355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Carmen Laforet » Nada » Текст книги (страница 7)
Nada
  • Текст добавлен: 21 октября 2016, 19:03

Текст книги "Nada"


Автор книги: Carmen Laforet



сообщить о нарушении

Текущая страница: 7 (всего у книги 14 страниц)

– ¿Por qué quieres que vaya con vosotros al campo? -dije, asombrada.

– Le diré a mamá que me voy contigo para todo el día…, y siempre es más agradable que sea verdad. Tú no me estorbas nunca y Jaime estará encantado de conocerte. Ya verás. Le he hablado mucho de ti.

Yo sabía que Jaime se parecía al san Jorge pintado en la tabla central del retablo de Jaime Huguet. El san Jorge que se cree que es un retrato del príncipe de Viana. Me lo había dicho Ena muchas veces, y juntas estuvimos viendo una fotografía de la pintura que ella había puesto en su mesilla de noche. Cuando vi a Jaime noté efectivamente el parecido y me impresionó la misma fina melancolía de la cara. Cuando se reía, la semejanza se esfumaba de un modo desconcertante, quedando él mucho más guapo y vigoroso que el cuadro. Parecía feliz con la idea de llevarnos a las dos a la orilla del mar, en aquella época del año en que no iba nadie. Tenía un auto muy grande. Ena frunció el ceño.

– Has estropeado el coche poniéndole gasógeno.

– Bueno, pero gracias a eso puedo llevaros adonde queráis.

Salimos los cuatro domingos de marzo y alguno más de abril, íbamos a la playa más que a la montaña. Me acuerdo que la arena estaba sucia de algas de los temporales de invierno. Ena y yo corríamos descalzas por la orilla del agua, que estaba helada, y gritábamos al sentirla rozarnos. El último día hacía ya casi calor y nos bañamos en el mar. Ena bailó una danza de su invención para reaccionar. Yo estaba tumbada en la arena, junto a Jaime, y los dos veíamos su figura graciosa recortada contra el Mediterráneo, cabrilleante y azul. Vino hacia nosotros luego, riéndose, y Jaime la besó. La vi apoyada contra él, cerrando un momento sus doradas pestañas.

– ¡Cómo te quiero!

Lo dijo asombrada, como si hiciera un gran descubrimiento. Jaime me miró sonriéndose, emocionado y confuso a la vez. Ena me miró también y me tendió la mano.

– Y a ti también, queridísima… Tú eres mi hermana. De veras, Andrea. Ya ves… ¡He besado a Jaime delante de ti!

Volvimos de noche, por la carretera junto al mar. Yo veía el encaje fantástico que formaban las olas en la negrura y las misteriosas lucecitas lejanas de las barcas…

– Sólo hay una persona a quien quiera tanto como a vosotros dos. Quizá más que a vosotros dos juntos…, o quizá no, Jaime, quizá no la quiera tanto como a ti… Yo no sé. No me mires así, que va a volcar el auto. A veces me atormenta la duda de a quién quiero más, si a ti o…

Yo escuchaba atentamente.

– ¿Sabes, querida -dijo Jaime con un tono en el que se traslucía una ironía tan rabiosa que llegaba al despecho infantil-, que es ya hora de que empieces a decirnos su nombre?

– No puedo -estuvo callada unos momentos-. No os lo diré por nada del mundo. También para vosotros puedo tener un secreto.

¡Qué días incomparables! Toda la semana parecía estar alboreada por ellos. Salíamos muy temprano y ya nos esperaba Jaime con el auto en cualquier sitio convenido. La ciudad se quedaba atrás y cruzábamos sus arrabales tristes, con la sombría potencia de las fábricas a las que se arrimaban altas casas de pisos, ennegrecidas por el humo. Bajo el primer sol los cristales de estas casas negruzcas despedían destellos diamantinos. De los alambres de telégrafos salían chillando bandadas de pájaros espantados por la bocina insistente y enronquecida…

Ena iba al lado de Jaime. Yo, detrás, me ponía de rodillas, vuelta de espaldas en el asiento, para ver la masa informe y portentosa que era Barcelona y que se levantaba y esparcía al alejarnos, como un rebaño de monstruos. A veces Ena dejaba a Jaime y saltaba a mi lado para mirar también, para comentar conmigo aquella dicha.

Ningún día de la semana se parecía Ena a esta muchacha alocada, casi infantil de puro alegre, en que se convertía los domingos. A mí -que venía del campo– me hizo ella ver un nuevo sentido de la naturaleza en el que ni siquiera había pensado. Me hizo conocer el latido del barro húmedo cargado de jugos vitales, la misteriosa emoción de los brotes aún cerrados, el encanto melancólico de las algas desmadejadas en la arena, la potencia, el ardor, el encanto esplendoroso del mar.

– ¡No hagas historia! -me gritaba desesperada cuando yo veía en el mar latino el recuerdo de los fenicios y de los griegos. Y lo imaginaba surcado (tan quieto, esplendente y azul) de naves extrañas.

Ena nadaba con el deleite de quien abraza a un ser amado. Yo gozaba una dicha concedida a pocos seres humanos: la de sentirse arrastrada en ese halo casi palpable que irradia una pareja de enamorados jóvenes y que hace que el mundo vibre más, huela y resuene con más palpitaciones y sea más infinito y más profundo.

Comíamos en fondas a lo largo de la costa o en merenderos entre pinos, al aire libre. A veces llovía. Entonces Ena y yo nos refugiábamos bajo el impermeable de Jaime, quien se mojaba tranquilamente… Muchas tardes me he puesto algún chaleco de lana, o un jersey suyo. Él tenía una pila de estas cosas en el automóvil en previsión de la traidora primavera. Aquel año, por otra parte, hizo un tiempo maravilloso. Me acuerdo que en marzo volvíamos cargadas de ramas de almendro florecidas y en seguida empezó la mimosa a amarillear y a temblar sobre las tapias de los jardines.

Estos chorros de luz que recibía mi vida gracias a Ena, estaban amargados por el sombrío tinte con que se teñía mi espíritu otros días de la semana. No me refiero a los sucesos de la calle de Aribau, que apenas influían ya en mi vida, sino a la visión desenfocada de mis nervios demasiado afilados por un hambre que a fuerza de ser crónica llegué casi a no sentirla. A veces me enfadaba con Ena por una nadería. Salía de su casa desesperada. Luego regresaba sin decirle una palabra y me ponía a estudiar junto a ella. Ena se hacía la desentendida y seguíamos como si tal cosa. El recuerdo de estas escenas me hacía llorar de terror algunas veces cuando las razonaba en mis paseos por las calles de los arrabales, o por la noche, cuando el dolor de cabeza no me dejaba dormir y tenía que quitar la almohada para que se disipara. Pensaba en Juan y me encontraba semejante a él en muchas cosas. Ni siquiera se me ocurría pensar que estaba histérica por la falta de alimento. Cuando recibía mi mensualidad iba a casa de Ena cargada de flores, compraba dulces a mi abuela y también me acostumbré a comprar cigarrillos, que ahorraba para las épocas de escasez de comida, ya que me aliviaban y me ayudaban a soñar proyectos deshilvanados. Cuando Román volvió de su viaje, estos cigarrillos me los proporcionaba él, regalándomelos. Me seguía con una sonrisa especial cuando yo andaba por la casa, cuando me paraba en la puerta de la cocina, olfateando, o cuando me tumbaba horas enteras en la cama, con los ojos abiertos.

Una de aquellas tardes en que me enfadé con Ena, la indignación me duró más tiempo. Caminaba con el ceño fruncido, llevada de un monólogo interior exaltado y largo. «No volveré a su casa.» «Estoy harta de sus sonrisas de superioridad.» «Me ha seguido con los ojos, divertida, convencida de que voy a volver a los dos minutos otra vez.» «Cree que no puedo prescindir de su amistad. ¡Qué equivocación!» «Juega conmigo como con todo el mundo hace -pensé injustamente-, como con sus padres, con sus hermanos, como con los pobres muchachos que le hacen el amor, a los que ella alienta para luego gozarse en verlos sufrir»… Cada vez se me hacía más evidente el carácter maquiavélico de mi amiga. Casi me parecía despreciable… Llegué a mi casa más pronto que nunca. Me puse a ordenar los apuntes de clase, nerviosa y casi llorando porque no entendía mi propia letra. Del fondo de mi cartera de estudiante cayó la tarjeta que me había dado Gerardo aquella primera noche de la liberación de mi vida, cuando lo había encontrado entre las sombras que rodeaban la catedral.

El recuerdo de Gerardo me distrajo un momento. Recordé que le había prometido llamarle para salir con él y recorrer los rincones pintorescos de Barcelona. Pensé que tal vez esto podría distraerme de mis ideas y, sin reflexionar más, marqué su número de teléfono. Se acordó en seguida de mí y quedamos citados para salir a la tarde siguiente. Luego, aunque era aún muy temprano, me acosté y me dormí viendo alborear las luces de la calle en el recuadro del balcón, con un sueño pesado, como si descansara de las fatigas de un gran trabajo.

Cuando desperté me pareció que algo marchaba mal en el curso de las cosas. Tenía una sensación parecida a la que hubiera sentido de decirme alguien que Angustias iba a volver. Aquél iba a ser un día de esos que en apariencia son iguales a los otros, inofensivos como todos, pero en los que, de pronto, una ligerísima raya hace torcerse el curso de nuestra vida en una época nueva.

No fui a la universidad por la mañana, poseída de la estúpida tozudez de no ver a Ena, aunque a cada hora que pasaba se me hacía más penoso estar enfadada con mi amiga y recordaba sus mejores cualidades y su cariño sincero por mí. El único espontáneo y desinteresado que yo había encontrado hasta entonces.

Por la tarde vino a buscarme Gerardo. Le reconocí porque esperaba delante de la portería de casa, e inmediatamente se volvió hacia mí, sin sacar las manos de los bolsillos, según su costumbre. Sus gruesas facciones se habían borrado de mi memoria por completo. Ahora no llevaba gabán ni sombrero. Iba metido en un bien cortado traje gris. Resultaba alto y robusto y su cabello se parecía al de los negros.

– ¡Hola, bonita!

Me dijo. Y luego, con un movimiento de cabeza como si yo fuera un perro:

– ¡Vamos!

Me quedé un poco intimidada.

Echamos a andar uno al lado del otro. Gerardo hablaba tanto como el día en que le conocí. Me fijé que hablaba como un libro, citando a cada paso trozos de obras que había leído. Me dijo que yo era inteligente, que él lo era también. Luego, que él no creía en la inteligencia femenina. Más tarde, que Schopenhauer había dicho…

Me preguntó que si prefería ir al puerto o al parque de Montjuich. A mí me daba igual un sitio que otro. Iba callada a su lado. Cuando cruzábamos las calles él me cogía del brazo. Caminamos por la calle de Cortes hasta los jardines de la Exposición. Una vez allí me empecé a distraer porque la tarde estaba azul y resplandecía en las cúpulas del palacio y en las blancas cascadas de las fuentes. Multitud de flores primaverales cabeceaban al viento, lo invadían todo con su llama de colores. Nos perdimos por los senderos del parque inmenso. En una plazoleta -verde oscura por los recortados cipreses– vimos la estatua blanca de Venus reflejándose en el agua. Alguien le había pintado los labios de rojo groseramente. Gerardo y yo nos miramos, indignados, y en aquel momento me fue simpático. Mojó su pañuelo y con un impulso de su fuerte cuerpo subió a la estatua y estuvo frotando los labios de mármol hasta que quedaron limpios.

Desde aquel momento pudimos charlar con más cordialidad. Dimos un paseo larguísimo. Gerardo me habló abundantemente de él mismo y luego quiso informarse de mi situación en Barcelona.

– Conque sólita, ¿eh? ¿De modo que no tienes padres?

Otra vez me empezaba a parecer fastidioso.

Fuimos hacia Miramar y nos acodamos en la terraza del restaurante para ver el Mediterráneo, que en el crepúsculo tenía reflejos de color de vino. El gran puerto parecía pequeño bajo nuestras miradas, que lo abarcaban a vista de pájaro. En las dársenas salían a la superficie los esqueletos oxidados de los buques hundidos en la guerra. A nuestra derecha yo adivinaba los cipreses del Cementerio del Sudoeste y casi el olor de melancolía frente al horizonte abierto del mar.

Cerca de nosotros, en las mesitas de la terraza, merendaban algunas personas. El paseo y el aire salinos habían despertado aquella cavernosa sensación de hambre que tenía siempre adormecida. Además, estaba cansada. Contemplé las mesas y las apetitosas meriendas con ojos ávidos. Gerardo siguió la dirección de mi mirada y dijo en tono despectivo, como si el contestarle afirmativamente fuera una barbaridad:

– Tú no querrás tomar nada, ¿verdad?

Y me cogió del brazo, arrastrándome fuera del lugar peligroso, con el pretexto de enseñarme otra vista espléndida. En aquel momento él me pareció aborrecible.

Un poco después, de espaldas al mar, veíamos toda la ciudad imponente debajo de nosotros.

Gerardo estaba erguido mirándola.

– ¡Barcelona! Tan soberbia y tan rica y sin embargo, ¡qué dura llega a ser la vida ahí! -dijo pensativo.

Me lo decía como una confesión y me sentí súbitamente conmovida, porque creí que se refería a su grosería de un momento antes. Una de las pocas cosas que en aquel tiempo estaba yo capacitada para entender era la miseria en cualquier aspecto que se presentase: aun bajo la buena tela y la camisa de hilo de Gerardo… Puse, en un gesto impulsivo, mi mano sobre la suya y él me la estrechó comunicándome su calor. En aquel momento tuve ganas de llorar, sin saber por qué. Él me besó el cabello.

Súbitamente me quedé rígida, aunque seguíamos unidos. Yo era neciamente ingenua en aquel tiempo -a pesar de mi pretendido cinismo– en estas cuestiones. Nunca me había besado un hombre y tenía la seguridad de que el primero que lo hiciera sería escogido por mí entre todos. Gerardo apenas había rozado mi cabello. Me pareció que era una consecuencia de aquella emoción que habíamos sentido juntos y que no podía hacer el ridículo de rechazarle, indignada. En aquel momento me volvió a besar con suavidad. Tuve la sensación absurda de que me corrían sombras por la cara como en un crepúsculo y el corazón me empezó a latir furiosamente, en una estúpida indecisión, como si tuviera la obligación de soportar aquellas caricias. Me parecía que a él le sucedía algo extraordinario, que súbitamente se había enamorado de mí. Porque entonces era lo suficientemente atontada para no darme cuenta que aquél era uno de los infinitos hombres que nacen sólo para sementales y junto a una mujer no entienden otra actitud que ésta. Su cerebro y su corazón no llegan a más. Gerardo súbitamente me atrajo hacia él y me besó en la boca. Sobresaltada le di un empujón, y me subió una oleada de asco por la saliva y el calor de sus labios gordos. Le empujé con todas mis fuerzas y eché a correr. Él me siguió. Me encontró un poco temblorosa, tratando de reflexionar. Se me ocurrió pensar que quizás habría tomado mi apretón de manos como una prueba de amor.

– Perdóname, Gerardo -le dije con la mayor ingenuidad-, pero ¿sabes?…, es que yo no te quiero. No estoy enamorada de ti.

Y me quedé aliviada de haberle explicado todo satisfactoriamente.

Él me cogió del brazo como quien recobra algo suyo y me miró de una manera tan grosera y despectiva que me dejó helada.

Luego, en el tranvía que tomamos para la vuelta, me fue dando paternales consejos sobre mi conducta en lo sucesivo y sobre la conveniencia de no andar suelta y loca y de no salir sola con los muchachos. Casi me pareció estar oyendo a tía Angustias.

Le prometí que no volvería a salir con él y se quedó un poco aturdido.

– No, peque,no, conmigo es distinto. Ya ves que te aconsejo bien… Yo soy tu mejor amigo.

Estaba muy satisfecho de sí mismo.

Yo me encontraba desalentada, como el día que una buena monja de mi colegio, un poco ruborizada, me explicó que había dejado de ser una niña, que me había convertido en mujer. Inoportunamente recordaba las palabras de la monjita: «No hay que asustarse, no es una enfermedad, es algo natural que Dios manda»… Yo pensaba: «De modo que este hombre estúpido es quien me ha besado por primera vez… Es muy posible que esto tampoco tenga importancia»…

Subí las escaleras de mi casa desmadejada. Ya era completamente de noche. Antonia me abrió la puerta con cierta zalamería.

– Ha venido una señorita rubia a preguntar por usted. Debilitada y triste como me encontraba, casi tuve ganas de llorar. Ena, que era mejor que yo, había venido a buscarme.

– Está en la sala, con el señorito Román -añadió la criada-. Han estado allí toda la tarde…

Me quedé reflexionando un momento. «Por fin ha conocido a Román como ella quería -pensé-. ¿Qué le habrá parecido?» Pero sin saber bien por qué, una profunda irritación sucedió a mi curiosidad. En aquel momento oí que Román empezaba a tocar el piano. Rápida, fui a la puerta de la sala, di en ella dos golpes y entré. Román dejó de tocar inmediatamente, con el ceño fruncido. Ena estaba recostada en el brazo de uno de los derrengados sillones y parecía despertar de un largo ensueño.

Sobre el piano, un cabo de vela -recuerdo de las noches en que yo dormía en aquella habitación– ardía, y su llama alargada y llena de inquietudes era la única luz del cuarto.

Los tres estuvimos mirándonos durante un segundo. Luego, Ena corrió hacia mí y me abrazó. Román me sonrió con afecto y se levantó.

– Os dejo, pequeñas.

Ena le tendió la mano y los dos se estuvieron mirando, callados. Los ojos de Ena fosforescían como los de un felino. Me empezó a entrar miedo. Era algo helado sobre la piel. Entonces fue cuando tuve la sensación de que una raya, fina como un cabello, partía mi vida y, como a un vaso, la quebraba. Cuando levanté los ojos del suelo, Román se había ido. Ena me dijo:

– Yo también me voy. Es muy tarde… Quería esperarte porque a veces haces cosas de loca y no puede ser… Bueno, adiós… Adiós, Andrea…

Estaba nerviosísima.

13

Al día siguiente fue Ena la que me rehuyó en la universidad. Me había acostumbrado tanto a estar con ella entre clase y clase que estaba desorientada y no sabía qué hacer. A última hora se acercó a mí.

– No vengas esta tarde a casa, Andrea. Tendré que salir… Lo mejor es que no vengas estos días hasta que yo te avise. Yo te avisaré. Tengo un asunto entre manos… Puedes venir a buscar los diccionarios… (porque yo, que carecía de textos, no tenía tampoco diccionario griego, y el de latín, que conservaba del bachillerato, era pequeño y malo: las traducciones las hacía siempre con Ena)… Lo siento -continuó al cabo de un momento, con una sonrisa mortificada-, tampoco voy a poder prestarte los diccionarios… ¡Qué fastidio! Pero como se acercan los exámenes, no puedo dejar de hacer las traducciones por la noche… Tendrás que venir a estudiar a la biblioteca… Créeme que lo siento, Andrea.

– No te preocupes, mujer.

Me sentía envuelta en la misma opresión que la tarde anterior. Pero ahora no era un presentimiento, sino la certeza de que algo malo había sucedido. Resultaba de todas maneras menos angustioso que aquel primer escalofrío de los nervios sentido cuando vi a Ena mirar a Román.

– Bueno…, me voy de prisa, Andrea. No puedo esperarte porque le he prometido a Bonet… ¡Ah! Allí veo a Bonet que me hace señas. Adiós, querida.

Me besó en las mejillas, contra su costumbre, aunque muy fugazmente, y se fue después de volver a advertirme:

– No vengas a casa hasta que yo te lo diga… Es que no me ibas a encontrar, ¿sabes? No quiero que te molestes.

– Descuida.

La vi salir acompañada de uno de sus enamorados menos favorecidos, que aquel día aparecía radiante.

Desde entonces tuve ya que pasarme sin Ena. Llegó el domingo, y ella, que no me había dado el célebre aviso y que se había limitado a sonreírme y a saludarme desde lejos en la universidad, tampoco me habló nada de nuestra excursión con Jaime. La vida volvía a ser solitaria para mí. Como era algo que parecía no tener remedio, lo tomé con resignación. Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que se aguantan mucho mejor las contrariedades grandes que las pequeñas nimiedades de cada día.

En casa, Gloria recibía la primavera -cada vez más cargada de efluvios– con una gran nerviosidad que nunca había visto en ella. Estaba llorosa a menudo. La abuela me dijo, como un gran secreto, que tenía miedo de que estuviese embarazada otra vez.

– En otros tiempos no te lo hubiera dicho…, porque tú eres una niña. Pero ahora, después de la guerra…

La pobre vieja no sabía a quién confiar sus inquietudes.

Sin embargo, no sucedía nada de esto. El aire de abril y de mayo es irritante, excita y quema más que el de plena canícula, sólo esto sucedía. Los árboles de la calle de Aribau -aquellos árboles ciudadanos, que, según Ena, olían a podrido, a cementerio de plantas– estaban llenos de delicadas hojitas casi transparentes. Gloria, ceñuda en la ventana, miraba toda esta sonrisa y suspiraba. Un día la vi lavando su traje nuevo y queriendo cambiarle el cuello. Lo tiró al suelo, desesperada.

– ¡Yo no sé hacer estas cosas! -dijo-. ¡No sirvo!

Nadie le había mandado que lo hiciera. Se encerró en su cuarto.

Román parecía de excelente humor. Algunos días hasta se dignaba hablar con Juan. La actitud de Juan conmovía entonces, se reía por cualquier cosa. Daba palmaditas en la espalda a su hermano. Luego tenía terribles broncas con su mujer, como consecuencia de todo esto.

Un día oí tocar el piano a Román. Tocaba algo que yo conocía. Su canción de primavera, compuesta en honor del dios Xochipilli. Aquella canción que, según él, le daba mala suerte. Gloria estaba en un rincón oscuro del recibidor esforzándose en escuchar. Yo entré y empecé a mirar sus manos sobre el teclado. Al final, dejó la música con cierta irritación.

– ¿Quieres algo, pequeña?

También Román parecía haber cambiado respecto a mí.

– ¿Qué hablasteis el otro día Ena y tú, Román? Pareció sorprenderse.

– Nada de particular, creo yo, ¿qué te ha dicho?

– No me ha dicho nada. Desde ese día ya no somos amigas.

– Bueno, pequeña… Yo no tengo nada que ver con vuestras tontas historias de colegialas… Hasta ese punto no he llegado.

Y se marchó.

Las tardes se me hacían particularmente largas. Estaba acostumbrada a pasarlas arreglando mis apuntes, luego solía dar un buen paseo y antes de las siete ya estaba en casa de Ena. Ella veía a Jaime todos los días después de comer, pero volvía a esa hora para hacer conmigo la traducción. Algunos días se quedaba toda la tarde en su casa y era entonces cuando nos reuníamos allí la pandilla de la universidad. Los chicos, que pasaban el sarampión literario, nos leían sus poesías. Al final, la madre de Ena cantaba algo. Eran los días en que yo me quedaba a cenar allí. Todo esto pertenecía ya al pasado (alguna vez me aterraba pensar en cómo los elementos de mi vida aparecían y se disolvían para siempre apenas empezaba a considerarlos como inmutables). Las reuniones de amigos en casa de Ena dejaron de hacerse en virtud de la sombra amenazadora del final de curso que se nos venía encima. Y ya no se habló más entre Ena y yo de la cuestión de que yo volviera a su casa.

Una tarde encontré a Pons en la biblioteca de la universidad. Se puso muy contento al verme.

– ¿Vienes mucho por aquí? Antes no te veía.

– Sí, vengo a estudiar… Es que no tengo libros…

– ¿De veras? Yo te puedo prestar los míos. Mañana te los traeré.

– ¿Y tú?

– Ya te los pediré cuando me hagan falta. Al día siguiente, Pons llegó a la universidad con unos libros nuevos, sin abrir.

– Puedes conservarlos… Este año han comprado en casa los textos por partida doble.

Yo estaba tan avergonzada que tenía ganas de llorar. Pero ¿qué le iba a decir a Pons? Él estaba entusiasmado.

– ¿Ya no eres amiga de Ena? -me preguntó.

– Sí, es que la veo menos, por los exámenes…

Pons era un muchacho muy infantil. Pequeño y delgado, con unos ojos a los que daban dulzura sus pestañas, muy largas. Un día lo encontré en la universidad terriblemente excitado.

– Oye, Andrea, escucha… No te lo había dicho antes porque no teníamos permiso para llevar a chicas. Pero yo he hablado tanto de ti, he dicho que eras distinta…, en fin, se trata de mi amigo Guíxols y él ha dicho que sí, ¿entiendes?

Yo no había oído hablar nunca de Guíxols.

– No, ¿cómo voy a entender?

– ¡Ah! Es verdad. Ni siquiera te he hablado nunca de mis amigos… Estos de aquí, de la universidad, no son realmente mis amigos. Se trata de Guíxols, de Iturdiaga principalmente…, en fin, ya los conocerás. Todos son artistas, escritores, pintores…, un mundo completamente bohemio. Completamente pintoresco. Allí no existen convencionalismos sociales…, Pujol, un amigo de Guíxols…, y mío también, claro…, lleva chalina y el cabello largo. Es un tipo estupendo… Nos reunimos en el estudio de Guíxols, que es pintor…, un muchacho muy joven…, vamos, quiero decir joven como artista, por lo demás tiene ya veinte años, pero con un talento enorme. Hasta ahora no ha ido ninguna muchacha allí. Tienen miedo a que se asusten del polvo y que digan tonterías de esas que suelen decir todas. Pero les llamó la atención lo que yo les dije que tú no te pintabas en absoluto y que tienes la tez muy oscura y los ojos claros. Y, en fin, me han dicho que te lleve esta tarde. El estudio está en el barrio antiguo…

Ni siquiera había soñado que yo pudiera rechazar la tentadora invitación. Naturalmente, lo acompañé.

Fuimos andando, dando un largo paseo, por las calles antiguas. Pons parecía muy feliz. A mí me había sido siempre extraordinariamente simpático.

– ¿Conoces la iglesia de Santa María del Mar? -me dijo Pons.

– No.

– Vamos a entrar un momento si quieres. La ponen como ejemplo del puro gótico catalán. A mí me parece una maravilla. Cuando la guerra la quemaron…

Santa María del Mar apareció a mis ojos adornada de un singular encanto, con sus peculiares torres y su pequeña plaza, amazacotada de casas viejas enfrente.

Pons me dejó su sombrero, sonriendo al ver que lo torcía para ponérmelo. Luego entramos. La nave resultaba grande y fresca y rezaban en ella unas cuantas beatas. Levanté los ojos y vi los vitrales rotos de las ventanas, entre las piedras que habían ennegrecido las llamas. Esta desolación colmaba de poesía y espiritualizaba aún más el recinto. Estuvimos allí un rato y luego salimos por una puerta lateral junto a la que había vendedoras de claveles y de retama. Pons compró para mí pequeños manojos de claveles bien olientes, rojos y blancos. Veía mi entusiasmo con ojos cargados de alegría. Luego me guió hasta la calle de Monteada, donde tenía su estudio Guíxols.

Entramos por un portalón ancho donde campeaba un escudo de piedra. En el patio, un caballo comía tranquilamente, uncido a un carro, y picoteaban gallinas produciendo una impresión de paz. De allí partía la señorial y ruinosa escalera de piedra, que subimos. En el último piso, Pons llamó tirando de una cuerdecita que colgaba en la puerta. Se oyó una campanilla muy lejos. Nos abrió un muchacho a quien Pons llegaba más abajo del hombro. Creí que sería Guíxols. Pons y él se abrazaron con efusión. Pons me dijo:

– Aquí tienes a Iturdiaga, Andrea… Este hombre acaba de llegar del Monasterio de Veruela, donde ha pasado una semana siguiendo las huellas de Bécquer…

Iturdiaga me estudió desde su altura. Sujetaba una pipa entre los largos dedos y vi que, a pesar de su aspecto imponente, era tan joven como nosotros.

Le seguimos, atravesando un largo dédalo de habitaciones destartaladas y completamente vacías, hasta el cuarto donde Guíxols tenía su estudio. Un cuarto grande, lleno de luz, con varios muebles enfundados -sillas y sillones-, un gran canapé y una mesita donde, en un vaso -como un ramo de flores-, habían colocado un manojo de pinceles.

Por todos lados se veían las obras de Guíxols: en los caballetes, en la pared, arrimadas a los muebles o en el suelo…

Allí estaban reunidos dos o tres muchachos que se levantaron al verme. Guíxols era un chico con tipo de deportista. Fuerte y muy jovial, completamente tranquilo, casi la antítesis de Pons. Entre los otros vi al célebre Pujol que, con su chalina y todo, era terriblemente tímido. Más tarde llegué a conocer sus cuadros, que hacía imitando punto por punto los defectos de Picasso -la genialidad no es susceptible de imitarse, naturalmente. No era esto culpa de Pujol ni de sus diecisiete años ocupados en calcar al maestro-. Él más notable de todos parecía ser Iturdiaga. Hablaba con gestos ampulosos y casi siempre gritando. Luego me enteré de que tenía escrita una novela de cuatro tomos, pero no encontraba editor para ella.

– ¡Qué belleza, amigos míos! ¡Qué belleza! -decía hablando del Monasterio de Veruela-. ¡Comprendí la vocación religiosa, la exaltación mística, el encierro perpetuo en la soledad!… Sólo me faltabais vosotros y el amor… Yo sería libre como el aire si el amor no me enganchara en su carro continuamente, Andrea -añadió, dirigiéndose a mí.

Luego se puso serio.

– Pasado mañana me bato con Martorell, no hay remedio. Tú, Guíxols, serás mi padrino.

– No, ya lo arreglaremos antes de que llegue el caso -dijo Guíxols, ofreciéndome un cigarrillo-. Puedes estar seguro de que lo arreglaré… Es una estupidez el que te batas porque Martorell haya dicho una grosería a una florista de la Rambla.

– ¡Una florista de la Rambla es una dama como cualquier mujer!

– No lo dudo, pero tú no la habías visto hasta entonces, y en cambio Martorell es nuestro amigo. Quizás un poco aturdido, pero un chico excelente. Te advierto que él toma todo esto a broma. Tenéis que reconciliaros.

– ¡No, señor! -gritó Iturdiaga-. Martorell dejó de ser mi amigo cuando…

– Bueno. Ahora vamos a merendar si Andrea tiene la bondad de hacernos unos bocadillos con el pan y el jamón que encontrará escondido detrás de la puerta…

Pons observaba continuamente el efecto que me producían sus amigos y buscaba mis ojos para sonreírme. Hice café y lo tomamos en tazas de diferentes tamaños y formas, pero todas de porcelana fina y antigua, que Guíxols guardaba en una vitrina. Pons me informó que Guíxols las adquiría en los Encantes.

Yo observaba los cuadros de Guíxols: marinas sobre todo. Me interesó un dibujo de la cabeza de Pons. Al parecer, Guíxols tenía suerte y vendía bien sus cuadros, aunque aún no había hecho ninguna exposición. Sin querer comparé su pintura con la de Juan. La de Guíxols era mejor, indudablemente. Al oír hablar de miles de pesetas, me pasó como un rayo de crueldad la voz de Juan por mis orejas… «¿Crees tú que el desnudo que he pintado a Gloria vale sólo diez duros?» A mí aquel ambiente bohemio me pareció muy confortable. El único mal vestido y con las orejas sucias era Pujol, que comía con gran apetito y gran silencio. A pesar de esto, me enteré de que era rico. Guíxols mismo era hijo de un fabricante riquísimo. Iturdiaga y Pons pertenecían también a familias conocidas en la industria catalana. Pons, además, era hijo único, y muy mimado, según me enteré mientras él enrojecía hasta las orejas.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю

    wait_for_cache