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Nada
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Текст книги "Nada"


Автор книги: Carmen Laforet



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– ¡Vamos! -quise decir-. ¡Vamos!

No me salió la voz y empecé a dar empujones a Juan. Hubiera querido volar. Sabía o creía que iba a llegar gente de la policía poco después y metí a Juan por otra calle. Antes de torcer la segunda esquina oímos pasos. Juan había reaccionado bastante, pero se dejaba guiar por mí. Me apreté contra su hombro y él me abrazó. Pasó un grupo. Eran individuos que pisaban fuertemente y charlaban haciendo bromas. No nos dijeron nada. Un rato después estábamos separados. Mi tío apoyado en la pared, con las manos en los bolsillos, y cayéndonos a los dos la luz de un farol.

Me miró dándose cuenta de quién era yo. Pero no me dijo nada porque, sin duda, encontraba natural que yo estuviese aquella noche en el corazón del barrio chino. Le saqué un pañuelo del bolsillo para que se limpiara la sangre que le goteaba sobre el ojo.

Se lo até y luego se apoyó en mi hombro, volviendo la cabeza y tratando de orientarse. Yo empecé a sentirme tan cansada como en aquellos tiempos me sucedía con frecuencia. Las rodillas me temblaron hasta el punto de que caminar se me hacía difícil. Los ojos los tenía llenos de lágrimas.

– ¡Vamos a casa, Juan!… ¡Vamos!

– ¿Crees que me han vuelto loco con el golpe, sobrina? Sé muy bien a lo que he venido aquí…

Otra vez se enfureció y le temblaba la mandíbula.

– Gloria debe de estar en casa a estas horas. Sólo fue a ver a su hermana para pedir que le prestase dinero para las medicinas.

– ¡Mentiras! ¡Sinvergüenza! ¿Quién te manda meterte en lo que no te importa? -Se tranquilizó un poco-. Gloria no tiene que pedir dinero a la bruja esta. Hoy mismo le han prometido por teléfono que mañana a las ocho tendríamos en casa cien pesetas que aún me deben por un cuadro… ¿Conque a pedir dinero? ¡Como si yo no supiera que la hermanita no da ni las buenas noches!… ¡Pero ella no sabe que hoy le rompo la cabeza! Conmigo puede portarse mal, pero que sea peor que los animales con sus cachorros, eso no se lo consiento. ¡Prefiero que se muera de una vez la maldita!… Lo que a ella le gusta es beber y divertirse en casa de su hermana. La conozco bien. Pero si tiene sesos de conejo… ¡Cómo tú!, ¡como todas las mujeres!… Por lo menos ¡que sea madre, la muy…!

Todo esto estaba sembrado de palabrotas que recuerdo bien, pero ¿para qué las voy a repetir?

Iba hablando mientras caminábamos. Apoyado él en mi hombro y empujándome al mismo tiempo. En aquellos dedos que me agarraban sentía yo clavarse toda la energía de los nervios. Y a cada paso, a cada palabra, su fuerza se agudizaba.

Sé que volvimos a pasar otra vez por la misma calle de la pelea, envuelta ya en silencio. Allí Juan olfateó como un perro en busca del rastro. Como uno de los perros sarnosos que encontrábamos a veces husmeando en la inmundicia… Por encima de aquel cansancio y de aquella podredumbre se levantaba la luz de la luna. No había más que mirar al cielo para verla. Abajo, en los callejones, se olvidaba una de ella…

Juan empezó a aporrear una puerta. Le contestaron los ecos de sus golpes. Juan siguió pegando patadas y puñetazos un buen rato, hasta que le abrieron. Entonces me apartó de un empujón y entró dejándome en la calle. Oí algo como un grito sofocado allá dentro. Luego nada. La puerta se cerró en mis narices.

Al pronto, estaba tan cansada, que me senté en el umbral, con la cabeza entre las manos, sin reflexionar. Más tarde me empezó a entrar risa. Me tapé la boca con las manos que me temblaban porque la risa era más fuerte que yo. ¡Para esto toda la carrera, la persecución agotadora!… ¿Qué pasaría si no salían de allí en toda la noche? ¿Cómo iba a encontrar yo sola el camino de casa? Creo que después estuve llorando. Pasó mucho rato, una hora quizá. Del suelo reblandecido se levantaba humedad. La luna iluminaba el pico de una casa con un baño plateado. Lo demás lo dejaba a oscuras. Me empezó a entrar frío a pesar de la noche primaveral. Frío y miedo indefinido. Empecé a temblar. Se abrió la puerta a mi espalda y una cabeza de mujer asomó cautelosa, llamándome:

–  Pobreta… Entra, entra.

Me encontré en el local cerrado de una tienda de comestibles y bebidas, iluminado únicamente por una bombilla de pocas bujías. Junto al mostrador estaba Juan, dando vueltas entre sus dedos a un vaso lleno. De otra habitación venía un ruido animado y un chorro de luz se filtraba bajo una cortina. Indudablemente se jugaba a las cartas. «¿Dónde estará Gloria?», pensé. La mujer que me había abierto era gordísima y tenía el cabello teñido. Mojó la punta de un lápiz en su lengua y apuntó algo en un libro.

– De modo que ya es hora de que te vayas enterando de tus asuntos, Juan. Ya es hora de que sepas que Gloria te mantiene… Eso de venir dispuesto a matar es muy bonito…, y la sopa boba de mi hermana aguantando todo antes que decirte que los cuadros no los quieren más que los traperos… Y tú con tus ínfulas de señor de la calle de Aribau…

Se volvió a mí:

–  Vols una mica d'aiguardent, nena?

– No, gracias.

–  Que delicadeta ets, nota!

Y se empezó a reír.

Juan escuchaba el rapapolvo, sombrío. Yo ni siquiera pude imaginarme lo que sucedió mientras estuve en la calle. Juan no llevaba ya el pañuelo en la cabeza. Me fijé que su camisa estaba rasgada. La mujer siguió:

– Y puedes dar gracias a Dios, Joanet, de que tu mujer te quiera. Con el cuerpo que tiene podría ponerte buenos cuernos y sin pasar tantos sustos como pasa la pobretapara poder venir a jugar a las cartas. Todo para que el señorón se crea que es un pintor famoso…

Se empezó a reír, moviendo la cabeza. Juan dijo:

– ¡Si no te callas, te estrangulo! ¡Cochina!

Ella se irguió amenazadora… Pero en aquel momento cambió de expresión para sonreír a Gloria que aparecía, saliendo de una puerta lateral. Juan la sintió llegar también, pero aparentó no verla mirando hacia el vaso. Gloria parecía cansada. Dijo:

– ¡Vamos, chico!

Y cogió el brazo de Juan. Indudablemente le había visto antes. Dios sabe lo que habría pasado entre ellos.

Salimos a la calle. Cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, Juan echó un brazo por la espalda de Gloria, apoyándose en sus hombros. Caminamos un rato callados.

– ¿Se ha muerto el niño? -preguntó Gloria.

Juan dijo que no con la cabeza y empezó a llorar. Gloria estaba espantada. Él la abrazó, la apretó contra su pecho y siguió llorando, todo sacudido por espasmos, hasta que la hizo llorar también.

16

Román entró impetuoso, como rejuvenecido, en la casa.

– ¿Han traído mi traje nuevo? -preguntó a la criada.

– Sí, señorito Román. Se lo he subido arriba… Truenose empezó a levantar, perezoso y gordo, para saludar a Román.

– Este Trueno-dijo mi tío, frunciendo el ceño– se está volviendo demasiado decadente… Amigo mío, si sigues así te degollaré como a un cerdo…

La sonrisa se quedó quieta en la cara de la criada. Sus ojos se volvieron brillantes.

– ¡No diga bromas, señorito Román! ¡Pobre Trueno ! ¡Si cada día está más guapo!… ¿Verdad, Trueno?¿Verdad, hijito?

Se puso en cuclillas la mujer y el perro le plantó sus patas en los hombros y lamió la cara oscura. Román miraba con curiosidad la escena y se le curvaban los labios en una expresión indefinible.

– De todas maneras, si este perro sigue así le mataré… No me gusta tanta felicidad y tanto abotargamiento.

Román dio media vuelta y se marchó. Al pasar me acarició las mejillas. Tenía brillantes los ojos negros. La piel de su cara era morena y dura, había allí multitud de pequeñas arrugas hondas, como hechas a cortaplumas. En el brillante y rizoso pelo negro, algunas canas. Por primera vez pensé en la edad de Román. Precisamente lo pensé aquel día en que parecía más joven.

– ¿Necesitas dinero, pequeña? Te quiero hacer un regalo. He hecho un buen negocio.

No sé qué me impulsó a contestar:

– No necesito nada. Gracias, Román… Se quedó medio sonriente, confuso.

– Bueno. Te daré cigarrillos. Tengo algunos estupendos… Parecía que quería decir algo más. Se detuvo cuando se marchaba.

– Ya sé que ahora tienen una buena temporada ésos -y señaló, irónico, el cuarto de Juan-. No puedo estar tanto tiempo fuera de casa…

Yo no le dije nada. Se marchó al fin.

– ¿Has oído? -me dijo Gloria-. Román se compra un traje nuevo…, y camisas de seda, chica… ¿A ti qué te parece?

– Me parece bien -me encogí de hombros.

– Román nunca se ha preocupado de sus vestidos. Dime la verdad, Andrea. ¿A ti te parece que está enamorado? ¡Román se enamora muy fácilmente, chica!

Gloria se estaba poniendo más fea. La cara se le había consumido aquel mes de mayo y sus ojillos aparecían hundidos.

– Tú también le gustabas a Román al principio, ¿no? Ahora ya no le gustas. Ahora le gusta tu amiguita Ena.

La idea de que yo pudiera haber gustado como mujer a mi tío era tan idiota que me quedé absorta. «¿Cómo serán nuestros actos y nuestras palabras interpretados por cerebros así?», pensé, asombrada, mirando la blanca frente de Gloria.

Me marché a la calle pensando aún en estas cosas. Caminaba deprisa y distraída, pero me di cuenta de que un viejo de nariz colorada atravesaba la calle para venir hacia mí. Y poseída del mismo malestar de siempre crucé a mi vez a la otra acera, no pudiendo evitar, sin embargo, que nos encontráramos en medio. Él llegó sin alientos para pasar justamente a mi lado, quitarse la vieja gorra y saludarme.

– ¡Buenos días, señorita!

El pícaro aquel tenía los ojos brillantes de ansiedad. Le saludé con una inclinación de cabeza y huí.

Le conocía bien. Era un viejo pobre que nunca pedía nada. Apoyado en una esquina de la calle de Aribau, vestido con cierta decencia, permanecía horas de pie, apoyándose en su bastón y atisbando. No importaba que hiciera frío o calor: él estaba allí sin plañir ni gritar, como esos otros mendigos expuestos siempre a que los recojan y lleven al asilo. Él sólo saludaba con respetuosa cortesía a los transeúntes, que a veces se compadecían y ponían en sus manos una limosna. Nada se le podía reprochar. Yo le tenía una antipatía especial que con el tiempo iba creciendo y enconándose. Era mi protegido forzoso, y por eso creo yo que le odiaba tanto. No se me ocurría pensarlo entonces, pero me sentía obligada a darle una limosna y a avergonzarme cuando no tenía dinero para ello. Yo había heredado al viejo de mi tía Angustias. Me acuerdo que cada vez que salíamos ella y yo a la calle, la tía depositaba cinco céntimos en aquella mano enrojecida que se alzaba en un buen saludo. Además, se paraba a hablarle en tono autoritario, obligándole a contarle mentiras o verdades de su vida. Él contestaba a todas sus preguntas con la mansedumbre apetecida por Angustias… A veces los ojos se le escapaban en dirección de algún cliente a quien ardía en ganas de saludar y cuya vista estorbábamos mi tía y yo paradas en la acera. Pero Angustias seguía interrogando:

– ¡Conteste! ¡No se distraiga! ¿… Y es verdad que su nietecillo no puede ingresar en el orfelinato? ¿Y su hija murió al fin? ¿Y…? Al fin terminaba:

– Conste que me enteraré de lo que hay de verdad en todo eso. Le puede costar muy caro a usted el engañarme.

Desde aquellos tiempos ya nos habíamos quedado unidos él y yo por un lazo forzoso; porque estoy segura de que adivinó mi antipatía por Angustias. Una sonrisa mansurrona le vagaba por los labios entre las decentes barbas plateadas, y mientras tanto sus ojos se disparaban hacia mí, a momentos, bailándole de inteligencia. Yo le miraba desesperada.

«¿Por qué no la manda usted a paseo?», le preguntaba yo sin hablar.

Los ojos suyos seguían chispeando.

– Sí, señorita. ¡Dios la bendiga, señorita! ¡Ay, señorita, lo que pasamos los pobres! ¡Dios y la virgen de Montserrat, señorita, y la virgen del Pilar la acompañen!

Al final recibía su paga de cinco céntimos con toda humildad y zalamería. Angustias respiraba con el orgullo hinchado.

– Hay que ser caritativa, hija…

Desde entonces yo le tenía antipatía al viejo. El primer día que tuve dinero en mis manos le di cinco pesetas, para que él se sintiera también liberado de la estrechez de tía Angustias y tan alegre como yo; aquel día yo había querido repartirme, fundirme con todos los seres de la creación. Cuando empezó su sarta de alabanzas me fastidió de tal modo que se lo dije antes de echar a correr para no oírle:

– ¡Cállese, hombre!

Al día siguiente ya no tuve dinero para darle, ni al otro. Pero su saludo y sus ojos bailarines me perseguían, me obsesionaban en aquel trocito de la calle de Aribau. Inventé mil trampas para escabullirme, para burlarle. Algunas veces di un rodeo subiendo hacia la calle Muntaner. Por entonces fue cuando tomé la costumbre de comer fruta seca por la calle. Algunas noches, hambrienta, compraba un cucurucho de almendras en el puesto de la esquina. Me era imposible esperar a llegar a casa para comérmelas… Entonces me seguían siempre dos o tres chicos descalzos.

– ¡Una almendrita! ¡Mire que tenemos hambre!

– ¡No tenga mal corazón!

(¡Ah! ¡Malditos!, pensaba yo. Vosotros habéis comido caliente en algún comedor de auxilio social. Vosotros no tenéis el estómago vacío.) Les miraba furiosa. Daba codazos para librarme de ellos. Un día, uno me escupió… Pero si pasaba delante del viejo, si tenía la mala suerte de tropezarme con sus ojos, yo le daba el cucurucho entero que llevaba en la mano, a veces casi lleno. Yo no sé por qué lo hacía. No me inspiraba la más mínima compasión, pero me crispaba los nervios con sus ojos pacíficos. Le ponía las almendras en la mano como si se las tirase a la cara y luego me quedaba casi temblorosa de ira y de apetito insatisfecho. No lo podía soportar. En cuanto cobraba mi paga pensaba en él y el viejo tenía un sueldo de cinco pesetas mensuales que representaban un día menos de comida para mí. Era tan psicólogo, el muy ladino, que ya no me daba las gracias. Eso sí, no podía prescindir de su saludo. Sin su saludo yo me hubiera olvidado de él. Era su arma de combate.

Aquel día fue de los primeros de mis vacaciones. Se habían terminado los exámenes y me encontré con un curso de la carrera acabado. Pons me preguntó:

– ¿Qué piensas hacer este verano?

– Nada, no sé…

– ¿Y cuando termines la carrera?

– No sé tampoco. Daré clases, supongo.

(Pons tenía la habilidad de estremecerme con sus preguntas. Mientras le decía que iba a dar clases comprendía con claridad que nunca podría ser yo una buena profesora.)

– ¿No te gustaría más casarte? Yo no le contesté.

Había salido aquella tarde a la calle atraída por el día caliente y vagaba sin ninguna dirección determinada. Pensaba ir a última hora hacia el estudio de Guíxols.

Apenas me había cruzado con el viejo mendigo, vi a Jaime tan distraído como yo. Estaba sentado en su coche, que había parado allí, junto a una acera de la calle de Aribau. La figura de Jaime me trajo muchos recuerdos, entre ellos el de mi deseo de volver a ver a Ena. Jaime estaba fumando, apoyado contra el volante. Recordé que hasta entonces no le había visto fumar nunca. Por una casualidad levantó los ojos y me vio. Tenía unos movimientos muy ligeros; saltó del coche y me cogió las manos.

– Llegas oportunamente, Andrea. Tenía muchas ganas de verte… ¿Está Ena en tu casa?

– No.

– Pero ¿va a venir?

– Yo no sé, Jaime. Parecía despistado.

– ¿Quieres venir a dar un paseo conmigo?

– Sí, con mucho gusto.

Me senté en el coche, a su lado, miré su cara y me pareció bañada de pensamientos ajenos por completo a mí. Salimos de Barcelona por la carretera de Vallvidrera. En seguida nos envolvieron los pinos con su cálido olor.

– ¿Ya sabes que Ena y yo no nos vemos ahora? -me preguntó Jaime.

– No. Tampoco yo la veo mucho durante esta temporada.

– Sin embargo, va a tu casa. Me puse un poco encarnada.

– No es para verme a mí.

– Sí, ya lo sé; ya me lo supongo…, pero creí que la veías, que hablabas con ella.

– No.

– Quería que le dijeras, si la ves, una cosa de mi parte…

– ¿Sí?

– Quiero que sepa que yo tengo confianza en ella.

– Bueno, se lo diré.

Jaime hizo parar el automóvil y nos paseamos al borde de la carretera entre los troncos rojizos y dorados. Aquel día estaba yo en una disposición de ánimo especial al mirar a la gente. Me pregunté, como antes había hecho con Román, qué edad podría tener Jaime. Estaba de pie a mi lado, muy esbelto, mirando el espléndido panorama. En la frente se le formaban arrugas verticales. Se volvió hacia mí y me dijo:

– Hoy he cumplido veintinueve años… ¿Qué te pasa?

Mi asombro venía porque él había contestado a mi pregunta interior. Me miraba y se reía sin saber a qué atribuir mi expresión. Yo se lo dije.

Estuvimos un rato allí, casi sin hablar nada, en perfecta armonía, y luego, de común acuerdo, volvimos al auto. Cuando puso en marcha el motor me preguntó:

– ¿Quieres mucho a Ena?

– Muchísimo. No hay otra persona a quien yo quiera más. Me miró rápidamente.

– Bueno… Te debería decir como a los pobres… ¡Que Dios te bendiga!… Pero no es eso lo que te voy a decir, sino que no la dejes sola esta temporada, que la acompañes… A ella le pasa algo extraño. Estoy seguro. Creo que es desgraciada.

– Pero ¿por qué?

– Si yo lo supiera, Andrea, no habríamos reñido y ni tendría que pedirte a ti que la acompañes, sino que lo haría yo mismo. Creo que me he portado mal con Ena, no la he querido entender… Ahora he reflexionado, la sigo por la calle, hago las tonterías más grandes para verla y no me quiere ni escuchar. Huye de mí en cuanto me ve aparecer. Anoche mismo le escribí una carta… No la he leído, porque sé que la rompería, y no la he echado al correo porque me parece que me voy haciendo viejo para escribir cartas de amor de doce pliegos. Sin embargo, hubiera acabado mandándosela a su casa si no hubieras aparecido tú. Yo prefiero que tú se lo digas. ¿Querrás? Dile que tengo confianza en ella y que no le preguntaré nunca nada. Pero que necesito verla.

– Sí, se lo diré.

Después de esto no hablamos más. A mí la charla de Jaime me había parecido confusa y al mismo tiempo me emocionaba con su vaguedad.

– ¿Adónde quieres que te lleve? -me preguntó al entrar en Barcelona.

– A la calle de Monteada, si haces el favor. Me condujo hasta allí, silencioso. En la puerta del viejo palacio donde tenía su estudio Guíxols nos despedimos. En aquel momento llegaba también Iturdiaga. Noté que Jaime y él se hacían un frío saludo.

– ¿Sabéis que esta señorita ha venido en auto? -dijo Iturdiaga cuando estuvimos en el estudio.

– Tenemos que prevenirla contra Jaime -añadió después.

– ¡Ah! ¿Sí? Y ¿por qué? Pons me miró un poco dolorido.

Iturdiaga opinó que Jaime era una calamidad. Su padre había sido un célebre arquitecto y era de una familia rica.

– Un niño mimado, en fin -dijo Iturdiaga-; una persona sin iniciativas a la que en la vida se le ha ocurrido hacer nada.

Jaime era hijo único y había empezado a estudiar la misma carrera que su padre. La guerra partió por la mitad sus estudios, y cuando concluyó Jaime se había encontrado huérfano y con una fortuna bastante grande. Le faltaban dos cursos para hacerse arquitecto, pero no se había preocupado de continuar estudiando. Se dedicaba a divertirse y a no hacer nada en todo el día. En opinión de Iturdiaga, era un ser despreciable. Me acuerdo de Iturdiaga, mientras decía estas cosas: estaba sentado con las piernas cruzadas, con cara de ángel de la justicia, casi inflamado de indignación.

– Y ¿cuándo vas a empezar a estudiar para el examen de estado, Iturdiaga? -le dije en una pausa, sonriendo.

Iturdiaga me miró altivo. Abrió los brazos… Luego continuó su diatriba contra Jaime.

Pons me observaba mucho y empezó a fastidiarme.

– Anoche, por más señas, vi a este Jaime en un cabaret del Paralelo -dijo Iturdiaga-, iba solo y estaba más aburrido que una mona, en su rincón.

– Y tú, ¿qué hacías?

– Yo me inspiraba. Tomaba tipos para mis novelas… Tengo, además, un camarero que me proporciona absenta legítima…

– ¡Bah! ¡Bah!… Agua teñida de verde será -dijo Guíxols.

– ¡No, señor!… Pero, escuchadme. He querido contaros mi nueva aventura desde que llegué y me he distraído. Anoche mismo encontré mi alma gemela, la mujer ideal. Nos hemos enamorado sin decirnos una sola palabra. Ella es extranjera. Debe de ser rusa o noruega. Tiene pómulos eslavos y los ojos más soñadores y misteriosos que he visto. Estaba en aquel mismo cabaret donde vi a Jaime, pero parecía descentrada allí. Iba elegantísima y la acompañaba un tipo extraño que se la comía con los ojos. Ella le hacía muy poco caso. Estaba aburrida, parecía nerviosa… En ese momento me miró… Fue un segundo solamente, amigos, pero ¡qué mirada! Me lo decía todo con ella: sus sueños, sus esperanzas… Porque he de advertiros que no es una aventurera, se trata de una muchacha tan joven como Andrea, delicada, purísima…

– Te conozco, Iturdiaga. Ya tendrá cuarenta años, llevará el pelo teñido y habrá nacido en la Barceloneta…

– ¡Guíxols! -gritó Iturdiaga.

– Perdona, noi,pero sé cómo las gastas…

– Bueno, pues, no termina ahí la aventura. En aquel momento el tipo que la acompañaba volvió porque había ido a pagar la cuenta y los dos se levantaron. Yo no sabía qué hacer. Cuando llegaban a la puerta, la muchacha se volvió a mirar hacia dentro del cabaret, como buscándome… ¡Amigos! Salté de la silla, dejé el café sin pagar…

– Luego era café y no absenta.

– Dejé el café sin pagar y corrí tras ellos. En aquel momento mi rubia desconocida y su acompañante subían a un taxi… No sé lo que sentí. No hay palabras para expresar aquel desgarramiento… Porque ella cuando me miró la última vez lo hizo con verdadera tristeza. Era casi una llamada de socorro. Hoy he pasado todo el día medio loco buscándola. Es necesario que la encuentre, amigos míos. Una cosa así, tan fuerte, no pasa más que una vez en la vida.

– A ti (que eres un ser privilegiado) te sucede cada semana, Iturdiaga…

Iturdiaga se levantó y empezó a dar paseos por el estudio dando chupadas a su pipa. Un rato después llegó Pujol con una gitana suicísima que quería proponer como modelo a Guíxols. Era una muchachilla con la boca enorme, llena de dientes blancos. Pujol se pavoneaba con ella y la llevaba del brazo. Quería darnos a entender que era su amante. Yo sabía que mi presencia le estorbaba mucho para su conversación y que por eso me guardaba rencor aquel día que él hubiese querido lucirse entre sus amigos. Pons había traído vino y pasteles y se manifestaba, por el contrario, encantado. Quería celebrar el éxito de final de curso. Lo pasamos muy bien. Hicieron bailar a la gitana, que resultaba muy graciosa.

Salimos del estudio bastante tarde. Yo quise ir andando hasta casa y me acompañaron Iturdiaga y Pons. La noche se presentaba espléndida, con su aliento tibio y rosado como la sangre de una vena, abierta dulcemente sobre la calle.

Cuando subíamos por la vía Layetana, yo no tuve más remedio que mirar hacia la casa de Ena, recordando a mi amiga y las extrañas palabras que me había dicho Jaime para ella. Estaba pensando así, cuando la vi aparecer realmente delante de mis ojos. Iba cogida del brazo de su padre. Hacían los dos una pareja espléndida, tan guapos y elegantes resultaban. Ella también me había visto y me sonreía. Sin duda volvían hacia su casa.

– Esperad un momento -dije a los chicos, interrumpiendo un párrafo de Iturdiaga. Crucé la calle y fui hacia mi amiga. La alcancé en el momento en que ella y su padre entraban en el portal.

– ¿Puedo decirte dos palabras?

– Claro que sí. No sabes cuánto me alegro de verte. ¿Quieres subir?

Esto equivalía a una invitación a cenar.

– No puedo, me esperan mis amigos… El padre de Ena sonrió:

– Yo me voy arriba, mis niñas. Ya subirás, Ena.

Nos saludó con la mano. El padre de Ena era canario, y aunque había pasado la mayor parte de su vida fuera de sus islas conservaba la costumbre de hablar de la manera especial, cariñosa, propia de su tierra.

– He visto a Jaime -dije rápidamente en cuanto desapareció-. He estado paseando hoy con él y me ha dado un recado para ti.

Ena me miró con expresión cerrada.

– Me ha dicho que tiene confianza en ti, que no te preguntará nada y que necesita verte.

– ¡Ah! Bueno, está bien, Andrea. Gracias, querida.

Estrechó mi mano y se marchó dejándome parada con cierta decepción. Ni siquiera me había permitido ver sus ojos.

Al volverme encontré a Iturdiaga que había cruzado la calle saltando, con sus largas zancas, entre una oleada de coches…

Miró como atontado hacia el fondo de la portería, donde ya subía el ascensor con Ena dentro.

– ¡Es ella! ¡La princesa eslava!… Soy un imbécil. ¡Me he dado cuenta en el mismo momento en que se despedía de ti! ¡Por Dios!

¿Cómo es posible que tú la conozcas? ¡Habla, por tu vida! ¿En qué país ha nacido? ¿Es rusa, sueca, polaca quizá?

– Catalana.

Iturdiaga se quedó atontado.

– Entonces, ¿cómo es posible que estuviera en un cabaret anoche? ¿De qué la conoces tú?

– Es compañera de clase -expliqué vagamente, mientras me cogía del brazo Iturdiaga para cruzar la calle.

– ¿Y todos esos hombres que la acompañan?

– El de hoy era su padre. El de ayer, como comprenderás, no sé…

(Y mientras tanto le decía esto a Iturdiaga, se me representaba nítidamente la imagen de Román…)

Fui distraída todo el camino, pensando en que siempre se mueve uno en el mismo círculo de personas por más vueltas que parezca dar.

17

El mes de junio iba subiendo y el calor aumentaba. De los rincones llenos de polvo y del mugriento empapelado de las habitaciones empezó a salir un rebaño de chinches hambrientas. Empecé contra ellas una lucha feroz, que todas las mañanas agotaba mis fuerzas. Espantada veía que los demás habitantes de la casa no parecían advertir ninguna molestia. El primer día en que me metí a hacer una limpieza en mi cuarto, a fondo, con desinfectante y agua caliente, la abuelita asomó la cabeza moviéndola con desagrado.

– ¡Niña! ¡Niña! ¡Que haga eso la muchacha!

– Déjala, mamá. A la sobrina le pasa eso por ser más sucia que los demás… -dijo Juan.

Me ponía el traje de baño para hacer esta tarea que me repugnaba. Era el mismo traje de baño azul que me había servido en el pueblo para entrar en el río el verano anterior. El río aquel, que junto a la huerta de mi prima pasaba profundo, doblándose en deliciosos recodos, con las orillas llenas de juncos y de fango… En primavera corría turbio, cargado de semillas de árboles y de imágenes de frutales florecidos. En verano se llenaba de sombras verdes que temblaban entre mis brazos al nadar… Si me dejaba arrastrar por la corriente, aquellas sombras se cargaban de reflejos sobre mis ojos abiertos. En los crepúsculos el agua tomaba un color rojo y ocre.

Con aquel mismo traje de baño descolorido, que ahora se me ensuciaba de jabón, me había extendido en la playa, junto a Ena y Jaime, aquella primavera, y había nadado en el mar frío y azul bajo la cruda luz de abril.

Mientras baldeaba con agua hirviente mi cama y sentía despellejárseme los dedos al contacto del estropajo, el recuerdo de Ena se me aparecía envuelto en tanta oscuridad y tristeza que llegaba a oprimirme más que todo aquello que me rodeaba. A veces tenía ganas de llorar como si fuese a mí y no a Jaime a quien ella hubiese burlado y traicionado. Me era imposible creer en la belleza y la verdad de los sentimientos humanos -tal como entonces con mis dieciocho años lo concebía yo– al pensar que todo aquello que reflejaban los ojos de Ena -hasta volverse radiantes y al mismo tiempo cargados de dulzura, en una mirada que sólo tenía cuando estaba con Jaime– se hubiera desvanecido en un momento, sin dejar rastro.

Ella y Jaime me habían parecido aquella primavera distintos de todos los seres humanos, como divinizados por un secreto que a mí se me antojaba alto y maravilloso. El amor de ellos me había iluminado el sentido de la existencia, sólo por el hecho de existir. Ahora me consideraba amargamente defraudada. Ena me huía continuamente, nunca estaba para mí en su casa si la llamaba por teléfono y no me atrevía a ir a verla.

Desde el día en que le transmití el recado de Jaime no había vuelto a saber de mi amiga. Una tarde, oprimida por este silencio que me rodeaba, se me ocurrió telefonear a Jaime y me dijeron que había salido de Barcelona. Esto me hizo comprender que de nada había servido aquel intento de acercamiento que él tuvo.

Yo hubiera querido meterme en los pensamientos de Ena, abrirle el alma de par en par y comprender al fin su modo de ser extraño, el porqué de su obstinación. Al mismo tiempo que me desesperaba, me convencía de que la quería muchísimo, ya que no se me ocurría otra actitud frente a ella que la de procurar entenderla cuando me parecía imposible hacerlo.

Cuando veía a Román en casa, el corazón me palpitaba locamente en mi afán de hacerle preguntas. Hubiera querido seguir a aquel hombre, espiarle, ver sus encuentros con Ena. Algunas veces subí, llevada por este afán incontenible, varios tramos de la escalera que me separaba de su cuarto, cuando había sospechado que Ena estaba allí. La imagen de Gloria, cazada por un foco de luz en aquella misma escalera, me hacía avergonzarme y desistir de mi propósito.

Román era cariñoso e irónico conmigo. Me seguía haciendo pequeños regalos y dándome palmaditas en las mejillas, según su costumbre, pero jamás me invitaba ahora a subir a su cuarto.

En una ocasión me vio en plena faena de baldeo y pareció ponerse muy contento. Yo le miré de una manera crítica, un poco tirante, como solía hacerlo aquellos días y -como siempre– pareció no advertirlo. Sus dientes blancos brillaban.

– ¡Bien, Andrea! Veo que estás hecha una mujercita… Me gusta pensar que tengo una sobrina que cuando se case sabrá hacer feliz a un hombre. Tu marido no tendrá que zurcirse él mismo sus calcetines, ni darle de comer a sus crios, ¿verdad?

«¿A qué viene eso?», pensé yo. Me encogí de hombros.

La puerta del comedor estaba abierta detrás de Román. En aquel momento vi que él se volvía hacia allí.

– ¡Eh! ¿Qué dices a esto, Juan? ¿No te gustaría tener una mujercita trabajadora como la sobrinita?

Entonces me di cuenta de que Juan estaba en el comedor, haciendo tomar al niño -que después de la enfermedad se había quedado mimoso– su tazón de leche. Dio un puñetazo en la mesa y la taza saltó por el aire. Se puso de pie.

– Tengo bastante con mi mujer, ¿lo oyes? Y la sobrina no es buena para lamer el suelo que ella pisa. ¿Lo oyes bien? Yo no sé si te haces el desentendido de todas las sinvergonzonadas de tu sobrina para adularla; pero no hay zorra como ella… ¡No sirve más que para hacer comedia y para querer humillar a los demás, para eso sirve y para juntarse contigo!


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