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Nada
  • Текст добавлен: 21 октября 2016, 19:03

Текст книги "Nada"


Автор книги: Carmen Laforet



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– ¿Sabes que te quiero muchísimo, Andrea? -me dijo– .Yo no sabía que te quisiera tanto… No quería volver a verte, como a nada que me pueda recordar esa maldita casa de la calle de Aribau… Pero, cuando me has mirado así, cuando te ibas…

– ¿Yo te he mirado así? ¿Cómo?

Las cosas que decíamos no me importaban. Me importaba la confortadora sensación de compañía, de consuelo, que estaba sintiendo como un baño de aceite sobre mi alma.

– Pues… no sé explicarte. Me mirabas con desesperación. Y además, como yo sé que me quieres tanto, con tal fidelidad. Como yo a ti, no creas…

Hablaba con incoherencias que a mí me parecían llenas de sentido. Del asfalto vino un olor a polvo mojado. Caían grandes gotas calientes y no nos movíamos. Ena pasó su brazo por mi hombro y oprimió su suave mejilla contra la mía. Parecían desbordadas todas nuestras reservas. Calmados los malos momentos.

– Ena, perdona lo de esta tarde. Ya sé que no puedes soportar que te espíen. Yo no lo había hecho nunca hasta hoy, te lo juro… Si interrumpí tu conversación con Román fue porque me pareció que él te amenazaba… Ya sé que quizás es ridículo. Pero me lo pareció.

Ena se apartó de mí para mirarme. En los labios le flotaba la risa.

– ¡Pero si lo necesitaba, Andrea! ¡Si viniste del cielo! Pero ¿no te diste cuenta de que me salvabas?… Si he sido dura contigo fue a causa de la demasiada tirantez de mis nervios. Tenía miedo de llorar. Y ya ves, ahora lo he hecho…

Ena respiró fuerte, como si esto le aliviase de mil sentimientos ardorosos. Cruzó las manos a su espalda, casi estirándose, librándose de todas las tensiones. No me miraba. Parecía que no me hablase a mí.

– La verdad, Andrea, es que en el fondo he apreciado siempre tu estimación como algo extraordinario, pero nunca he querido darme cuenta. La amistad verdadera me parecía un mito hasta que te conocí, como me pareció un mito el amor hasta que conocí a Jaime… A veces -Ena se sonrió con cierta timidez– pienso en lo que puedo haber hecho yo para merecer esos dos regalos del destino… Te aseguro que he sido una niña terrible y cínica. No creí en ningún sueño dorado nunca, y al revés de lo que les sucede a las otras personas, las más bellas realidades me han caído encima. He sido siempre tan feliz…

– Ena, ¿no te enamoraste de Román?

Hice la pregunta en un murmullo tan tenue que la lluvia que caía ya regularmente, pudo más que mi voz. Volví a repetir:

– Di, ¿no te enamoraste?

Ena me rozó, rápida, con una indefinible mirada de sus ojos demasiado brillantes. Luego alzó la cabeza hacia las nubes.

– ¡Nos mojamos, Andrea! -gritó.

Me arrastró hasta la puerta de la universidad, donde nos refugiamos. Su cara aparecía fresca bajo las gotas de agua, un poco empalidecida como si hubiese padecido fiebres. La tempestad empezó a desatarse cayendo en cataratas, acompañada de un violento tronar. Estuvimos un rato sin hablar, escuchando aquella lluvia que a mí me encalmaba y me reverdecía como a los árboles.

– ¡Qué belleza! -dijo Ena, y se le dilataron las aletas de la nariz-. Dices que si me he enamorado de Román… -prosiguió con una expresión casi soñadora-. ¡Me ha interesado mucho! ¡Mucho!

Se rió bajito.

– A nadie he logrado desesperar así, humillar así…

La miré con cierto asombro. Ella sólo veía la cortina de lluvia que delante de sus ojos caía iluminada por los relámpagos. La tierra parecía hervir, jadear, desprendiéndose de todos sus venenos.

– ¡Ah! ¡Qué placer! Saber que alguien te acecha, que cree tenerte entre sus manos, y escaparte tú, dejándole burlado… ¡Qué juego extraño!… Román tiene un espíritu de pocilga, Andrea. Es atractivo y es un artista grande, pero, en el fondo, ¡qué mezquino y soez!… ¿A qué clase de mujeres ha estado acostumbrado hasta ahora? Supongo que a seres como a esas dos sombras que rondaban la escalera cuando yo subí a verle… Esa horrible criada que tenéis, y la otra mujer tan rara, con el pelo rojo, que ahora sé que se llama Gloria… Y también, quizás, a alguna persona muy dulce y tímida, como mi madre… Me miró de reojo.

– ¿Tú sabes que mi madre estuvo enamorada de él en la juventud?… Sólo por este hecho deseaba conocer yo a Román. Luego, ¡qué decepción! Llegué a odiarle… ¿No te sucede a ti, cuando te forjas una leyenda sobre un ser determinado y ves que queda bajo tus fantasías y que en realidad vale aún menos que tú, llegas a odiarle? A veces este odio mío por Román llegó a ser tan grande, que él lo notaba y volvía la cabeza, como cargado de electricidad… ¡Qué días más raros aquellos primeros en que empezábamos a conocernos! No sé si era yo desgraciada o no. Estaba como obsesionada por Román. Huía de ti. Reñí con Jaime por una tontería y luego no podía sufrir su presencia. Creo que sentía que si hubiera vuelto a ver a Jaime tendría que dejar aquella aventura a la fuerza. Y entonces yo me sentía demasiado interesada, casi intoxicada por todo aquello… Si estoy con Jaime me vuelvo buena, Andrea, soy una mujer distinta… Si vieras, a veces tengo miedo de sentir el dualismo de fuerzas que me impulsan. Cuando he sido demasiado sublime una temporada, tengo ganas de arañar… De dañar un poco.

Me cogió la mano y ante mi gesto instintivo de retirarla se sonrió con mimosa ternura.

– ¿Te asusto? Entonces, ¿cómo quieres ser mi amiga? No soy ningún ángel, Andrea, aunque te quiero tanto… Hay seres que me colman el corazón, como Jaime, mamá y tú, cada uno en vuestro estilo… Pero una parte de mí necesita expansionarse y dar rienda suelta a sus venenos. ¿Crees que no quiero a Jaime? Lo quiero muchísimo. No podría soportar que mi vida se separase ya de la suya. Tengo deseos de su presencia, de su personalidad entera. Le admiro apasionadamente… Pero hay otra cosa: la curiosidad, esa inquietud maligna del corazón, que no puede reposar…

– ¿Román te hizo el amor? Di.

– ¿Hacerme el amor? No sé. Estaba desesperado conmigo, tan rabioso que me hubiera estrangulado a veces… Pero se domina muy bien. Yo quería que perdiese el control de sus nervios. Sólo lo logré un día… Hace de esto más de una semana, Andrea, fue la última vez que vine a verle antes de hoy. He venido cinco veces a ver a Román y siempre he procurado que lo supiera alguien. Porque, en el fondo, Román me ha inspirado siempre un poco de miedo. Llamaba a la puerta de tu casa, cuando sabía que no había de encontrarte, y preguntaba por ti. Esas dos mujeres tan curiosas, a las que poseía una especial desazón en cuanto me veían aparecer, me venían muy bien. Sabía que las dejaba como dos guardianes a mi espalda. No sabes, sin embargo, lo que este ambiente tan cargado me llegaba a divertir. A veces olvidaba hasta el sentimiento de estar continuamente en guardia. Me reía allí, francamente, excitada y entusiasmada. Nunca se me había presentado un campo de experimentación así… Eran éstos los momentos en que Román venía despacio a sentarse a mi lado. Pero cuando yo notaba su cuerpo caliente, una rabia inexplicable me venía de dentro; me costaba hacer un esfuerzo para disimularlo. Luego, riéndome aún, me trasladaba al otro extremo del cuarto.

»Le volvía loco. Cuando me imaginaba lánguida y medio subyugada por su música, por el tono de confidencia casi perversa que daba a la conversación, yo me ponía de pie de pronto sobre la cama turca.

»-¡Tengo ganas de saltar! -le decía.

»Y empezaba a hacerlo, llegando casi hasta el techo con los brincos, como cuando juego con mis hermanos. Él, al oír mis carcajadas, no sabía si estaba yo loca o era estúpida… Ni un momento, con el rabillo del ojo, dejaba yo de observarle. Después del primer movimiento de involuntaria sorpresa, su cara quedaba impenetrable, como siempre… No era eso, Andrea, lo que quería yo. Si tú supieras que Román, cuando joven, hizo sufrir a mi madre…

– ¿Quién te ha contado esas historias?

– ¿Quién?… ¡Ah! ¡Sí!… Papá mismo. Papá una vez que mamá estuvo enferma y hablaba de Román en medio de las fiebres… El pobre estaba aquella noche muy conmovido, creía que ella se iba a morir.

(Yo tuve que sonreírme. En pocos días la vida se me aparecía distinta a como la había concebido hasta entonces. Complicada y sencillísima a la vez. Pensaba que los secretos más dolorosos y más celosamente guardados son quizá los que todos los de nuestro alrededor conocen. Tragedias estúpidas. Lágrimas inútiles. Así empezaba a aparecerme la vida entonces).

Ena se volvió hacia mí, y no sé qué ideas vería en mis ojos. Súbitamente me dijo:

– Pero no me creas mejor de lo que soy, Andrea… No vayas a buscarme disculpas… No era sólo por esta causa por lo que yo quería humillar a Román… ¿Cómo te voy a explicar el juego apasionante en que se convertía aquello para mí?… Era una lucha más enconada cada vez. Una lucha a muerte…

Ena, seguramente, estaba mirándome mientras me hablaba. Me pareció sentir sus ojos todo el rato. Yo no podía hacer más que escuchar con los ojos puestos en la lluvia, cuya furia se hacía desigual, alzándose algunos momentos y casi cesando en otros.

– Escucha, Andrea, yo no podía pensar en Jaime ni en ti ni en nadie esta temporada, yo estaba absorbida enteramente en este duelo entre la frialdad y el dominio de los nervios de Román y mi propia malicia y seguridad… Andrea, el día en que por fin pude reírme de él, el día en que me escapé de sus manos cuando ya creía tenerme segura, fue algo espléndido…

Ena se reía. Me volví hacia ella, un poco asustada, y la vi muy guapa, con los ojos brillantes.

– Tú no puedes ni concebir una escena como la que terminó mis relaciones con Román la semana pasada, la víspera de San Juan exactamente, lo recuerdo bien… Me escapé…, así, corriendo, casi matándome, escaleras abajo… Me dejé en su cuarto mi bolso y mis guantes, y hasta las horquillas de mi pelo. Pero Román también se quedó allí… Nunca he visto nada más abyecto que su cara… ¿Dices que si me he enamorado de él?… ¿De ese hombre?

Empecé a mirar a mi amiga, viéndola por primera vez tal como realmente era. Tenía los ojos sombreados bajo aquellas agrias luces cambiantes que venían del cielo. Yo sentí que nunca podría juzgarla. Pasé mi mano por su brazo y apoyé mi cabeza en su hombro. Estaba yo muy cansada. Multitud de pensamientos se aclaraban en mi cerebro.

– ¿Sucedió eso la noche de San Juan?

– Sí…

Nos quedamos calladas un rato. En aquel silencio me vino, sin poderlo evitar, el recuerdo de Jaime. Fue un caso de transmisión de pensamiento.

– Con quien peor me he portado en este asunto es con Jaime, ya lo sé -dijo Ena.

Su cara era otra vez infantil, un poco enfurruñada. Me miró yya no había ni desafío ni cinismo en su mirada.

– ¡Cada vez que pensaba en Jaime era un tormento tan grande, si vieras! Pero yo no podía dominar a los demonios que me tenían cogida… Una noche salí con Román y me llevó al Paralelo. Estaba yo muy cansada y aburrida cuando entramos en un café atestado de gente y de humo. Yo creí que era una mala pasada de mi imaginación, cuando vi enfrente de mis ojos los ojos de Jaime; estaba detrás de aquella niebla, detrás de aquel calor y no me saludaba. No hacía más que mirarme… Aquella noche lloré mucho. Al día siguiente tú me trajiste un mensaje suyo, ¿te acuerdas?

– Sí.

– Yo no deseaba otra cosa que ver a Jaime y reconciliarme con él. ¡Estaba tan emocionada cuando nos encontramos! Luego se estropeó todo, no sé si por mi culpa o por la suya. Jaime me había prometido ser comprensivo, pero en el curso de la conversación se iba excitando… Al parecer había seguido todos mis pasos y había averiguado la vida y milagros de Román. Me dijo que tu tío era un indeseable metido en negocios de contrabando de lo más sucio. Me explicó esos negocios… Al cabo, empezó a hacerme cargos, desesperado de que yo anduviese «a merced de un bandido así»… Era más de lo que yo podía sufrir y no se me ocurrió otra cosa que empezar a defender a Román con el mayor calor. ¿No te ha sucedido alguna vez esa cosa espantosa de irte enredando en tus propias palabras y encontrarte con que ya no puedes salir?… Jaime y yo nos separamos desesperados aquel día… Él se marchó de Barcelona, ¿lo sabías?

– Sí.

– Tal vez cree que le voy a escribir… ¿No?

– Claro que sí.

Ena me sonrió y recostó su cabeza contra la piedra de la pared. Estaba cansada…

– Te he hablado tanto, ¿verdad, Andrea?, tanto… ¿No estás harta de mí?

– Aún no me has dicho lo más importante… Aún no me has dicho por qué, si habías terminado con él la víspera de San Juan, estabas hoy en el cuarto de mi tío…

Ena miró hacia la calle antes de contestarme. La tempestad se había calmado y el cielo aparecía manchado y revuelto con colores amarillos y pardos. Las alcantarillas tragaban el agua que corría a lo largo de los bordillos de las aceras.

– ¿Y si nos fuéramos, Andrea?

Empezamos a caminar a la deriva, íbamos cogidas del brazo.

– Hoy -me dijo Ena– jugué el todo por el todo al volver al cuarto de Román. Él me escribió unas líneas indicando que tenía en su cuarto algunos objetos míos y que deseaba devolvérmelos… Comprendí que no me iba a dejar en paz tan fácilmente. Recordé a mi madre y se me antojó que yo, como ella, me iba a pasar la vida huyendo si no tomaba una determinación… Entonces fue cuando me vino la idea de hacer uso de las averiguaciones de Jaime como una salvaguardia contra Román. Con esta única seguridad vine. Estaba dispuesta a verle por última vez… No creas que no tuve miedo. Estaba aterrorizada cuando tú llegaste. Aterrorizada, Andrea, e incluso arrepentida de mi impulso…, porque Román está loco, yo creo que está loco… Cuando tú llamaste a la puerta estuve a punto de caerme, tal era mi tensión nerviosa…

Ena se detuvo en medio de la calle para mirarme. Los faroles acababan de encenderse y rebrillaban en el suelo negro. Los árboles lavados daban su olor a verde.

– ¿Comprendes, Andrea, comprendes, querida, que no te pudiese decir nada, que incluso llegara a maltratarte en la escalera? Aquellos momentos parecían borrados de mi existencia. Cuando me di cuenta de que era yo, Ena, quien estaba viviendo, me encontré corriendo calle de Aribau abajo, buscando tu rastro. Al volver la esquina te encontré al fin. Estabas apoyada contra el muro del jardín de la universidad, muy pequeña y perdida debajo de aquel cielo tempestuoso… Así te vi.

22

Antes de que Ena se marchase, por fin, a pasar sus vacaciones en una playa del norte, volvimos a salir los tres: ella, Jaime y yo, como en los mejores tiempos de la primavera. Yo me sentía cambiada, sin embargo. Cada día mi cabeza se volvía más débil y me sentía reblandecida, con los ojos húmedos por cualquier cosa. La dicha esta, tan sencilla, de estar tumbada bajo un cielo sin nubes junto a mis amigos, que me parecía perfecta, se me escapaba a veces en una vaguedad de imaginación parecida al sueño. Lejanías azules zumbaban en mi cráneo con ruido de moscardón, haciéndome cerrar los ojos. Entre las ramas de los algarrobos veía yo, al abrir los párpados, el firmamento cálido, cargado de chirridos de pájaros. Parecía que me hubiera muerto siglos atrás y que todo mi cuerpo deshecho en polvo minúsculo estuviera dispersado por mares y montañas amplísimas, tan desparramada, ligera y vaga sensación de mi carne y mis huesos sentía… A veces encontraba los ojos de Ena, inquietos, sobre mi cara.

– ¿Cómo es que duermes tanto? Tengo miedo de que estés muy débil.

Esta cariñosa solicitud sobre mi vida se iba a terminar también. Ena debería marcharse al cabo de unos días y ya no volvería a Barcelona, de regreso del veraneo. La familia pensaba trasladarse directamente desde San Sebastián a Madrid. Pensé que cuando empezara el nuevo curso lo haría en la misma soledad espiritual que el año anterior. Pero ahora tenía una carga más grande de recuerdos sobre mis espaldas. Una carga que me agobiaba un poco.

El día en que fui a despedir a Ena me sentí terriblemente deprimida. Ena aparecía, entre el bullicio de la estación, rodeada de hermanos rubios, apremiada por su madre, que parecía poseída por una prisa febril de marcharse. Ella se colgó de mi cuello y me besó muchas veces. Sentí que se me humedecían los ojos. Que aquello era cruel. Ella me dijo al oído:

– Nos veremos muy pronto, Andrea. Confía en mí.

Creí entender que volvería al poco tiempo a Barcelona, casada con Jaime, quizá.

Cuando el tren arrancó nos quedamos el padre de Ena y yo en el gran recinto de los ferrocarriles. El padre de Ena, al quedarse repentinamente solo en la ciudad, parecía un poco abrumado. Me invitó a subir a un taxi y pareció un poco desconcertado de mi negativa. Me miraba mucho con su sonrisa bondadosa. Pensé que era una de esas personas que no saben estar solas ni un momento con sus propios pensamientos. Que no tienen pensamientos quizá. Sin embargo, me era extraordinariamente simpático.

Tenía la intención de volver a casa desde la estación, dando un largo rodeo a pesar del calor húmedo y pesado que lo apretaba todo. Empecé a caminar, a caminar… Barcelona se había quedado infinitamente vacía. El calor de julio era espantoso. Atravesé los alrededores del cerrado y solitario mercado del Borne. Las calles estaban manchadas de frutas maduras y de paja. Algunos caballos, sujetos a sus carros, coceaban. Me acordé repentinamente del estudio de Guíxols y entré en la calle de Monteada. El majestuoso patio con su escalera ruinosa de piedra labrada estaba igual que siempre. Un carro volcado conservaba restos de su carga de alfalfa.

– No hay nadie, señorita -me dijo la portera-. El señor Guíxols está fuera. Ya no viene nadie, ni siquiera el señor Iturdiaga, que se ha marchado a Sitges la semana pasada. El señor Pons tampoco está en Barcelona… Pero puedo darle la llave, si gusta subir; el señor Guíxols me ha dado permiso para entregársela a cualquiera…

No había sido mi propósito al llegar hasta allí, siguiendo el hilo de mis recuerdos, el de entrar en el estudio que ya sabía que estaba cerrado. Acepté, sin embargo, la proposición. De pronto se me aparecía como una perspectiva venturosa, aquella de poder estar un rato protegida por la vacía tranquilidad de la casa, por la frescura de sus muros antiguos. El aire cerrado tenía aún un olor tenue a barniz. Detrás de la puerta donde Guíxols acostumbraba a guardar sus provisiones encontré olvidada una pastilla de chocolate. Los cuadros estaban cuidadosamente cubiertos con telas blancas y parecían espectros envueltos en sudarios. Almas del recuerdo de mil conversaciones alegres.

Llegué a la calle de Aribau cuando ya oscurecía. Al salir del estudio había reanudado, durante largo rato, mi desesperanzada caminata por la ciudad.

Al entrar en mi cuarto encontré un olor caliente de ventana cerrada y de lágrimas. Adiviné el bulto de Gloria, tumbada en mi cama y llorando. Cuando se dio cuenta de que entraba alguien se revolvió furiosa. Luego se quedó más tranquila al ver que era yo.

– Estaba durmiendo un poquitín, Andrea -me dijo.

Vi que no se podía encender la luz porque alguien había quitado la bombilla. No sé qué me impulsó a sentarme en el borde de la cama y a tomar una mano de Gloria, húmeda de sudor o de lágrimas, entre las mías.

– ¿Por qué estás llorando, Gloria? ¿Crees que no sé que estás llorando?

Como aquel día estaba yo triste, no me parecía ofensiva la tristeza de los demás.

Ella no me contestó al pronto. Después de un rato murmuró:

– ¡Tengo miedo, Andrea!

– Pero ¿por qué, mujer?

– Tú antes no le preguntabas nada a nadie, Andrea… Ahora te has vuelto más buena. Yo bien quisiera decirte el miedo que tengo, pero no puedo.

Hubo una pausa.

– No quisiera que Juan se enterase de que he estado llorando. Le diré que he dormido, si me nota los ojos hinchados.

No sé qué latidos amargos tenían las cosas aquella noche, como signos de mal agüero. No me podía dormir, como me sucedía con frecuencia en aquella época en que el cansancio me atormentaba. Antes de decidirme a cerrar los ojos tanteé con torpeza sobre el mármol de la mesilla de noche y encontré un trozo de pan del día anterior. Lo comí ansiosamente. La pobre abuela se olvidaba pocas veces de sus regalitos. Al fin, cuando el sueño logró apoderarse de mí, fue como un estado de coma, casi como una antesala de la muerte última. Mi agotamiento era espantoso. Creo que llevaba alguien mucho rato gritando cuando aquellos gritos terribles pudieron traspasar mis oídos. Quizá fue sólo cuestión de instantes. Recuerdo, sin embargo, que habían entrado a formar parte de mis sueños, antes de hacerme volver a la realidad. Jamás había oído gritar de aquella manera en la casa de la calle de Aribau. Era un chillido lúgubre, de animal enloquecido, el que me hizo sentarme en la cama y luego saltar de ella temblando.

Encontré a la criada, Antonia, tirada en el suelo del recibidor, con las piernas abiertas en una pataleta trágica, enseñando sus negruras interiores, y con las manos engarabitadas sobre los ladrillos. La puerta de la calle estaba abierta de par en par y empezaban a asomarse algunas caras curiosas de los vecinos. Al pronto tuve sólo una visión cómica de la escena, tan aturdida estaba.

Juan, que había acudido medio desnudo, dio una patada a la puerta de la calle para cerrarla en las narices de aquellas personas. Luego empezó a dar bofetones en la cara contraída de la mujer, y pidió a Gloria un jarro de agua fría para echárselo por encima. Al fin, la criada empezó a jadear y a hipar más desahogadamente, como un animal rendido. Pero enseguida, como si esto hubiera sido sólo una tregua, volvió a sus gritos espantosos.

– ¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

Y señalaba arriba.

Vi la cara de Juan volverse gris.

– ¿Quién? ¿Quién está muerto, estúpida?… Luego, sin esperar a que ella le contestara, echó a correr hacia la puerta, subiendo, enloquecido, las escaleras.

– Se degolló con la navaja de afeitar -concluyó Antonia.

Y por fin empezó a llorar desesperada, sentada en el suelo. Era un espectáculo inusitado ver lágrimas en su cara. Parecía la figura de una pesadilla.

– Me había avisado que le subiera temprano un vaso de café, que se marchaba de viaje… ¡Me lo avisó esta madrugada!… Y ahora está tirado en el suelo, ensangrentado como una bestia. ¡Ah!, ¡ay!, Trueno,hijito mío, ya no tienes padre…

De toda la casa empezó a oírse algo así como un rumor de lluvia que va creciendo. Luego gritos, avisos. Por la puerta abierta, nosotras, paralizadas, veíamos subir a la gente de los pisos hacia el cuarto de Román.

– Hay que avisar a la policía -gritó un señor grueso, el practicante del tercero, bajando la escalera, muy excitado.

Le oímos las mujeres de la casa, que formábamos un estúpido racimo, temblorosas, sin atrevernos a reaccionar delante de los increíbles acontecimientos. Antonia gritaba aún, y sólo se oía aquella voz entre el compacto y extraño grupo que formábamos Gloria y ella, la abuela y yo.

En un momento determinado sentí que volvía a correr mi sangre y me dirigí a cerrar la puerta. Al volverme vi a la abuelita, por primera vez, dándome cuenta real de su presencia. Parecía encogida, aplastada toda bajo el velo negro que, sin duda, se había puesto para dirigirse a su misa cotidiana. Estaba temblando.

– Él no se suicidó, Andrea…, él se arrepintió antes de morir -me dijo puerilmente.

– Sí, querida, sí…

No le consolaba mi afirmación. Tenía los labios azules. Tartamudeaba para hablar. Los ojos humedecidos no dejaban que sus lágrimas brotaran francamente.

– Yo quiero ir arriba… Quiero ir con mi Román.

A mí me pareció mejor complacerla. Abrí la puerta y la ayudé a subir, peldaño por peldaño, aquella escalera tan conocida. Ni siquiera me daba cuenta de que aún no me había vestido y que sólo una bata cubría mi camisón. No sé de dónde había salido la gente que llenaba la escalera. En el portal se oían las voces de los guardias tratando de contener aquella avalancha. A nosotras nos dejaban pasar mirándonos mucho. Yo sentía despejárseme la cabeza por instantes. A cada escalón me subía una nueva oleada de angustioso miedo y de repugnancia. Las rodillas empezaban su baile nervioso que me dificultaba el andar. Juan bajaba desolado, amarillo. Nos vio de pronto y se paró delante de nosotras.

– ¡Mamá! ¡Maldita sea! -no sé por qué la imagen de la abuela había desatado su furia. Le gritaba rabioso: -¡A casa enseguida!

Levantaba un puño como para pegarle y se levantó un murmullo entre la gente. La abuela no lloraba, pero su barbilla temblaba en un puchero infantil.

– ¡Es mi hijo! ¡Es mi niño!… ¡Estoy en mi derecho de subir! Tengo que verle…

Juan se había quedado quieto. Sus ojos se volvían escrutando las caras que le contemplaban con avidez. Un momento pareció indeciso. Al fin cedió bruscamente.

– ¡Tú, abajo, sobrina! ¡No se te ha perdido nada a ti! -me dijo.

Luego enlazó a su madre por la cintura y casi arrastrando la ayudó a subir. Oí que la abuela empezaba a llorar, apoyada en el hombro del hijo.

Al entrar en nuestro piso encontré que una multitud de personas se habían acomodado también allí y se esparcían invadiendo todos los rincones y curioseándolo todo, con murmullos compasivos.

Infiltrándome entre aquella gente, empujando a algunos, logré escurrirme hasta el apartado rincón del cuarto de baño. Me refugié allí, y cerré la puerta.

Maquinalmente, sin saber cómo, me encontré metida en la sucia bañera, desnuda como todos los días, dispuesta a recibir el agua de la ducha. En el espejo me encontré reflejada, miserablemente flaca y con los dientes chocándome como si me muriera de frío. La verdad es que era todo tan espantoso que rebasaba mi capacidad de tragedia. Solté la ducha y creo que me entró una risa nerviosa al encontrarme así, como si aquél fuese un día como todos. Un día en que no hubiese sucedido nada. «Ya lo creo que estoy histérica», pensaba mientras el agua caía sobre mí azotándome y refrescándome. Las gotas resbalaban sobre los hombros y el pecho, formaban canales en el vientre, barrían mis piernas. Arriba estaba Román tendido, sangriento, con la cara partida por el rictus de los que mueren condenados. La ducha seguía cayendo sobre mí en frescas cataratas inagotables. Oía cómo el rumor humano aumentaba al otro lado de la puerta, sentía que no me iba a mover nunca de allí. Parecía idiotizada.

Entonces empezaron a dar porrazos en la puerta del cuarto de baño.

23

Los días que siguieron estuvieron sumidos en la mayor oscuridad porque, inmediatamente, alguien cerró todos los balcones, casi clavándolos. Casi impidiendo que llegase un soplo de la brisa de fuera. Un espeso y maloliente calor lo envolvió todo, y yo empecé a perder el sentido del tiempo. Horas o días resultaban lo mismo. Días o noches parecían iguales. Gloria se puso enferma y nadie se fijó en ella. Yo me senté a su lado y vi que tenía mucha fiebre.

– ¿Se han llevado ya a ese hombre?

Preguntaba a cada momento.

Yo le alcanzaba agua. Parecía que nunca se podría cansar de beber. A veces venía Antonia y la contemplaba con tal expresión de odio, que preferí quedarme junto a ella el mayor tiempo posible.

– ¡No se morirá, la bruja! ¡No se morirá, la asesina! -decía.

Por Antonia me enteré también de los últimos detalles de la vida de Román. Detalles que yo oía como a través de una niebla. (Me parecía que iba perdiendo la facultad de ver bien. Que los contornos de las cosas se me difuminaban.)

Al parecer, la noche antes de su muerte, Román había llamado a Antonia por teléfono diciendo que acababa de llegar de su viaje -Román había estado aquellos días ausente– y que necesitaba salir a primera hora de la mañana. «Suba usted a arreglarme un poco las maletas y tráigame toda la ropa limpia que tenga; me voy para mucho tiempo»… Éstas, según Antonia, habían sido las últimas palabras de Román. La idea de degollarse debió de ser un rapto repentino, una rápida locura que le atacó mientras se afeitaba. Tenía las mejillas manchadas de jabón cuando le descubrió Antonia.

Gloria preguntaba monótonamente por los detalles referentes a Román.

– ¿Y las pinturas? ¿No se encontraron las pinturas?

– ¿Qué pinturas, Gloria? -yo me inclinaba hacia ella, con un gesto que el cansancio volvía lánguido.

– El cuadro que me pintó Román. El cuadro mío con los lirios morados…

– No sé. No sé nada. No puedo enterarme de nada. Cuando Gloria se puso mejor me dijo:

– Yo no estaba enamorada de Román, Andrea… Yo veo en tu cara, chica, todo lo que piensas. Piensas que yo no aborrecía a Román…

La verdad es que yo no pensaba nada. Mi cerebro estaba demasiado embotado. Con las manos de Gloria entre las mías y oyendo su conversación, llegaba a olvidarme de ella.

Yo fui quien hizo que Román se matara. Yo le denuncié a la policía y él se suicidó por eso… Aquella mañana tenían que venir a buscarle…

Yo no creía nada de lo que Gloria me decía. Era más verosímil figurarse que Román había sido el espectro de un muerto. De un hombre que hubiera muerto muchos años atrás y que ahora se volviera por fin a su infierno… Recordando su música, aquella música desesperada que a mí me gustaba tanto oír y que al final me daba la impresión exacta del acabamiento, del deshacerse en la muerte, me sentía emocionada algunas veces.

La abuela venía a mí de cuando en cuando, con los ojos abiertos para susurrarme no sé qué misteriosos consuelos. Iluminada por una fe que no podía decaer, rezaba continuamente, convencida de que en el último instante la gracia divina había tocado el corazón enfermo del hijo.

– Me lo ha dicho la Virgen, hija mía. Anoche se me apareció nimbada de gracia celestial y me lo dijo…

Me pareció consolador aquel trastorno mental que se traslucía en sus palabras y la acaricié, afirmando.

Juan estuvo fuera de casa mucho tiempo, quizá más de dos días. Debió acompañar el cadáver de Román al depósito y tal vez, más tarde, a su última, apartada, morada.

Cuando un día o una noche le vi por fin en casa yo creí que ya habíamos pasado los peores momentos. Pero aún nos faltaba oírle llorar. Nunca, por muchos años que viva, me olvidaré de sus gemidos desesperados. Comprendí que Román tenía razón al decir que Juan era suyo. Ahora que él se había muerto, el dolor de Juan era impúdico, enloquecedor, como el de una mujer por su amante, como el de una madre joven por la muerte del primer hijo.

No sé cuántas horas estuve sin dormir, con los ojos abiertos y resecos recogiendo todos los dolores que pululaban, vivos como gusanos, en las entrañas de la casa. Cuando al fin caí en una cama, no sé tampoco cuántas horas estuve durmiendo. Pero dormí como nunca en mi vida. Como si también yo. fuera a cerrar los ojos para siempre.


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