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Nada
  • Текст добавлен: 21 октября 2016, 19:03

Текст книги "Nada"


Автор книги: Carmen Laforet



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– A mí, mi padre no me comprende -gritó Iturdiaga-. ¿Cómo me va a comprender si sólo sabe almacenar millones? De ninguna manera ha querido costearme la edición de la novela. ¡Dice que es negocio perdido!… Y lo peor es que desde la última jugarreta me ata corto y me tiene sin un céntimo.

– Es que fue buena -dijo Guíxols, con una sonrisa.

– ¡No! ¡Yo no le mentí!… Un día me llamó a su cuarto: «Gaspar, hijo mío…, ¿he oído bien? Me has dicho que ya no te queda nada de las dos mil pesetas que te di como aguinaldo de Navidad» (esto era quince días después de Navidad). Yo le dije: «Sí, papá, ni un céntimo»… Entonces entornó los ojos como una fiera y me dijo:

»-Pues ahora mismo me vas a decir en lo que te lo has gastado. -Yo le conté lo contable a un padre como el mío y no se quedaba satisfecho.

»Luego se me ocurrió decir:

»-Lo demás se lo di a López Soler, se lo presté al pobre…

– Entonces hubierais visto a mi padre rugir como un tigre:

»-¡Prestar dinero a un sinvergüenza semejante que no te lo devolverá jamás! Estoy por darte una paliza… Si no me traes ese dinero antes de veinticuatro horas, meto a López Soler en la cárcel y a ti te tengo un mes a pan y agua… Ya te enseñaré a ser derrochador…

»-Nada de eso puede ser, padre mío; López Soler está en Bilbao.

»Mi padre dejó caer los brazos desalentados, y luego recobró otra vez las fuerzas.

»-Esta misma noche te vas a Bilbao, acompañado de tu hermano mayor, ¡botarate! Ya te enseñaré yo a derrochar mi dinero…

– Y por la noche estábamos mi hermano y yo en el coche-cama. Ya sabéis cómo es mi hermano, un tío serio como hay pocos y con una cabezota de piedra. En Bilbao visitó él a todos los parientes de mi padre y me hizo acompañarle. López Soler se había marchado a Madrid. Mi hermano puso una conferencia con Barcelona: "Id a Madrid -dijo mi padre-. Ya sabes que confío en ti, Ignacio… Estoy decidido a educar a Gaspar a la fuerza"… Otra vez el coche-cama y a Madrid. Allí encontré a López Soler en el café Castilla y me abrió los brazos llorando de alegría. Cuando se enteró a lo que iba me llamó asesino y me dijo que antes me mataría que devolverme el dinero. Luego, en vista de que estaba detrás mi hermano Ignacio con sus puños de boxeador, entre todos sus amigos reunieron la cantidad y me la entregaron. Ignacio mismo la guardó, satisfecho, en su cartera, quedando yo enemigo de López Soler…

«Volvimos a casa. Mi padre me hizo un discurso solemne y me dijo luego que en castigo se quedaría él con la cantidad recuperada, y que no me daría dinero en ocho días para cobrarse los gastos de nuestro viaje. Entonces, Ignacio, con su cara tranquila, sacó el billete de veinticinco pesetas que me había devuelto López Soler y se lo tendió a mi padre. El pobre hombre se quedó como un castillo que se derrumba.

»-¿Qué es esto? -gritó.

»-El dinero que había prestado a López Soler, padre mío -contesté yo-. Y de ahí viene la catástrofe de mi vida, amigos míos… Ahora que yo pensaba ahorrar para editar el libro por mi cuenta…

Yo estaba muy divertida y contenta.

– ¡Ah! -dijo Iturdiaga, mirando hacia un cuadrito que estaba vuelto hacia la pared-. ¿Qué hace de espaldas el cuadro de la Verdad?

– Es que ha estado antes Romances, el crítico, y, como tiene cincuenta años, no me pareció delicado…

Pujol se levantó rápidamente y dio la vuelta al cuadrito. Sobre fondo negro habían pintado en blanco, con grandes letras:

«Demos gracias al cielo de que valemos infinitamente más que nuestros antepasados. -Hornero». La firma era imponente. Tuve que reírme. Me encontraba muy bien allí; la inconsciencia absoluta, la descuidada felicidad de aquel ambiente me acariciaban el espíritu.

14

Los exámenes de aquel curso eran fáciles, pero yo tenía miedo y estudiaba todo lo que podía.

– Te vas a poner enferma -me dijo Pons-. Yo no me preocupo. El curso que viene será otra cosa, cuando tengamos que hacer la reválida.

La verdad es que yo estaba empezando a perder la memoria. A menudo me dolía la cabeza.

Gloria me dijo que Ena había venido a ver a Román a su cuarto y que Román había estado tocando sus composiciones de violín para ella. Gloria, de estas cosas, estaba siempre bien informada.

– ¿Tú crees que se casará con ella? -me preguntó de improviso, con aquella especie de ardor que le comunicaba la primavera.

– ¡Ena casarse con Román! ¡Qué estupidez más grande!

– Lo digo, chica, porque ella parece bien vestida, como de buena familia… Tal vez Román quiere casarse.

– No digas necedades. No hay nada entre ellos en ese sentido… ¡Vamos! ¡No seas tonta, mujer! Si Ena ha venido, puedes estar segura de que ha sido sólo por oír la música.

– ¿Y por qué no ha entrado a saludarte a ti?

El corazón parecía que se me iba a saltar del pecho, tanto me interesaba todo aquello.

Veía a Ena en la universidad todos los días. A veces cambiábamos algunas palabras. Pero ¿cómo íbamos a hablar de nada íntimo? Ella me había alejado por completo de su vida. Un día le pregunté cortésmente por Jaime.

– Está bien -me dijo-. Ahora ya no salimos los domingos. (Evitaba mirarme, quizá para que yo no notara en sus ojos la tristeza. ¿Quién podía comprenderla?)

– Román está de viaje -le dije de improviso.

– Ya lo sé -me contestó.

– ¡Ah!…

Nos quedamos calladas.

– ¿Y tu familia? -aventuré (parecía que no nos hubiéramos visto en muchos años).

– Mamá ha estado enferma.

– Le enviaré flores cuando pueda… Ena me miró de un modo especial.

– Tú tienes también cara de enferma, Andrea… ¿Quieres venir a dar un paseo conmigo esta tarde? Te sentará bien tomar el aire. Podemos ir al Tibidabo. Me gustaría que merendaras allí conmigo…

– ¿Ya has terminado el asunto ése tan importante que tenías entre manos?

– No, aún no; no seas irónica… Pero esta tarde me voy a tomar unas vacaciones, si tú quieres dedicármela.

Yo no estaba contenta ni triste. Me parecía que mi amistad con Ena había perdido mucho de su encanto con la ruptura. Al mismo tiempo yo quería a mi amiga sinceramente.

– Sí, iremos…, si algo más importante no te lo impide. Me cogió una mano y me abrió los dedos, para ver la confusa red de rayas de la palma.

– ¡Qué manos tan delgadas!… Andrea, quiero que me perdones si me he portado algo mal contigo estos días… No es solamente contigo con quien me porto mal… Pero esta tarde será como antes. Ya verás. Correremos entre los pinos. Lo pasaremos bien.

Efectivamente, lo pasamos bien y nos reímos mucho. Con Ena cualquier asunto cobraba interés y animación. Yo le conté las historias de Iturdiaga y de mis nuevos amigos. Desde el Tibidabo, detrás de Barcelona, se veía el mar. Los pinos corrían en una manada espesa y fragante, montaña abajo, extendiéndose en grandes bosques hasta que la ciudad empezaba. Lo verde la envolvía, abrazándola.

– El otro día fui a tu casa -dijo Ena-; quería verte. Te estuve esperando cuatro horas.

– No me dijeron nada.

– Es que subí al cuarto de Román para entretenerme. Fue muy amable conmigo. Hizo música. De cuando en cuando llamaba por teléfono a la criada a ver si habías llegado.

Yo me quedé triste tan de repente, que Ena lo notó y se puso de mal humor también.

– Hay cosas en ti que no me gustan, Andrea. Te avergüenzas de tu familia… Y, sin embargo, Román es un hombre tan original y tan artista como hay pocos… Si yo te presentara a mis tíos, podrías buscar con un candil, que no encontrarías la menor chispa de espíritu. Mi padre mismo es un hombre vulgar, sin la menor sensibilidad… Lo cual no quiere decir que no sea bueno, y además, es guapo, ya le conoces, pero yo hubiera comprendido mucho mejor que mi madre se hubiera casado con Román o con alguien que se le pareciese… Esto es un ejemplo como otro cualquiera… Tu tío es una personalidad. Sólo con la manera de mirar sabe decir lo que quiere. Entender…, parece algo trastornado a veces. Pero tú también, Andrea, lo pareces. Por eso precisamente quise ser tu amiga en la universidad. Tenías los ojos brillantes y andabas torpe, abstraída, sin fijarte en nada… Nos reíamos de ti; pero yo, secretamente, deseaba conocerte. Una mañana te vi salir de la universidad bajo una lluvia torrencial… Era en los primeros días del curso (tú no te acordarás de esto). La mayoría de los chicos estaban cobijados en la puerta y yo misma, aunque llevaba impermeable y paraguas, no me atrevía a desafiar aquella furia torrencial. De pronto te veo salir a ti, con el mismo paso de siempre, sin bufanda, con la cabeza descubierta… Me acuerdo que el viento y la lluvia te alborotaban y luego te pegaban los rizos del cabello a las mejillas. Yo salí detrás de ti y el agua caía a chorros. Parpadeaste un momento, como extrañada, y luego, como a un gran refugio, te arrimaste a la verja del jardín. Estuviste allí dos minutos lo menos hasta que te diste cuenta de que te mojabas lo mismo. El caso era espléndido. Me conmovías y me hacías morir de risa al mismo tiempo. Creo que entonces te empecé a tomar cariño… Luego te pusiste enferma…

– Sí, me acuerdo.

– Sé que te molesta que yo sea amiga de Román. Ya te había pedido que me lo presentaras hace tiempo… Comprendí que si quería ser tu amiga no había ni que pensar en tal cosa… Y el día en que fui a buscarte a tu casa, cuando nos encontraste juntos no podías disimular tu irritación y tu disgusto. Al día siguiente vi que venías dispuesta a hablar de aquello… A pedirme cuentas, quizá. No sé… No me apetecía verte. Tienes que comprender que yo puedo escoger mis propios amigos, y Román (yo no lo niego) me interesa mucho…

– Es una persona mezquina y mala.

– Yo no busco en las personas ni la bondad ni la buena educación siquiera…, aunque creo que esto último es imprescindible para vivir con ellas. Me gustan las gentes que ven la vida con ojos distintos que los demás, que consideran las cosas de otro modo que la mayoría… Quizá me ocurra esto porque he vivido siempre con seres demasiado normales y satisfechos de ellos mismos… Estoy segura de que mi madre y mis hermanos tienen la certeza de su utilidad indiscutible en este mundo, que saben en todo momento lo que quieren, lo que les parece mal y lo que les parece bien… Y que han sufrido muy poca angustia ante ningún hecho.

– ¿Tú no quieres a tu padre?

– Claro que sí. Esto es aparte… Y estoy agradecida a la Providencia de que sea tan guapo, ya que me parezco a él… Pero nunca he acabado de comprender por qué se ha casado con él mi madre. Mi madre ha sido la pasión de toda mi infancia. He notado desde muy pequeña que ella era distinta de todos los demás… Yo la acechaba. Me parecía que tenía que ser desgraciada. Cuando me fui dando cuenta de que quería a mi padre y de que era feliz me entró una especie de decepción…

Ena estaba seria.

– Y no lo puedo remediar. Toda mi vida he estado huyendo de mis simples y respetables parientes… Simples pero inteligentes a la vez, en su género, que es lo que les hace tan insoportables… Me gusta la gente con ese átomo de locura que hace que la existencia no sea monótona, aunque sean personas desgraciadas y estén siempre en las nubes, como tú… Personas que, según mi familia, son calamidades indeseables.

Yo la miré.

– Prescindiendo de mi madre… con mamá no se sabe nunca lo que va a pasar y éste es uno de sus atractivos…, ¿qué crees que dirían mi padre o mi abuelo de ti misma si supieran tu modo real de ser? Si supieran, como yo sé, que te quedas sin comer y que no te compras la ropa que necesitas por el placer de tener con tus amigos delicadezas de millonaria durante tres días… Si supieran que te gusta vagabundear sola por la noche. Que nunca has sabido lo que quieres y que siempre estás queriendo algo… ¡Bah! Andrea, creo que se santiguarían al verte, como si fueras el diablo.

Se acercó a mí y se quedó enfrente. Me puso sus dos manos en los hombros, mirándome.

– Y tú, querida, esta tarde y siempre que se trata de tu tío o de tu casa eres igual que mis parientes… Te horrorizas sólo de pensar que yo estoy allí. Te crees que no sé lo que es ese mundo tuyo, cuando lo que sucede es que me ha absorbido desde el primer momento y que quiero descubrirlo completamente.

– Estás equivocada. Román y los demás de allí no tienen ningún mérito más que el de ser peores que las otras personas que tú conoces y vivir entre cosas torpes y sucias.

Yo hablaba con brusquedad, dándome cuenta que no podría convencerla.

– Cuando llegué a tu casa el otro día, ¡qué mundo tan extraño apareció a mis ojos! Me quedé hechizada. Jamás hubiera podido soñar, en plena calle de Aribau, un cuadro semejante el que ofrecía Román tocando para mí, a la luz de las velas, en aquella madriguera de antigüedades… No sabes cuánto pensaba en ti. Cuánto me interesabas por vivir en aquel sitio inverosímil. Te comprendía mejor… Te quería. Hasta que llegaste… Sin darte cuenta me mirabas de un modo que estropeabas mi entusiasmo. De modo que no me guardes rencor por querer entrar yo sola en tu casa y conocerlo todo. Porque no hay nada que no me interese… Desde esa especie de bruja que tenéis por criada, hasta el loro de Román…

»En cuanto a Román, no me dirás que sólo tiene el mérito de estar metido en ese ambiente. Es una persona extraordinaria. Si lo has oído interpretar sus composiciones, tendrás que reconocerlo.

Bajamos a la ciudad en el tranvía. El aire tibio de la tarde levantaba los cabellos de Ena. Estaba muy guapa. Me dijo aún:

– Ven a casa cuando quieras… Perdóname por haberte dicho que no vinieras. Eso es otro asunto. Ya sabes que eres mi única amiga. Mi madre me pregunta por ti y parece alarmada… Estaba contenta de que al fin simpatice con una chica; desde que tengo uso de razón me ha visto rodeada de muchachos únicamente…

15

Llegué a casa con dolor de cabeza y me extrañó el gran silencio que había a la hora de la cena. La criada se movía con desacostumbrada ligereza. En la cocina la vi acariciando al perro, que apoyaba la cabezota sobre su regazo. De cuando en cuando recorrían a aquella mujer sacudidas nerviosas como descargas eléctricas y se reía enseñando los dientes verdes.

– Va a haber entierro -me dijo.

– ¿Cómo?

– Se va a morir el crío…

Me fijé que en la alcoba del matrimonio había luz.

– Ha venido el médico. He ido a la farmacia a buscar las medicinas, pero no me han querido fiar, porque ya saben en el barrio cómo andan las cosas en la casa desde que murió el pobre señor… ¿Verdad, Trueno?

Entré en la alcoba. Juan había hecho una pantalla a la luz para que no molestara al niño, que parecía insensible, encarnado de fiebre. Juan lo tenía entre los brazos, porque el pequeño de ninguna manera soportaba estar en la cuna sin llorar continuamente… La abuela parecía atontada. Vi que le acariciaba los pies metiendo sus manos por debajo de la manta que le envolvía. Rezaba el rosario mientras tanto y me extrañó que no llorase. La abuela y Juan estaban sentados en el borde de la gran cama de matrimonio, y en el fondo, sobre la cama también, pero apoyada contra la esquina de la pared, vi a Gloria jugando a las cartas muy preocupada. Estaba sentada a la manera moruna, desgreñada y sucia como de costumbre. Pensé que estaría haciendo solitarios. A veces los hacía.

– ¿Qué tiene el niño? -pregunté.

– No se sabe -contestó rápidamente la abuela.

Juan la miró y dijo:

– El médico opina que es un principio de pulmonía, pero yo creo que es del estomago.

– ¡Ah!…

– No tiene ninguna importancia. El nene está perfectamente constituido y soportará bien las fiebres -siguió diciendo Juan mientras sujetaba con gran delicadeza la cabecita del pequeño, apoyándola en su pecho.

– Juan! -chilló Gloria-. ¡Ya es hora de que te vayas! Él miró al niño con una preocupación que me habría parecido extraña si yo hubiera tenido en cuenta sus palabras anteriores. Dulcificó un poco la voz.

– No sé si ir, Gloria… ¿Qué te parece? Este pequeño únicamente quiere estar conmigo.

– Me parece, chico, que no estamos para pensarlo. Te ha caído del cielo esa oportunidad de poder ganar unas pesetas tranquilamente. Ya nos quedamos yo y la mamá. Además, en el almacén hay teléfono, ¿no? Te podríamos avisar si se pusiera peor… Y como no eres tú solo el que haces la guardia, podrías venirte. Todo sería que no cobraras al día siguiente…

Juan se levantó. El niño empezó a gemir. Juan sonrió con una rara mueca, indeciso…

– ¡Anda, chico, anda! Dáselo a la mamá.

Juan lo puso en brazos de la abuela y el niño empezó a llorar.

– ¡A ver! Dámelo a mí.

En brazos de su madre parecía estar mejor el pequeño.

– ¡Qué pícaro! -dijo la abuela con tristeza-. Cuando está bueno sólo quiere que le tenga yo, y ahora…

Juan se metía el abrigo, pensativo, mirando al niño.

– Come algo antes de marcharte. Hay sopa en la cocina y queda un pan en el aparador.

– Sí, beberé sopa caliente. La pondré en una taza… Antes de marcharse volvió aún a la alcoba.

– Voy a dejar este abrigo. Me pondré el viejo -dijo cuidadosamente cogiendo uno muy astroso y manchado que colgaba de la percha-. Ya no hace frío y en una noche de guardia se estropea mucho…

Se veía que no se decidía a ir. Gloria volvió a gritar:

– ¡Que se hace tarde, chico! Al fin se fue.

Gloria acunaba al niño, impaciente. Cuando sintió que la puerta se cerraba, estuvo aún un rato con el cuello tenso, escuchando. Luego gritó:

– ¡Mamá!

La abuela había ido a cenar a su vez y estaba tomando la sopa con pan, pero lo dejó a medias y acudió en seguida.

– ¡Vamos, mamá, vamos! ¡De prisa!

Puso al niño en el regazo de la abuela sin hacer caso de su llanto. Luego se empezó a vestir con lo mejor que tenía: un traje estampado al que aún colgaba el cuello sin terminar de coser y que estaba arrugado sobre la silla y un collar de cuentas azules. Con el collar hacían juego dos pendientes panzudos, azules también. Se empolvó mucho la cara, según su costumbre, para ocultar las pecas, y se pintó los labios y los ojos con manos temblorosas.

– Ha sido una suerte muy grande que Juan tuviera ese trabajo esta noche, mamá -dijo, al ver que la abuela movía la cabeza disgustada, paseando al niño, muy grande ya para sus brazos demasiado viejos-. Voy a casa de mi hermana, mamá; rece por mí. Voy a ver si me da algún dinero para las medicinas del niño… Rece por mí, mamá, pobrecita, y no se disguste… Andrea la acompañará a usted.

– Sí, me voy a quedar estudiando.

– ¿No cenas antes de marcharte, niña?

Gloria lo pensó medio minuto y luego se decidió a tragarse la cena en un santiamén. La sopa de la abuela, en el plato, se enfriaba y se ponía viscosa. Nadie volvió a reparar en ella.

Cuando Gloria se fue, la criada y Trueno entraron a dormir en su alcoba. Yo encendí la luz del comedor -que era la mejor de la casa– y abrí los libros. No podía con ellos aquella noche, no me interesaban y no los entendía. Pero así pasaron dos o tres horas. Era aquél uno de los últimos días de mayo y tenía que hacer un esfuerzo en mi trabajo. Recuerdo que me empezó a obsesionar el plato de sopa medio lleno que estaba abandonado frente a mí. El trozo de pan mordido.

Escuché algo así como el sonido de un moscardón. Era la abuela que se acercaba canturreando al niño que llevaba cargado. Sin dejar el tono de cantinela me dijo:

– Andrea, hija mía… Andrea, hija mía… Ven a rezar el rosario conmigo.

Me costó trabajo entenderla. Luego la seguí a la alcoba.

– ¿Quieres que te sostenga un poquito al pequeño? La abuela movió enérgicamente la cabeza en sentido negativo. Se sentó otra vez en la cama. El niño parecía dormir.

– Sácame el rosario del bolsillo.

– ¿No te duelen los brazos?

– No…, no. ¡Anda, anda!

Empecé a recitar las bellas palabras del avemaría. Las palabras del avemaría, que siempre me han parecido azules. Oímos la llave de la cerradura en la puerta. Yo creí que sería Gloria y me volví rápidamente. Me llevé un susto enorme al ver a Juan. Al parecer no había podido dominar su inquietud y había regresado antes de la mañana. La cara de la abuelita expresó un terror tal, que Juan se dio cuenta en seguida. Se inclinó rápidamente hacia el niño que dormía, enrojecido, con la boca entreabierta. Pero luego se enderezó.

– ¿Qué ha hecho Gloria? ¿Dónde está?

– Gloria descansa un poco… o tal vez no… ¡No! ¿Verdad que no, Andrea? Salió a buscar algo en la farmacia… Ya no me acuerdo. Díselo tú, Andrea, hija mía…

– ¡No me mientas, mamá! ¡No me hagas maldecir!

Otra vez estaba exasperado. El niño se despertó y empezó a hacer pucheros. Él lo cogió en brazos un momento, canturreándole sin quitarse el abrigo, húmedo de la calle. A veces blasfemaba entre dientes. Cada vez se excitaba más. Al fin dejó a la criatura en la falda de la abuela.

– Juan! ¿Adónde vas, hijo? El niño va a llorar…

– Voy a traer a Gloria, mamá, a traerla arrastrando por los pelos si es necesario, junto a su hijo…

Temblaba todo su cuerpo. Dio un portazo. La abuela empezó a llorar, por fin.

– ¡Vete con él, Andrea! ¡Vete con él, hija, que la matará! ¡Vete!

Sin pensarlo, me puse el abrigo y eché a correr escaleras abajo detrás de Juan.

Corrí en su persecución como si en ello me fuera la vida. Asustada. Viendo acercarse los faroles y las gentes a mis ojos como estampas confusas. La noche era tibia, pero cargada de humedad. Una luz blanca iluminaba mágicamente las ramas cargadas de verde tierno del último árbol de la calle de Aribau.

Juan caminaba de prisa, casi corriendo. En los primeros momentos más que verlo lo adiviné a lo lejos. Pensé angustiada que si se le ocurriera tomar un tranvía yo no tendría dinero para perseguirlo.

Llegamos a la plaza de la Universidad cuando el reloj del edificio daba las doce y media. Juan cruzó la plaza y se quedó parado enfrente de la esquina donde desemboca la ronda de San Antonio y donde comienza, oscura, la calle de Tallers. Un río de luces corría calle Pelayo abajo. Los anuncios guiñaban sus ojos en un juego pesado. Delante de Juan pasaban tranvías. Él miraba a todos lados como para orientarse. Estaba demasiado flaco y el abrigo le colgaba, se le hinchaba con el viento, jugaba con sus piernas. Yo estaba allí, casi a su lado; sin atreverme a llamarle. ¿De qué hubiera servido que le llamara yo?

El corazón me latía con el esfuerzo de la carrera. Le vi dar unos pasos hacia la ronda de San Antonio y le seguí. De pronto dio la vuelta tan de prisa que nos quedamos frente a frente. Sin embargo, él pareció no darse cuenta, sino que pasó a mi lado en dirección contraria a la que antes había llevado, sin verme. Otra vez llegó a la plaza de la Universidad y ahora se metió por la calle de Tallers. Por allí no encontrábamos a nadie. Los faroles parecían más mortecinos y el pavimento era malo. Juan se volvió a detener en la bifurcación de la calle. Recuerdo que había una fuente pública allí, con el grifo mal cerrado y que en el empedrado se formaban charcos. Juan miró un momento hacia el ruido del cuadro de luz que enmarcaba la desembocadura de la calle en las Ramblas. Luego volvió la espalda y torció por la calle de Ramalleras, igualmente estrecha y tortuosa. Yo corría para seguirle. De un almacén cerrado vino olor a paja y a fruta. Sobre una tapia aparecía la luna. Toda mi sangre corría conmigo, a grandes golpes, en mi cuerpo.

Cada vez que por una bocacalle veíamos las Ramblas, Juan se sobresaltaba. Movía los ojos hundidos en todas direcciones. Se mordía las mejillas. En la esquina de la calle del Carmen -más iluminada que las otras– le vi quedarse parado, con el codo derecho apoyado en la palma de la mano izquierda y acariciándose pensativo los pómulos, como presa de un gran trabajo mental.

El recorrido que hacíamos parecía no tener fin. Yo no tenía idea de dónde quería ir él, ni casi me importaba. Se me estaba metiendo en la cabeza la obsesión de seguirle y esta idea me tenía cogida de tal modo, que ni siquiera sabía ya para qué. Luego me enteré de que podíamos haber hecho un camino dos veces más corto. Cruzamos, atravesándolo en parte, el mercado de San José. Allí nuestros pasos resonaban bajo el alto techo. En el recinto enorme, multitud de puestos cerrados ofrecían un aspecto muerto y había una gran tristeza en las débiles luces amarillentas diseminadas de cuando en cuando. Ratas grandes, con los ojos brillantes como gatos, huían ruidosamente a nuestros pasos. Algunas se detenían en su camino, gordísimas, pensando tal vez hacernos cara. Olía indefiniblemente a fruta podrida, a restos de carne y pescado… Un vigilante nos miró pasar con aire de sospecha al salir nosotros a las callejuelas de detrás, corriendo como íbamos uno detrás de otro.

Al llegar a la calle del Hospital, Juan se lanzó a las luces de las Ramblas, de las que hasta entonces parecía haber huido. Nos encontrábamos en la rambla del Centro. Yo, casi al lado de Juan. Él parecía olfatearme desde la subconsciencia, porque a cada instante volvía la cabeza hacia atrás. Pero aunque sus ojos pasaron sobre mí a menudo, no me veía. Parecía un tipo sospechoso, un ladrón que huyera tropezando con la gente. Creo que alguien me dijo una bestialidad. Ni siquiera estoy segura, aunque es probable que se metieran conmigo y se rieran de mí muchas veces. Yo no pensé ni un momento adonde podría conducirme esta aventura, ni tampoco en qué iba a hacer para calmar a un hombre cuyos furiosos arrebatos conocía tan bien. Sé que me tranquilizaba pensar en que no llevaba armas. Por lo demás, mis pensamientos temblaban en la misma excitación que me oprimía la garganta hasta casi sentir dolor.

Juan entró por la calle del Conde del Asalto, hormigueante de gente y de luz a aquella hora. Me di cuenta de que esto era el principio del barrio chino. «El brillo del diablo», de que me había hablado Angustias, aparecía empobrecido y chillón, en una gran abundancia de carteles con retratos de bailarinas y bailadores. Parecían las puertas de los cabarets con atracciones, barracas de feria. La música aturdía en oleadas agrias, saliendo de todas partes, mezclándose y desarmonizando. Pasando deprisa entre una ola humana que a veces me desesperaba porque me impedía ver a Juan, me llegó el recuerdo vivísimo de un carnaval que había visto cuando pequeña. La gente, en verdad, era grotesca: un hombre pasó a mi lado con los ojos cargados de rimel bajo un sombrero ancho. Sus mejillas estaban sonrosadas. Todo el mundo me parecía disfrazado con mal gusto y me rozaba el ruido y el olor a vino.

Ni siquiera estaba asustada, como aquel día en que, encogida junto a la falda de mi madre, escuché las carcajadas y las ridículas contorsiones de las máscaras. Todo aquello no era más que un marco de pesadilla, irreal como todo lo externo a mi persecución.

Perdí de vista a Juan y me quedé aterrada. Alguien me empujó. Levanté los ojos y vi en el fondo de la calle la montaña de Montjuich envuelta, con sus jardines, en la pureza de la noche…

Encontré a Juan por fin. Estaba, el pobre, parado. Mirando el escaparate iluminado de una lechería, en el que aparecía una fila de flanes apetitosos. Movía los labios y con la mano se cogía la barba pensativo. «Éste es el momento -pensé– de poner mi mano sobre su brazo. De hacerle entrar en razón. De decirle que Gloria seguramente estará en casa…» No hice nada.

Juan reanudó la marcha, metiéndose -después de mirar para orientarse– en una de aquellas callejuelas oscuras y fétidas que abren allí sus bocas. Otra vez la peregrinación se convirtió en una caza entre las sombras cada vez más oscuras. Perdí la cuenta de las calles por donde entrábamos. Las casas se apretaban, altas, rezumando humedad. Detrás de algunas puertas se oía música. Nos cruzamos con una pareja abrazada groseramente y metí el pie en un charco enlodado. Me parecía que algunas calles tenían, diluido en la oscuridad, un vaho rojizo. Otras, una luz azulina… Pasaban algunos hombres y sus voces resultaban broncas en aquel silencio. Se me despejaba la cabeza por algunos momentos y me acercaba a Juan para que se viera que iba en su compañía. Cuando otra vez Juan y yo nos quedábamos solos me tranquilizaba, atenta solamente al ruido de sus pasos.

Me acuerdo que íbamos por una calleja negra, completamente silenciosa, cuando se abrió una puerta por la que salió despedido un hombre borracho, con tan mala suerte, que cayó sobre Juan, haciéndolo vacilar. Pareció que a Juan le corría una descarga eléctrica por la espalda. En un abrir y cerrar de ojos le propinó un puñetazo en la mandíbula, y se quedó quieto, aguardando a que el otro se repusiera. Al cabo de unos minutos estaban enzarzados en una lucha bestial. Yo apenas podía verles. Oía sus jadeos y sus blasfemias. Una voz rasposa rompió el aire encima de nosotros, desde alguna ventana invisible: «¿Qué pasa aquí?».

Luego me encontré sorprendida por la animación que súbitamente llenó la calle. Dos o tres hombres y algunos chiquillos, que parecían brotados de la tierra, rodearon a los que luchaban. Una puerta entreabierta lanzaba a la calle un chorro de luz que me cegaba.

Yo estaba llena de terror y procuraba permanecer invisible. No tenía idea de lo que podría pasar unos minutos después. Encima de aquel infierno -como si sobre el cielo de la calle cabalgaran brujas– oíamos voces ásperas, como desgarradas. Voces de mujeres animando a los luchadores con sus pullas y sus risas. Alucinada, me pareció que caras gordas flotaban en el aire, como los globos que a veces dejan escapar los niños.

Oí un rugido y vi que Juan y su enemigo habían caído revolcándose sobre el barro de la calle. Nadie tenía intención de separarlos. Un hombre les enfocó con su linterna, y entonces vi que Juan se tiraba al cuello del otro para morder. Uno de los mirones dio un botellazo a Juan con buen tino, haciéndole dar vueltas y quedar caído en el fango. A los pocos segundos se incorporó.

En aquel momento alguien dio un chillido de alarma parecido a la campanilla de los bomberos o al especial claxon del coche de la policía, que tanto impresiona en las películas. En un instante nos quedamos solos Juan y yo. Incluso el contrincante borracho había desaparecido. Juan se levantó tambaleándose. Oímos en lo alto risitas ahogadas. Yo, que estaba pasmada en una extraña inactividad, reaccioné de pronto, saltando, con una prisa febril, como de locura, hacia Juan. Le ayudé a ponerse completamente de pie y toqué sus ropas mojadas de sangre y de vino. Jadeaba.

Yo oía, en mi cerebro, repercutir los latidos de mi corazón. Me ensordecía su ruido.


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