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Nada
  • Текст добавлен: 21 октября 2016, 19:03

Текст книги "Nada"


Автор книги: Carmen Laforet



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– Dame un beso, Andrea -me pedía ella en ese momento.

Rocé su pelo con mis labios y corrí al comedor antes de que pudiera atraparme y besarme a su vez.

En el comedor había gente ya. Inmediatamente vi a Gloria que, envuelta en un quimono viejo, daba a cucharadas un plato de papilla espesa a un niño pequeño. Al verme, me saludó sonriente.

Yo me sentía oprimida como bajo un cielo pesado de tormenta, pero al parecer no era la única que sentía en la garganta el sabor a polvo que da la tensión nerviosa.

Un hombre con el pelo rizado y la cara agradable e inteligente se ocupaba de engrasar una pistola al otro lado de la mesa. Yo sabía que era otro de mis tíos: Román. Vino enseguida a abrazarme con mucho cariño. El perro negro que yo había visto la noche anterior, detrás de la criada, le seguía a cada paso. Me explicó que se llamaba Trueno yque era suyo; los animales parecían tener por él un afecto instintivo. Yo misma me sentí alcanzada por una ola de agrado ante su exuberancia afectuosa. En honor mío, él sacó el loro de la jaula y le hizo hacer algunas gracias. El animalejo seguía murmurando algo como para sí; entonces me di cuenta de que eran palabrotas. Román se reía con expresión feliz.

– Está muy acostumbrado a oírlas el pobre bicho.

Gloria, mientras tanto, nos miraba embobada, olvidando la papilla de su hijo. Román tuvo un cambio brusco que me desconcertó.

– Pero ¿has visto qué estúpida esa mujer? -me dijo casi gritando y sin mirarla a ella para nada-. ¿Has visto cómo me mira ésa? Yo estaba asombrada. Gloria, nerviosa, gritó:

– No te miro para nada, chico.

– ¿Te fijas? -siguió diciéndome Román-. Ahora tiene la desvergüenza de hablarme esa basura…

Creí que mi tío se había vuelto loco y miré, aterrada, hacia la puerta. Juan había venido al oír las voces.

– ¡Me estás provocando, Román! -gritó.

– ¡Tú, a sujetarte los pantalones y a callar! -dijo Román, volviéndose hacia él.

Juan se acercó con la cara contraída y se quedaron los dos en actitud, al mismo tiempo ridícula y siniestra, de gallos de pelea.

– ¡Pégame, hombre, si te atreves! -dijo Román-. ¡Me gustaría que te atrevieras!

– ¿Pegarte? ¡Matarte!… Te debería haber matado hace mucho tiempo…

Juan estaba fuera de sí, con las venas de la frente hinchadas, pero no avanzaba un paso. Tenía los puños cerrados.

Román le miraba con tranquilidad y empezó a sonreírse.

– Aquí tienes mi pistola -le dijo.

– No me provoques. ¡Canalla!… No me provoques o…

– ¡Juan! -chilló Gloria-. ¡Ven aquí!

El loro empezó a gritar encima de ella, y la vi excitada bajo sus despeinados cabellos rojos. Nadie le hizo caso. Juan la miró unos segundos.

– ¡Aquí tienes mi pistola! -decía Román, y el otro apretaba más los puños.

Gloria volvió a chillar:

– ¡Juan! Juan!

– ¡Cállate, maldita!

– ¡Ven aquí, chico! ¡Ven!

– ¡Cállate!

La rabia de Juan se desvió en un instante hacia la mujer y la empezó a insultar. Ella gritaba también y al final lloró.

Román les miraba, divertido; luego se volvió hacia mí y dijo para tranquilizarme:

– No te asustes, pequeña. Esto pasa aquí todos los días.

Guardó el arma en el bolsillo. Yo la miré relucir en sus manos, negra, cuidadosamente engrasada. Román me sonreía y me acarició las mejillas; luego se fue tranquilamente, mientras la discusión entre Gloria y Juan se hacía violentísima. En la puerta tropezó Román con la abuelita, que volvía de su misa diaria, y la acarició al pasar. Ella apareció en el comedor, en el instante en que tía Angustias se asomaba, enfadada también, para pedir silencio.

Juan cogió el plato de papilla del pequeño y se lo tiró a la cabeza. Tuvo mala puntería y el plato se estrelló contra la puerta que tía Angustias había cerrado rápidamente. El niño lloraba, babeando.

Juan entonces empezó a calmarse. La abuelita se quitó el manto negro que cubría su cabeza, suspirando.

Y entró la criada a poner la mesa para el desayuno. Como la noche anterior, esta mujer se llevó detrás toda mi atención. En su fea cara tenía una mueca desafiante, como de triunfo, y canturreaba provocativa mientras extendía el estropeado mantel y empezaba a colocar las tazas, como si cerrara ella, de esta manera, la discusión.

3

– ¿Has disfrutado, hijita? -me preguntó Angustias cuando, todavía deslumbradas, entrábamos en el piso de vuelta de la calle.

Mientras me hacía la pregunta, su mano derecha se clavaba en mi hombro y me atraía hacia ella. Cuando Angustias me abrazaba o me dirigía diminutivos tiernos, yo experimentaba dentro de mí la sensación de que algo iba torcido y mal en la marcha de las cosas. De que no era natural aquello. Sin embargo, debería haberme acostumbrado, porque Angustias me abrazaba y me dirigía palabras dulzonas con gran frecuencia.

A veces me parecía que estaba atormentada conmigo. Me daba vueltas alrededor. Me buscaba si yo me había escondido en algún rincón. Cuando me veía reír o interesarme en la conversación de cualquier otro personaje de la casa, se volvía humilde en sus palabras. Se sentaba a mi lado y apoyaba a la fuerza mi cabeza contra su pecho. A mí me dolía el cuello, pero, sujeta por su mano, así tenía que permanecer, mientras ella me amonestaba dulcemente. Cuando, por el contrario, le parecía yo triste o asustada, se ponía muy contenta y se volvía autoritaria.

Otras veces me avergonzaba secretamente al obligarme a salir con ella. La veía encasquetarse un fieltro marrón adornado por una pluma de gallo, que daba a su dura fisonomía un aire guerrero, y me obligaba a ponerme un viejo sombrero azul sobre mi traje mal cortado. Yo no concebía entonces más resistencia que la pasiva. Cogida de su brazo corría las calles, que me parecían menos brillantes y menos fascinadoras de lo que yo había imaginado.

– No vuelvas la cabeza -decía Angustias-. No mires así a la gente.

Si me llegaba a olvidar de que iba a su lado, era por pocos minutos.

Alguna vez veía un hombre, una mujer, que tenía en su aspecto un algo interesante, indefinible, que se llevaba detrás mi fantasía hasta el punto de tener ganas de volverme y seguirles. Entonces recordaba mi facha y la de Angustias y me ruborizaba.

– Eres muy salvaje y muy provinciana, hija mía -decía Angustias, con cierta complacencia-. Estas en medio de la gente, callada, encogida, con aire de querer escapar a cada instante. A veces, cuando estamos en una tienda y me vuelvo a mirarte, me das risa.

Aquellos recorridos de Barcelona eran más tristes de lo que se puede imaginar.

A la hora de la cena, Román me notaba en los ojos el paseo y se reía. Esto preludiaba una envenenada discusión con tía Angustias, en la que por fin se mezclaba Juan. Me di cuenta de que apoyaba siempre los argumentos de Román, quien, por otra parte, no aceptaba ni agradecía su ayuda.

Cuando sucedía algo así, Gloria salía de su placidez habitual. Se ponía nerviosa, casi gritaba:

– ¡Si eres capaz de hablar con tu hermano, a mí no me hables!

– ¡Naturalmente que soy capaz! ¡A ver si crees que soy tan cochino como tú y como él!

– Sí, hijo mío -decía la abuela, envolviéndole en una mirada de adoración-, haces bien.

– ¡Cállate, mamá, y no me hagas maldecir de ti! ¡No me hagas maldecir!

La pobre movía la cabeza y se inclinaba hacia mí, bisbiseando a mi oído:

– Es el mejor de todos, hija mía, el más bueno y el más desgraciado, un santo…

– ¿Quieres hacer el favor de no enredar, mamá? ¿Quieres no meter en la cabeza de la sobrina majaderías que no le importan para nada?

El tono era ya destemplado y desagradable, perdido el control de los nervios.

Román, ocupado en preparar con la fruta de su plato una golosina para el loro, terminaba la cena sin preocuparse de ninguno de nosotros. Tía Angustias sollozaba a mi lado, mordiendo su pañuelo, porque no sólo se veía a sí misma fuerte y capaz de conducir multitudes, sino también dulce, desdichada y perseguida. No sé bien cuál de los dos papeles le gustaba más. Gloria apartaba de la mesa la silla alta del niño y, por detrás de Juan, me sonreía llevándose un índice a la sien.

Juan, abstraído, silencioso, parecía inquieto, a punto de saltar.

Cuando Román terminaba su tarea, daba unos golpecitos en el hombro a la abuela y se marchaba antes que nadie. En la puerta se detenía para encender un cigarrillo y para lanzar su última frase:

– Hasta la imbécil de tu mujer se burla ya de ti, Juan; ten cuidado…

Según su costumbre, no había mirado ni una vez a Gloria.

El resultado no se hacía esperar. Un puñetazo en la mesa y un barboteo de insultos contra Román, que no se cortaban cuando el ruido seco de la puerta del piso anunciaba que Román había salido ya.

Gloria tomaba en brazos al niño y se iba a su cuarto para dormirle. Me miraba un momento y me proponía:

– ¿Vienes, Andrea?

Tía Angustias tenía la cara entre las manos. Sentía su mirada a través de los dedos entreabiertos. Una mirada ansiosa, seca de tanta súplica. Pero yo me levantaba.

– Bueno, sí.

Y me premiaba una sonrisa temblona de la abuelita. Entonces, la tía corría a encerrarse en su cuarto, indignada, y sospecho que temblando de celos.

El cuarto de Gloria se parecía algo al cubil de una fiera. Era un cuarto interior ocupado casi todo él por la cama de matrimonio y la cuna del niño. Había un tufo especial, mezcla de olor a criatura pequeña, a polvos para la cara y a ropa mal cuidada. Las paredes estaban llenas de fotografías, y entre ellas, en un lugar preferente, aparecía una postal vivamente iluminada representando dos gatitos.

Gloria se sentaba en el borde de la cama con el niño en las rodillas. El niño era guapo y sus piernecitas colgaban gordas y sucias mientras se dormía.

Cuando estaba dormido, Gloria lo metía en la cuna y se estiraba con delicia, metiéndose las manos entre la brillante cabellera. Luego se tumbaba en la cama, con sus gestos lánguidos.

– ¿Qué opinas de mí? -me decía a menudo. A mí me gustaba hablar con ella porque no hacía falta contestarle nunca.

– ¿Verdad que soy bonita y muy joven? ¿Verdad?…

Tenía una vanidad tonta e ingenua que no me resultaba desagradable; además, era efectivamente joven y sabía reírse locamente mientras me contaba sucesos de aquella casa. Cuando me hablaba de Antonia o de Angustias tenía verdadera gracia.

– Ya irás conociendo a estas gentes; son terribles, ya verás… No hay nadie bueno aquí, como no sea la abuelita, que la pobre está trastornada… Y Juan, Juan es buenísimo, chica. ¿Ves tú que chilla tanto y todo? Pues es buenísimo…

Me miraba y ante mi cerrada expresión se echaba a reír…

– Y yo, ¿no crees? -concluía-. Si yo no fuera buena, Andreíta, ¿cómo les iba a aguantar a todos?

Yo la veía moverse y la veía charlar con agrado inexplicable. En la atmósfera pesada de su cuarto ella estaba tendida sobre la cama igual que un muñeco de trapo a quien pesara demasiado la cabellera roja. Y por lo general me contaba graciosas mentiras intercaladas a sucesos reales. No me parecía inteligente, ni su encanto personal provenía de su espíritu. Creo que mi simpatía por ella tuvo origen el día en que la vi desnuda sirviendo de modelo a Juan.

Yo no había entrado nunca en la habitación donde mi tío trabajaba, porque Juan me inspiraba cierta prevención. Fui una mañana a buscar un lápiz, por consejo de la abuela, que me indicó que allí lo encontraría.

El aspecto de aquel gran estudio era muy curioso. Lo habían instalado en el antiguo despacho de mi abuelo. Siguiendo la tradición de las demás habitaciones de la casa, se acumulaban allí, sin orden ni concierto, libros, papeles y las figuras de yeso que servían de modelo a los discípulos de Juan. Las paredes estaban cubiertas de duros bodegones pintados por mi tío en tonos estridentes. En un rincón aparecía, inexplicable, un esqueleto de estudiante de anatomía sobre su armazón de alambre, y por la gran alfombra manchada de humedades se arrastraban el niño y el gato, que venía en busca del sol de oro de los balcones. El gato parecía moribundo, con su fláccido rabo, y se dejaba atormentar por el niño abúlicamente.

Vi todo este conjunto en derredor de Gloria, que estaba sentada sobre un taburete recubierto con tela de cortina, desnuda y en una postura incómoda.

Juan pintaba trabajosamente y sin talento, intentando reproducir pincelada a pincelada aquel fino y elástico cuerpo. A mí me parecía una tarea inútil. En el lienzo iba apareciendo un acartonado muñeco tan estúpido como la misma expresión de la cara de Gloria al escuchar cualquier conversación de Román conmigo. Gloria, enfrente de nosotros, sin su desastrado vestido, aparecía increíblemente bella y blanca entre la fealdad de todas las cosas, como un milagro del Señor. Un espíritu dulce y maligno a la vez palpitaba en la grácil forma de sus piernas, de sus brazos, de sus finos pechos. Una inteligencia sutil y diluida en la cálida superficie de la piel perfecta. Algo que en sus ojos no lucía nunca. Esta llamada del espíritu que atrae en las personas excepcionales, en las obras de arte.

Yo, que había entrado sólo para unos segundos, me quedé allí fascinada. Juan parecía contento de mi visita y habló deprisa de sus proyectos pictóricos. Yo no le escuchaba.

Aquella noche, casi sin darme cuenta, me encontré iniciando una conversación con Gloria, y fui por primera vez a su cuarto. Su charla insubstancial me parecía el rumor de lluvia que se escuchaba con gusto y con pereza. Empezaba a acostumbrarme a ella, a sus rápidas preguntas incontestadas, a su estrecho y sinuoso cerebro.

– Sí, sí, yo soy buena… no te rías.

Estábamos calladas. Luego se acercaba para preguntarme:

– ¿Y de Román? ¿Qué opinas de Román? Luego hacía un gesto especial para decir:

– Ya sé que te parece simpático, ¿no?

Yo me encogía de hombros. Al cabo de un momento me decía:

– A ti te es más simpático que Juan, ¿no? Un día, impensadamente, se puso a llorar. Lloraba de una manera extraña, cortada y rápida, con ganas de acabar pronto.

– Román es un malvado -me dijo– ya lo irás conociendo. A mí me ha hecho un daño horrible, Andrea -se secó las lágrimas-. No te contaré de una vez las cosas que me ha hecho porque son demasiadas; poco a poco las sabrás. Ahora tú estás fascinada por él y ni siquiera me creerías.

Yo, honradamente, no me creía fascinada por Román, casi al contrario, a menudo le examinaba con frialdad. Pero en las raras noches en que Román se volvía amable después de la cena, siempre borrascosa, y me invitaba: «¿Vienes, pequeña?», yo me sentía contenta. Román no dormía en el mismo piso que nosotros: se había hecho arreglar un cuarto en las buhardillas de la casa, que resultó un refugio confortable. Se hizo construir una chimenea con ladrillos antiguos y unas librerías bajas pintadas de negro. Tenía una cama turca y, bajo la pequeña ventana enrejada, una mesa muy bonita llena de papeles, de tinteros de todas épocas y formas con plumas de ave dentro. Un rudimentario teléfono servía, según me explicó, para comunicar con el cuarto de la criada. También había un pequeño reloj, recargado, que daba la hora con un tintineo gracioso, especial. Había tres relojes en la habitación, todos antiguos, adornando acompasadamente el tiempo. Sobre las librerías, monedas, algunas muy curiosas; lamparitas romanas de la última época y una antigua pistola con puño de nácar.

Aquel cuarto tenía insospechados cajones en cualquier rincón de la librería, y todos encerraban pequeñas curiosidades que Román me iba enseñando poco a poco. A pesar de la cantidad de cosas menudas, todo estaba limpio y en un relativo orden.

– Aquí las cosas se encuentran bien, o por lo menos eso es lo que yo procuro… A mí me gustan las cosas -se sonreía-; no creas que pretendo ser original con esto, pero es la verdad. Abajo no saben tratarlas. Parece que el aire está lleno siempre de gritos… y eso es culpa de las cosas, que están asfixiadas, doloridas, cargadas de tristeza. Por lo demás, no te forjes novelas: ni nuestras discusiones ni nuestros gritos tienen causa, ni conducen a un fin… ¿Qué te has empezado a imaginar de nosotros?

– No sé.

– Ya sé que estás siempre soñando cuentos con nuestros caracteres.

– No.

Román enchufaba, mientras tanto, la cafetera exprés y sacaba no sé de dónde unas mágicas tazas, copas y licor; luego, cigarrillos.

– Ya sé que te gusta fumar.

– No; pues no me gusta.

– ¿Por qué me mientes a mí también?

El tono de Román era siempre de franca curiosidad respecto a mí.

– Sé perfectamente todo lo que tu prima escribió a Angustias… Es más: he leído la carta, sin ningún derecho, desde luego, por pura curiosidad.

– Pues no me gusta fumar. En el pueblo lo hacía expresamente para molestar a Isabel, sin ningún otro motivo. Para escandalizarla, para que me dejara venir a Barcelona por imposible.

Como yo estaba ruborizada y molesta, Román no me creía más que a medias, pero era verdad lo que le decía. Al final aceptaba un cigarrillo, porque los tenía siempre deliciosos y su aroma sí que me gustaba. Creo que fue en aquellos ratos cuando empecé a encontrar placer en el humo. Román se sonreía.

Yo me daba cuenta de que él me creía una persona distinta; mucho más formada, y tal vez más inteligente y desde luego hipócrita y llena de extraños anhelos. No me gustaba desilusionarle, porque vagamente yo me sentía inferior; un poco insulsa con mis sueños y mi carga de sentimentalismo, que ante aquella gente procuraba ocultar.

Román tenía una agilidad enorme en su delgado cuerpo. Hablaba conmigo en cuclillas junto a la cafetera, que estaba en el suelo, y entonces parecía en tensión, lleno de muelles bajo los músculos morenos. Luego, inopinadamente, se tumbaba en la cama, fumando, relajadas las facciones como si el tiempo no tuviera valor, como si nunca hubiera de levantarse de allí. Casi como si se hubiera echado para morir fumando.

A veces, yo miraba sus manos, morenas como su cara, llenas de vida, de corrientes nerviosas, de ligeros nudos, delgadas. Unas manos que me gustaban mucho.

Sin embargo, yo, sentada en la única silla del cuarto, frente a su mesa de trabajo, me sentía muy lejos de él. La impresión de sentirme arrastrada por su simpatía, que tuve cuando me habló la primera vez, no volvió nunca.

Preparaba un café maravilloso, y la habitación se llenaba de vahos cálidos. Yo me sentía a gusto allí, como en un remanso de la vida de abajo.

– Aquello es como un barco que se hunde. Nosotros somos las pobres ratas que, al ver el agua, no sabemos qué hacer… Tu madre evitó el peligro antes que nadie marchándose. Dos de tus tías se casaron con el primero que llegó, con tal de huir. Sólo quedamos la infeliz de tu tía Angustias y Juan y yo, que somos dos canallas. Tú, que eres una ratita despistada, pero no tan infeliz como parece, llegas ahora.

– ¿No quieres hacer música hoy, di?

Entonces Román abría el armarito en que terminaba la librería y sacaba de allí el violín. En el fondo del armario había unos cuantos lienzos arrollados.

– ¿Tú sabes pintar también?

– Yo he hecho de todo. ¿No sabes que empecé a estudiar medicina y lo dejé, que quise ser ingeniero y no pude llegar a hacer el ingreso? También he empezado a pintar de afición… Lo hacía mucho mejor que Juan, te lo aseguro.

Yo no lo dudaba: me parecía ver en Román un fondo inagotable de posibilidades. En el momento en que, de pie junto a la chimenea, empezaba a pulsar el arco, yo cambiaba completamente. Desaparecían mis reservas, la ligera capa de hostilidad contra todos que se me había ido formando. Mi alma, extendida como mis propias manos juntas, recibía el sonido como una lluvia la tierra áspera. Román me parecía un artista maravilloso y único. Iba hilando en la música una alegría tan fina que traspasaba los límites de la tristeza. La música aquella sin nombre. La música de Román, que nunca más he vuelto a oír.

El ventanillo se abría al cielo oscuro de la noche. La lámpara encendida hacía más alto y más inmóvil a Román, sólo respirando en su música. Y a mí llegaban en oleadas, primero, ingenuos recuerdos, sueños, luchas, mi propio presente vacilante, y luego, agudas alegrías, tristezas, desesperación, una crispación importante de la vida y un anegarse en la nada. Mi propia muerte, el sentimiento de mi desesperación total hecha belleza, angustiosa armonía sin luz.

Y de pronto un silencio enorme y luego la voz de Román.

– A ti se te podría hipnotizar… ¿Qué te dice la música? Inmediatamente se me cerraban las manos y el alma.

– Nada, no sé, sólo me gusta…

– No es verdad. Dime lo que te dice. Lo que te dice al final.

– Nada.

Me miraba, defraudado, un momento. Luego, mientras guardaba el violín:

– No es verdad.

Me alumbraba con su linterna eléctrica desde arriba, porque la escalera sólo se podía encender en la portería, y yo tenía que bajar tres pisos hasta nuestra casa.

El primer día tuve la impresión de que, delante de mí, en la sombra, bajaba alguien. Me pareció pueril y no dije nada.

Otro día la impresión fue más viva. De pronto, Román me dejó a oscuras y enfocó la linterna hacia la parte de la escalera en que algo se movía. Y vi clara y fugazmente a Gloria que corría escaleras abajo hacia la portería.

4

¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al volver de la universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro.

El tiempo era húmedo y aquella mañana tenía olor a nubes y a neumáticos mojados… Las hojas lacias y amarillentas caían en una lenta lluvia desde los árboles. Una mañana de otoño en la ciudad, como yo había soñado durante años que sería en la ciudad el otoño: bello, con la naturaleza enredada en las azoteas de las casas y en los troles de los tranvías; y sin embargo, me envolvía la tristeza. Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo y cerrar los ojos.

¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias incompletas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea… Y sin embargo, habían llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis propios ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a olvidarme de mi aspecto y de mis sueños. Iba dejando de tener importancia el olor de los meses, las visiones del porvenir y se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada reticencia de Román. El resultado parecía ser aquella inesperada tristeza.

Cuando entré en la casa empezó a llover detrás de mí y la portera me lanzó un gran grito de aviso para que me limpiara los pies en el felpudo.

Todo el día había transcurrido como un sueño. Después de comer me senté, encogida, metidos los pies en unas grandes zapatillas de fieltro, junto al brasero de la abuela. Escuchaba el ruido de la lluvia. Los hilos del agua iban limpiando con su fuerza el polvo de los cristales del balcón. Primero habían formado una capa pegajosa de cieno, ahora las gotas resbalaban libremente por la superficie brillante y gris.

No tenía ganas de moverme ni de hacer nada, y por primera vez eché de menos uno de aquellos cigarrillos de Román. La abuelita vino a hacerme compañía. Vi que trataba de coser con sus torpes y temblonas manos un trajecito del niño. Gloria llegó un rato después y empezó a charlar, con las manos cruzadas bajo la nuca. La abuelita hablaba también, como siempre, de los mismos temas. Eran hechos recientes, de la pasada guerra, y antiguos, de muchos años atrás, cuando sus hijos eran niños. En mi cabeza, un poco dolorida, se mezclaban las dos voces en una cantinela con fondo de lluvia y me adormecían.

ABUELA.-No había dos hermanos que se quisieran más. (¿Me escuchas, Andrea?) No había dos hermanos como Román y Juanito… Yo he tenido seis hijos. Los otros cuatro estaban siempre cada uno por su lado, las chicas reñían entre ellas, pero estos dos pequeños eran como dos ángeles… Juan era rubio y Román muy moreno, y yo siempre los vestía con trajes iguales. Los domingos iban a misa conmigo y con tu abuelo… En el colegio, si algún chico se peleaba con uno de ellos, ya estaba el otro allí para defenderle. Román era más pícaro…, pero ¡cómo se querían! Todos los hijos deben ser iguales para una madre, pero estos dos fueron sobre todos para mí… como eran los más pequeños… como fueron los más desgraciados… Sobre todo Juan.

GLORIA.-¿Tú sabías que Juan quiso ser militar y, como le suspendieron en el ingreso de la Academia, se marchó a África, al Tercio, y estuvo allí muchos años?

ABUELA.-Cuando volvió trajo muchos cuadros de allí… Tu abuelo se enfadó cuando dijo que se quería dedicar a la pintura, pero yo le defendí y Román también, porque entonces, hija mía, Román era bueno… Yo siempre he defendido a mis hijos, he querido ocultar sus picardías y sus diabluras. Tu abuelo se enfadaba conmigo, pero yo no podía soportar que los riñesen… Pensaba: «Más moscas se cogen con una cucharada de miel»… Yo sabía que salían por las noches de juerga, que no estudiaban… Les esperaba temblando de que tu abuelo se enterara… Me contaban sus picardías y yo no me sorprendía de nada, hijita… Confiaba en que, poco a poco, sabrían dónde estaba el bien, empujados por su corazón mismo.

GLORIA.-Pues Román no la quiere a usted, mamá; dice que los ha hecho desgraciados a todos con su procedimiento.

ABUELA.-¿Román?… Je, je! Sí que me quiere, ya lo creo que me quiere… pero es más rencorosillo que Juan y está celoso de ti, Gloria; dice que te quiero más a ti…

gloria.-¿Dice eso Román?

ABUELA.-Sí; la otra noche, cuando yo buscaba mis tijeras… era ya muy tarde y todos estabais durmiendo, se abrió la puerta despacito y apareció Román. Venía a darme un beso. Yo le dije: «Es inicuo lo que haces con la mujer de tu hermano; es un pecado que Dios no te podrá perdonar…». Y entonces fue… Yo le dije: «Es una niña desgraciada por tu culpa, y tu hermano sufre también por tu causa. ¿Cómo te voy a querer igual que antes?»…

GLORIA.-Román antes me quería mucho. Y esto es un secreto grande, Andrea, pero estuvo enamorado de mí.

abuela.-Niña, niña. ¿Cómo iba a estar Román enamorado de una mujer casada? Te quería como a su hermana, nada más…

GLORIA.-Él me trajo a esta casa… Él mismo, que ahora no me habla, me trajo aquí en plena guerra… Tú te asustaste cuando entraste aquí la primera vez, ¿verdad que sí, Andrea? Pues para mí fue mucho peor… Nadie me quería…

ABUELA.-Yo sí que te quería, todos te quisimos, ¿por qué eres tan ingrata al hablar?

GLORIA.-Había hambre, tanta suciedad como ahora y un hombre escondido porque le buscaban para matarle: el jefe de Angustias, don Jerónimo; ¿no te han hablado de él? Angustias le había cedido su cama y ella dormía donde tú ahora… A mí me pusieron un colchón en el cuarto de la abuela. Todos me miraban con desconfianza. Don Jerónimo no me quería hablar porque, según él, yo era la querida de Juan y mi presencia le resultaba intolerable…

ABUELA.-Don Jerónimo era un hombre raro; figúrate que quería matar al gato… Ya ves tú, porque el pobre animal es muy viejo y vomitaba por los rincones, decía que no lo podía sufrir. Pero yo, naturalmente, lo defendí contra todos, como hago siempre que alguien está perseguido y triste…

GLORIA.-Yo era igual que aquel gato y mamá me protegió. Una vez me pegué con la criada esa, Antonia, que aún está en la casa…

abuela.-Es incomprensible eso de pegarse con un criado… Cuando yo era joven eso no se hubiera podido concebir… Cuando yo era joven teníamos un jardín grande que llegaba hasta el mar… Tu abuelo me dio una vez un beso… Yo no se lo perdoné en muchos años. Yo…

GLORIA.-Yo, cuando llegamos aquí estaba muy asustada. Román me decía: «No tengas miedo». Pero él también había cambiado.

abuela.-Cambió en los meses que estuvo en la checa; allí lo martirizaron; cuando volvió casi no le reconocimos. Pero Juan había sido más desgraciado que él, por eso yo comprendo más a Juan. Me necesita más Juan. Y esta niña también me necesita. Si no fuera por mí, ¿dónde estaría su reputación?

GLORIA.-Román había cambiado antes. En el momento mismo que entramos en Barcelona en aquel coche oficial. ¿Tú sabes que Román tenía un cargo importante con los rojos? Pero era un espía, una persona baja y ruin que vendía a los que le favorecieron. Sea por lo que sea, el espionaje es de cobardes…

ABUELA.-¿Cobardes? Niña, en mi casa no hay cobardes… Román es bueno y valiente y exponía su vida por mí, porque yo no quería que estuviera con aquella gente. Cuando era pequeño…

GLORIA.-Te voy a contar una historia, mi historia, Andrea, para que veas que es como una novela de verdad… Ya sabes tú que yo estaba en un pueblo de Tarragona, evacuada… Entonces, en la guerra, siempre estábamos fuera de nuestras casas. Cogíamos los colchones, los trastos, y huíamos. Había quien lloraba. ¡A mí me parecía tan divertido!… Era por enero o febrero cuando conocí a Juan, tú ya lo sabes. Juan se enamoró de mí en seguida y nos casamos a los dos días… Le seguí a todos los sitios a donde iba… Era una vida maravillosa, Andrea. Juan era completamente feliz conmigo, te lo juro, y entonces estaba guapo, no como ahora, que parece un loco… Había muchas chicas que seguían a sus maridos y a sus novios a todos lados. Siempre teníamos amigos divertidos… Yo nunca tuve miedo a los bombardeos, ni a los tiros… Pero no nos acercábamos mucho a los sitios de peligro. Yo no sé bien cuál era el cargo que tenía Juan, pero también era importante. Te digo que yo era feliz. La primavera iba llegando y pasábamos por sitios muy bonitos. Un día me dijo Juan: «Te voy a presentar a mi hermano». Así mismo, Andrea. Román al principio me pareció simpático… ¿Tú lo encuentras más guapo que Juan? Pasamos algún tiempo con él, en aquel pueblo. Un pueblo que llegaba al mar. Todas las noches Juan y Román se encerraban, para hablar, en un cuarto junto al que yo dormía. Yo quería saber lo que decían. ¿No te hubiera pasado a ti lo mismo? Y además había una puerta entre las dos habitaciones. Creía que hablaban de mí. Estaba segura de que hablaban de mí. Una noche me puse a escuchar. Miré por la cerradura: estaban los dos inclinados sobre un plano y Román era el que decía:


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