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Nada
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Текст книги "Nada"


Автор книги: Carmen Laforet



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Una fuerza más grande que la que el vino y la música habían puesto en mí me vino al mirar el gran corro de sombras de piedra fervorosa. La catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo mediterráneo. Una paz, una imponente claridad, se derramaba de la arquitectura maravillosa. En derredor de sus trazos oscuros resaltaba la noche brillante, rodando lentamente al compás de las horas. Dejé que aquel profundo hechizo de las formas me penetrara durante unos minutos. Luego di la vuelta para marcharme.

Al hacerlo me di cuenta de que no estaba sola en la plaza. Una silueta que me pareció algo diabólica se alargaba en la parte más oscura. Confieso ingenuamente que me sentí poseída por todos los terrores de mi niñez y que me santigüé. El bulto se movía hacia mí y vi que era un hombre embutido en un buen gabán y con un sombrero hasta los ojos. Me alcanzó cuando yo me lanzaba hacia las escaleras de piedra.

– ¡Andrea! ¿No te llamas tú Andrea?

Había algo insultante que me molestó en ese modo de llamar, pero me detuve asombrada. Él se reía ante mí con unos dientes sólidos, de grandes encías.

– Estos sustos los pasan las niñas por andar solas a deshoras… ¿No me recuerdas de casa de Ena?

– ¡Ah!… Sí, sí -dije, hosca.

(«¡Maldito! -pensé-; me has quitado toda la felicidad que me iba a llevar de aquí.»)

– Pues sí -continuó, satisfecho-; yo soy Gerardo. Estaba inmóvil con las manos en los bolsillos, mirándome. Yo di un paso para bajar el primer escalón, pero me sujetó del brazo.

– ¡Mira! -me ordenó.

Yo vi, al pie de la escalinata, apretándose contra ella, un conjunto de casas viejas que la guerra había convertido en ruinas, iluminadas por faroles.

– Todo eso desaparecerá. Por aquí pasará una gran avenida y habrá espacio y amplitud para ver la catedral.

No me dijo nada más por entonces y empezamos a descender juntos los peldaños de piedra. Ya habíamos recorrido un buen trecho, cuando insistió:

– ¿No te da miedo andar tan sólita por las calles? ¿Y si viene el lobito y te come?… No le contesté.

– ¿Eres muda?

– Prefiero ir sola -confesé con aspereza.

– No, eso sí que no, niña… Hoy te acompaño yo a tu casa… En serio, Andrea, si yo fuera tu padre no te dejaría tan suelta.

Me desahogué insultándole interiormente. Desde que le había visto en casa de Ena me había parecido necio y feo aquel muchacho.

Cruzamos las Ramblas, conmovidas de animación y de luces, y subimos por la calle de Pelayo hasta la plaza de la Universidad. Allí me despedí.

– No, no; hasta tu casa.

– Eres un imbécil -le dije sin contemplaciones-; vete enseguida.

– Quisiera ser amigo tuyo. Eres una pequemuy original. Si me prometes que algún día me llamarás por teléfono para salir conmigo, te dejo aquí. A mí también me gustan mucho las calles viejas y sé todos los rincones pintorescos de la ciudad. Conque, ¿prometido?

– Sí -dije, nerviosa.

Me alargó su tarjeta y se fue.

Entrar en la calle de Aribau era como entrar ya en mi casa. El mismo vigilante del día de mi llegada a la ciudad me abrió la puerta. Y la abuelita, como entonces, salió a recibirme helada de frío. Todos los demás se habían acostado.

Entré en el cuarto de Angustias, que desde unos días atrás había heredado yo, y al encender la luz encontré que habían colocado sobre el armario una pila de sillas de las que sobraban en todas partes de la casa y que allí amenazaban caerse, sombrías. También habían instalado en el cuarto el mueble que servía para guardar la ropa del niño y un gran costurero con patas que antes estaba arrinconado en la alcoba de la abuela. La cama, deshecha, conservaba las huellas de una siesta de Gloria. Comprendí enseguida que mis sueños de independencia, aislada de la casa en aquel refugio heredado, se venían al suelo. Suspiré y empecé a desnudarme. Sobre la mesilla de noche había un papel con una nota de Juan: «Sobrina, haz el favor de no encerrarte con llave. En todo momento debe estar libre tu habitación para acudir al teléfono». Obediente, volví a cruzar el suelo frío para abrir la puerta, luego me tendí en la cama, envolviéndome voluptuosamente en la manta.

Oí en la calle palmadas llamando al vigilante. Mucho después el pitido de un tren al pasar por la calle de Aragón, lejano y nostálgico. El día me había traído el comienzo de una vida nueva; comprendía que Juan había querido estropeármela en lo posible al darme a entender que, si bien se me cedía una cama en la casa, era sólo eso lo que se me daba…

La misma noche en que se marchó Angustias, yo había dicho que no quería comer en la casa y que, por lo tanto, sólo pagaría una mensualidad por mi habitación. Había cogido la ocasión por los pelos cuando Juan, todavía borracho y excitado por las emociones del día aquél, se había encarado conmigo.

– Y a ver, sobrina, con lo que tú contribuyes a la casa…, porque yo, la verdad te digo, no estoy para mantener a nadie…

– No, lo que yo puedo dar es tan poco que no valdría la pena -dije, diplomática-. Ya me las arreglaré comiendo por mi cuenta. Sólo pagaré mi racionamiento de pan y mi habitación.

Juan se encogió de hombros.

– Haz lo que quieras -dijo de mal humor.

La abuelita escuchó moviendo la cabeza con aire de reprobación, pendiente de los labios de Juan. Luego empezó a llorar.

– No, no, que no pague la habitación…, que mi nieta no pague la habitación en casa de su abuela.

Pero así quedó decidido. Yo no tendría que pagar más que mi pan diario.

Había cobrado aquel día mi paga de febrero y poseída de las delicias de poderla gastar, me lancé a la calle y adquirí enseguida aquellas fruslerías que tanto deseaba…, jabón bueno, perfume y también una blusa nueva para presentarme en casa de Ena, que me había invitado a comer. Además unas rosas para su madre. Comprar las rosas me emocionó especialmente. Eran magníficas flores, caras en aquella época. Se podía decir que eran inasequibles para mí. Y, sin embargo, yo las tuve entre mis brazos y las regalé.

Este placer, en el que encontraba el gusto de rebeldía que ha sido el vicio -por otra parte vulgar– de mi juventud, se convirtió más tarde en una obsesión.

Me acordaba -tumbada en mi cama– de la cordial acogida que me hicieron en casa de Ena sus parientes y de cómo, acostumbrada a las caras morenas con las facciones bien marcadas de las gentes de mi casa, me empezó a marear la cantidad de cabezas rubias que me rodeaban en la mesa.

Los padres de Ena y sus cinco hermanos eran rubios. Estos cinco hermanos, todos varones y más pequeños que mi amiga, se confundían en mi imaginación con sus rostros afables, risueños y vulgares. Ni siquiera el benjamín, de siete años, a quien el cambio de los dientes daba una expresión cómica cuando se reía, y que se llamaba Ramón Berenguer, como si fuera un antiguo conde de Barcelona, se distinguía de sus hermanos más que en estas dos particularidades.

El padre parecía participar de las mismas condiciones de buen carácter que su prole y era además un hombre realmente guapo, a quien Ena se parecía. Tenía, como ella, los ojos verdes, aunque sin la extraña y magnífica luz que animaba los de su hija. En él todo parecía sencillo y abierto, sin malicias de ninguna clase. Durante la comida le recuerdo riéndose al contarme anécdotas de sus viajes, pues habían vivido todos, durante muchos años, en diferentes sitios de Europa. Parecía que me conocía de toda la vida, que sólo por el hecho de tenerme en su mesa me agregaba a la patriarcal familia.

La madre de Ena, por el contrario, daba la impresión de ser reservada, aunque contribuía sonriendo al ambiente agradable que se había formado. Entre su marido y sus hijos -todos altos y bien hechos– ella parecía un pájaro extraño y raquítico. Era pequeñita y yo encontraba asombroso que su cuerpo estrecho hubiera soportado seis veces el peso de un hijo. La primera impresión que me hizo fue de extraña fealdad. Luego resaltaban en ella dos o tres toques de belleza casi portentosa: un cabello más claro que el de Ena, sedoso, abundantísimo; unos largos ojos dorados y su voz magnífica.

– Ahí donde la ve usted, Andrea -dijo el jefe de familia-, mi mujer tiene algo de vagabunda. No puede estar tranquila en ningún sitio y nos arrastra a todos.

– No exageres, Luis -la señora se sonreía con suavidad.

– En el fondo es cierto. Claro que tu padre es el que me destina para representarle y dirigir sus negocios en los sitios más extraños…, mi suegro es al mismo tiempo mi jefe comercial, ¿sabe usted, Andrea?…; pero tú estás en el fondo de todos los manejos. Si quisieras no me negarías que tu padre te haría vivir tranquila en Barcelona. Bien se vio la influencia que tienes sobre él en aquel asunto de Londres… Claro que yo estoy encantado con tus gustos, mi niña; no soy yo quien te los reprocha -y la envolvió con una sonrisa cariñosa-. Toda mi vida me ha gustado viajar y ver cosas nuevas… Yo tampoco puedo dominar una especie de fiebre de actividad que casi es un placer cuando entro en un nuevo ambiente comercial, con gente de psicología tan desconocida. Es como empezar otra vez la lucha y se siente uno rejuvenecido…

– Pero a mamá -afirmó Ena– le gusta más Barcelona que ningún sitio del mundo. Yo lo sé.

La madre le dirigió una sonrisa especial que me pareció soñadora y divertida al mismo tiempo.

– En cualquier sitio en que estéis vosotros me encuentro siempre bien. Y tiene razón tu padre en esto de que a veces siento la inquietud de viajar; claro que de ahí a manejar a mi padre -sonrió más acentuadamente– va mucha diferencia…

Y ya que estamos hablando de estas cosas, Margarita -continuó su marido-, ¿sabes lo que me ha dicho tu padre ayer? Pues que es posible que la temporada que viene seamos necesarios en Madrid… ¿Qué te parece? La verdad es que en estos momentos yo prefiero estar en Barcelona que en ningún sitio, sobre todo teniendo en cuenta que tu hermano…

– Sí, Luis, creo que tenemos que hablar de eso. Pero ahora estamos aburriendo a esta niña. Andrea, tiene que perdonarnos usted. Al fin y al cabo somos una familia de comerciantes que acaba todas sus conversaciones en asuntos de negocios…

Ena había escuchado la última parte de la conversación con extraordinario interés.

– ¡Bah! El abuelo está un poco chiflado, me parece. Tan emocionado y lloroso cuando vuelve a ver a mamá después de tenerla lejos, y enseguida ideando que nos marchemos. Yo no quiero irme de Barcelona por ahora… ¡Es una cosa tonta!… Al fin y al cabo, Barcelona es mi pueblo y se puede decir que sólo la conozco desde que se terminó la guerra.

(Me miró rápidamente y yo recogí su mirada, porque sabía que ella se había enamorado por aquellos tiempos y que éste era su argumento supremo y secreto para no querer salir de la ciudad.)

Entre mis sábanas, en la calle de Aribau, yo evocaba esta conversación con todos sus detalles y me sacudió la alarma a la idea de separarme de mi amiga cuando me había encariñado con ella. Pensé que los planes de aquel viejo importante ¾aquel rico abuelo de Ena– movían a demasiada gente y herían demasiados afectos.

En la agradable confusión de ideas que precede al sueño se fueron calmando mis temores para ser sustituidos por vagas imágenes de calles libres en la noche. El alto sueño de la catedral volvió a invadirme.

Me dormí agitada con la visión final de los ojos de la madre de Ena, que cuando ya nos despedíamos se habían levantado hacia mí, fugazmente, con una extraña mirada de angustia y temor.

Aquellos ojos se metieron en lo profundo de mi sueño y levantaron pesadillas.

11

– No seas tozuda, sobrina -me dijo Juan-. Te vas a morir de hambre.

Y me puso las manos en el hombro con una torpe caricia.

– No, gracias; me las arreglo muy bien…

Mientras tanto eché una mirada de reojo a mi tío y vi que tampoco a él parecían irle bien las cosas. Me había cogido bebiendo el agua que sobraba de cocer la verdura y que estaba fría y olvidada en un rincón de la cocina, dispuesta a ser tirada.

Antonia había gritado con asco:

– ¿Qué porquerías hace usted? Me puse encarnada.

– Es que a mí este caldo me gusta. Y como veía que lo iban a tirar…

A los gritos de Antonia acudieron los demás de la casa. Juan me propuso una conciliación de nuestros intereses económicos.

Yo me negué.

La verdad es que me sentía más feliz desde que estaba desligada de aquel nudo de las comidas en la casa. No importaba que aquel mes hubiera gastado demasiado y apenas me alcanzara el presupuesto de una peseta diaria para comer: la hora del mediodía es la más hermosa en invierno. Una hora buena para pasarla al sol en un parque o en la plaza de Cataluña. A veces se me ocurría pensar, con delicia, en lo que sucedería en casa. Los oídos se me llenaban con los chillidos del loro y las palabrotas de Juan. Prefería mi vagabundeo libre.

Aprendí a conocer excelencias y sabores en los que antes no había pensado; por ejemplo, la fruta seca fue para mí un descubrimiento. Las almendras tostadas, o mejor, los cacahuetes, cuya delicia dura más tiempo porque hay que desprenderlos de su cáscara, me producían fruición.

La verdad es que no tuve paciencia para distribuir las treinta pesetas que me quedaron el primer día, en los treinta días del mes. Descubrí en la calle de Tallers un restaurante barato y cometí la locura de comer allí dos o tres veces. Me pareció aquella comida más buena que ninguna de las que había probado en mi vida, infinitamente mejor que la que preparaba Antonia en la calle de Aribau. Era un restaurante curioso. Oscuro, con unas mesas tristes. Un camarero abstraído me servía. La gente comía deprisa, mirándose unos a otros, y no hablaban ni una palabra. Todos los restaurantes y comedores de fondas en los que yo había entrado hasta entonces eran bulliciosos menos aquél. Daban una sopa que me parecía buena, hecha con agua hirviente y migas de pan. Esta sopa era siempre la misma, coloreada de amarillo por el azafrán o de rojo por el pimentón; pero en la carta cambiaba de nombre con frecuencia. Yo salía de allí satisfecha y no me hacía falta más.

Por la mañana cogía el pan -apenas Antonia subía las raciones de la panadería– y me lo comía entero, tan caliente y apetitoso estaba. Por las noches, no cenaba, a no ser que la madre de Ena insistiese en que me quedase en su casa alguna vez. Yo había tomado la costumbre de ir a estudiar con Ena muchas tardes y la familia empezaba a considerarme como cosa suya.

Pensé que realmente estaba comenzando para mí un nuevo renacer, que era aquélla la época más feliz de mi vida, ya que nunca había tenido una amiga con quien me compenetrara tanto, ni esta magnífica independencia de que disfrutaba. Los últimos días del mes los pasé alimentándome exclusivamente del panecillo de racionamiento que devoraba por las mañanas -por esta época fue cuando me cogió Antonia bebiendo el agua de hervir la verdura¾, pero empezaba a acostumbrarme y la prueba es que en cuanto recibí mi paga del mes de marzo la gasté exactamente igual. Me acuerdo que sentía un hambre extraordinaria cuando tuve el nuevo dinero en mis manos, que era una sensación punzante y deliciosa pensar que podría satisfacerla enseguida. Más que cualquier clase de alimento, deseaba dulces. Compré una bandeja y me fui a un cine caro. Tenía tal impaciencia que antes de que se apagara la luz corté un trocito de papel para comer un poco de crema, aunque miraba de reojo a todo el mundo poseída de vergüenza. En cuanto se iluminó la pantalla y quedó la sala en penumbra, yo abrí el paquete y fui tragando los dulces uno a uno. Hasta entonces no había sospechado que la comida pudiera ser algo tan bueno, tan extraordinario… Cuando se volvió a encender la luz no quedaba nada en la bandeja. Vi que una señora, a mi lado, me miraba de soslayo y cuchicheaba con su compañero. Los dos se reían.

En la calle de Aribau también pasaban hambre sin las compensaciones que a mí me reportaba. No me refiero a Antonia y a Trueno. Supongo que estos dos tenían el sustento asegurado gracias a la munificencia de Román. El perro estaba reluciente y muchas veces le vi comer sabrosos huesos. También la criada se cocinaba su comida aparte. Pero pasaban hambre Juan y Gloria y también la abuela y hasta a veces el niño.

Román estuvo otra vez de viaje cerca de dos meses. Antes de marcharse dejó algunas provisiones para la abuela, leche condensada y otras golosinas difíciles de conseguir en aquellos tiempos. Nunca vi que la viejecilla las probara. Desaparecían misteriosamente y aparecían sus huellas en la boca del niño.

El día mismo en que Juan me invitó a unirme otra vez a la familia, tuvo una terrible discusión con Gloria. Todos oímos los gritos que daban en el estudio. Salí al recibidor y vi que el pasillo estaba interceptado por la silueta de la criada, que aplicaba el oído.

– Estoy harto de tanta majadería -gritó Juan-, ¿entiendes? ¡Ni siquiera puedo renovar los pinceles! Esa gente nos debe mucho dinero aún. Lo que no comprendo es que no quieras que vaya yo a reclamárselo.

– Pues, chico, si me diste palabra que no te meterías en nada y que me dejarías hacer, ahora no te puedes volver atrás. Y ya sabes que estabas muy contento cuando pudiste vender esa porquería de cuadro a plazos…

– ¡Te voy a estrangular! ¡Maldita!

La criada suspiró con deleite, y yo me marché a la calle a respirar su aire frío, cargado de olores de las tiendas. Las aceras, teñidas de la humedad crepuscular, reflejaban las luces de los faroles recién encendidos.

Cuando volví, la abuela y Juan estaban cenando. Juan comía distraído, y la abuela, sosteniendo al niño en sus rodillas, llevaba una conversación incoherente desmenuzando pan en el tazón de malta que iba bebiendo, sin leche ni azúcar. Gloria no estaba. Había salido poco después que yo a la calle.

Aún no había llegado ella cuando, con el estómago angustiado y vacío, me metí en la cama. Enseguida caí en un ensueño pesado en el que el mundo se movía como un barco en alta mar… Tal vez estaba en el comedor de un barco y comía algún buen postre de fruta. Me despertaron unos gritos pidiendo socorro.

Enseguida me di cuenta de que era Gloria la que gritaba y de que Juan le debería estar pegando una paliza bárbara. Me senté en la cama pensando en si valdría la pena acudir. Pero los gritos continuaban, seguidos de las maldiciones y blasfemias más atroces de nuestro rico vocabulario español. Allí, en su furia, Juan empleaba los dos idiomas, castellano y catalán, con pasmosa facilidad y abundancia.

Me detuve a ponerme el abrigo y me asomé por fin a la oscuridad de la casa. En la cerrada puerta del cuarto de Juan golpeaban la abuela y la criada.

– Juan! ¡Juan! ¡Hijo mío, abre!

– Señorito Juan, ¡abra!, ¡abra usted!

Oíamos dentro tacos, insultos. Carreras y tropezones con los muebles. El niño comenzó a llorar allí encerrado también y la abuela se desesperó. Alzó las manos para golpear la puerta y vi sus brazos esqueléticos.

– Juan! Juan! ¡Ese niño!

De pronto se abrió la puerta de una patada de Juan, y Gloria salió despedida, medio desnuda y chillando. Juan la alcanzó y aunque ella trataba de arañarle y morderle, la cogió debajo del brazo y la arrastró al cuarto de baño…

– ¡Pobrecito mío!

Gritó la abuela cogiendo al niño, que se había puesto de pie en la cuna, agarrándose a la barandilla y gimoteando… Luego, cargada con el nieto, acudió a la refriega.

Juan metió a Gloria en la bañera y, sin quitarle las ropas, soltó la ducha helada sobre ella. Le agarraba brutalmente la cabeza, de modo que si abría la boca no tenía más remedio que tragar agua. Mientras tanto, gritó, volviéndose a nosotras:

– ¡Y vosotras a la cama! ¡Aquí no tiene que hacer nada nadie! Pero no nos movíamos. La abuela suplicaba:

– ¡Por tu hijo, por tu niño! ¡Vuelve en ti, Juanito!

De pronto Juan soltó a Gloria -cuando ella ya no se resistía– y vino hacia nosotras con tal rabia que Antonia se escabulló inmediatamente, seguida del perro, que iba gruñendo con el rabo entre las piernas.

– ¡Y tú, mamá! ¡Llévate inmediatamente a ese niño donde no le vea o le estrello!

Gloria, de rodillas en el fondo de la bañera, empezó a llorar con la cabeza apoyada en el borde, ahogándose, con grandes sollozos.

Yo estaba encogida en un rincón del oscuro pasillo. No sabía qué hacer. Juan me descubrió. Estaba ahora más calmado.

– ¡A ver si sirves para algo en tu vida! -me dijo-. ¡Trae una toalla!

Las costillas se le destacaban debajo de la camiseta que llevaba, y le palpitaban violentamente.

Yo no tenía idea de dónde se guardaba la ropa en aquella casa. Traje mi toalla y además una sábana de mi cama, por si hacía falta. Me daba miedo de que Gloria pudiera atrapar una pulmonía. Yo misma sentí un frío espantoso.

Juan intentó sacar a Gloria de la bañera de un solo tirón, pero ella le mordió la mano. Él soltó una blasfemia y le empezó a dar puñetazos en la cabeza. Luego se quedó otra vez quieto y jadeante.

– Por mí puedes morirte, ¡bestia! -le dijo al fin. Y se fue, dando un portazo y dejándonos a las dos. Me incliné hacia Gloria.

– ¡Vamos! ¡Sal enseguida, mujer!

Ella continuaba temblando, sin moverse, y, al sentir mi voz, empezó a llorar insultando a su marido. No opuso resistencia cuando empecé a sacudirla y a tratar de que saliera de la bañera. Ella misma se quitó las ropas chorreantes, aunque sus dedos le obedecían con dificultad. Frotando su cuerpo lo mejor que pude, entré yo en calor. Luego me sobrevino un cansancio tan espantoso que me temblaban las rodillas.

– Ven a mi cuarto, si quieres -le dije, pareciéndome imposible volver a dejarla en manos de Juan.

Me siguió envuelta en la sábana y castañeteándole los dientes. Nos acostamos juntas, envueltas en mis mantas. El cuerpo de Gloria estaba helado y me enfriaba, pero no era posible huir de él; sus cabellos mojados resultaban oscuros y viscosos como sangre sobre la almohada y me rozaban la cara a veces. Gloria hablaba continuamente. A pesar de todo esto mi necesidad de sueño era tan grande que se me cerraban los ojos.

– El bruto… El animal… Después de todo lo que hago por él. Porque yo soy buenísima, chica, buenísima… ¿Me escuchas, Andrea? Está loco. Me da miedo. Un día me va a matar… No te duermas, Andreíta… ¿Qué te parece si me escapara de esta casa? ¿Verdad que tú lo harías, Andrea? ¿Verdad que tú en mi caso no te dejarías pegar?… Y yo que soy tan joven, chica… Román me dijo un día que yo era una de las mujeres más lindas que había visto. A ti te diré la verdad, Andrea. Román me pintó en el parque del castillo… Yo misma me quedé asombrada de ver lo guapa que era cuando me enseñó el retrato… ¡Ay, chica! ¿Verdad que soy muy desgraciada?

El sueño me volvía a pesar en las sienes. De cuando en cuando me espabilaba, sobresaltada, para atender a un sollozo o a una palabra más fuerte de Gloria.

– Yo soy buenísima, buenísima… Tu abuelita misma lo dice. Me gusta pintarme un poco y divertirme un poquito, chica, pero es natural a mi edad… ¿Y qué te parece eso de no dejarme ver a mi propia hermana? Una hermana que me ha servido de madre… Todo porque es de condición humilde y no tiene tantas pamplinas… Pero en su casa se come bien. Hay pan blanco, chica, y buenas butifarras… ¡Ay, Andrea! Más me valdría haberme casado con un obrero. Los obreros viven mejor que los señores, Andrea; llevan alpargatas, pero no les falta su buena comida y su buen jornal. Ya quisiera Juan tener el buen jornal de un obrero de fábrica… ¿Quieres que te diga un secreto? Mi hermana me proporciona a veces dinero cuando estamos apurados. Pero si Juan lo supiera me mataría. Yo sé que me mataría con la pistola de Román… Yo misma le oí a Román decírselo: «Cuando quieras saltarte la tapa de los sesos o saltársela a la imbécil de tu mujer, puedes utilizar mi pistola»… ¿Tú sabes, Andrea, que tener armas está prohibido? Román va contra la ley…

El perfil de Gloria se inclinaba para acechar mi sueño. Su perfil de rata mojada.-… ¡Ay, Andrea! A veces voy a casa de mi hermana sólo para comer bien, porque ella tiene un buen establecimiento, chica, y gana dinero. Allí hay de todo lo que se quiere… Mantequilla fresca, aceite, patatas, jamón… Un día te llevaré.

Suspiré completamente despierta ya al oír hablar de comida.

Mi estómago empezó a esperar con ansia mientras escuchaba la enumeración de los tesoros que guardaba en su despensa la hermana de Gloria. Me sentí hambrienta como nunca lo he estado. Allí, en la cama, estaba unida a Gloria por el feroz deseo de mi organismo que sus palabras habían despertado, con los mismos vínculos que me unían a Román cuando evocaba en su música los deseos impotentes de mi alma.

Algo así como una locura se posesionó de mi bestialidad al sentir tan cerca el latido de aquel cuello de Gloria, que hablaba y hablaba. Ganas de morder en la carne palpitante, masticar. Tragar la buena sangre tibia… Me retorcí sacudida de risa de mis propios espantosos desvaríos, procurando que Gloria no sorprendiera aquel estremecimiento de mi cuerpo.

Fuera, el frío se empezó a deshacer en gotas de agua que golpearon los cristales. Yo pensé que, siempre que hablaba Gloria conmigo largamente, llovía. Parecía que aquella noche no iba a acabarse nunca. El sueño había huido. Gloria cuchicheó de pronto poniéndome una mano en el hombro.

– ¿No oyes?… ¿No oyes?

Se sentían los pasos de Juan. Debía de estar nervioso. Los pasos llegaban hasta nuestra puerta. Se separaban, retrocedían. Al fin volvieron otra vez y entró Juan en el cuarto, encendiendo la luz, que nos hizo parpadear deslumbradas. Sobre la camiseta de algodón y los pantalones que llevaba anteriormente se había puesto su abrigo nuevo. Estaba despeinado y unas sombras tremendas le comían los ojos y las mejillas. Tenía un tipo algo cómico. Se quedó en el centro de la habitación con las manos puestas en los bolsillos, moviendo la cabeza y sonriendo con una especie de ironía feroz.

– Bueno. ¿Qué hacéis que no continuáis hablando?… ¿Qué importa que esté yo aquí?… No te asustes, mujer, que no te voy a comer… Andrea, sé perfectamente lo que te está diciendo mi mujer. Sé perfectamente que me cree un loco porque pido por mis cuadros el justo valor… ¿Crees tú que el desnudo que he pintado a Gloria vale sólo diez duros? ¡Sólo en tubos y en pinceles he gastado más en él!… ¡Esta bestia se cree que mi arte es igual que el de un albañil de brocha gorda!

– ¡Vete a la cama, chico, y no fastidies! Éstas no son horas de molestar a nadie con tus dichosos cuadros… He visto otros que pintaban mejor que tú y no se envanecían tanto. Me has pintado demasiado fea para poder gustar a nadie…

– No me acabes la paciencia. ¡Maldita! O… Gloria, debajo de la manta, se volvió de espaldas y se echó a llorar.

– Yo no puedo vivir así, no puedo…

– Pues te vas a tener que aguantar, ¡sinvergüenza!, y cualquier día te mataré como te vuelvas a meter con mis cuadros… Mis cuadros desde hoy no los venderá nadie más que yo… ¿Entiendes? ¿Entiendes lo que te digo? ¡Cómo te vuelvas a meter en el estudio te abriré la cabeza! Prefiero que se muera de hambre todo dios a…

Empezó a pasearse por la habitación con una rabia tan grande que sólo podía mover los labios y lanzar sonidos incoherentes.

Gloria tuvo una buena idea. Se levantó de la cama, erizada de frío, se acercó a su marido y le empujó por la espalda.

– ¡Vamos, chico! ¡Bastante hemos molestado a Andrea! Juan la rechazó con rudeza.

– ¡Que se aguante Andrea! ¡Que se aguante todo el mundo! También yo los soporto a todos.

– Anda, vamos a dormir…

Juan empezó a mirar a todos lados, nervioso. Cuando ya salía dijo:

– Apaga la luz para que pueda dormir la sobrina…

12

La temprana primavera mediterránea comenzó a enviar sus ráfagas entre las ramas aún heladas de los árboles. Había una alegría deshilvanada en el aire, casi tan visible como esas nubes transparentes que a veces se enganchan en el cielo.

– Tengo ganas de ir al campo y de ver árboles -dijo Ena, y se le dilataron un poco las aletas de la nariz-. Tengo ganas de ver pinos (no estos plátanos de la ciudad que huelen a tristes y a podridos desde una legua) o quizá lo que más deseo es ver el mar… El domingo que viene iré al campo con Jaime y tú también vendrás, Andrea… ¿No te parece?

Yo sabía casi tan bien como Ena la manera de ser de Jaime: sus gustos, su pereza, sus melancolías -que desesperaban y encantaban a mi amiga-, su aguda inteligencia, aunque no le había visto nunca. Muchas tardes, inclinadas sobre el diccionario griego, interrumpíamos la traducción para hablar de él. Ena se ponía más bonita, con los ojos dulcificados por la alegría. Cuando su madre aparecía en la puerta nos callábamos rápidamente porque Jaime era el gran secreto de mi amiga.

– Creo que me moriría si lo supieran en casa. Tú no sabes… Yo soy muy orgullosa. Mi madre me conoce sólo en un aspecto: como persona burlona y malintencionada y así le gusto. A todos los de casa les hago reír con los desplantes que doy a mis pretendientes… A todos menos al abuelo, naturalmente; el abuelo casi tuvo un ataque de apoplejía cuando rechacé este verano a un señor respetable y riquísimo con quien estuve coqueteando… Porque a mí me gusta que los hombres se enamoren, ¿sabes? Me gusta mirarlos por dentro. Pensar… ¿De qué clase de ideas están compuestos sus pensamientos? ¿Qué sienten ellos al enamorarse de mí? La verdad es que razonándolo resulta un juego un poco aburrido, porque ellos tienen sus añagazas infantiles, siempre las mismas. Sin embargo, para mí es una delicia tenerles entre mis manos, enredarles con sus propias madejas y jugar como los gatos con los ratones… Bueno, el caso es que tengo a menudo ocasiones para divertirme, porque los hombres son idiotas y les gusto yo mucho… En mi casa están seguros de que nunca me enamoraré. Yo no puedo aparecer ahora ilusionada como una tonta y presentar a Jaime… Además, intervendrían todos: tíos, tías…, habría que enseñárselo al abuelo como un bicho raro…, luego lo aprobarían porque es rico, pero se quedarían desesperados porque no entiende una palabra de administrar sus riquezas. Sé lo que diría cada uno. Querrían que viniera a casa cada día… Tú me entiendes, ¿verdad, Andrea? Acabaría por no poder soportar a Jaime. Si alguna vez nos casamos, entonces no habrá más remedio que decirlo, pero no todavía. De ninguna manera.


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