bebé y acarició con su índice la nariz del niño, para levantar después con el mismo dedo la barbilla de la madre.
–Tan guapo como tú, pura sangre.
Leandro apartó su dedo del rostro de Isidora. Ella sacudió la cabeza, limpió con la manta la nariz de su hijo y comenzó a subir los escalones, sintiendo los ojos del señorito en sus piernas hasta que llegó al rellano de la escalera. Entonces se volvió hacia él. Él dejó de mirarla, y siguió su camino.
En el pabellón de caza, esperaba a Leandro el joven que había traído la noticia de la muerte de su suegra para ultimar los detalles del testamento de doña Carmen, que lo había nombrado albacea. El abogado le anunció que, una vez finalizados los trámites que debía gestionar, en breve acudiría al cortijo un tasador de su confianza para valorar las propiedades.
–Después veremos cuánto hay que darle a su tía Ida. Y lo pondremos todo a nombre de Victoria.
–¿Y su tía no puede negarse a vender?
–Para eso tendría que comprar, y no se encuentra en condiciones de hacerlo. No te preocupes, está todo controlado.
La tasación fue rápida, y ventajosa para Victoria. Una semana después de la muerte de doña Carmen, su hermana Ida llegó a «Los Negrales», el abogado le planteó la situación y ella aceptó venderle a su sobrina la parte que le correspondía de la herencia de sus padres. Había regresado de Elne, la pequeña localidad francesa donde había pasado los últimos años, a tiempo de asistir a los funerales que se celebraron por su hermana en la parroquia del pueblo, pero no alcanzó a verla, como hubiera deseado. Visitó su tumba en el convento. Cerró la operación de compraventa, y le dijo a Catalina que quería conocer a su hija.